Los tiempos que vivimos, tan preñados de amenazas e injusticias, son los tiempos de don Benito Juárez.

El 21 de marzo y durante todo este año se estará conmemorando, a lo largo y ancho de nuestro territorio, el bicentenario del natalicio de este hombre singular de convicciones inalterables. Él padeció en carne propia sus errores y faltas, que el paso de los años diluyen generosos; mientras que sus aciertos pareciera que adquieren naturaleza de lecciones eternas. Y a manera de latigazos caen imperturbables en la conciencia de los gobernantes en turno cada sexenio.

A Juárez, a manera de expiación, hubo quien lo honrara como Porfirio Díaz; pero para la inmensa mayoría de sus sucesores ha servido de ejemplo y obligada referencia. Pero hay una excepción: la de aquél que el 21 de marzo de 2006 -en su último año de gobierno- con la inconsecuencia que le caracteriza, en un desesperado intento de reconciliarse con la historia y su conciencia, inopinadamente se invita a Guelatao a decir lo que no siente y hablar de lo que no sabe.

Evocar al presidente Juárez en tiempo de elecciones es sentir en el ambiente un reflejo de lo infinito. Se trata de ese sentido del deber que guía a los individuos preclaros en sus momentos estelares; es decir, de la misma facultad que todos poseemos y que nos permite distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, lo sublime de lo abyecto, lo fundamental de lo superfluo, porque dirige los actos supremos de la vida -ya sea en lo personal, en la política o de toda la nación- y que no es otra cosa que la conciencia misma.

Juárez es inmortal porque su ejemplo compromete hasta en el plano estrictamente personal. ¿Qué posibilidades daríamos en la actualidad a un niño de 12 años de Chiapas, Veracruz o Oaxaca, huérfano, que no hablara español y no supiera leer ni escribir y que además fuera indígena? Viendo la manera en que se apartan en el Metro de ellos, ciertamente, yo diría que serían mínimas o inexistentes. Bueno, pues hace 200 años era aún mil veces más difícil.

Si en lo político me preguntaran en qué radica la grandeza de Juárez, respondería que Juárez es ejemplo de lo que un hombre, junto a un grupo ilustre de hombres, puede llegar a hacer. Juárez tuvo la virtud más preciada, la precisa, para lograr hacer lo que el México de ese tiempo requería; supo convocar a los hombres más justos de la época, los conjugó en la idea redentora del liberalismo mexicano y luego, evitando discordias, aplicó los empeños de todos a la tarea de mantenerlos juntos, armonizados y en diligente avance hacia nosotros y nuestro tiempo.

Como varón, intuyo en Juárez un atributo un tanto inadvertido: la hazaña, para aquella época -y doscientos años después-, de haber conquistado nada menos que a la hija de su patrón, a Margarita Maza, mujer inteligente, culta y guapa.

Pese a quien le pese, Juárez vive, pero vivirá más si AMLO y los hombres de este tiempo conforman un equipo con verdadera mística de servicio, a semejanza de aquél que encabezara el "Indio de la Montaña Azul".

Un hombre y un equipo incorruptible que, entre otras cosas, sea capaz de establecer legítimas alianzas y políticas públicas concretas, evidentes, que den como resultado más y mejores empleos, seguridad en las calles y en nuestras casas; acciones contundentes contra el cruel flagelo de las drogas que está destruyendo a nuestros hijos y a nuestras familias; salud financiera a PEMEX y un verde más floreciente para nuestro abandonado campo mexicano.

Juárez hoy, tentación de una biografía de ayer, se nos adelanta como en otros años, con la lección perenne de sus principios. Más que las estatuas y homenajes, inmortalizará el destino nacional el próximo 2 de julio. Sólo si sabemos elegir y si el elegido no nos falla. Porque sólo nos quedaría el último recurso: la montaña.

Réplica y comentarios al autor: salvadorordaz@mexico.com