Cuando toda la ciudad supo que había llegado por fin la medianoche yo
estaba, solo y casi a oscuras, mirando el río y la luz del faro desde la
frescura de la ventana mientras fumaba y volvía a empeñarme en buscar un
recuerdo que me emocionara, un motivo para compadecerme y hacer reproches al
mundo, contemplar con algún odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban
a mi izquierda. Había terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se
asombraban matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y
monopatines sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había
copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil fue la
expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y abstenerme de usar
el carmín para cruzar el dibujo con letras peludas de pincel de marta:
"Biba la felisidá". Pero en cambio pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año
nuevo, de mi cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras
verdes un nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido,
salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho con
letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las tablitas
que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón grande,
bienvenidos, barco joven capitán viejo. Había comprado para Frieda un regalo que la estaba esperando, envuelto en
papel celeste, junto a su vaso, a la botella de caña, al platito con frutas
abrillantadas, turrón y nueces, en el lugar de la mesa que ella acostumbraba
ocupar. También le había comprado un toscano y un paquete de hojas de afeitar
para que se cortara el pelo. Aunque hacía pocos meses que vivíamos juntos
estos regalos eran tradicionales para los aniversarios que respetábamos o
inventábamos. Ella los agradecía con insultos de obscenidad asombrosa, a veces
convincentes, prometía venganzas, terminaba siempre aceptando mi buena
voluntad, mi estima y mi comprensión descuidada. Sus regalos, en cambio, eran
empleos, formas de ganar poco dinero, artilugios para que yo olvidara que estaba
viviendo del suyo. Los sábados de noche, cuando había mucha gente, cuando empezaba a estar
borracha, Frieda iba a sentarse en el inodoro y durante minutos o cuartos de
hora, mientra no fuera nadie a buscarla, se estaba casi inmóvil, con las
bombachas en las rodillas, cortándose con una hojita de afeitar, con avaricia,
el pelo que le cubría la frente, mirando con sus ojos alerta de pájaro el
cartelito clavado entre el botiquín y la pileta, el mismo que yo estaba
renovando para sorprenderla, los versos de Baudelaire que dicen: "Gracias,
Dios mío por no haberme hecho mujer, ni negro ni judío ni perro ni
petizo". Nadie que usara el inodoro podía alejarse sin haberlos rezado. Pero en aquella víspera de año nuevo habíamos querido -o nos habíamos
envuelto en mentiras hasta comprometernos-estar solos e intentar sentirnos
felices. Ella había jurado dejarlo todo, alumnas de baile, clientas del taller
de vestidos, proposiciones inesperadas, para estar sola conmigo antes de la
medianoche. Yo no tenía muchas cosas que dejar para corresponder: en la noche
de fin de año alguien, alguna, de la tribu siniestra se dedicaría a contemplar
hasta el alba las oscilaciones de la cabeza del viejo. No era la felicidad pero era el menor esfuerzo. Frieda llegaría, pero no
llegó, antes del año nuevo. Comeríamos algo y nos dedicaríamos, expertos,
demorando las cosas para no estropearlas, a emborracharnos: yo haría preguntas
de interés fingido para animarla a repetir el monólogo sobre su infancia y su
adolescencia en Santa María, la historia de su expulsión, las carrichosas,
variables evocaciones del paraíso perdido. Tal vez, al final de la noche, hiciéramos el amor en la cama grande, la
alfombra del primer cuarto o en el balcón. A mí me daría lo mismo hacerlo o
no; pero nunca había conocido a una mujer tan capacitada para seguir
sorprendiendo, tan dispuesta a confesarse. Cuando se le ocurría acostarse
conmigo y la borrachera la obligaba a conversar, era como poseer a decenas de
mujeres y saber de ellas. Tal vez, además, aceptara celebrar el año nuevo
colocándose de espaldas al piso o al colchón. Estaba fumando y bebiendo con mucha agua, en la ventana, cuando empezaron a
sonar las bocinas y los tiros. Me era imposible ocuparme de mí; de modo que
pensé en María Eugenia y en Seoane mi hijo, me esforcé en sufrir y en
acusarme, recordé anécdotas que nada lograban significar. Todo, simplemente, había sido o era así, de tal manera, aunque acaso fuera
de otra, aunque cada persona imaginable pudiera dar una versión distinta. Y yo,
definitivamente, no sólo no podía ser compadecido sino que ni siquiera
resultaba creíble. Los demás existían y yo los miraba vivir, y el amor que
les dedicaba no era más que la aplicación de mi amor por la vida. Ya se habían olvidado en Montevideo de la medianoehe. Las luces del lado de
Ramírez comenzaban a ralear y ya estarían las parejas del baile en el Parque
Hotel yendo y viniendo de la arena, cuando empezó de veras el ao nuevo. Algún
tamboril de negro volvió a sonar, profundo, solitario, no vencido, en las
proximidades del cuartel, e hizo confusas las palabras. Pero reconocía la voz de Frieda, insegura, entregándose. perdiendo la energía.
Gritó "Himmel" y yo crucé el departamento, bajé sin ruido unos
peldaños de la escalera de ladrillos, a oscuras, que llevaba al jardín y a la
entrada. Allí no había más luz que la que llegaba, diluida, del Proa. Pero pude
verla, bien plantada entre dos canteros secos, atlética, balanceando su vigor,
mientras un aborto de padres tuberculosos, negruzco y con polleras, con la
cabeza fantásticamente agrandada por una iornada de trabajo de un peluquero
barato, le decía: "porque a mí, guacha, porque si te creíste que me vas
a tomar para la farra. Porque si andás conmigo no andás con nadie más".
Le golpeaba la cara con la mano y Frieda se dejaba; luego empezó a pegarle con
la cartera, metódica y sin descanso. Me senté en un peldaño y encendí un cigarrillo. "Frieda puede
aplastarla con solo mover un brazo -pensé-. Frieda puede hacerla llegar al río
con solo una patada". Pero Frieda había elegido empezar así el año: con las manos en las nalgas,
exagerando la anchura de los hombros del traje sastre, dejándose pegar y gozándolo,
contestando a los carterazos con sus roncos "Himmel" que parecían
sonar para pedir más golpes. Cuando la inmundicia se cansó de pegar, lloraron las dos y salieron del jardín
a la calle. Las vi detenerse, jadeantes, y caminar después abrazadas. Entonces
subí para prender todas las luces y ofrecerle a Frieda una buena recepción de
año nuevo. La tuve bajo el lujo de la lámpara de pie, o solo ella estuvo allí, en el
sillón, con su pelo rubio, tapándole la frente, la boca torcida en vicio y
amargura, la ceja derecha alzada como siempre y curvándose ahora sobre un ojo
amoratado. Con los labios partidos y sangrantes que no quiso curarse, me obligó
a entrar en el año nuevo hablando de Santa María. Su familia la había echado
de allí y le giraba dinero todos los meses porque desde los catorce años ella
se había dedicado a emborracharse y a practicar el escándalo y el amor con
todos los sexos previstos por la sabiduría divina. Digo esto en homenaje a ella, que se mostraba más católica cada domingo y
que me llenaba cada sábado, cada madrugada de sábado, el departamento-pagado
por ella- de mujeres cada vez más viejas, asombrosas y abyectas. Habló de su
infancia provinciana y de su familia de junkers, absolutamente culpable de que
ahora, en Montevideo, ella no tuviera más camino que emborracharse y reiterar
el escándalo y el crapuloso amor. Habló hasta la madrugada de ese primero de
enero, de desencuentros y culpas ajenas, borracha desde antes de llegar, acariciándose
el ojo casi cerrado del todo, disfrutando del dolor de los labios partidos e
hinchados. -Me pareció-dijo. sonriendo-no vas a creerme, me pareció que estaba Seoane
en la esquina. -¿A estas horas? Además, hubiera subido a verme. -A lo mejor no vino para verte. -Sí, querida-dije. -No para visitarte. Tal vez para espiar la casa por si salías o entrabas. -Puede ser-asentí, porque no me gustaba hablar de Seoane con Frieda y tal
vez con nadie. Hablaba, como todas las mujeres, de una Frieda ideal, se admiraba del triunfo
incesante de la injusticia y la incomprensión, buscaba, ofrecía culpables sin
odiarlos. No dijo nada de la repugnancia inexplicable que le había estado golpeando la
cara con la cartera. Yo ya estaba acostumbrado a su necesidad de traerse amantes
cada vez más sucias y baratas. Como el tiempo carece de importancia, como la
simultaneidad es un detalle que depende de los caprichos de la memoria, me era fácil
evocar noches en que el departamento donde Frieda me permitía vivir estaba
poblado por numerosas mujeres que ella se había traído de la calle, de bares
del puerto, del Victoria Plaza. Las hubo hermosas y bien vestidas, con pocas
joyas, con ajorcas, con trajes oscuros completados por perlas. Pero en los últimos tiempos abundaron las mestizas insolentes y sucias, las
malas palabras, los cigarrillos quemándose colgados de la boca. Con frecuencia,
los diálogos enconados me impedían dormir y saltaba de la cama y recorría el
departamento mordiendo un cigarrillo como una ramita de olivo, desplazándome
con trabajo entre las mujeres en cuclillas, sentadas sobre la mesa, abiertas en
el diván, arrodilladas en la cocina, cambiándose en el cuarto de baño,
recibiendo el sol o la luna en las baldosas coloradas del balcón. -Herrera pagó -dijo Frieda-. Hizo bien, así empieza mejor el año y tal vez
le traiga suerte. Los billetes habían caído de mi pecho a la mesa. Los levanté sin aflojar
la goma que los rodeaba; eran de cien pesos. -¿Pagó todo? -pregunté. Frieda se puso a reír y después se chupó el labio partido. -Dame un trago y un pucho. Esa pobre atorranta. Pero es tan lindo dejar y
dejar, que te hagan lo que quieran, que ni sospechan siquiera quien sos vos.
Dejar hasta que de pronto a alguien se le ocurre que se acabó y entonces uno
deja de soportar y de tener placer en dejarse y hace con todas las ganas y la
felicidad del mundo la barbaridad más grande. En revancha; y no por orgullo ni
por ganas de desquitarse, sino porque de pronto el placer consiste en pegar y no
en dejarse golpear. ¿Si? -Entiendo-dije. La escuchaba haciendo bailar sobre mi mano el cilindro de
billetes. -¿Me vas a ayudar? Cuando llegue el momento, digo, si llega. -Claro. Me guardé el dinero en el bolsillo del pantalón, llené un vaso de
caña y se lo di, le puse un cigarrillo en la boca y le acerqué un fósforo.
-Cuando quieras. ¿Pagó o no? Quiero decir, ¿pagó todo y para siempre? Frieda se incorporó con un ataque de risa y se dejó caer de costado
salpicando el piso con la baba. -Creo que esa sucia...-se apretó las costillas y puso después una cara
infantil para escuchar lo que iba quedando de la noche-. Que esa perra inmunda
me dio un rodillazo en el vientre. No es nada. Sí, pagó todo. Yo le dije que
era la última cuota. No sé si es cierto, no sé si dentro de una semana,
cuando esté jugando con los hijos y los regalos de Reyes no me aparezco para
pedirle más dinero. Y no me importa el dinero de Herrera. Ya ves, ya te lo
guardaste. Me importa joderlo, esa es mi relación con él y tendrá que seguir
así. -Frieda-dije en voz muy alta. Se removió en el sillón y terminó por
levantar la cabeza. Estaba borracha, tenía la sonrisa de niña, empezaban a
caerle las lágrimas. Puse el dinero sobre la mesa, cuidando que no rodara. Está
mal. Hay que dar por terminado el asunto de Herrera. Se encogió de hombros y me estuvo mirando como si me quisiera, con una
sonrisa tan triste y asombrada, mientras movía perezosa la lengua para tocarse
las lágrimas. -Como quieras-dijo-. Dame otro trago, vamos a festejar el año.