
La santidad, requisito para el discipulado
(Isaías 6:1-8)
En esta reflexión quiero detenerme a revisar brevemente la vida de Isaías y su ministerio profético, para luego obtener una enseñanza para nuestros días. Resulta que Isaías es un profeta de Judá del s. VIII a.C. Su nombre significa «Yahvé es salvación». Nació probablemente en Jerusalén 770-760 a. C. y estaba emparentado con la familia real (parece que fue primo de Ozías según la tradición talmúdica). Estuvo casado con una profetisa y tuvo dos hijos. Su actividad se desarrolló sobre todo durante los reinados de Ajaz y de Ezequías (736-687). Fue testigo de la ruina de Samaria, la idea principal de su predicación era que Dios era santo y que los israelitas debían serlo igualmente. En realidad Isaías era un hombre religioso y solía cumplir con la Ley. Desde niño fue enseñado en las Sagradas Escrituras e iba al templo para orar cada vez que podía.
Pero un día, Isaías fue al templo para orar y de pronto tiene una experiencia personal con Dios. Ve al Señor sentado sobre un trono y unos ángeles que proclamaban que Él es santo. La gloria de Dios ante sus ojos, una experiencia única e inolvidable para su vida. En esa situación, Isaías reconoce que es un hombre inmundo de labios y que vive en medio de un pueblo de labios inmundos. Ante la gloria de Dios se siente que no vale nada, hasta sentirse muerto. ¿De qué valdría tanta religiosidad? ¿Qué valor tenía ir siempre al templo? ¿Tenía algún valor adicional conocer toda la Escritura? Debe haber sido difícil para este varón de Dios entender todo lo que estaba pasando en el interior del templo. Tal vez esa experiencia podría compararse a la de Moisés al subir al monte de Sinaí y estar frente a la zarza ardiente en tierra santa. Lo mismo sucedió con John Wesley el 24 de mayo de 1738 en Aldersgate, Inglaterra. El Señor tenía preparado algo especial para Isaías, pero él aún no lo sabía.
En esa expectativa, de pronto un ángel del Señor se le acercó con un carbón encendido que había sido tomado del altar y le tocó la boca para quitarle toda culpa y limpiarle de todo pecado. Esta acción es interpretada que ahora queda purificado, santificado. Ya no es un hombre de labios impuros, ahora es un hombre santificado y que ha de vivir en santidad. Pero, no todo queda ahí, el Señor tiene preparado para Isaías una misión. Solo después de ser santificado podrá asumirla y cumplirla. Es ahí donde Dios le pregunta a Isaías: "¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?" En otras palabras, el Señor le está diciendo a Isaías ¿Quién irá a predicar las buenas nuevas de Dios a aquellos que no le conocen? ¿quién hará discípulos del Señor?. Isaías responde voluntariamente: "Heme aquí, envíame a mí". Aquí se cierra el círculo de la visión de Isaías: visión - santificación - llamamiento - discipulado. Este proceso es importante tenerlo en cuenta, ya que si Isaías no hubiera tenido esa experiencia personal, no podría haberse convertido en el gran profeta del Señor. Su vida cambió a partir de ese momento. Ya no era un religioso más, ahora era un verdadero discípulo del Señor.
Ahora bien, esta experiencia del profeta Isaías debe servirnos a nosotros como ejemplo a todos los que queremos ser discípulos del Señor en este siglo. La enseñanza de esta reflexión es que no hay discipulado sin santidad. Para ello es necesario santificar nuestra vida, purificar nuestros labios, nuestra mente, nuestras manos, nuestro espíritu y nuestro corazón. Estando en condición pecaminosa, no podemos ejercer el discipulado, es necesario pasar por este proceso de santidad. De lo contrario seremos simples religiosos que cumplimos con las normas de la Iglesia, hablamos bonito de Dios, cumplimos con el diezmo, conocemos todo lo que dice la Biblia, participamos en todas las actividades, pero no vivimos una vida en santidad. Muchas veces nos hemos envuelto en problemas, ofendemos a nuestro prójimo, murmuramos dentro y fuera de la Iglesia, queremos imponer nuestra voluntad. Así no podemos ser buenos discípulos del Señor. Seremos buenos religiosos pero no verdaderos discípulos. Recordemos las palabras del apóstol Pablo: "...que os haga irreprochables en santidad delante de Dios nuestro Padre..." (1 Tes. 3:13). Por otro lado, el autor de la Carta a los Hebreos nos advierte: "Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor" (Heb. 12:14).
¿Queremos ser verdaderos discípulos del Señor? ¿Queremos ser profetas del Señor? ¿Cómo lograrlo? La respuesta es una: la santidad es requisito para el discipulado. Tengamos en cuenta la experiencia personal del profeta Isaías, aún es válida para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos permita tener esa experiencia y podamos cumplir la Misión. Amén.
Rev. Lic. Jorge Bravo C.
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