Renato Tinajero

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Páginas de sociales

Renato Tinajero

     Llovía sobre ti, Angelina. No puedo recordar por qué estábamos en el patio trasero de tu casa. Te quitaste los zapatos. Te quitaste la diadema y el reloj dorado. Caminaste hacia la lluvia. Saltaban gotas de agua en tus cabellos. Resbalaban los cabellos sobre tus hombros. Abajo, los pies que yo no te conocía: blancos, delgados, acaso blanquísimos. Y luego el hecho de acercarme a ti, en la estrechez del patio, rodearme de ti, humedecerme de ti, y el cielo en un relámpago antes de que yo cerrara los ojos y bebiera de prisa tus labios. Así comenzó todo. Llovía sobre nosotros. Recuerdo que pensé en tus pies. Desembocaban en mi mente toda la lluvia que los ahogaba. Quise besarlos, pero mis labios ya estaban suplantando el sitio de los tuyos y apurando tu aliento de agua tibia.

     A veces te sueño. A veces, atrapada en círculos que describen mis besos; a veces, como si te alejaras por una calle interminable.

*  *  *

     Cuando yo veía los retratos en el periódico, bajo el encabezado “Tony’s Studio” todos los jueves, de novias, quinceañeras, parejas de recién casados, muchachas guapas y niños de Primera Comunión, imaginaba que los fotógrafos, expertos en su oficio, eran muy hábiles para obtener de los retratados los mejores gestos, las sonrisas más agradables, las miradas más recatadas, o expresivas, o alegres, según el caso. Gestos falsos, pensaba, caras pretenciosas, bonitas fotografías para colgarlas en la sala o en el despacho, para que los visitantes guardaran una deliciosa impresión de armonía familiar; grandes y muy bien enmarcados retratos, sobre paredes bien iluminadas, para que los padres no tengan que descolgarlos al mostrárselos a los cuñados, clientes o compañeros de trabajo. Sin embargo, tal vez porque te quise, y este recorte es una de las pocas fotografías tuyas que me diste, la expresión que muestras en tu retrato de Primera Comunión no me parece que sea fingida.

     Te peinaron con esmero: tus cabellos lacios recogidos arriba, rodeados por la coronita de flores blancas; un fleco ancho adelante, que te cubría casi hasta las cejas. Cabellos castaños o rubios, así de ambiguos (me gustaba pensar que de niña, muy niña, tenías el cabello más rubio que en la fotografía). La piel blanca, siempre blanca, con chapitas rosas y una boquita pintada de rosa claro. La personificación de la inocencia. Tus manos blancas, y en tus manos el libro blanco de catecismo y el rosario de cuentas también blancas. “Recibió a Jesús Hostia en la Iglesia de San Juan...”, dice la nota, y Jesús Hostia parece que te brota por la piel; el crucifijo que cuelga sobre tu pecho adquiere un brillo especial, y Jesús Hostia sube desde tu pecho hasta el cuello blanco, y de ahí hasta tu rostro, para desembocar en tus ojos que miran hacia abajo, quizás nerviosos, y en tu sonrisa que, sin mostrar los dientes y apretando las mejillas, no acaba de imponerse en tus facciones. O posiblemente me equivoco, si acaso Jesús Hostia se halla en tu vestido de hombros hinchados, o en el moño blanco que desde la cabeza te roza la espalda, y no en tu cuerpo, que es inocente por sí mismo, por un don extraño, o porque se me antoja concebirlo como una inocencia pura e inmutable.

     No puedo negar que la inocencia era una expresión facial muy característica de tu niñez. Aparece, por ejemplo, en las fotografías de tu cumpleaños, sobre todo en ésta, en blanco y negro, también recortada de un periódico, y que te sacaron cuando estabas en medio de tus regalos. Recuerdo a tu madre, cuando con ella hojeábamos en la sala de tu casa el álbum donde pusieron los recortes:

     —Aquí –decía—, con el pastel. Acá, con Elenita. ¿Te acuerdas de ella? –hizo una pausa para ajustarse los lentes—. A este niño lo quiero mucho; su mamá estuvo conmigo en la Escuela Normal. ¿Te acuerdas, hija? ¡Ay, mira esto, tu primito! ¡Cómo quiero yo  a ese niño! Acuérdate de él; en esta foto tenía menos de dos años y ya hablaba y cantaba, y hasta se sabía Las mañanitas. Ahora está en el Colegio y siempre ha sido el primer lugar de su grupo –hablaba casi para sí misma, sin mirarnos. Pasó más hojas del álbum, dos hojas, y se detuvo en la fotografía que ahora miro—. ¿Te acuerdas de tus regalos? El vestidito rosa, los patines... la bicicleta que te dio tu padrino, ¿qué más?, la cámara de color rosa con la que sacaste varias fotografías de la fiesta, ¿dónde están esas fotos? –tal vez te impacientaste: “Ay, mamá, están todas mal tomadas”—. Pero tráelas, fíjate si están en el álbum de mi recámara. —¿Las pusiste en un álbum? –Ay, hija, si son fotos de tus amiguitos. Le tomaste algunas a Elenita, ¿te acuerdas?

     Te levantaste a buscar el otro álbum. Tu mamá siguió pasando las hojas. Tenía un comentario para cada una de las fotografías. “Estos son tus sus padrinos. ¡Ah!, tú a ellos los conoces, son hermanos míos y nos vinieron a visitar una vez que tú estabas aquí”.

    La mejor de las fiestas, llena de gente y de risa. Fue lo que pensé al escuchar a tu madre mientras ella fijaba una vez más la vista en la imagen grande donde estás rodeada de obsequios y se le marcaba en el rostro una sonrisa de labios cerrados y ojos temblorosos que se parecía mucho a la tuya.

 

*  *  *

     Me gustaría pensarte nada más a ti, separada de tu imagen. Como si fueras solamente tu alma, o algo así. Tu cuerpo quedaría en las imágenes. Tu alma serías tú, más allá de lo que pudieran mostrarme las páginas de los periódicos. Mas las fotografías, y las notas que las acompañan, no consideran tal separación. Eres tú, simplemente, tu imagen y tú inseparables. Si las notas fueran reales, Angelina, si reprodujeran sólo lo que es verdadero, me atrevería a negar que tu alma y tu cuerpo son entidades distintas y opuestas. Y mira: quizás me atreva. No sé por qué me empeño en echar mano de conceptos para pensar en ti. En el fondo, debo decir, Angelina, estoy de acuerdo con las notas y las imágenes de los periódicos. Cuando te recuerdo no puedo encontrar en ti una separación real entre alma y cuerpo, y en mi mente se mezclan por igual tu sonrisa y tu alegría, tus pies y tu femineidad; lo material y lo inmaterial, sin una línea divisoria a la cual asir mis pensamientos.

     Veo la fotografía de tus quince años: tu imagen, tú, de tres cuartos, en claroscuro y a colores, con un vestido rosa, tu color favorito, una gota de brillo en ambas pupilas, y la cabellera lacia y profunda coronando tu rostro. Tu sonrisa es abierta. Tu pecho está cubierto por pecas, no muchas, pero suficientes para distraerme.

     Es la misma imagen de la fotografía que colgaban en la sala de tu casa, la misma sala donde algunas veces se nos agotaban las tardes a la mitad de nuestra conversación. Me hablabas de ti, Angelina. Al hacerlo, movías tus manos, llenabas con tus manos los huecos que tu voz y mi voz dejaban. Entonces me fijaba en tu pecho, en la superficie triangular que dejaba libre tu escote, y lo comparaba con el pecho que mostrabas en la fotografía. Tus pecas saltaban cuando hablabas. Se agitaban, como tu voz. Tenía la sensación de que sintetizabas en ti un mundo, el mío, y que las pecas eran delatoras de algún proceso cósmico y misterioso que marcaba el ritmo de tu pecho.

    Me hablabas de ti. De tu vida. De algún hipotético futuro, tuyo y mío. Y algunas veces, a escondidas de tu madre, nos besábamos.

*  *  *

     Un beso, un solo beso suficiente, que me guardaban tus labios a sabiendas de mi sed por invadir tu mundo repetidas veces y huir de él con la certeza de que nunca podría yo abarcarte por entero.

     Llueve.

 

*  *  *

     Imagino que te encuentro, cuando camino, mientras me distraigo en aparadores, cuando recorro las calles donde solíamos andar. Imagino que llegas a mi casa, a mi mesa en un restaurante, a mi vida, irrumpiendo, imprevista y rotunda, en el equilibrio que he logrado construir con tanto trabajo sobre tu ausencia. Imagino que hablo contigo. Pienso luego que no me escuchas, que mientras hablo concentras en ti el rencor que mi abandono provoca y merece. Sé que me reprochaste haber cerrado, sin avisarte, las puertas que nos unían y volver mis ojos hacia donde tú no estabas. Me entristezco sin darme cuenta. Me pregunto si tu ausencia debe ser precisamente eso, una larga tristeza latente debajo de cada una de mis acciones. Me pregunto si es posible que yo genere la tristeza con mis pasos, agregando con cada uno nuevas porciones de tristeza, hasta sentir en la piel que la tristeza se ha quedado sin remedio pegada a mí. Porque de pronto, sobre tu vacío, queda nada más la tristeza, sin ti. Pero sé que al final me aguardas. Cuando la tristeza se impone y vive de mí, y cargo la sensación de una inútil apariencia de mí mismo de la que no puedo liberarme, tengo la certeza de que volverás, salvadora, mi salvadora, a perdonarme, a redimirme, a que comulguemos nuestras almas en un ritual que sólo tú y yo conocemos.

*  *  *

     Cogidos de la mano. Era una tarde sin sombras. Éramos muy jóvenes. Caminábamos por el otro lado de la avenida, donde hay menos automóviles. Despacio, evitando las miradas de los demás. Te recargaste en mi hombro. “¿Y luego qué?”, pensé. “¿Ahora qué?”, iba a preguntarte, pero me rodeaste el cuello con tu brazo. Cogí tu cintura; te sacudiste. Soltaste una carcajada repentina que me pareció muy desagradable, aunque no te lo dije. “¿Y ahora qué?”: era la frase que no me atreví tampoco a decirte, la duda, la primer pregunta. Vendrían otras más, tampoco dichas, ya en la plaza, sentados en una banca cualquiera. ¿Eres tú quien me acompaña? ¿Ésta eres tú? ¿Qué vida podrías ofrecerme? Pensé en ti, en tu adolescencia, en nosotros. Nada. Era casi de noche. Luego, cuando caminábamos hacia tu casa, me parecía que entrábamos a una ciudad extraña, que mientras el paisaje se llenaba paulatinamente de luces nosotros volvíamos de un desierto desconocido, gris, de un gris áspero y desolado. Desde la puerta de tu casa me viste alejarme, llegar al primer farol y doblar apresuradamente la esquina. Me parece oírte, días después: “Todo como antes, todo será como antes”, mientras nos buscábamos todavía, a veces me encontrabas, y yo te olvidaba por momentos, luego por días, luego por meses de tenerte lejos y desear que la vida volviera al punto en que no debí conocerte nunca.

*  *  *

     Era el tiempo en que yo no frecuentaba los cineclubes ni las salas de conferencias. Era el tiempo en que me volvía aún, obstinado, hacia donde te encontrabas.

     —Tengo algo para ti –me dijiste cuando apenas llegaba yo a tu casa.

     Cuando me senté frente a tu retrato ya bajabas corriendo las escaleras –o es posible que nunca hayas corrido al bajar, y lo que ahora te digo es una ilusión mía, otro sueño.

    Me mostraste las páginas de los periódicos. Son las páginas que ahora miro. No eran los mismos recortes que guardaban en el enorme álbum donde tu madre colocó algunas fotografías de su boda. No; aunque idénticas, estas notas las guardabas tú, para ti. Eran hojas completas, dobladas con cuidado, una a una, dentro de una caja de cartón. Las columnas enteras: tu cumpleaños, junto a las muchachas desconocidas, de nombres árabes, que frecuentaban un Club; tu Primera Comunión, veinte de abril, arriba de los novios de la Iglesia de Corpus Christi; tus quince años en dos planas. Pensé que guardabas las planas con orgullo celoso, como lo hacía tu madre. Después supe que mantenías algo más en la caja de cartón, algún secreto tuyo que se te escapaba de las manos.

     Guardabas los días. Días en que tus pies eran más pequeños y tibios. Días en que las pecas te manchaban también la frente y se agitaban como lágrimas oscuras en tus mejillas. Días de papá mostrándote los leones en el zoológico, mamá en la cocina y el olor a huevos revueltos y pasteles de manzana. Algunos juguetes. Elenita, los otros niños del Colegio, y el gatito que se murió y no supiste por qué. Tiempo cercano, tan increíblemente cercano, en que tu madre te peinaba y te llevaba a la escuela y se despedía de ti con un beso en la misma frente donde Jesús Hostia se acomodaba para quitarse el frío.

     Me pediste que me llevara los días, que fueran míos y me acordara de ti. Me pedías que me llevara tu vida. Como si fuera posible coleccionar vidas ajenas en cajas de cartón. Pero no quise decir que no. Así fue como me apropié de tu vida en recortes, y en palabras de columnistas locales que te olvidaron muy pronto.

Comencé a amarte en fotografías que pudieron no haber sido tuyas pero que aparecieron en los diarios, dinero de por medio, junto a notas que leían las amas de casa o las mujeres que bebían té de manzanilla por las tardes, o las que esperaban en las salas de las clínicas y en el salón de belleza. Páginas que leían los hombres en algunas peluquerías y por las mañanas si terminaban la sección deportiva. Las páginas que leía yo, como si fueras de verdad tú y pudiera arrancarte un secreto más o un beso espontáneo. Una vez besé la fotografía de la quinceañera; un trozo de papel que recogía tu imagen, pero no tu sabor, ni palpitaba al respirar. Un desfilar de pecas inmóviles, a no ser que mi imaginación las animara al cerrar yo los ojos y desplazara tus labios que cosquilleaban mi boca.

     Pero era también el tiempo de tu invierno, Angelina, y lo supe una semana después del fin, ya en mi exilio de ti, e imaginaba el ulular de las ambulancias en una calle céntrica, luces sobresaltadas y frías de un hospital, y a tu familia sola, más sola que yo, en una casa sola que dejaste sin movimiento al partir. Quizá por eso te amo, porque si tu ausencia no fuera irremediable habría algún motivo para olvidarse de ti, el que fuera. Tal vez no es amor, sino algo, que me hace despertar sobresaltado cuando sueño tus ojos abiertos que resbalan en un pozo sin fondo. Algo, un remordimiento, quizás.

*  *  *

     —Día amarillo de abril. Tarde que huele a lluvia y a pesadez. Camino hacia la ventana para cerrarla. No sé si te amo aún en esas imágenes de brindis y fiestas. Me pregunto si así es la última ausencia, indefinible y ambigua, o si ha sucedido que tu ausencia no existe, Angelina, y ahora, sin yo notarlo, has vencido y habrás de mirarme, los ojos muy abiertos, desde la memoria y para siempre.

     Tus ojos en la fotografía me miran desde la mesa. Ojos de papel. Nada ha cambiado en ellos. Me gustaría que se abriera la ventana y el viento se llevara las hojas de esos periódicos. Pero la última ausencia no es así. Es la ausencia y ya. El no quedarme nada de ti. El deseo de salir a buscar los pies descalzos de alguna adolescente que se moja en la calle. Una caja de cartón repleta de fotografías y notas. Y además de eso, mi Angelina, nada.  

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Nació en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Participó en el taller literario de José Luis Velarde Ha obtenido el primer y el segundo lugar en concursos literarios de la Universidad Autónoma de Nuevo León, donde estudió la licenciatura en Letras.

Ha publicado Una habitación oscura; La Leona; Se murió Minineitor (plaquete colectiva); además sus trabajos se han presentado en Armas y Letras, Tierra Adentro, El Cuento y A Quien Corresponda.


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