
JESÚS SE COMPADECE Y DA VIDA
(Lucas 7:11-17)
Al leer esta historia, uno se conmueve y comprueba una vez más cuán misericordioso es Jesús. El relato comienza diciendo que Jesús se dirige a la ciudad de Naín, acompañado por sus discípulos y una gran multitud. Al acercarse a la puerta de la ciudad, se encuentran con una procesión fúnebre. Una viuda, en su más profunda aflicción, llora la pérdida de su único hijo. Esta escena está cargada de dolor, soledad y desesperanza. En la cultura de aquella época, la pérdida de un hijo varón, y más aún el único, representaba no solo un golpe emocional devastador, sino también una catástrofe económica y social para una viuda golpeada por la vida. Sin un hijo que la sustentara, su futuro era incierto y precario.
Pero aquí es donde la historia da un giro. El versículo 13 es central: "Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores." Detengámonos un momento en la palabra "compadeció". No fue una simple lástima pasajera. La palabra griega utilizada, splagchnizomai, es muy poderosa. Literalmente significa "sentir algo en las entrañas", sentir un dolor visceral, una empatía tan profunda que te impulsa a la acción. Jesús no solo vio la tristeza de esta mujer; la sintió en lo más profundo de su ser.
Y de esta profunda compasión brota su palabra: "No llores." Esta no es una orden insensible para reprimir sus emociones, sino una declaración de esperanza. Jesús ya sabía lo que iba a hacer. Su compasión no era pasiva; era activa y poderosa. Jesús se encuentra con el dolor humano. Él no llegó por casualidad a Naín. Llega en el momento exacto, para realizar un milagro.
Hoy, muchos también caminan en medio del duelo, la pérdida, o el miedo. Pero Jesús no es indiferente. Él llega a nosotros en el momento exacto, nos ve, se detiene y se compadece. No es un Dios lejano, sino cercano al quebranto del corazón (Salmo 34:18).
Luego, Jesús se acerca y toca el féretro. Este simple acto es significativo. Tocar un cuerpo muerto en aquel tiempo implicaba una impureza ceremonial, pero Jesús no se preocupa por estas barreras humanas cuando se trata de mostrar amor y poder. Su toque es un toque de vida.
Y entonces, con una autoridad inigualable, pronuncia las palabras que cambiarán el destino de esta familia y de toda la ciudad: "Joven, a ti te digo, levántate." ¡Qué momento! Con una sola frase, Jesús desafía la muerte misma. La muerte, que para nosotros es el final, la última frontera, es para Jesús simplemente una interrupción temporal.
Y la respuesta es instantánea: "Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre." Imaginemos la escena. El joven que estaba listo para ser enterrado, se sienta y comienza a hablar. La alegría, el asombro, el temor reverencial deben haber inundado los corazones de todos los presentes. Jesús no solo resucitó al joven, sino que lo dio a su madre, restaurando no solo una vida, sino también la esperanza, el sustento y el propósito de esta mujer. Fue un acto de restauración completa. ¡Un escándalo social y espiritual!
Aquí Jesús toca lo que los demás evitan: al leproso, al pecador, al muerto… a nosotros. No hay rincón de nuestra vida que Él no esté dispuesto a tocar con poder y amor. En medio del dolor, de la muerte, de la enfermedad, de la soledad, de la angustia, Él viene a nosotros para tocar nuestras vidas y darnos vida en abundancia. Da vida con su palabra. Bastó solo una palabra poderosa de Jesús… y el joven se levantó. Porque cuando Cristo habla, la muerte obedece.
Hoy en día, muchos viven hoy como muertos por dentro: sin esperanza, sin alegría, sin propósito. Pero Jesús todavía dice: “¡Levántate!”. Su palabra sigue teniendo poder para resucitar vidas, familias, y ministerios. ¡Éste es el Dios en quien creemos, no hay otro!
La reacción de la multitud es comprensible: "Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo." El "miedo" aquí no es terror, sino un temor reverencial, una profunda admiración ante la manifestación del poder divino. Reconocieron en Jesús no solo a un profeta, sino a alguien a través de quien Dios estaba actuando de manera poderosa y directa en sus vidas. Se dieron cuenta de que Dios, a quien creían distante, los había visitado de una manera tangible y milagrosa.
Y la fama de Jesús "se extendió por toda Judea, y por toda la región de alrededor." Este milagro en Naín fue una prueba irrefutable de que Jesús era verdaderamente el Mesías, el Hijo de Dios, que tiene poder sobre la vida y la muerte.
Ahora bien, el milagro no termina con la resurrección, sino con la adoración. La gente reconoce que Dios ha visitado a su pueblo. La compasión de Cristo lleva a la glorificación de Dios. De ahí que, cuando Jesús transforma nuestra vida, el resultado no es solo gozo personal, sino testimonio público. La iglesia es llamada a anunciar: “Dios no nos ha olvidado. Él está aquí”.
Este pasaje de Lucas nos muestra hoy un Cristo que ve, se conmueve, se acerca, toca y da vida. Él no solo resucitó al hijo de la viuda… también puede resucitar nuestras esperanzas muertas, nuestros sueños olvidados, y nuestros corazones cansados.
Si en este momento, estamos llorando, Jesús nos dice: “No llores”. No como alguien que no comprende, sino como quien tiene poder para transformar nuestro llanto en danza.
Señor Jesús, gracias porque tú eres el Dios de la compasión y del poder. Toca hoy nuestras vidas con tu palabra. Levántanos del miedo, la tristeza y la muerte espiritual. Y ayúdanos a vivir para tu gloria. Amén.
Rev. Lic. Jorge Bravo C.
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