―¡Oiga! ¡Oiga, usted!
¡¿Podría darme mis pastillas, por favor,?!
¡Oiga!...
―Parece que no te ha
escuchado, mi amor, insístele.
―Mejor díselo tú en un sueco
más clarito. De repente no me ha entendido, esa
condenada.
―Bueno, bueno, estate
quietecito―. Se sobreparó, dio algunos pasos
acelerados y conversó con una mujer rubia, quien
bebía una copa de café, extraído de una máquina.
Al regresar, dijo en tono airado:
―Toma mi amor, la condenada
sólo me dio una pastilla, a pesar que le reiteré
de que por tu dolor necesitabas aumentar la
dosis.
―Déjala, amorcito, ella sólo
hace su trabajo.
―Está bien, pero al menos
debe mostrar educación, tratando a las personas
con más respeto. Fíjate que cuando le hablé, ni
siquiera me miró a los ojos. Me pareció
arrogante e indiferente. Además, ¡cómo va a
priorizar su café en lugar de tu dolor! ¡Qué
demuestre al menos que representa a una
autoridad y que tiene sentimientos y estudios!
―¿Estudios? ¡Qué va, Teresa!
¿Qué tendrán que dejar sus estudios?
―Sí, Ana, sí. Mi Fabián y mi
Celeste tendrán que abandonar los estudios.
―¿Y por qué? ¿Qué es lo que
ha pasado?
―No lo puedo decir muy alto,
tú sabes que aquí no se sabe si alguien habla o
entiende español, pues hija.
―Habla nomás, Teresita. No te
preocupes, acércate y dímelo bajito. Soy toda
oídos.
―Es que nos llegó la
negativa, Ana, y no sé qué hacer, estoy
preocupada. Mis hijos, que eran mi esperanza, ya
no pueden retornar a la escuela… y ellos se
sienten muy mal…
―¿Estás segura que tus hijos
no pueden seguir yendo a la escuela?
―Claro que estoy segura,
hija. Sabes, cuando nos llegó la negativa
también nos cayó la policía y casi decimos adiós
a Suecia.
―¿Cómo así?
¿Cómo así?
― …, …, …
―Habla nomás, Teresa, la
gente no escucha. Además, el ruido del tren
distrae a los oídos chismosos.
―¡Chismosos de m…! ¡Amor,
esos son unos chismosos de m...!
―Amorcito, por favor, no
digas groserías, qué dirá la gente. Dime
¿Quiénes? ¿Quiénes son los chismosos?
―Esos dos que están sentados
en aquella banca de la esquina. Hace rato que
nos están echando una miradas raras.
―No les hagas caso. Tómalo
con humor, de repente les llama la atención la
forma en que caminas o te
sientas… ¿Quién sabe si les atraes, amorcito?
―¿Atraerle a esos dos? Ni lo
diiiigas. No son de los tipos que a mi me
encantan. ¡No, no y nooooo! No me gustan los
hombres chatos, ni mucho menos gordos.
―Cálmate, cálmate, amorcito.
―Tienes razón, mejor no
pienso en eso―dijo y volteó el rostro, como
dando una bofetada al ambiente, con su cabellera
lacia, tersa, que le llegaba hasta los hombros y
continuó diciendo: ¡Ni falta que me hacen sus
miradas, jjuuuu! Me basta contigo. Además, tu
sabes que me gustan los hombres como tú,
delgados y con estilo.
―Que agradable piropo,
amorcito…
Ya me está pasando el dolor.
Gracias por acompañarme, no sabes cuánto
significa para mí que estés a mi lado.
―Tú sabes que siempre estaré
contigo. Imagínate todo lo que hemos pasado
juntos. Eso me recuerda a la tía Enriqueta, la
de la Perla, quien en las reuniones familiares y
mirando las caras atentas de todos, decía: “Para
eso estamos, para acompañarnos en las buenas y
en las malas”.
―Que tierna y nostálgica te
pones.
―¿Te acuerdas cuando nos
encontramos por primera vez?
―Claro, cómo lo voy a
olvidar. Si fue una noche de enero, en el
Fashing.
―¡Veinte de enero, amor,
veinte de enero y justo a las once de la noche!
―Claro, un veinte de enero,
hace cinco años. Me veo en la cola, iluminada
con la luz de la luna, toda grandota ella,
redonda, blanquísima. En tanto yo con el
entusiasmo de entrar a bailar
salsa. Recuerdo que estaba con mis amigos
Alfredo, Manuel, Giovanna y Carmela.
―Ahora que los mencionas ¿Qué
fue de ellos?
―No sé que fue ni que será de
sus vidas. Les he perdido el rastro. Como en
algún momento te habré contado, viví con ellos
un par de años cargados de anécdotas, cuando
recién llegué a este país y cuando teníamos
arrendado aquel apartamento en Hagsätra. Luego
de esa época he vivido en diferentes casas y he
conocido a muchas personas. Pero sin embargo no
olvido a estos primeros amigos. De la única que
sé es de Giovanna.
―¿La colombiana?
―Sí, amorcito. Guapa ella,
tenía el cabello largo, crespo y unas caderas
que volvía locos a todos los que se le aparecían
en el camino.
―¡Qué dices! ¿Por qué hablas
así, mi vida?
―¡Pero no me vas a negar que
Giovanna era hermosa!
―Tienes razón. Porqué
negarlo. Tenía unas bonitas caderas y lindo
cabello. ¿Ustedes tuvieron
una buena amistad, no?
―Sí. Aunque cuando le salió
la primera negativa me dijo que mejor se iba
donde su prima, allá en Italia, ya que Suecia no
le garantizaba la residencia, además que a ella
no le gustaba el frío y la oscuridad de estos
lares. Tú sabes, ella es de Cali, amorcito.
¡Cali, Cali, paaaachanguero! ¡Ohhhh, cómo me
gustaría bailar una salsita con el grupo Niche!
―Ten cuidado con la pierna.
¡Dios mío, no la muevas mucho!
―¡Deja de moverla
para aquí y para allá, caracho! ¡No seas
tan impaciente, Teresa! Anda, cálmate, cálmate.
Deja la cartera aquí al costadito y cuéntame.
Cuéntame qué pasó, mujer.
―Discúlpame, Ana, discúlpame.
Es que me siento muy nerviosa por todo lo que
estamos pasando, Dios bendito. Pero te cuento
rápidamente.
Hace como tres semanas que la
Oficina de Extranjería decidió negar, por última
vez, la apelación a nuestra solicitud de asilo y
el mismo día que nos mandaron el bendito papel,
llegó con un patrullero cargadito de policías.
Esos tipos nos cayeron de sorpresa, a eso de las
diez de la mañana. Menos mal que yo ya me había
ido al trabajo tempranito y mi Fabián y mi
Celeste ya estaban en la escuela.
―¿O sea que cuando llegaron
los policías estaba la casa vacía?
―No, Anita, no. Te juro, por
esta estampita del Señor de los Milagros, de que
Diosito estuvo de nuestro lado, pero no de Jorge
con su mujer e hijita, de Jaimito que era un
muchacho solo y de Francisco y Rita, quienes
tenían planes de casarse. Imagínate que se los
llevaron a toditos.
―¿Y por qué?
―Es que toditos estaban
ilegales, pues hija.
―¡Noooooooooo! ¡¿Estaban
ilegales?!
―No lo digas tan alto,
Aaaaana, por favor, que hasta las paredes y los
asientos tienen oídos, hija.
Fíjate que yo, tanto tiempo
viviendo con ellos y ni enterada estaba.
Pobrecitos, Dios mío.
―¿Dios mío? Qué va amorcito,
si hasta tengo dudas de que Dios exista, después
de la odisea que estoy pasando. Y, para tu
conocimiento, esta pierna sí la puedo mover.
Mira, parece una rama soplada por el viento.
Escucha cómo suena: toc, toc, toc. Y no siento
nada, ja, ja, ja.
―Pero amor, cómo puedes decir
que Dios no existe, después de todo lo que te
pasó. Además, te puedes hacer daño. La fractura
todavía no ha cicatrizado y recuerda lo que el
médico te dijo, que tuvieses la pierna en alto,
subidita, sin moverla mucho.
―¡Ay! ¡Ay! Ya están
retornando las punzadas. Basta de bromas, basta
de bromas. ¡Ay, ay!…
Para olvidar el dolor,
recordemos nuestra primera noche, aquel veinte
de enero en el Fashing.
―Está bien, sube más la
pierna, así, así… Bueno, como tú sabes yo estaba
escuchando el concierto de jazz.
Pero cómo es la vida, ¿no? Apenas la
función acabó, me dirigí al baño para arreglarme
e irme a casa, y no sé cómo te veo
parado, allí, con esa camisa tan pegadita y ese
pantaloncito tan apretadito. Se me abrieron las
ganas de devorarte en ese mismo instante…
―Amorcito, no exageres, que
me entran las ganas de besarte. Muuuua, muuuua,
muuuua.
―¡Huy, Dios mío, esos dos nos
siguen mirando! ¡Bésame más! ¡Bésame!
¡Provoquémoslos!
―Muuuua, muuuua, muuuua. Huy,
caramba, ya el resto de la gente nos está
mirando. Mejor calmémonos.
―Ya me calentaste. Ya me
calentaste toooodo, amor.
―Se me calentó el pecho y el
sudor me invadió desde la punta de mis cabellos,
hasta ya sabes dónde, hija.
―¿Pero cómo así? ¿Y cómo así
supiste lo que sucedió, Teresa, si es que se los
llevaron a todos?
―Ah, pues, todo esto fue en
realidad un milagro. Ponte a pensar que cuando
la policía llegó y tocó el timbre, todos los
inquilinos estaban en sus respectivos cuartos.
Es que Rita y la mujer de Jorge trabajaban como
yo, haciendo limpieza en casas y oficinas. Y los
hombres trabajaban en restaurantes lavando
platos. Tenían horarios variados, pero sobre
todo trabajaban por las noches y llegaban tarde
a casa.
La cosa es que ese día, el
único que estaba desayunando en el comedor era
Carlitos, un buen muchacho, la excepción de los
varones, ya que él trabajaba de peluquero y en
ocasiones laboraba en limpieza.
Carlitos estaba disfrutando
de su desayuno cuando el timbre siguió sonando.
Eso le pareció un tanto extraño, ya que todos
teníamos llaves para entrar en la casa.
Tanto ruido hicieron con esas
timbradas que Carlitos, entre ofuscado y
curioso, se levantó, caminó a zancadas, miró por
el ojillo de la puerta y, de pronto, sus ojos se
le agrandaron como dos enormes girasoles al ver
a hombres rubios, altos, vestidos con uniformes
azulados. Ya podrás imaginarte la cara del
muchacho al ver a esos tipos, hija.
Carlitos, todo flaquito él,
regresó como una flecha y empezó a gritar a todo
pulmón, avisando a los otros. Un tremendo caos
se formó y realmente nadie, absolutamente nadie
salía de su asombro.
―¿Asombrarse? ¿La gente será
tan estúpida que se asombra porque nos besamos?
¡Huy, esos no saben lo que es calentarse de
amor, arder de pasión en forma pública! …
―Ay, ay, ay, parece que
Diosito me está castigando. Me está doliendo la
pierna otra vez. Necesito más pastillas. Anda,
por favor amorcito, pídele varias tabletas a la
condenada.
Se escuchaba el murmullo de
la gente esparcida en esa sala grande, con
trazos de nieve enmarcando los grandes
ventanales.
Habló con la mujer rubia,
quien ahora estaba sentada frente a un
computador y parecía que comparaba la
información de la pantalla con unos papeles que
ella tenía al lado del escritorio.
Recibió una pastilla, llenó
su botella plástica con agua mineral extraída de
un recipiente que dormía al lado del Café
automático, echó un vistazo a toda la sala y
retornó a paso lento.
―Amor, la condenada, me
volvió a dar sólo una pastilla, dice que no
puede aumentar la dosis, ya que no debes dormir
hasta antes de que te llamen.
―Maldita condenada. Si esas
pastillas son sólo para calmar el dolor. Con
ellas no me duermo. Pero gracias, amorcito, de
todos modos, gracias. Ya me pasará, ya me
pasará…
―Imagínate que ya llevamos
esperando cerca de cuatro horas, y todavía no te
llaman.
―Mejor, que se tarden. Así
puedo disfrutar un rato más de tu compañía.
―Sí, no quiero pensar mucho
en esto, pero qué le vamos a hacer.
―No te pongas triste. Tú
sabes que pase lo que pase, siempre estaré
contigo. Además, no olvides de ir a visitarme.
―Claro que sí, amor. Te
visitaré. ¿Crees que tu familia lo comprenda?
―No lo sé, no lo sé. Pero eso
ya no importa. Sólo sé que te quiero y lo que
más deseo es vivir contigo bajo un mismo techo.
Lo que digan mis padres y hermanos me tiene sin
cuidado. Además, es bueno creer en San Martín de
Porres y en Sarita Colonia e ir a misa los
domingos, pero esta bien culantro que no es para
tanto. Ya basta del: “¿Qué dirá la gente?”. Al
diablo con todo eso. Lo importante es nuestra
relación. El qué pasara después, nos lo dirá el
tiempo.
―¿Y qué pasó después? ¿Qué
pasó después? ….
―Espera, Ana, espera. Esa
viejita nos está mirando fijamente desde hace
rato.
―¿Cuál viejita? ¿Cuál
viejita? …
―La que está sentada dos
asientos detrás tuyo. Es una viejita de gafas,
con la cara de pasita. Está al lado de ese turco
con bigotes de pizzero… ¡Pero no seas
exageraaaada, Ana, para voltear!
―No te hagas problema, esa
viejita tiene cara de sueca y le parecerá
exótica la manera como hablamos. No te
preocupes, no la mires y sigue hablando.
―Bueno, bueno. Si lo dices
tú. Imaginate que… ¿En dónde me quedé, hija? …
―Ehhhh. Ah, ya, te quedaste
cuando Carlitos gritaba despavorido avisando al
resto.
―Okey. El hecho es, hija, que
se formó una tremenda correteadera. Unos por
aquí y otros por allá. La cosa es que ninguno
entendía ni sabía qué hacer en aquellos
momentos. En ese caos, entró la policía y este…
―¿Cómo así Teresa, cómo así?
―Pero, Ana, acaso tú no sabes
que la policía tiene una llave maestra que sirve
para entrar a todos los apartamentos.
―No, no lo sabía. ¿Estás
segura de eso?
―Claro que sí, hija. Si eso
lo comentan todas las personas que conocen de
esto.
―Bueno, si es así, no me
queda otra que seguir escuchando lo sucedido.
Soy toda oídos.
―Te decía que este caso no
fue la excepción. Ya que los policías tocaban y
tocaban para ver si alguien abría, y como nadie
lo hizo entonces, haciendo uso de la llave
maestra, se metieron. Y ya te puedes imaginar
ese escenario. Parecía la caza del gato y del
ratón, hija. Pobrecitos mis amigos. Me da una
pena pensar en esas circunstancias…
―Sí, ya sé que son otras
circunstancias, amor. Claro que lo entiendo. Y
eso de “está bien culantro pero no tanto”, me
gusta. Porque eso es cierto. A la vida hay que
sonreírle, a pesar que nos da cachetadas todos
los días. Pero el tiempo nos dará la razón. El
tiempo nos dará la razón.
Tómalo con calma, amor, y
deja de mover la piernita, recuerda los consejos
del médico.
―Ya me duele un poco menos.
¿Será el efecto de la pastilla o es que me
alegra saber de que me irás a ver más adelante,
cuando pase todo este calvario? …
―Las dos cosas, amor, las dos
cosas, ja, ja, ja.
―Imagínate que nos casaremos
contra viento y marea.
―Así es. Nos casaremos,
viviremos bajo un mismo techo y comeremos
perdices. Cómo ansío salir de todo esto y
concretar nuestro ansiado sueño…
―¿Sueño… o pesadilla? Y
pensar que una trata de concretar su ansiado
sueño sin saber que éste puede convertirse en
una terrible pesadilla. ¿No, Teresa?
―Así es Ana.
―¿Será tan difícil intentar
mejorar las condiciones de vida de uno y la de
su familia?
―Así parece, hija…
―¿Y dime, al Carlitos también
lo agarraron?
―No hija. No pudieron
hacerlo.
―¿Y entonces, cómo se salvó
el bendito joven?
―El Carlitos, en su
desesperación, mientras avisaba al resto, llegó
hasta su cuarto, y como no encontró otra salida,
abrió la ventana y se tiró al jardín de atrás de
la casa. Cómo habrá caído el pobre muchacho ya
que nosotros vivíamos en el segundo piso del
edificio. La cosa es que lo único que el
Carlitos recuerda es que voló como un pájaro y
corrió y corrió hasta perderse por entre las
otras casas.
―¿Y cómo te enteraste de todo
esto?
―Huuuy, hija, a pesar que
este tipo de historias corren como un reguero de
pólvora en el mundo latino de Estocolmo, no me
enteré directamente por esa vía, sino a través
de una señora uruguaya, que es donde Carlitos
iba para cortarle el pelo. Fue ella la que llamó
a mi celular, cuando yo estaba trabajando.
¿Usted es la señora Teresa?,
me dijo. Sí, le contesté. Señora, ni se aparezca
por su casa porque la policía, buscándola a
usted y a sus hijos, ha hecho un allanamiento y
el único que se salvó fue Carlos, el joven que
vivía con ustedes. Él me dio su número de
teléfono y me pidió que la llamase…
―¿Y has visto a Carlos?
―No hija, lamentablemente no
lo he visto. Pero la señora uruguaya me dijo que
Carlitos estaba bien aunque tenía una pierna
enyesada, pero estaba bien. Que el Carlitos me
mandaba saludos, me dijo la señora. Que tierno
ese muchacho.
Imagínate, hija, todo lo que
se tiene que pasar por obtener el permiso de
residencia en este país.
―Es difícil la situación,
Teresa, es difícil… ¿Y cómo piensas hacer?
¿Vas a retornar a Lima?
―Que va, Ana, no puedo,
realmente no puedo…
―¡Claro que puedes! ¡Claro
que podemos! Si realmente nos queremos podremos
concretar nuestro sueño, aunque la realidad sea
dura y, a veces, sólo nos regale malas
experiencias, crueldad y frustración.
Una serpentina de sonidos
empezó a fluir desde un parlante colgado al lado
de uno de los ventanales.
―¡Amor! ¡Amor! ¡Espera,
escucha! ¡Escucha! ¡Te están llamando!…
―¡Huy, ni lo digas, amorcito,
ni lo digas!
―Sí, te están llamando.
Escucha…
―Es cierto. Y allí vienen los
ayudantes de la condenada.
―Cálmate, cálmate. Ya sabes
que tienes que tener cuidado con tu pierna.
―Abrázame, amorcito,
abrázame…
Se abrazaron fuertemente,
olvidando las curiosas miradas de la gente, las
largas horas de espera, echándose a la espalda
los momentos de alegría y amargura. Tratando de
disfrutar esos pocos segundos o minutos, esos
relámpagos de tiempo que se estrellaban en sus
ojos y en sus manos.
―Con cuidado, por favor,
llévenlo con cuidado...
―…Con cuidado es que debo de
andar yo, sino se me hacen trizas los sueños y
el de mis hijos.
―Pero menos mal que siempre
cargas tu estampita del Señor de los Milagros,
Teresa…
―Así es, hija. No sé qué
pasaría conmigo el día en que esta vieja
estampita, que me la regaló mi comadre Angelita
antes de venir a este país, se me cayera y
perdiera. No quiero ni imaginármelo, hija.
―No te preocupes, las cosas
mejorarán. Tú sabes que hay mucha gente en este
país que se encuentra en una situación parecida,
pero con el tiempo y de algún modo regularizan
su situación.
―Ojalá que tus palabras se
hagan realidad, Anita.
―Teresa, ya estamos en la
T-central, me tengo que bajar.
―Yo también hago mi cambio
aquí, te acompaño. ¿Oye, y viste cómo la viejita
nos seguía mirando hasta cuando hemos pasado por
su lado?
―¡Que va, Teresa! ¡Que va!
Eso es sólo tu imaginación. La viejita estaba
hasta media dormida y el pizzero ya había
desaparecido.
―Ése se bajo hace dos
estaciones atrás.
―No te preocupes. Ya deja de
estresarte en vano. No veas fantasmas en donde
no existen…
―Bueno, hija, bueno, me
calmaré, me calmaré. Pero para hacerlo de modo
más fácil qué te parece si nos vamos a tomar
unos cafecitos en el Mc Donalds.
―¿Qué hora es?
―Las seis y media…
―Ah, no es muy tarde. El
tiempo me alcanza para regresar a casa y ver mi
telenovela del canal español que la pasa todas
las noches.
―¿Entonces? ¿Nos vamos, Ana?
―Vamos.
―No. Yo no voy. Él es mi
pareja y yo sólo le acompaño. Por favor,
trátenlo con cuidado. El médico recomendó que
llevara la pierna en alto. Ah, y por favor, no
olviden de darle sus pastillas...
―Estos gorilas qué toscos que
son, por Dios. Lo llevan a uno como si fuera
delincuente…
―No te preocupes, amor, no te
preocupes. Deja de moverte. Te puedes hacer
daño.
Y no lo olvides: estaré
esperando tu señal cuando llegues y apenas la
reciba te llamo con las mismas, mi amor, mi
cielo. Oigan, por favor, llévenlo con cuidadito.
No me lo maltraten…
Los hombres uniformados,
sujetando la camilla, cruzaron una puerta ancha
que se abrió de par en par, automáticamente.
Otros hombres realizaron su control rutinario,
comparando papeles y rostros. La camilla
desapareció en la oscuridad de la noche
iluminada a brochazos por la magia de la nieve.
Treinta minutos después, tras
los enormes ventanales, dando la espalda a la
gente esparcida en la sala y, contemplando con
nostalgia el despegue del avión, pensó:
“Dios mío, Dios mío, haz que
todo salga bien. Que no le pase nada ahora. Ya
bastante ha sufrido el pobre. Imagínate que se
salvó casi de milagro, para que al final, luego
de unos días, lo cojan en el
tren por pasarse una maldita estación sin pagar.
Tú sabes mejor que nadie que mi Carlitos es una
buena persona. Por favor Diosito haz que llegue
bien y que en un futuro cercano nos podamos
casar. Ojalá, mi señor, tomes en cuenta la
súplica de ésta, tu fiel y cándida oveja,
llamada Rubén.”
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