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   Seguridad democrática y crisis humanitaria

Colombia es un país que durante los últimos cincuenta años no logró importantes avances ni el plano educativo, ni en el económico y menos en materia de competencia ciudadana. La nación sigue postrada en una violencia política cada vez más cruenta, y con nuevos problemas sociales, como el desplazamiento forzoso de miles de compatriotas que aumentan los índices de marginalidad, pobreza, exclusión y analfabetismo cívico, en las principales ciudades del país.

Un reciente estudio geográfico confirma cómo los líderes de los grupos insurgentes, los dirigentes del paramilitarismo y del narcotráfico han aprovechado este fenómeno para apropiarse de las mejores tierras de los campesinos desplazados, concentrando y acrecentando más su demoledor poder económico.

Las autodefensas, organizaciones auspiciadas por terratenientes y ganadores colombianos, en sus orígenes convertidas bandas de criminales que competían inicialmente y en contra de la subversión, por el control económico y político de importantes regiones en país, hoy se encuentran en proceso de desmovilizarse como resultado de un eventual acuerdo con el alto gobierno a través de la Ley de Alternatividad Penal, que facilitará su incorporación a la vida civil.

Las tesis de las autodefensas se centran en la eliminación de las redes de cooperantes (simpatizantes) o de miembros activos de la subversión, las cuales han sido superadas por el Estado colombiano, ya que hoy cuenta con mejores instrumentos, con un ejercito mejor entrenado y muy bien dotado en lo financiero. Este hecho nos lleva a pensar que los patrocinadores del paramilitarismo no encuentran la pertinencia de sostener dos ejércitos (uno regular y el otro irregular) con la precaria situación de las finanzas públicas.

Estos grupos, los que al amparo de miembros activos de las fuerzas armadas, altos oficiales de la policía y con la ayuda de sectores importantes de la política nacional han iniciado un proceso de reinserción a la vida civil -iniciativa que es el resultado lógico del aumento de la confianza a las fuerzas armadas en la lucha estratégica contra la subversión- están dispuestos a desmovilizarse en forma total, siempre y cuando se les perdonen sus delitos, se les reinserte a la vida laboral y se les dé capacitación permanente.

Todo parece indicar que la posibilidad de confrontar y liquidar a las organizaciones subversivas dentro de la política de la Seguridad Democrática es un hecho. Por eso, el principal objetivo del fracasado referendo del 25 de octubre era sacrificar a los más pobres a través de iniciativas de tipo fiscal en la búsqueda de grandes recursos para financiar la guerra inútil que sólo deja muertos, secuestros, desplazados, hambrientos y odios irreconciliables entre los colombianos.

Las guerrillas, constituidas por cuadrillas, generalmente de campesinos excluidos, que bajo una ideología marxista, combinan todas las formas de lucha en procura de influir y sobre todo de ampliar su accionar subversivo en contra del Estado, secuestran, extorsionan, asaltan poblaciones, saquean, vuelan oleoductos e infraestructura de servicios públicos. Hoy están arrinconadas, ante la feroz arremetida de las Fuerzas Armadas del presidente Uribe, y en los últimos combates han perdido buena parte de los coroneles de la subversión.

Los colombianos identifican al ELN como a las FARC-EP y las bandas del paramilitarismo como los actores más influyentes del conflicto. Obviamente que el ejercito, la policía y algunas organizaciones del Estado, víctimas de la vorágine de la guerra, también terminaron realizando acciones brutales en contra de la población civil como lo atestiguan los últimos allanamientos en los que se han capturado a cientos de colombianos acusados de ser encubridores o cooperantes de la subversión; los que después -si no son desaparecidos físicamente- terminan libres, por falta de pruebas en los juzgados.

La llamada sociedad civil colombiana no ha podido construir un vasto movimiento que logre una sólida resistencia civil en contra de las fuerzas del paramilitarismo como de la subversión y, por el contrario, se ha convertido en el principal blanco de las acciones terroristas, los secuestros y las "vacunas"; hechos que han generado una constante preocupación por parte de la Comisión de los Derechos Humanos de la ONU, quienes cada vez están más alarmados por la situación, la que cada vez es más grave en lo que respecta a la violación sistemática de derechos y libertades fundamentales en Colombia.

La guerra inútil que vive este país, no sólo afecta a los pobladores del campo, los mismos que son obligados a desplazarse abandonando sus tierras y pertenencias, sino también a los habitantes pobres de las grandes ciudades que, una vez atrapados en los cinturones de la miseria de las grandes capitales, son víctimas de organismos que practican la llamada "limpieza social", abominable crimen, que pretende liberar a las ciudades de su indeseable presencia, según atestiguan las denuncias de organismos no gubernamentales que claman y luchan a favor de los derechos humanos.

"Desechable" es el término oprobioso e indigno a que han sido reducidos por los escuadrones de limpieza, que asesinan a todo aquel que por razones económicas o sociales se ve obligado a vivir como nómada urbano y en condiciones de indigente. La "limpieza" también se aplica en las zonas indígenas y poblaciones próximas a los refugios o santuarios de los guerrilleros, como un mecanismo de presión para eliminar las llamadas redes civiles de la subversión o cooperantes de la guerrilla.

La salida al actual conflicto armado, la construcción de una sociedad más democrática y civilizada, sólo es posible si se supera la violencia y la guerra sucia de los organismos de "limpieza social"; y, sobre todo, si se afecta el negocio del narcotráfico, principal agente financiador del conflicto armado. En tal sentido, ampliar la democracia significa asumir un mayor compromiso con los sectores más pobres tanto del campo y como de la ciudad por parte del gobierno.

El estado de degradación y los deplorables excesos de la guerrilla obligaron al anterior presidente de la república, Andrés Pastrana, a liquidar el proceso de negociación iniciado con las FARC, el mayor grupo insurgente en Colombia. En ese mismo sentido, el actual gobierno, encabezado por el presidente Álvaro Uribe, consecuente con su programa de la Seguridad Democrática, ha dado importantes pasos encaminados a endurecer la posición del gobierno a través de mano dura contra los grupos armados ilegales de la subversión, pero no parece hacer lo mismo contra los paramilitares, los cuales se verán favorecidos a través de la llamada Ley de Alternatividad Penal.

El duro revés que recibió el alto gobierno con el rechazo al referendo, refrendado por el triunfo electoral de la izquierda democrática el 26 de octubre, debe servir de elemento para que el presidente Álvaro Uribe redefina su política autoritaria interesada en sacrificar a los más pobres en beneficio del Fondo Monetario Internacional y de los más ricos en el país.

Recordemos que a mediados de este año, varias organizaciones defensoras de los derechos humanos denunciaron que durante el año 2002 en Colombia se registraron 32 mil muertes violentas, 544 masacres con 2,600 víctimas, 5,600 homicidios políticos, 267 líderes sindicales asesinados y 420 mil desplazados. Estos hechos confirman la profunda crisis humanitaria que padece la nación. Y plantean que no están dadas las condiciones para presumir la buena voluntad de los jefes de las autodefensas.

Por otro lado, no es prudente hacerse ilusiones de paz por la eventual entrega de hombres y armas de organizaciones paramilitares. Y menos en los momentos en que la violencia crece, día a día en el país. No tiene sentido que se hable de evaluar competencias ciudadanas en las instituciones educativas del país. Para evaluar las competencias cívicas es preciso primero fortalecer la comprensión de la cuestión humanitaria, el conflicto armado interno y fortalecer el diálogo, la concertación, el poder ciudadano en el seno de las comunidades en contra de toda forma de intolerancia que propicia la violencia y la guerra.

De igual forma, la familia de los más pobres, en Colombia, se ha convertido en el núcleo donde nacen y se reproduce el odio; la violencia familiar que pasa por el maltrato al menor, a la esposa, el abuso sexual; manifestaciones de incompetencia ciudadana que ratifica la incapacidad tanto de la sociedad como del sistema educativo en formar competencias cívicas. Por tal motivo, la prueba "Saber" realizada en el mes de noviembre, por el Ministerio de Educación Nacional con alumnos de grado 5º y 9º en todas las instituciones del país con referencia a las competencias ciudadanas no sólo son ingenuas al pretender evaluar lo que el sistema está incapacitado para enseñar a través del ejemplo de las autoridades respectivas, sino que es profundamente demagógica cuando en su cuestionario se pretende echarle la culpa y responsabilizar a los docentes de los resultados de dicho examen aplicado a los más jóvenes en Colombia.

Los demócratas sabemos que la estrategia presidencial para acabar el "terrorismo" y la subversión, está centrada en elevar el pie fuerza, fortalecer la capacidad de confrontación del ejercito, construir un "ejercito" de civiles (algo así como un millón de informantes), creación grupos de soldados campesinos, al tiempo que el Congreso apruebe normas como el Estatuto Antiterrorista y la Ley de Alternatividad Penal.

Estas iniciativas han sido duramente cuestionadas por los organismos que defienden los derechos humanos, tanto en el ámbito nacional como el internacional; a juicio de ellas, tanto la Ley de Alternatividad como el estatuto lesionan las libertades ciudadanas y no protegen los derechos humanos.

El proyecto Ley de Alternatividad Penal busca suspender las ordenes de captura contra los jefes del paramilitarismo y crear espacios para discutir con ellos el cese de hostilidades, y concretar la entrega de armas a través de un olvido por parte de Estado a las acciones y atrocidades cometidas. Es comprensible que el actual presidente esté inclinado en negociar con las autodefensas y, por supuesto, trate de aplicarles medidas de indulto, alivio de penas y muchos otras medidas de olvido a sus crímenes, dado que ellos son en el fondo un ejército privado de auxiliares y aliados del establecimiento en la lucha estratégica en contra de la subversión.

"Cada día parece más cierto que el ejercito colombiano saca pecho y está en mejores condiciones para asumir solo la tarea de enfrentar y derrotar a las guerrillas. Situación que es posible si la sociedad asume el alto costo de la guerra y sacrifica las libertades públicas consagradas en la Constitución". Este es el razonamiento de los sectores que, desde la derecha política, alientan a la guerra total en contra la subversión. Al contrario de lo anterior, los demócratas insistimos que no es viable para el Estado sostener una guerra prolongada y total en las actuales circunstancias de crisis en las finanzas del Estado y menos con la existencia de un ejército que devora más del 90% del presupuesto de la nación en la lucha en contra de la subversión. Esa es la verdadera razón que explica el interés del alto gobierno por "desarticular" el paramilitarismo a través de medios jurídicos no previstos en la ley. Es decir, no es sostenible financieramente el contar con dos ejércitos.

Los demócratas creemos que mientras existan 10 millones de indigentes, y el 70 por ciento de población esté en condiciones de pobreza, erradicar la violencia es sólo un vano espejismo. Y menos cuando la violencia en los campos determina que el 1.5 por ciento de los colombianos concentre el 83% de la tierra según un estudio de la FAO. Esto confirma que la guerra en Colombia es un gran negocio, y la tentativa de llegar a acuerdos con los líderes del paramilitarismo sólo busca crear las condiciones para legalizar la apropiación ilícita de tierras por parte de estos grupos al margen de la ley.

No hay proceso de paz -por más generoso que sea- cuando las heridas del salvajismo y de la barbarie aún no han cerrado. No puede haber olvido por parte del Estado a los crímenes cometidos por el paramilitarismo, porque al Estado le corresponde restablecer la memoria y castigar por el daño causado por la mano asesina y al autor intelectual de los crímenes cometidos por estos grupos mal llamados de autodefensas, máximo cuando son responsables de la mayoría de las masacres que enlutan esta nación. El precio de la paz no puede ser la impunidad y menos la indiferencia de la sociedad civil frente al crimen.

La actual crisis humanitaria que registra el país confirma que si no hay una política integral para evitar el crecimiento de la violencia, no tiene sentido evaluar a los más jóvenes en competencias ciudadanas en las escuelas y colegios, y mucho menos solicitar a los maestros responder por la defensa de los derechos humanos cuando la misma reforma a la justicia supone la cancelación de principios e instancias que garantizan un mínimo de convivencia. Limitarle competencias a la Corte Constitucional y liquidar mecanismos como la tutela también nos lleva a pensar que la llamada Seguridad Democrática terminará abriendo el boquete para ampliar la arbitrariedad, el abuso de la fuerza y el terrorismo, esta vez, por parte del mismo Estado.

Sin duda, el problema más grave que tiene el país es la corrupción y erradicarla significa mejorar la distribución del ingreso, reactivar la economía y generar una amplia política de austeridad. Esto es absolutamente contrario a lo que está ocurriendo a la hora de escribir estas líneas. Los medios de comunicación del país registran cómo la corrupción ha continuado su efecto demoledor. La nota periodística del mes registra cómo la gerente de las Empresas Publicas de Medellín pagó 100 millones de pesos por una vajilla para atender actos de protocolo de dicha entidad y se gastó más de 20 millones de pesos en representación en un viaje realizado a Rusia con tarjeta de crédito con cargo al municipio.

Al cierre de este articulo una noticia que concita al país: un nuevo acto de barbarie en la capital del país deja 70 heridos y varios muertos producto de una granada que fue arrojada en un establecimiento de la "zona rosa" de Bogotá. Cada hecho, cada suceso confirma que los compromisos humanitarios que deben hacer los colombianos en el proceso hacia la paz es una tarea irrenunciable.

Finalmente recordemos que "La tolerancia debe ser el nuevo nombre de la paz y para que se dé, es necesario asumir el compromiso personal de ser más tolerantes con nosotros mismos, con nuestras familias y con todos los que nos rodean. Sólo así lograremos construir un mundo en donde la tolerancia no sólo sea deseable sino también practicable" como lo señalaba el pensador colombiano Estanislao Zuleta.

Réplica y comentarios al autor: almipaz@latinmail.com




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