La broma la había inventando Blanes—venía a mi despacho—en los tiempos
en que yo tenía des-pacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado
de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio,
la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella
cabeza—cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención
más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de
dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde
luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula
superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba
hablar y comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también:
—Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su
enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente,
autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la
familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y
ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a
perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada,
aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no
comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por
Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le
hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que
puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste.
Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta
y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte
años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la
intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el
Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me
fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en
este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas
ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita
que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que
prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del
todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de
este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable,
aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas
letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro,
resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en
Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a
encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme
hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo
sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un
rápido disparate que se llamaba, me pareee, Sueño Realizado. En el
reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía
hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que
él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo,
había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia
caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco
del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno
que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando
se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la
sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a
andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que
había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de
locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si
fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para
venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días
pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero
había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era
imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como
los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi
gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda;
pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue
inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente.
Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas,
larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía
a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran
camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y
estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que
pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando
el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse
en eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor
del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida
y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de
alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio,
desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala
de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del
peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella
sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el
repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse
los cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor
Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité
a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la
boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde
la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos
desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en
agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé,
cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar
bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo
una obra de teatro...
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me
entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila,
las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer
y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco
la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a
hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para
siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad?
Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es
lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El
sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy
importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal,
desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores
al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los
que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora,
muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan
los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la
heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel
bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última
mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un
fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos
personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me
he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está
preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y
cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer
una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si
en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y
había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el
cenicero. Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de...
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía
diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga
escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó
con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después
ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede
decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el
comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión
de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles
que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un
negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros
tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la
jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa,
cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con
mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escarparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de
eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría
al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría
comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo
de los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al
hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de
Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet:
un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver
y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más.
Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay
que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me
dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí,
frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de
cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros
gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía hambre
de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de
Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le
mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el
dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted
. . .—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y
porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también
en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos.
. . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y
usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para
que Sueño, Un sueño realizado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella
comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien
pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue
luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso
a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en
el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había
durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que
estaba siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de
ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo
del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no
encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo
que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo
hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a
acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que
significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama
encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía
entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba
sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo
diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de
la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco
y no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose,
diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había
mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más
remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la
mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo
que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella
mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos
irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo
allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije
haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle
diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al
comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con
la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del
mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el
Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida
totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un
reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la
sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme
y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha
sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro;
después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de
manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente
cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y
también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano
sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a
ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de
inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella
estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una
sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo.
Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes
correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran
encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió
por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue
diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto
más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer
quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra
voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía
que lo contaba ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa
cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta
esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de
una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran
ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta
en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado
un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una
tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de
tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el
hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el
coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de
enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso
de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un
automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar
con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy
acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para
acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora
que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de
su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había
dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer puede
tener y que me da ganas de cerrar los ojos para no verla cuando se me
presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de
la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo
que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura
de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz
contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a
ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando
furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve
que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del
teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi
palabra de que no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas
y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los
bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo
pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con
cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me
contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que
estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí;
dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un
hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el
hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa
actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había
podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo
alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi
idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota,
bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés.
Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me
fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió
que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre
mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en
silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba
colocando en posiciones de fotógrafo, de A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera
indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de
donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el
sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la
escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el
cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para
seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé
siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces
en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella
misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?,
nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé
por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la
trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas
ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la
boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco
me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez,
pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba
cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón,
sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta
que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó
en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin
apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el
escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola
con las manos.
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era
todo esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la
plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y
entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo,
¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene
ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la
tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida
a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que
mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra
clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura
tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de
amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había
un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y
preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender
tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro
de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella
calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la
acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba
vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando,
vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había
venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en
la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una
muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me
imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y
flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier
cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento
absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de
primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas
de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en
cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente
al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo
que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie,
teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba
los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía
salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó
exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo,
lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en
orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una
palmada a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo
que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos
metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no
sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi
que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para
ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el
hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido
tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada
tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la
puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y
casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta
clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de
preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y
estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes
y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando
descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un
sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más alla también de la pared
que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y
lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su
capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la
mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de
cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano
de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra
vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que
pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí
apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina,
divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por
echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el
pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó
entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano
iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la
frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por
el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la
muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para
unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra
sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la
mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de
la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que
aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar
siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer,
alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris
desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de
la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió
y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes,
empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado,
acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía
ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la
mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi
derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con
Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y
me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el
escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el
hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era
aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes
borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y
viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una
de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las
palabras para explicar.
espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el
sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados,
rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más
de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer
enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé
al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.