Los informes de los medios de seguridad son desoladores. La ciudad, que era hace unos veinte años un verdadero polo de desarrollo del sudeste del país, registra hoy los peores indicadores sociales y los más bajos en cuanto a competencias cívicas en la región.

Las redes de las mafias han sembrado de droga las calles de Cali. Allí está el germen de muchos de los problemas que padece la comunidad de la capital vallecaucana y del desastre social, que la ceguera del alcalde impide visualizar y prefiere guardar silencio y sólo opina del crecimiento económico de la región.

La ciudad se ha convertido en territorio de organizaciones criminales que hacen su agosto con el expendio de toda clase de drogas alucinógenas y psicotrópicas, y que patrocina el crimen organizado, el asesinato y financian las llamadas oficinas de cobro.

La demanda por las drogas en las barriadas es de tales dimensiones que para controlarla "sería necesario ubicar un agente de la policía en cada cuadra", según la opinión del comandante de la Policía Metropolitana, general Luis Alberto Moore.

En esas condiciones, es absurdo negar un problema que corroe, carcome los hogares y centros educativos, amenazando niños y jóvenes. Y que tiene sus grandes aliados en la permisividad de todos sus dirigentes, que sólo se interesan por el número de votos en la próxima contienda electoral que se aproxima.

Frente a la gravedad del problema, es necesario que la ciudadanía le exija mayores esfuerzos a sus autoridades para combatir un flagelo que ya no está sólo en las calles de las grandes ciudades del mundo, también se tomó a Cali, convirtiendo en clientes a la niñez y su juventud, creando un conflicto urbano de proporciones nunca antes visto. Puesto que tanto niños como jóvenes son víctimas de este flagelo, por tal motivo no responden a las exigencias educativas y registran pésimo comportamiento ciudadano.

Claro está, que no bastan los allanamientos y las expropiaciones a los narcos, es urgente endurecer la legislación para castigar a los responsables tanto del tráfico de las drogas como a sus aliados del sicariato. Pero tampoco eso es suficiente, es preciso reformular la educación y comprometer a los educadores y padres para salvar a la juventud de este insondable mal.

Se debe impulsar una campaña preventiva que llegue a los consumidores, que alerte a las familias, a los educadores y a los sectores sociales sobre la necesidad de tomar conciencia y de prevenir el consumo de drogas ilícitas. Junto al Estado, los padres de familia y las instituciones educativas son las que deben asumir el liderazgo en el propósito de derrotar el consumo de alucinógenos en Cali.

De no superarse este problema nos veremos abocados a presenciar la ruina moral de la juventud impávida frente un sector indolente de dirigentes que sólo atienden sus intereses egoístas.

Finalmente, la lucha contra el narcotráfico, si bien no ha reducido las exportaciones, si ha tenido repercusiones en cuanto a que los dólares que regresan como producto de esta diabólica mercancía están sirviendo de factor financiador de las oficinas de cobro para los miles de prestamistas tipo "gota a gota" o gana diario.

Contrasta con lo anterior, el crecimiento en el Producto Interno Bruto del 5.9% y 7.68%, registrados en el segundo y tercer trimestre del presente año en la nación colombiana. Son la prueba fehaciente de que los negocios y la actividad económica en general marchan por un camino que genera grandes satisfacciones para empresarios y gobierno.

Pero no ocurre lo mismo con respecto al tema de la seguridad en los barrios de Cali; su juventud es el sector más vulnérale y desprotegido del Estado. Ésta sólo tiene la opción de convertirse en "raspachines" o en sembradores de coca, si son niños del campo colombiano, o en consumidores si viven en las ciudades. Una sociedad que no es capaz de proteger a los niños y la juventud, es una sociedad que jamás puede aspirar a ser civilizada.

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