Esa noche fue pesada
para los dos. Se me ocurrió decirle la verdad,
que me iba en una semana hacia Lima, que ya
no nos volveríamos a ver.
Teníamos pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando
por Santa Clara, Ciego de Ávila, Camagüey
y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos
entonces un sueño difícil de realizar. Tan difícil
como encontrar una guagua en La Habana después
de las once de la noche. Y eran las once.
Habíamos visto
pasar la última media hora atrás. Intentamos abordarla
inútilmente. Junto a nosotros corría,
ágil como una gacela, un joven negro
que gritó barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos.
"¡Sevápalapingaaa!", dijo aminorando
el trote, viéndola partir envuelta en una
humareda negra. Era como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos.
El joven negro parecía acostumbrado a la cotidiana frustración
del transporte: limpió un lugar cerca a la parada, se tendió
en la acera y tapándose con un viejo
impermeable, delgadísimo, buscó conciliar
el sueño. Nosotros preferimos caminar.
-Es la última
174 -le dije-. Mejor buscamos la 79...
-¿Hasta Miramar?
-protestó ella.
-Eso, si no quieres
esperar la confronta.
Qué terrible
era lo de la confronta: La última guagua de las últimas,
a las tres de la mañana, si es que
venía. Si no llegaba, había que esperar la
de las cinco. Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua
con los más esforzados madrugadores.
Escogimos el malecón; era mejor que ir
por la calle Línea o por Calzada mirando casas y edificios, envidiando
a los que ya descansaban cómodamente. En el
malecón nadie duerme ni se aburre;
ni las parejas que ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el
muro, ni las jineteras que esperan turistas mostrando sus encantos, ni
los negros vendedores de la bolsa negra. Y
era prudente no hablar, si no volveríamos a lo mismo. Que si
regresas con tu familia. Que sí, que regreso,
que tú sabías que era
casado. Que sí, que lo sabía,
pero una siempre... Entonces no pongas esa
cara que me haces sentir mal. Que qué descarado eres tú.
Que yo dije siempre la verdad. Pero con la
verdad y todo, una se acostumbra. ¡Que
me cago en la mierda, cojones! Y para eso, mejor ir en silencio.
Si se daba el caso
la invitaría a soñar con el viaje a las provincias de
Oriente; total, quedaba una semana por delante. Pasaríamos
de largo por Santa Clara, Ciego de Avila,
Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni
nos detendríamos en Holguín, en casa de un mulato que odiaba
a los prietos.
-Debes estar feliz
-me dijo. Tenía los brazos cruzados mientras
caminaba fingiendo mirar el mar.
-Y...no puedo
negarlo. Discúlpame.
-No tengo que
disculparte. Yo ya no cojo lucha con nada.
-Entonces comprende...No
te engañé. Siempre supiste.
-Claro, y yo
hice el papelazo; fui la comemierda, ¿no?
Estábamos ya en Quinta
Avenida caminando sobre las flores muertas que
el viento había botado en la acera central. Esas flores sofocadas,
pisoteadas, desprendiendo aromas sensuales como los
de aquellas jineteras que taconeaban solitarias
calle abajo. De pronto me hacían recordar
las sesiones para examinar la conducta de la compañera involucrada
con un extranjero. Y ella, enamorada de un imposible,
defendiéndose contra todos por un forastero
que se iría finalmente.
Reprochada, señalada, enamorada.
Que con las compañeras es diferente,
compañero; que no son jineteras. Y el amor es la ecuación
más difícil en todos los sistemas.
No íbamos a
repetir lo mismo de siempre. Con ese silencio impuesto entre
los dos se hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar.
Solo nos atrevíamos a romperlo ocasionalmente
para pedir a cualquier auto una botella a
gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas:
nadie nos quería llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos
después y nos sentamos en el sardinel de la
parada. Allí esperaríamos la 79.
-Compañero...
¿Hace rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay
ninguna
para allá abajo? ¡Ñó,
caballero!
-¿Qué
hora tienes ahí, Pishtaco? -por fin volvía a
dirigirme la palabra.
-Las doce menos
veinte... Hacía tiempo que no me llamabas así.
-También tengo que
olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te vas...
recién estoy haciendo conciencia.
Dicen que cuando alguien se va a
morir, se acuerda de todo.
-Por lo menos no vas
a tener que tomar la guagua a estas horas...
-Cabrón.
Otra vez venía
a castigarnos el silencio. En las casas los televisores anunciaban
el cierre de la programación; luego se despedirían los
locutores y comenzarían con las primeras notas
del himno nacional. Un himno que ya se había
hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban
a sus anchas los murciélagos y el viento marino traía los
aromas lascivos de Quinta Avenida. Era del todo inútil
hablar del viaje a las provincias de Oriente
que jamás íbamos a realizar. En pocos días
estaría volando hacia Lima, a mi hogar, y
me sentía culpable de ser feliz.
Seguía contemplando
el vacío, sentada con los brazos cruzados encima de las rodillas
y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo
se escuchaba mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de
un salto, con la mirada espectante, creyendo que
era la guagua. Eso sucedía en La Habana
en plena crisis del transporte: la desesperación por
viajar hacía que la gente creyera en cualquier cosa; al primer ruido
de motores en la noche, se incorporaban ansiosos;
luego regresaban a
sus lugares decepcionados.
Planeaba inventarle
algo, bajarle una estrella para que riera, y pensé en
ese ruido lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la 79.
Ese ómnibus que sentíamos bramar en
medio de la noche, pero que no veíamos
aparecer: tal vez una ilusión auditiva, tal vez otro bus de destino
incierto, quién sabe si recogiéndose
totalmente vacío hacia el depósito. Esperé
a que nuevamente se pusiera de pie y regresara desilusionada.
-Es la guagua
fantasma -murmuré.
-¿Eh?
-¿No lo sabes?
Hay una guagua fantasma y estamos justamente en la hora
de los muertos. Fíjate que van a dar las doce.
-Ahora sí que
acabaste. Encima que no voy a llegar a mi casa, tú sales
con la cabrona metafísica.
"Cabrona metafísica",
claro. Y el camarada Afanasiev, el último cabrón que
simplificó el materialismo, dijo que el idealismo contradice a la
ciencia y que está ligado con la religión.
-¡Já!... Coñó, que si no le invento
un cuento dejo de ser yo- Y la cabrona metafísica viene sola,
como cuando hay que sentarse a escribir. El fresco
de la madrugada la puso más cerca de
mi hombro, los dos sentados en la calzada con las rodillas
a la altura del mentón sin atrevernos a un abrazo.
-El Estado les
oculta estas cosas a ustedes. Imagínate el pánico, en
pleno período especial, si es que la gente
se entera. La guagua fantasma existe, aunque
se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones de pie
creyendo que es tu guagua, ¿no?... La escuchas, pero no la ves.
¿Te das cuenta? Y lo que realmente
pasa, es que no ha llegado tu hora todavía...
La hora de que te recojan para siempre en cuerpo y alma.
-No seas bobo.
¿Quién te va a creer eso?
-Cuando sea tu hora,
la verás llegar. Serán las doce o algo más y
creerás que tienes suerte de no seguir esperando
toda la madrugada. Por eso subirás
rápido y no te darás cuenta de nada al principio.
-Acaba ya, chico.
Háblame del juego de pelota...
-Espera que ahora
acabo. La guagua fantasma te lleva a una gran velocidad
y ya no se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido.
Dirás que así es mejor -corre, chófer, corre- que
así haz de llegar más rápido
a casa... Pero nunca llegarás.
-Fíjate lo
que una tiene que escuchar... Como si no tuviéramos ya bastante.
-Atiende: cuando tú
quieras bajar, no podrás hacerlo. Le dirás al chofer
que pare el bus, pero él... como si no te
oyera. La gente que va contigo tampoco te
escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían
por ti. Vas hacia la puerta de adelante, pretendes
llamarle la atención al chofer: "Hey,
compañero, ¿no oyó que bajo?". Y ahí recién
te das cuenta. El chofer se está descarnando,
los pasajeros también. Todos son muertos que
se ríen de tu ingenuidad. Esa guagua a mucha velocidad sigue su
camino. Nunca se detendrá...
Será realmente la última... ¿Me estás
copiando?
-Oyemé...
Ahora sí creo que estás tostáo... Estás loco.
Y no volvimos a discutir.
Terminaban de sonar los acordes del himno nacional de Cuba en los televisores
de las casas. Las doce en punto. El fresco
de la brisa marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos
danzando en las ondas del viento. Y no nos atrevíamos
a abrazarnos.
Ella seguía
en la misma posición: con el mentón apoyado en las
rodillas, sujetándose los tobillos con las
manos. Pensé que podía tenerlas
frías como las mías y mis dedos buscaron los suyos allá
abajo. Manos semejantes a peces sorprendidos
por las olas, registro del corazón
en cada yema de los dedos, cuello de gatito negro que puedes sujetar
suavemente, inicio de algo que...
-¡Hay
Dió! -gritó espantada, ya de pie en un solo impulso.
-¡Muchacha!...
¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
Temblaba. Había
pánico en sus ojos. Entonces supe que mi cuento estaba
bueno y que Afanasiev no había servido de mucho en tantos
años. Que una mano fría cogiéndome,
chico, que quién iba a pensar que era
la tuya, que para qué inventas esas cosas.
Y vino la 79 al fin,
la última guagua de la noche. Era de las nuevas, donación
del gobierno español, toda plena de bombillos y con muchos
asientos vacíos. Ella no quiso subir.
-Fíjate que es la
última. Ya no hay otra después.
-Que no, tato... Que
no subo
-Pero no vas a llegar
a tu casa.
-Que no, mi amor...
Déjala ir.
-¿Y el trabajo
mañana? Decídete que ya arranca.
-Con el trabajo me
arreglo luego, papi. Que se vaya, que no subo.
Dice Afanasiev -en una página
digna de olvido- que en el socialismo no hay
explotadores, por eso no existe gente interesada en el idealismo y
este no encuentra difusión. Cuentan los babalawos
en Cuba que Ochún se untó de
miel para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi
conciencia que inventé lo de la guagua fantasma
para que ambos camináramos hasta la
posada de Playa a revisar ciertos conceptos.
Y Eleguá abría
los caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando....
Porque Ochún quiso que la noche terminara allí.