|
Siendo la política y la religión actividades humanas dedicadas a diseñar comportamientos sociales, no es extraño que interactúen y choquen con frecuencia. El tema del aborto es solamente uno que ejemplifica, entre muchos otros, este tipo de choques. El caso de la despenalización del aborto no puede ser discutido desde una perspectiva puramente religiosa en una sociedad plural y regida por una legislación que garantiza un gobierno laico y la separación estado-iglesia. En este contexto, la intervención de la iglesia, incluyendo la papal, es inadecuada no solamente porque contribuye a exacerbar una polémica que debe ser dirimida en otro ámbito, sino porque refleja cabalmente la tentativa de la iglesia de extralimitarse en sus funciones y erigirse como árbitro moral único, justamente lo que no puede permitirse por ningún motivo en una sociedad democrática, independientemente de la religión o ideología de sus propugnadores.
Las diferencias entre las "católicas por el derecho a decidir" y la curia Romana, no deberían confundirse con las diferencias entre el ámbito permisible de acción de la iglesia en una sociedad democrática y los órganos de gobierno. En el primer caso se trata de un asunto interno de la iglesia. Ya verán cómo asumen y dirimen estas católicas y la jerarquía eclesiástica su problema, pero para los que no somos católicos ni cristianos, esa discusión es irrelevante. La diferencia que ha expresado la iglesia con el proyecto de ley para la despenalización del aborto en las primeras semanas de embarazo es entendible dentro de su propia concepción de la vida y del mundo (muy respetables). Mucho menos respetables resultan, sin embargo, las pretensiones de esta misma jerarquía al erigirse como árbitros de la conducta de todos los ciudadanos y al opinar sobre leyes que afectan por igual a católicos y no católicos.
Así como fue la izquierda (o al menos una buena parte de ella) la que mostró un ánimo antiinstitucional e ilegal al rechazar el arbitraje establecido, desde una supuesta "superioridad moral" medio ideológica, medio mesiánica, con la tremenda carga de violencia potencial que conllevaba, hay ahora otra cara de la intolerancia, la vieja intolerancia religiosa, la que comienza a mostrar su fea cara primitiva desde otro punto del espectro político. Ambos episodios son una medida de lo mucho que tenemos que avanzar como sociedad hacia una democracia auténtica que privilegie la tolerancia hacia los que no comparten nuestros puntos de vista y hacia el respeto a la ley.
Mientras, soy escéptico en cuanto a los resultados concretos de la ley, que estimo serán mucho menos espectaculares de lo que se puede pensar en la práctica, dados los problemas de marginación e ignorancia que sufren amplias capas de la sociedad en el país. La ley involucra una fuerte carga simbólica de libertad y racionalidad. Por ello la apoyo sin restricciones. La apoyo por el mismo motivo que rechacé en forma decidida las tentativas antiinstitucionales de AMLO. Más que polarizaciones basadas en el fanatismo y sus indispensables mentiras y amenazas, lo que requerimos es crear un consenso mínimo para enfrentar los problemas reales de los ciudadanos sin aplastar la libertad, pero respetando la ley y el orden constitucional. A la iglesia hay que decirle lo mismo que dijimos a AMLO en su momento: necesitamos más, no menos estado de derecho, más realismo, menos fanatismo ciego. Por sobre todo, más respeto a los que no piensan como uno. Solamente así conseguiremos vivir en una sociedad mejor que permita el goce cabal de frutos de la civilización.
Réplica y comentarios al autor: hmontal2_s@hotmail.com
|