Quibdó, ayer Arcadia de paz, ha sido herida en el corazón y hoy sangra y llora a sus muertos. Inocentes trabajadores y transeúntes, lejos del contexto de la guerra, son las primeras víctimas del terrorismo que muestra sus garras a humildes y marginados habitantes, a quienes solo Dios asiste en su grandeza.

Quienes hasta ayer dormíamos confiados en nuestra propia seguridad despertamos con un estallido nunca antes escuchado, para comprender que para nuestra tranquilidad no es suficiente aún lo que existe. ¿Seremos también los chocoanos ciudadanos marginados de la seguridad?

Eso tememos quienes hemos visto cercenada la gran avenida del Atrato, parte vital del modus vivendi de los orilleros y de sus afluentes. Ahora el turno es para el río que corre "entre peñascos altos", al decir de Carlos Mazo: el río San Juan, espectador inerte de una sangrienta batalla. Los sanjuaneños, que celebraban las mejoras en la vía con Quibdó, vuelven a su parcela, confinados en

los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía, cuya naturaleza virgen que es el regalo de Dios para el alivio de los rigores del abandono y el olvido social de la nación.

Lo acontecido el 29 de noviembre ha ocurrido casi en todas las ciudades de Colombia, pero no podemos resignarnos a padecerlo. Debemos exigir más a las instituciones de la nación, porque es evidente que por cierta confianza pública y oficial no se toman las medidas de prevención que solo se observan después de la tragedia. Vivir precavido y alerta en esta época ya es parte de la obligación ciudadana. La imaginación popular baraja una y otra interpretación, pero no es prudente ahondar en ello. Todos comprendemos lo doloroso de este y otros hechos que laceran el alma de la sociedad. Nadie más que los que padecen por la muerte o el secuestro de seres queridos pueden experimentar la dimensión del dolor.

Existe la esperanza que el clamor nacional se impondrá al fin por un entendimiento de las partes, en donde cada cual debe ceder, para lograr el alivio del sufrimiento nacional.