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   Batallón de San Patricio: de la dignidad en los tiempos de mercado

La gesta del Batallón de San Patricio es poco conocida. Desde la primera vez -hará unos veinte años- que la leí en el libro de la historiadora Patricia Cox, "El batallón de San Patricio"(primera edición en 1954), la aventura quedó marcada en mi mente como un ejemplo de dignidad. Hoy, cuando siento que nuestro país es irremediablemente arrastrado hacia un abismo de materialismos que olvidan los más elementales símbolos de moralidad, un impulso me obliga a revivirla y gritarla a los cuatro vientos: hay cosas que jamás se deben olvidar.

Si el lector conoce la Ciudad de México -esa masa indolente donde se entrecruzan los sucesos más banales con aventuras insólitas y recuerdos de pasados heroicos- y ha visitado la Plaza de San Ángel Inn, habrá tenido la fortuna de ver una placa adosada a la pared de una vieja casa al fondo de la plaza.

Mientras escribo, contemplo la fotografía que siempre me acompaña, de la lápida incrustada en el muro: en la parte superior tiene el escudo utilizado por este batallón durante aquel tormentoso año de 1847 (solamente en ese periodo nuestra joven nación tuvo 3 presidentes): un águila en posición frontal devora una serpiente, posada en lo que parece ser una cruz de aspecto ligeramente celta. Todos estos elementos se encuentran encerrados en un círculo en relieve que en la parte inferior tiene grabada la fecha "1847".

Justo debajo del escudo, como si al final la placa hubiera resultado demasiado pequeña, se puede leer en letras mayúsculas:

"En memoria de los soldados irlandeses del Heroico Batallón de San Patricio, mártires que dieron su vida por la causa de México durante la injusta invasión norteamericana de 1847."

Y más abajo, en tres columnas, 71 nombres que parecen ser todos de origen sajón. Destacan los nombres del Cap. John O’Reilly y de Abraham Fitzpatrick por estar en la parte superior.

Un poco más abajo, de nuevo en mayúsculas, el texto siguiente: "Con la gratitud de México a los 112 años de su sacrificio" y en la línea final: "Septiembre de 1959" (fecha que coincide con la presidencia de Adolfo López Mateos).

¿Y qué más? ¿Es que la historia siempre queda circunscrita a unos párrafos y a una lápida? Pareciera que así es, a menos que me permita el lector, transportarlo por el torbellino del pasado:

Estamos a mediados del siglo XIX, Irlanda sufre un hambre terrible: la más cruenta de su historia, la gente muere por centenas y los pocos que logran sobrevivir lo hacen alimentándose de vez en cuando, hirviendo tiras de piel que apenas dan un poco de sabor al agua y les hacen soñar con una especie de sopa con perfume de res. Se dice que si la papa, originaria de América, no hubiera existido en Europa, habrían muerto miles más.

El pueblo irlandés es, como lo ha sido durante su larga historia, víctima de la temible Inglaterra colonizadora que quiere imponer sus costumbres, su protestantismo, su manera de pensar a estos salvajes hombres de la Erin, la tierra verde. La migración no es, como hoy en día, un lujo, sino una maldita necesidad: América (no el continente, sino la tierra de las trece colonias que crece día con día y va consolidando su poderío económico) les ofrece tierras fértiles y comida, libertad de culto, y empleo. Los que tienen la fuerza y consiguen reunir el dinero para pagar su pasaje, se embarcan en naves hacinadas y malolientes, repletas de seres humanos en busca de esa tierra prometida; si Irlanda está condenada a la hambruna, ¿qué más da rehacer su vida en otro lugar?

Son miles de hombres los que abandonan el verdor de sus paisajes, el frío de sus playas y el amor de su familia: el honor los obliga a buscar mejor vida para no permanecer agachados.

Después de más de treinta días de viaje -afortunadamente los buques de vapor ya existen-, el irlandés desciende del navío con sus escasas pertenencias y, después de rendirse ante la evidencia de que sus escasos ahorros no le permitirán embarcarse por sí mismo en la gran aventura del lejano oeste y conquistar su territorio, sucumbe ante las ofertas de enrolamiento del tío Sam, quien enarbola entonces la doctrina Monroe en su máxima expresión: "América es para los americanos". El irlandés entra al servicio del ejército estadounidense que está dedicado de lleno al exterminio de los "salvajes indios" del oeste (y, aunque no lo reconocería en círculos políticos, a la generación de provocaciones contra su vecino sureño, que le permitan entrar en pugna por los apetitosos territorios fronterizos).

Y de pronto nuestros colorados personajes se ven en Texas que para entonces -después de haber proclamado su independencia en 1836- busca su anexión a la Unión Americana. Esto último ha enfurecido al presidente Antonio López de Santa Anna, quien parte a recuperar sus territorios -con sus elegantes dragones y miles de pobres desarrapados que conforman el ejército regular- y enfrentar a Davy Crockett y al coronel Travis, que defienden la independencia texana y el mítico fuerte de El Álamo.

El pretexto es suficiente para el presidente James K. Polk: los americanos defenderán el derecho de los insurrectos por anexarse al país de las barras y las estrellas, aún si esto los obliga a presentar guerra a los mexicanos. Es así como, de buenas a primeras, los irlandeses se ven envueltos en la pugna entre los vecinos, sin tener realmente una idea de lo que hacen ahí.

¿Qué defensa podía presentar el ejército nacional? Sin armamento, mal vestido y agotado tras largas caminatas a marcha forzada desde el centro y sur del país… Los americanos penetran en el territorio tan fácilmente como el viento cruza el desierto.

Pero he aquí que un grupo de irlandeses comprende que la acción que llevan a cabo contra esta incipiente nación no es otra sino aquella que han sufrido en carne propia: la humillación y la opresión de la gran potencia colonizadora contra la nación desvalida, con la que además sienten más identidad, pues existe también una similitud religiosa que terminará de convencer a los del país del trébol: los mexicanos católicos están siendo atacados por los sajones protestantes.

Y así, un amplio grupo de soldados deserta para anexarse a la causa mexicana por la defensa de su territorio. Forman entonces el Batallón de San Patricio, que une en una bandera los sueños de libertad y honor de ambos pueblos.

Huelga decir que a pesar de su denodado esfuerzo, nuestro país sucumbirá ante la enorme superioridad numérica y militar del ejército americano: una de las últimas batallas se libra en el convento de Churubusco. Se dice que es ahí donde el entonces presidente Pedro María de Anaya acuña la célebre frase que dice: "si tuviéramos parque, no estarían ustedes aquí", en respuesta a la pregunta expresa del enemigo -representado por el General David Twiggs- que le pedía entregar el armamento. (Azares de la vida: el mismo Twiggs entregaría, años después, Texas a los confederados esclavistas, que se separaban de la Unión Americana durante la guerra civil de esa nación.)

Es, pues, en esta batalla donde son hechos prisioneros los últimos miembros del Batallón de San Patricio, que poco después serán juzgados y condenados a la horca por ser traidores del ejército de los Estados Unidos. Lo recordaremos, Capitán O’Reilly.

Muchos argumentarán que la causa que abrazaron los irlandeses -y se podía saber desde el principio- estaba perdida: ¿quién pensó que se le podría ganar la guerra a la armada más fuerte del mundo?

Y es que pareciera que en nuestros tiempos cada vez más gente opina que la defensa de los ideales es sólo una idea romántica del pasado, y que, por el contrario, para progresar se debe buscar el beneficio material.

Hemos dejado de luchar por lo que pensamos y ahora nos abandonamos a sueños que tienen santo y seña: precio y forma de pago. Preferimos establecernos en la comodidad que provee la capitulación.

Francia, siempre defensora de los derechos humanos, ha optado por firmar tratados comerciales con la potentísima China, haciendo de lado sus reclamos contra la represión social en aquella nación de oriente: el dinero obliga y las oportunidades comerciales se pierden. ¿Cómo dejar el camino abierto a los demás competidores mundiales?

Pero no vayamos tan lejos, observemos a nuestra cotidianeidad: un profesor que se deja convencer por las autoridades de su plantel educativo que le solicitan "ajustar" las calificaciones para reducir el índice de reprobación; un policía que permite que su jefe superior, además del trato injusto, le exija cooperar económicamente en la pirámide de la corrupción. Y hasta los deportistas, que en algún momento hicieron su mejor esfuerzo por la camiseta que portaban, hoy son víctimas de ese mercado regido por lo económico: poderoso caballero es don dinero.

Nuestra política exterior se ha doblegado ante los intereses comerciales: hemos dejado de buscar el contrapeso con nuestros vecinos del norte y somos, en este triste presente, sus fieles seguidores: ya tuvimos un conflicto con Cuba, luego un diferendo con Argentina y más recientemente una discusión de muy alto nivel en la diplomacia -aunque de bajísimo en la calidad de la argumentación- con Venezuela: peligrosa memoria, esa que olvida que la Doctrina Monroe continúa viva, y que, separándonos, Estados Unidos logra romper el ya de por sí mínimo balance político latinoamericano.

Tengamos claro que compartimos con las naciones al sur del Usumacinta un pasado y un presente muy común que siempre nos ha reunido: para bien o para mal, esa espiral de sucesos históricos nos ha puesto del mismo lado: hemos sido explotados, engañados, chantajeados y utilizados por las potencias de entonces y de ahora. No permitamos que los intereses económicos diviertan los más importantes. Si algo ha hecho que nuestras naciones tengan un lugar en el mundo, es precisamente que hemos sabido levantarnos y denunciar las injusticias -aunque casi siempre demasiado tarde- que se nos han impuesto.

De esta vida, lo único que guardaremos es la dignidad, pues refleja nuestro actuar frente a nosotros mismos: la oportunidad de mirarnos en un espejo con una mirada bien clara y bien fija, el decoro de presentarnos frente a los nuestros y mostrar que hemos hecho nuestro esfuerzo por enarbolar las causas en que creemos. Al final del camino, lo material no hará sino otorgarnos un lugar momentáneo en la sociedad, pero el honor lo llevaremos en el epitafio de nuestra existencia. ¿Acaso tendrán que venir más Batallones de San Patricio a recordárnoslo?

(*) Trovador d’époque

Visita el blog del autor en:
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Réplica y comentarios al autor: samorales@hotmail.com




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