ÑAKAY PACHA
(El tiempo del dolor)
De tanto que le insistí a Eriberto
Quispe para que me contara por qué tenía tanto rencor el
camarada Marcial esa noche, terminó hablando de esa historia tan
triste que me duele recordar. Junto con Ciriaco Reynoso somos los
más instruidos de esta comunidad de analfabetos y juntos los tres
masticamos coca esa mañana calentándonos con la pequeña
fogata que prendí y lamentando la desgracia del compañero
de armas.
"¿Qué harías tú, compañero
Demetrio, si teniéndolo todo en la vida y vienes a ayudar a estos
miserables, terminan dándote una patada en el culo?" Me preguntó
Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían reventando
algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino.
"El buen Marcial, buen camarada, buen guerrillero, honesto
como lo conocemos los del partido, vino hace muchos años por acá
para instruir a estos indios de Santiago. Vino antes de la guerra,
cuando todo estaba tranquilo, y llegó con su compañera caminando
por ese sendero de herradura que sube por atrás."
-¿Por Piquichaki? -preguntó Ciriaco Reynoso.
"Ese mesmo. Y bueno, ustedes tampoco conocieron
a su compañera que le decíamos Rosa. Bonita era la
china, blanconcita y con cara inteligente. Ellos tuvieron la mala
suerte de llegar en plena celebración de la fiesta de San Isidro
Labrador. Ustedes sí conocen cómo es la fiesta por
estos pagos: se come, se baila, se toma mucho aguardiente casi hasta morir."
-Jor, jor, jor -enseña los dientes Ciriaco recordando
las fiestas. Los tiene incompletos y los que aún se sostienen
en pie están negros de caries.
"Y los chutos de Santiago que son tan buenos bebedores
salieron tumbando a Marcial, dejándolo inconsciente. A Rosa
también le habían hecho beber pero sólo estaba mareadita
la pobre. Marcial, borracho hasta su mano, no pudo darse cuenta de
lo que hacían con su china."
-¿Y qué hicieron, vecino? -pregunté
temiendo lo peor.
Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no
las cosas que pasaron en la fiesta. Bajó la mirada hacia las
brasas de la fogata y volvió a clavarme los ojos con más
valor.
"Cosas feas pasaron, compañero. Cosas que
dan pena y vergüenza contarlas, porque somos de la misma provincia
de estos jarjachas que hemos matado. A Rosa se la montaron cerca
de veinte indios borrachos y luego, cuando se dieron cuenta de lo que habían
hecho, los botaron de la comunidad."
-Atatau, caracho... -susurró Ciriaco Reynoso espantado.
"Así es, paisano. No le dieron cuartel a
la pobre. Cuando despertó Marcial, su mujer había sido
forzada tantas veces que ya no tenía razón en su cabeza.
Luego, luego, los botaron a pedradas amenazándoles de que no volvieran
por ahí. Los de Airabamba teníamos que castigar a los
yanahumas por todo lo que les robaron a nuestras familias, por el ganadito
que se
llevaron para entregárselo a los cachacos y por los abusos que
les han hecho a otras comunidades vecinas. Pero lo de Marcial es
cosa justa."
-¿Y qué pasó con la Rosa, compañero?
-me atreví a preguntar.
-Murió en un encuentro con los sinchis en Huanta.
Ahora nuestro comandante trata de olvidarla con el amor de Adelaida, que
es una buena mujer. Ojalá tenga mejor suerte que la anterior...
-dijo Eriberto Quispe cerrando la historia. Los últimos palos
secos de la fogata se iban apagando.
Ya habíamos caminado seis días
perdiéndonos de las patrullas que nos buscaban por lo que hicimos
contra Santiago. Pasábamos por otros caseríos de amigos y
los encontrábamos con tanto miedo que se negaban a darnos comida
para que no los mataran luego los cachacos. Nos cerraban la puerta
en las narices y hasta nos insultaban aquellos que antes aplaudían
nuestra presencia. Evaristo Porras mató a un comerciante que
venía de las montañas de San Francisco cortando camino por
la cordillera. Primero lo tomaron prisionero y cuando revisaron su
alforja le encontraron un kilo de droga. Entonces Evaristo le rebanó
las orejas al infeliz y luego de verlo sufrir, le hundió el cuchillo
varias veces en el pecho. "Esa gente para qué sirve", dijo.
Al noveno día de camino, con hambre y sin cartuchos,
nos vimos de frente con los de la Marina. Era muy lejos para que
nos alcanzaran y disparaban por gusto sabiendo que a esa distancia no nos
hacían ningún muerto. No sabíamos que terminando
la bajada de Huamanmarca, al décimo día de babear de hambre,
nos batirían a su regalado gusto causándonos tantas bajas.
Braulio Vílchez, danzante de tijeras muy querido en Airabamba, quedó
destrozado a balazos sobre los cactos de la quebrada. Ni reconocerlo
se podía de lo feo que le dieron. Evaristo Porras ni siquiera
se dio cuenta de que lo habían matado: se quedó quietecito
con un balazo en la frente y los ojos en blanco. La tierra recibió
su sangre que caía por goterones. A Custodio Contreras lo
tomaron prisionero cuando trataba de huir arrastrando la pierna herida.
Le encontraron los petardos que cargaba en la alforja; le amarraron su
dinamita al estómago y así arrodillado en medio de la pampa,
lo volaron como escarmiento para que lo viéramos los que estábamos
escondidos en los roquedales.
Gritaban feo los marinos y supimos entonces que los sinchis
no eran ni la mitad de sanguinarios de lo que eran éstos.
No me moví de entre las piedras donde estaba escondido y los vi
pasar a ellos patrullando el camino. Eran altos, con el rostro pintado
de negro, más fuertes que otros cachacos que habíamos conocido
y bien armados. Gritaban lisuras insultándonos para que saliéramos.
Pateaban a nuestros muertos con odio y hasta podría jurar por la
Virgen de Sillapata que escuché a alguien hablar como argentino.
(Lo sé porque he conocido turistas argentinos en Ayacucho. Por eso
reconoci ese dejo raro.).
Después de dos días de
verlos dar vueltas por la cordillera azul de Huamanmarca, decidí
moverme. Había sido piedra durante todo ese tiempo, olvidando
el hambre por el miedo que todavía insistía en paralizarme.
Arrastrándome, cogí una lagartija atontada por el sol y le
arranqué su cabeza viva aún para masticarla. Eriberto
Quispe me reconoció a lo lejos y nos
juntamos con otros asustados más que iban saliendo de entre
las piedras y hasta debajo de la tierra. "Creo que estamos muertos",
me dijo todo pálido y ojeroso. Caminamos solamente, sin hablar
nada ni miramos, buscando siquiera un sitio en la tierra para sentarnos.
Pronto comprobaríamos que ese sitio no existía, que no habían
caminos ni lugar a donde ir.
Los de Parcorán nos regalaron víveres no
porque estuvieran con nosotros, sino porque les causábamos lástima
de tan sólo vernos. Nos rogaban que nos fuéramos.
Un día má allá de Parcorán encontramos el camino
hacia las crestas de Airabamba, donde estaban muchos de los nuestros.
Allí nos unimos con la gente armada de Marcial, vi su rostro de
arcángel que pisa la
cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra.
Su quechua estaba mejor que antes.
La primera noche en Airabamba soñé con los
muertos que nos hicieron en la bajada de Huamanmarca. Braulio Vílchez
vino hacia mí saltando en el aire con sus tijeras que cortaban el
viento, ocultando el rostro destrozado por las balas. Evaristo Porras
sonreía con su balazo en la frente y me enseñaba las orejas
cortadas al pichicatero de San Francisco. Los muertos más
jóvenes de quienes ni siquiera conocí sus nombres sonreían
tendidos en el piso, riéndose de las patadas que les daban los cachacos.
Pendejos, pues... Si ya no podían sentir nada.
Cinco días duró el descanso
en Airabamba y luego caminaríamos de noche siempre, bajo las órdenes
de Marcial. Dejé por fin de ser “base” y me incorporaron al
partido. Me bautizaron con otro nombre y ahora me llaman "Celso",
aunque los vecinos viejos de la comunidad siempre se les antoja llamarme
Demetrio. Ya no cargo con el rejón, sino que me dieron una
escopeta vieja para cazar perdices. Ahora íbamos a Vizcachero,
según nos dijeron, para atacar el puesto de la Guardia Civil.
Nunca me imaginé que fuera tan fácil: les avisamos a los
guardias que íbamos a atacarlos y que si se iban antes que llegáramos,
podían salvar el pellejo. Y los muy sabidos escaparon dejándonos
las armas para que no los siguiéramos. Eriberto Quispe me
dijo que Marcial había conversado el asunto con los tombos antes.
Y así, con cuatro metralletas más bajamos para la Esmeralda
a ajustarles las cuentas a algunos soplones y abigeos que colaboraban con
el Ejército.
No les gustó a los uniformados lo que hicimos en
Vizcachero y mucho menos los muertos que les dejamos en la Esmeralda.
Entre los ajusticiados hubo uno que era del servicio de inteligencia -¿así
le dicen?- y lo que más me sorprendió que era chuto como
todos, cholo como yo, feo como yo, igualito a los demás. Solo
Marcial pudo reconocerlo al verle las manos sin huella de trabajo y por
esa chispa de inteligencia que llevan en los ojos los instruidos.
Le hicimos juicio popular delante del pueblo y la gente no le perdonó
al maldito supaypaguagua ese. Yo mismo lo ejecuté con el machete
y eso fue lo que menos les gustó a los cachacos. Y sería
bien importante a pesar de ser cholo como uno, porque después de
cinco días los marinos nos cerraron el paso con helicópteros
en Razuhuillca y por el callejón de Huayllay nos buscaban también
muchas patrullas de sinchis. Marcial y los que decidían con él
prefirieron enfrentar a los sinchis que a los marinos.
-Los sinchis son borrachos, pichicateros, no aguantan
mucho la altura... -nos dijeron.
Entonces emprendimos confiados el camino a
Quebrada Huachanga para bajar por ahí hacia otras bases que podían
ocultarnos en los alrededores de Luricocha. Mi coca se acabó
en poco tiempo y empecé a comer yuyos que arrancaba con las manos
de cualquier saliente. Y el encuentro con el enemigo otra vez
nos agarró hambrientos y cansados. Lo peor: no había
mucha bala para meterle a las armas, en cambio ellos hasta disparaban
por gusto. Por eso en Quisoruco nos despedazaron con ráfagas
y granadas.
Una vez que rompieron con la formación del pelotón, se
dedicaron a chumbearnos a cada uno por separado. Vi morir a varios
de los nuevos reclutados de la Esmeralda, maq'titos que aún no habían
cumplido quince años, que no podían cubrirse porque las balas
venían desde lo alto.
Marcial nos condujo a los de Airabamba
por una quebradita muy angosta que bajaba hacia el otro lado de la cordillera.
Eramos unos cuantos que resbalábamos asustados sobre las piedras,
sin saber hacia donde. Nos ocultamos al extremo de la quebrada, en
un lugar seco donde podíamos esperar a que pasara el tiempo y los
sinchis se olvidaran de nuestras cabezas.
Sentados en el suelo caliente por el sol, tomábamos aire sin
hablar, mirando entre los árboles secos una parvada de palomas serranas
que iba y venía de banda a banda, sin advertir la presencia de ninguno.
Descansaban un rato en cualquiera de las laderas y luego seguían
volando de una banda a la otra, como si se tratara de un juego entre ellas.
El corazón me saltaba en el pecho y el estómago quería
aflojárseme de miedo, pero tan sólo de ver su juego inocente
me tranquilicé un poco. Así, cubiertos por esos árboles
tan secos que el viento los hacía silbar, fuimos recuperando fuerzas
sin terciar palabra, esperando que las balas dejaran de sonar al otro lado.
Ciriaco Reynoso empezó a susurrar una canción mirando a las
palomas serranas cruzar el cielo por momentos.
Más tarde los cachacos se dejaron
sentir con sus pasos torpes, botas gruesas que desprendían piedras
al bajar por la pendiente. "No nos han visto, hay que dejar que se
vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera por esas cosas
de la casualidad. Me convertí en piedra nuevamente y los otros
trataron de volverse árboles secos, cactos, sombras de la montaña.
Engañamos a los sinchis que pasaron casi a nuestro lado amoratados
por la altura, cargando sus armas como si pesaran un millón de arrobas.
Pero no logramos engañar a las palomas que trataron de refugiarse
en el risco cubierto de malezas y espinares, donde estábamos escondidos.
Vinieron espantadas por la columna de uniformados que bajaba tan torpemente,
pero se encontraron con que otro grupo de hombres estaba invadiendo su
lugar y terciaron el vuelo así, de repente, sorprendidas por nuestra
presencia.
Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo vieron
los sinchis y comenzaron a disparar con fuego graneado en aquella dirección.
Las balas hacían saltar pedazos de roca y levantaban mucho polvo
que cegaba los ojos. Los arbolitos espinosos y sedientos se quebraban
como si fueran de carrizo . Entonces Marcial contestó y Adelaida
le siguió, como siempre, cuidando las balas para no desperdiciarlas.
Disparaba también Eriberto Quispe con la metralleta que consiguió
en Vizcachero, al igual que nuestro vecino Ciriaco. Yo también disparaba
ese vejestorio de escopeta para matar perdices y que parecía no
alcanzar al enemigo. Mi sobrino Matías Uripe les lanzó
un petardo prendido con la huaraca y los hizo retroceder. Pobre Matías,
las chinas de Airabamba llorarán su muerte en plena flor de juventud:
no bien lanzó el petardo recibió más de veinte plomos
en el cuerpo. Cogí su huaraca de lana y prendí un petardo
para frenar su avance, así como lo hizo mi sobrino, y, ¡Jajaillas!,
claro que lo conseguí haciéndolos recular hasta la otra banda.
Pero ya no sentía nada y mi cuerpo se fue adormeciendo como si el
sueño me agarrara de pronto, y ya no pude alcanzar la escopeta perdiguera
que se quedó allí calentándose al sol. Las fuerzas
se me escurrieron por los brazos y las piernas como muñeco de carnavalito
que quiere pararse y no puede. Todo era oscuro y más negro
se volvió el cielo hasta que ya no vi nada.
-Los que mueren así de repente vienen para acá,
Demetrio -sentí que me decía sonriendo Eriberto Quispe.
-Yo no estoy muerto, vecino... -le respondí y él
se burló.
-No seas cojudo, Demetrio. Mira que en este lado
de la quebrada también está Matías Uripe, tu sobrino.
-Así es Demetrio... -me dice Matías, y yo
retiro mi hombro para que no me ponga su mano manchada de sangre fresca.
Ciriaco Reynoso también está sentado con
nosotros mirando cómo se agota la batalla en lo profundo de la hondonada.
Los sinchis le meten bala a los últimos espinares que se secan donde
se unen las dos laderas. Alguien les responde desde allí,
calculando sus tiros para no agotar la munición.
-Ese es Marcial... -me dice con desgano Ciriaco.
Otra metralleta se siente tabletear desde la parte alta, como si lo apoyaran.
-Esa es Adelaida -señaló con el índice
ensangrentado Matías Uripe.
Los sinchis no dejan de disparar en esas dos direcciones
y parece que tuvieran muchas balas porque no se les acaban nunca.
Han avanzado bastante cerca de ellos. Ahora sí disparan con
rabia contra la herida de rocas y espinos, y dos uniformados se lanzan
hacia adentro del monte. Salen con Marcial y Adelaida, los dos con las
manos sobre la nuca, empujándolos, pateándolos y sacándoles
la madre.
-Ya se jodieron -murmura Eriberto Quispe.
-Mala suerte de Marcial para con las warmichas... ¿Por
qué no la mató a la hembra, carajo? -dice Ciriaco acongojado.
Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas de
otro, pero aún así me dolió ver lo que hacían
estos malvados. La desnudan a Adelaida y se colocan de uno en fondo,
por orden de rango y luego por antigüedad, mientras que otros sujetan
a Marcial para que vea cómo se aprovechan de su mujer. El
último la mata, como es su costumbre. Vendría después
el martirio de nuestro comandante y si yo hubiera tenido cuerpo habría
llorado de ver cómo lo retaceaban a cuchillo.
-¡Taitallay! ¡Taitallayco!... ¿Manacho
pacha quicharicuspa sonccompe milpunca llapa sua nácacc maldicionta?
(¡Padre mío! ¡Padre nuestro!... ¿No se abrirá
la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos estos ladrones
y carniceros malditos?) -dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo
llorar como si estuviera vivo. La tierra madre recibió la
sangre de ambos y se fundió con ella, como lo hace con aquellos
a los que la muerte les ha costado mucho dolor.
-Quisiera abrazarlo al comandante... -me oigo decir. Ciriaco
y Eriberto, vecinos míos hasta en la muerte, me miran con tristeza.
-Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente nos
entregaron a la muerte, míralas como bandean la quebrada, Demetrio.
Así, muertos como estamos, seremos como ellas... No sufriremos más.
Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando en el viento de invierno.