POSICION DE LA IGLESIA CATOLICA
Apéndice II
SAGRADA CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE
DECLARACION SOBRE LA EUTANASIA
INTRODUCCION
Los derechos y valores inherentes a la persona humana ocupan un puesto importante
en la problemática contemporánea. A este respecto, el Concilio
Ecuménico Vaticano 11 ha reafirmado solemnemente la dignidad excelente
de la persona humana y de modo particular su derecho a la vida. Por ello ha
denunciado los crímenes contra la vida, como «h<xnicí
dios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado»
(Cons. Past. Gaudium et spes, n. 27).
La S. Congregación para la Doctrina de la Fe, que recientemente ha recordado
la doctrina católica acerca del aborto procurado juzga oportuno proponer
ahora la enseñanza de la Iglesia sobre el problema de la eutanasia.
En efecto, aunque continúen siendo siempre válidos los principios
enunciados en este terreno por los últimos Pontífices, los progresos
de la medicina han hecho aparecer, en los recientes años, nuevos aspectos
M problema de la eutanasia que deben ser precisados ulteriormente en su contenido
ético.
En la sociedad actual, en la que no raramente son cuestionados 1os mismos valores
fundamentales de la vida humana, la modificación de cultura influye en
el modo de considerar el sufrimiento y la muerte; medicina ha aumentado su capacidad
de curar y de prolongar la vida en determinadas condiciones que a veces ponen
problemas de carácter moral. Por ello los hombres que viven en tal ambiente
se interrogan con angustia acerca del significado de la ancianidad prolongada
y de muerte, preguntándose consiguientemente si tienen el derecho de
procurarse a sí mismos o a sus semejantes la «muerte dulce»,
que serviría para abreviar el dolor y sería, según ellos,
más conforme con la dignidad humana.
Diversas Conferencias Episcopales han preguntando al respecto esta S. Congregación
para la Doctrina de la Fe, la cual, tras haber pedido el parecer de personas
expertas acerca de los varios aspectos de eutanasia, quiere responder con esta
Declaración a las peticiones de k obispos, para ayudarles a orientar
rectamente a los fieles y ofrecerles elementos de reflexión que puedan
presentar a las autoridades civiles propósito de este gravísimo
problema.
La materia propuesta en este documento concierne ante todo a k que ponen su
fe y esperanza en Cristo, el cual mediante su vida, muerte resurrección
ha dado un nuevo significado a la existencia y sobre todo la muerte del cristiano,
según las palabras de San Pablo: «pues si vivimos para el Señor
vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, se que vivamos,
sea que muramos, del Señor somos» (Rom. 14, 8; Fil 1, 20).
Por lo que se refiere a quienes profesan otras religiones, mucho admitirán
con nosotros que la fe - si la condividen - en un Dios creador Providente y
Señor de la vida confiere un valor eminente a toda persona humana y garantiza
su respeto.
Confiamos, sin embargo, en que esta Declaración recogerá el consenso
de tantos hombres de buena voluntad los cuales, por encima do diferencias filosóficas
o ideológicas, tienen una viva conciencia de la derechos de la persona
humana. Tales derechos, por lo demás, han sido proclamados frecuentemente
en el curso de los últimos años en declaraciones de Congresos
Internacionales (a); y tratándose de derechos fundamentales de cada persona
humana, es evidente que no se puede recurrir 2 argumentos sacados del pluralismo
político o de la libertad religiosa para negarles valor universal.
. (a)Recuérdese en particular la recomendación 779 (1976). referentes
a los derechos de los enfermos y de los moribundos de la Asamblea Parlamentaria
del Consejo de Europa en su XXVII sesión ordinaria. CL SIPECA. 1977,
pp. 14-.
VALOR DE LA VIDA HUMANA
La vida humana es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición
necesaria de toda actividad humana y de toda convivencia social. Si la mayor
parte de los hombres creen que la vida tiene un carácter sacro y que
nadie puede disponer de ella a capricho, los creyentes ven a la vez en ella
un don del amor de Dios, que son llamados a conservar y hacer fructificar. De
esta última consideración brotan las siguientes consecuencias:
1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al
amor de Dios hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable
e inalienable, sin cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad.(b)
2. Todo hombre tiene el deber de conformar su vida con el designio de Dios.
Esta le ha sido encomendada como un bien que debe dar sus frutos ya aquí
en la tierra, pero que encuentra su plena perfección solamente en la
vida eterna.
3. La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable
como el homicidio; semejante acción constituye en efecto, por parte del
hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor.
Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo,
una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia
frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las
diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan,
como se sabe, factores psicológicos que, pueden atenuar o incluso quitar
la responsabilidad.
Se deberá, sin embargo, distinguir bien del suicidio aquel sacrificio
con el que, por una causa superior -como la gloria de Dios, la salvación
de las almas o el servicio a los hermanos - se ofrece o se pone en peligro la
propia vida.
LA EUTANASIA
Para tratar de manera adecuada el problema de la eutanasia, conviene ante todo
precisar el vocabulario.
.(b). Se dejan completamente de lado las cuestiones de la pena de muerte y de
la guerra que exigirían consideraciones especificas, ajenas al tema de
esta Declaración.
Etimológicamente la palabra eutanasia significaba en la antigüedad
una muerte dulce sin sufrimientos atroces. Hoy no nos referimos tanto al significado
original de¡ término, cuanto más bien a la intervención
de la medicina encaminada a atenuar los dolores de la enfermedad y de la agonía,
a veces incluso con el riesgo de suprimir prematuramente la vida.
Además el término es usado, en sentido más estricto, con
el significado de «causar la muerte por piedad», con el fin de eliminar
radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar a los niños
subnormales, a los enfermos mentales o a los incurables i la prolongación
de una vida desdichada,
quizás por muchos años que podría imponer cargas demasiado
pesadas a las familias o a la sociedad.
Es pues necesario decir claramente en qué sentido se toma el término
en este documento
Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su
naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar
cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues en el nivel de las intenciones
o de los métodos usados.
Ahora bien, es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede
autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño
o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede
pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad,
ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad
puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto de una
violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona
humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad.
Podría también verificarse que el dolor prolongado e insoportable,
razones de tipo afectivo u otros motivos diversos, induzcan a alguien a pensar
que puede legítimamente pedir la muerte o procurarla k otros. Aunque
en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida
o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia -aunque
fuera incluso de buena fe - no modifica la naturaleza de¡ acto homicida,
que en sí sigue siendo siempre inadmisible. Las súplicas de los
enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas
como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; estas en efecto
son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además
de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor
humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que
están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros.
EL CRISTIANO ANTE EL SUFRIMIENTO Y EL USO DE LOS ANALGESICOS
La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas, al final de
sufrimientos insoportables. No debe pensarse únicamente en los casos
extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza
facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente
dolorosa para un hombre en plena salud. Por lo cual una enfermedad prolongada,
una ancianidad avanzada, una situación de soledad y de abandono, pueden
determinar tales condiciones psicológicas que faciliten la aceptación
de la muerte.
Sin embargo se debe reconocer que la muerte precedida o acompañada a
menudo de sufrimientos atroces y prolongados es un acontecimiento que naturalmente
angustia el corazón del. hombre.
El dolor físico es ciertamente un elemento inevitable de la condición
humana; a nivel biológico, constituye un signo cuya utilidad es innegable;
pero puesto que atañe a la vida psicológica de¡ hombre,
a menudo supera su utilidad biológica y por ello puede asumir una dimensión
tal que suscite el deseo de eliminarlo a cualquier precio.
Sin embargo, según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de
los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el
plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la
Pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que El
ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si
algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar
voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así
de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (ef Mi 27, 34).
No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento
heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para
la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para
aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios,
entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no están
en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente presumir que desean
tomar tales calmantes y suministrárseles según los consejos del
médico.
Pero el uso intensivo de analgésicos no está exento de dificultades,
ya que el fenómeno de acostumbrarse a ellos obliga generalmente a aumentar
la dosis para mantener su eficacia. Es conveniente recordar una declaración
de Pío XII que conserva aún toda su validez. Un grupo de médicos
le había planteado esta pregunta: « ¿La supresión
de¡ dolor y de la conciencia por medio de narcóticos--- está
permitida al médico y al
paciente por la religión y la moral (incluso cuando la muerte se aproxima
o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la
vida)?». El Papa respondió: «Si no hay otros medios y si,
en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos
y morales: Sí». En este caso, en efecto, está claro que
la muerte no es querida o buscada de ningún modo, por más que
se corra el riesgo por una causa razonable: simplemente se intenta mitigar el
dolor de manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición
de la medicina.
Los analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los
enfermos, merecen en cambio una consideración particular. Es sumamente
importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus
deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo
que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo. Por esto,
Pío XII advierte que «no es lícito privar al moribundo de
la conciencia propia sin grave motivo».