Marcos Rodríguez Leija

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Border City

 

 

Marcos Rodríguez Leija

 

     Después de muchos años de un destierro involuntario volvió a la tierra que se tragó su ombligo, pero Richie López ya no era el mismo como tampoco lo era el lugar que lo vio nacer, aún con los cotidianos remolinos de polvo que parecían darle la bienvenida entre serpentinas danzas, aún con el mismo sol de infierno y las estrechas calles de cemento carcomido.
     Poco había en la memoria de cómo fue durante su niñez aquella ciudad arrodillada a los pies de un país erguido como un perverso capataz. Casi no recordaba aquel pueblo desfallecido y mutilado por el Bravo, un río voraz que vomitaba la sangre de los ejecutados por el narcotráfico y se atragantaba a diario de los fallidos sueños y esperanzas de braceros mexicanos sorprendidos por la muerte, en su búsqueda por escapar de la miseria. Porque allá todos son pobres, le aseguró su padre, el que se lo llevó a vivir al otro lado, con los americanos, con los dueños del mundo y una buena parte de la tierra que un día fue de México y que de pertenecerle ahora, no sería más que basureros de famélicos menesterosos cohabitando entre ratas, fango y entre su propia mierda. La madre de Richie era una de esos menesterosos, según su padre. Pero Richie se negaba a creerlo. Por eso ahora estaba ahí, en el lugar donde nació, en busca del reencuentro con un pasado poco familiar, en busca de su madre, además de la misión que debería cumplir para el clan al que pertenecía, una banda de narcotraficantes de la cual quería escapar, como también deseaba liberarse de la adicción que lo mataba lentamente.
     La muerte lo rondaba siempre. Estaba ahí, en la flaca sombra que proyectaba su mortecino cuerpo, consumido por el crack, de piel pegada al hueso como la de los perros maltratados por la vida y que un día cualquiera amanecen muertos de hambre sobre la banqueta de una calle desolada, sin que nadie les dé cristiana sepultura porque no son más que eso, animales, perros, nada.
     La boca de un mundo desconocido se abría para devorarlo. Mientras cruzaba el puente y veía en el espejo retrovisor empequeñecer una bandera que no era la suya pero que de niño le enseñaron a venerar, mientras dejaba atrás por primera vez un país ajeno al de sus raíces, recordaba las palabras de su padre:
     —Allá se sufre, se sufre mucho. Allá no hay vida. Allá te mueres y te arrojan a los buitres.
     Y él creía que todos lo mirarían con odio por abandonar la Patria como un hijo ingrato, que sus parientes lo lincharían por haber dejado a su madre a la buena de Dios, en un lugar sin esperanza para sobrevivir al hambre que todos padecían. Y se imaginaba a las personas devorarse unas a otras como en una historia de ficción hollywoodense.
     Pero a la vez, iba envuelto en una inmensa frustración. Richie casi había olvidado su lenguaje original, había perdido los pocos recuerdos de su niñez, del barrio. Pero por más que hacía el intento era imposible vislumbrar siquiera imágenes polarizadas.
     El fuerte sacudir de una bandera enorme, donde al centro un águila devoraba a una serpiente, lo arrebató de aquel letargo al anunciarle su llegada. La piel se le erizó, un nudo en la garganta le impidió responder de inmediato el saludo del policía fiscal que le dio la bienvenida a México. Por fin estaba en México. Cuántas ganas tenía de visitar ese país, de conocerle las entrañas, de dejarse acariciar por la esquizofrénica tranquilidad de sus calles y su gente, de su música mitificadora de hombres desalmados y asesinos, de su droga, sus cervezas y mujeres que según le habían dicho, por unos cuantos dólares le daban de comer a un hombre y le hacían el sexo hasta extasiarlo.
     Sobre su Lincoln rojo sangre, impecable, con la Virgen de Guadalupe pintada sobre el cofre, recorrió las primeras calles de la ciudad. Al principio, todo a su alrededor eran videobares donde sólo negros, gringos y chicanos cantaban a grito abierto canciones acompañadas por mariachis. En cada esquina había un McDonald’s, una puerta que decía: Yes. W’ere open. Luces de neón ofreciéndole Budweiser, Coors, Fried Chicken, Fire Womens in the best table dance show of Mexico: “Hondureñas, mexicanas, las mejores viejas que hayas visto, bato, pásale. Si quieres droga, también te la consigo: anfetaminas, marihuana, lo que quieras”.
     Todo escenario era distinto a lo que imaginó. Todo era diferente a lo que su padre le había dicho. El lugar era un poco similar a la ciudad de la que provenía, pero sin edificios que aparentaran acariciar el cielo, sin calles perfectas y bien estructuradas, sin señalizaciones viales en cada esquina ni semáforos sincronizados. Con un poco de desorden, como en los barrios chinos, de negros y centroamericanos que había en Estados Unidos.
     Pero conforme aquella boca maloliente se lo tragaba, fue descubriendo poco a poco el rostro mugriento de mujeres y niños suplicantes por una moneda para poder comer. Y su piel se estremeció de nuevo. ¿Su madre realmente era una de ellas?, se preguntó en silencio, mientras dos pequeños de apenas seis años hacían malabares en una esquina. Y pensó que su vida pudo ser igual de no haber sido arrebatado de los brazos de la mujer que lo parió.
     —Allá estarías pidiendo limosna, muriéndote de hambre. Comiendo perros callejeros —la voz de su progenitor seguía en su cabeza, malaconsejándolo sobre aquel pueblito fronterizo al que no quiso regresar jamás. Quizá para no acordarse de su pasado miserable. Tal vez porque le debía cuentas a la justicia, a los narcos, a su ex esposa, a los de su propia sangre. O posiblemente por salvarlo en realidad, de un sufrimiento impío.
     Al adentrarse más al vientre de aquel lugar, resaltó la imagen de un futuro lleno de incertidumbre. Con ojos tristes, las casas de las fachadas cochambrosas lo veían pasar. Y él creía que hasta le hablaban, que le decían: “Por qué volviste. Este lugar ya no te pertenece”. Y en efecto, era un desarraigado. De sus raíces sólo conservaba la devoción a la Guadalupana, un poco de español mal pronunciado y en la cartera una fotografía desgastada de su madre con él en brazos.
     —¿La quieres ver? —le preguntó su padre antes de que partiera.
     —Sí —Richie le respondió.
     Era hacia donde se dirigía, al barrio donde le contaron que había nacido y donde esperaba ansioso encontrar a una mujer ya consumida por los años, consumida por el dolor que significa perder a un hijo.
     Allí, en ese lugar recóndito, alejado del corazón de la ciudad, también había acordado entregar la droga. Guiado por un mapa dibujado, llegó al suburbio donde lo recibieron calles enlodadas, casas de madera vieja a punto de caerse y mal construidas entre riachuelos de agua fétida donde flotaban animales muertos y basura. A un lado jugaban unos niños sin zapatos. Ahí husmeaban los animales en busca de algo para comer. Richie se estremeció al ver aquel escenario deprimente. Tenía razón mi padre, concluyó.
     La gente del lugar volteó a ver el auto impecable al abrirse camino entre el lodazal. Richie se estacionó y sus pies pisaron un suelo de tierra pegajosa por una lluvia que nunca presenció, por la mierda de los perros sarnosos que corrieron a su encuentro para ladrarle como a un extraño, para olfatearlo desesperadamente.
     Sacó de su cartera aquella foto y se acercó a una anciana que no supo darle informes. No era de allí, venía de lejos, como la mayoría a los que interrogó para poder dar con la mujer que tanto anhelaba conocer. Había cambiado todo, ya no existía nada de aquella atmósfera que veía borrosa al fondo de un papel raspado y desteñido, donde su madre lo cargaba en una imagen congelada. Incluso pensó que todo era un engaño. Que ahí no creció, que ahí no había ninguna pizca de su pasado.
     Pero Richie tenía que hacer la entrega. Ya habría más tiempo para buscar, para encontrar a la mujer que lo parió, para resucitar recuerdos que poco a poco empezaban a invadirle la memoria cada vez que pisaba el suelo. Es más, creía escuchar sus propias risas al corretear junto con otros niños, junto a sus padres.
     Caminó al auto. Lo esperaban. Lo habían identificado por sus pantalones baggies, por su antebrazo y el tatuaje de un Cristo envuelto en la Bandera Mexicana, por las placas del auto y la imagen de la Virgen de Guadalupe en el cofre.
     Estaban ahí, dos hombres, aguardando su llegada para hacer el trato, de pie sobre sus botas de piel de toro con punta metálica, enfundados en sus camisas de cuadros y pantalones de mezclilla en los que descansaba una pistola escuadra en cada uno.
     Richie sonrió al verlos cuando uno de ellos encendió un puro y lo apagó de un pisotón en aquella tierra lodosa. Era la contraseña para reconocerlos. Pero la risa de aquellos hombres no fue una risa como la de Ricardo Richie López: de éxito, de bienvenida, de fue un agrado hacer un trato con ustedes. Aquel gesto fue irónico, de bienvenida pero al mundo de nunca saldrás. Y sacaron sus armas. Y Richie los vio extrañado y se detuvo de golpe. Y de golpe las balas penetraron su cuerpo. Y de golpe cayó de espaldas a un suelo fangoso ahora también pintado  de sangre. Y mientras la muerte se acercaba al cuerpo tembloroso para robarle el alma, Richie escuchó más claras sus carcajadas de niño y vio el rostro de una mujer joven, alegre, junto a su padre, abrazándolo, colmándolo de besos.
     Los homicidas se acercaron. El tiro de gracia esparció los sesos del desarraigado sobre el charco de agua fétida donde quedó inmóvil. Después de marcharse los pistoleros, los habitantes del suburbio salieron de sus casas y se abalanzaron sobre el cuerpo para destajarlo a cuchilladas como a una res. Los perros también se pelearon por aquel manjar. Entre los niños, hombres y mujeres en disputa por un poco de carne para matar el hambre, estaba la madre de Richie, quien sin ver con detenimiento la fotografía que el muerto sostenía en la mano, la arrojó a un lado, para seguir cortando, desesperada, una de las extremidades de la víctima.

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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Nació en Nuevo Laredo en 1973. Miembro del grupo literario Terra Ignota, coordinado por Federico Schaffler. Periodista, colaborador de México Hoy,  El Mañana de Nuevo Laredo y El Diario de Coahuila, entre otros. También ha hecho radio y televisión. Ha impartido talleres de literatura y fotografía a estudiantes de secundaria. En 1998 obtuvo el Premio Estatal de Literatura Juan José Amador, de la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Premio de Literatura Juan B. Tijerina 2000. Premio Nacional de Periodismo e Informacion 2000-2001 en Crónica en Medios Impresos. Publicó los libros de cuentos Exhumación de sueños lúgubres, Zona etérea y Fantasmagorías, y participó en el libro colectivo En las fronteras del cuento.