Yasutaka Tsutsi

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Mujer plantada

Titulo original en japonés: Tatazumu hito

 

 

Yasutaka Tsutsi

Velarde

    Me quedé toda la noche levantado y por fin terminé un relato de cuarenta páginas. Era un escrito entretenido y trivial, incapaz de molestar ni de entusiasmar a nadie.

 

     —En estos tiempos uno no debe escribir relatos que molesten o entusiasmen; y además tampoco serviría de nada—. Eso fue lo que dije mientras sujetaba las páginas del manuscrito con un clip y las metía en un sobre.

    Como no debía proponerme escribir relatos que molestaran o entusiasmaran, lo mejor que podía hacer era no pensar en ello. Si seguía dándole vueltas al asunto, a lo mejor terminaba por intentarlo.

    Los rayos de sol de la mañana me hicieron daño en los ojos cuando me metí en los zuecos de madera y salí de clase con el sobre. Como todavía tenía tiempo antes de que pasara la primera furgoneta del correo, dirigía mis pasos al parque; simplemente unos ochenta metros cuadrados en medio de una atestada zona residencial. Solía estar tranquilo. Así que siempre incluyo el parque en mi paseo matinal. Hoy en día, hasta una pequeña mancha verde provista de diez árboles, o algo así, resulta inapreciable en la megápolis.

     Tendría que haber traído pan –pensé. Mi perroposte favorito estaba junto al banco del parque. Es un perroposte agradable de pelo color marrón, bastante grande para no tener raza.

    El camión del líquido fertilizante acababa de irse cuando llegué al parque; el suelo estaba mojado y olía levemente a cloro. El anciano que veo a menudo allí, estaba sentado en el banco junto al perroposte dándole de comer lo que parecían bolas de carne seca. Los perropostes habitualmente tienen excelente apetito. Quizá el líquido fertilizante, absorbido por las raíces profundamente hundidas en el suelo y que pasaba a través de sus patas, no les resultaba suficiente.

    Comen casi todo lo que se les da.

    —¿Le trajo usted algo? Hoy ando un poco distraído. Se me olvidó traer pan— le dije al viejo.

    Volvió sus ojos hacia mí y sonrío suavemente.

    —Así que también le gusta a usted, ¿eh?

    —Sí –repliqué sentándome junto a él—. Se parece muchísimo a un perro que tenía.

    El perroposte me miró con sus enormes ojos negros y movió el rabo.

    —En realidad también yo tuve un perro parecido a éste –dijo el hombre, acariciando el cuello del perroposte—. Lo convirtieron en perroposte cuando tenía tres años. ¿No lo ha visto nunca? Está entre la mercería y la tienda de películas de la carretera de la costa. No hay por allí ningún perroposte que se le parezca.

    —¿Entonces, aquél era suyo? –añadí asintiendo

    —Sí, era nuestro perro. Se llamaba Hashi. Ahora está completamente vegetalizado. Un hermoso perrárbol.

    —Ahora que usted lo dice, recuerdo que se parece un montón a éste. A lo mejor son de la misma camada.

    ¿Qué es de su perro? –preguntó el hombre—. ¿Dónde está plantado?

    —Nuestro perro se llamaba Búfalo —respondí moviendo la cabeza—. Lo plantaron a la entrada del cementerio que hay en las afueras cuando tenía cuatro años. Pobrecillo, murió en cuanto lo plantaron. Los camiones del fertilizante no van demasiado a menudo por ahí, y estaba tan lejos que yo no podía llevarle comida todos los días. También puede ser que lo plantaron mal. Murió antes de convertirse en árbol.

    —¿Lo quitaron después?

    —No. Por suerte no les importó que oliera mal o no, así que lo dejaron ahí y se secó. Ahora es un esqueletoposte. Sirve de material de trabajo en las clases de ciencias de una escuela elemental cercana. Lo oí.

    —Eso es maravilloso.

    El viejo acarició la cabeza del perroposte.

    —Me pregunto cómo se llamaría antes de convertirse en perroposte. –siguió.

    —No hay que llamar a los perropostes por su nombre original –dije—. ¿Verdad que es una ley extraña?

    El hombre me miró inquisitivo, luego respondió como distraído:

    —¿No será porque amplían las leyes referentes a las personas a los perros? Debe ser por eso. Sí, por eso deben perder el nombre cuando se convierten en perropostes –dijo mientras seguía acariciado la cabeza del perroposte—. Y no sólo los viejos nombres, además no se les puede llamar con un nombre nuevo. Eso es porque las plantas no tienen nombres propios.

    Debe de ser eso, claro -pensé.

    Miró mi sobre con el SE INCLUYE MANUSCRITO escrito en él.

    —Perdone –dijo—. ¿Es usted escritor?

    Me sentí un tanto apenado.

    —Bueno, sí. Sólo cosas triviales.

    Después de mirarme atentamente, el hombre volvió a acariciar la cabeza del perroposte.

    —Yo también solía escribir cosas –dijo disimulando una sonrisa—. ¿Cuántos años hace ya que dejé de escribir? Me parece que hace muchísimo.

    Contemplé el perfil del hombre. Ahora que había dicho aquello, era una cara que me parecía haber visto con anterioridad. Empezaba a preguntarme cómo se llamaba, lo dudé y callé.

    —Éste es un mundo demasiado duro para escribir –dijo el anciano con brusquedad.

    Bajé la vista avergonzado. De mí mismo, que todavía seguía escribiendo en un mundo semejante.

    El hombre se disculpó a toda prisa ante mi súbita depresión.

    —He sido descortés. No lo critico en absoluto. Soy yo el que debería sentirse avergonzado.

    —No –le dije, después de mirar inquieto a nuestro alrededor—. Es que no puedo dejar de escribir. No tengo valor para hacerlo. ¡Dejar de escribir! Después de todo, sería un acto contra la sociedad.

    El anciano continuó acariciando al perroposte.

    Tras un largo rato dijo:

    —Resulta doloroso dejar de escribir, no crea. Y ahora hemos llegado a esto. Habría sido mejor que hubiera seguido escribiendo atrevidas críticas sociales y me hubieran detenido. Hasta hay veces en que pienso en ello. Pero sólo era un aficionado, jamás supe de la pobreza, deseaba dormir tranquilo. Quería vivir desahogado. Ser una persona con gran respeto de sí misma. No podía soportar que me expusieran ante los ojos del mundo, ser ridiculizado. Así que dejé de escribir. Una historia triste.

    Sonrió y movió la cabeza y siguió:

    —Pero mejor dejamos de hablar de estas cosas. Uno nunca sabe quién le puede estar oyendo. Incluso aquí en la calle.

    ¿Vive por aquí cerca? –cambié de tema.

    —¿Conoce ese salón de belleza de la calle principal? Vaya por ahí. Me llamo Hiyama –hizo gestos de asentimiento—. Sí, vaya alguna vez. Estoy casado, pero…

    —Se lo agradezco mucho.

    Le dije cómo me llamaba.

    No recordaba a ningún escritor que se llamase Hiyama. Sin duda escribía con seudónimo. Tampoco tenía intención de visitar su casa. En este mundo hasta es ilegal que se reúnan dos o tres escritores.

    —Ya es hora de que llegue la furgoneta del correo. Miré mi reloj. Me puse de pie.

    —Creo que debo irme –dije.

    Volvió una cara que sonreía tristemente y asintió en silencio. Luego acarició la cabeza del perroposte un poco. Me alejé del parque.

    Llegué a la calle principal, pero pasaban muy pocos coches; también había pocos peatones. Un gatárbol, de unos treinta o cuarenta centímetros, estaba plantado junto a la acera.

    A veces, cuando paso junto a un gatoposte que acababa de ser plantado y todavía no se ha convertido en gatárbol, el nuevo gatoposte me mira a la cara y maúlla o llora. Pero los que ya tienen plantadas las cuatro patas en el suelo y se han vegetalizado, con sus caras verdosas tan tiesas y sus ojos apretados, sólo mueven las orejas de vez en cuando. También hay gatopostes a los que les salen ramas del cuerpo y tienen hojas. La situación mental de éstos parece completamente vegetalizada –ni siquiera mueven las orejas. Hasta cuando es posible distinguir la cara de gato, conviene llamarlos gatárboles.

    Quizá –pensé— sea mejor convertir a los perros en perropostes. Cuando les falta comida, se vuelven peligrosos y hasta atacan a las personas. ¿Pero, por qué tienen que convertir a los gatos en gatopostes? ¿Hay demasiados sin amo? ¿Se mejora así la situación, aunque sólo sea un poco? A lo mejor es para que haya más árboles en la ciudad…

    Junto al gran hospital de la esquina donde se cruzan las autopistas hay dos hombrárboles, y a su lado hay un hombreposte. Este hombreposte lleva uniforme de cartero, y no se puede saber cuánto se han vegetalizado sus piernas: lleva pantalones. Es macho, de treinta y cinco o treinta y seis años, con los hombros un poco hundidos.

    Me acerqué a él y le tendí mi sobre, como de costumbre.

    —Correo certificado, envío urgente, por favor.

    El hombreposte, asintiendo silenciosamente, cogió el sobre y se sacó sellos y una etiqueta de correo certificado del bolsillo.

    Miré inquieto a mi alrededor después de pagarle el franqueo. No había nadie más por allí cerca. Intenté hablar con él. Le entregaba el correo cada tres días, pero todavía no había tenido ocasión de hablarle tranquilamente.

    —¿Cómo le van las cosas? ¿Qué fue lo que hizo? —le pregunté en voz baja.

    El hombreposte me miró sorprendido. Luego, tras barrer la zona con los ojos, me respondió mirándome amargamente:

    —No debe decirme cosas innecesarias. No puedo responder.

    —Ya lo sé –dije mirándole a los ojos.

    Cuando ya me marchaba, respiró profundamente y dijo:

    —Sólo dije que la paga era escasa. Y además me llevaba mal con mi jefe. Porque la paga de un cartero es realmente escasa –con mirada sombría, señaló con el mentón a los dos hombrárboles que estaban junto a él—. Y a ésos les pasó lo mismo. Sólo porque se les escapó que la paga era escasa. ¿Les conoce? –me preguntó.

    Señalé a uno de los hombrárboles.

    —Recuerdo a ése, porque siempre le entregaba a él el correo. Al otro no le conozco. Ya era hombrárbol cuando nos instalamos aquí.

    —Era amigo mío –dijo.

    —¿Y el otro no era jefe de sección, o algo así?

    —Justo –dijo asintiendo—. Jefe de sección.

    —¿No tiene hambre o frío?

    —No se nota mucho –replicó, siempre inexpresivo—. Hasta creo que soy una planta. Y no sólo en el modo de notar las cosas, también en el modo de pensar. Al principio estaba triste, pero ahora ya no me importa. Tenía mucha hambre, pero dicen que la vegetalización va más de prisa cuando no se come.

    Me miró con ojos apagados. Probablemente esperaba convertirse pronto en hombrárbol.

    —Se dice que a los que tienen ideas radicales de izquierdas les hacen la lobotomía antes de convertirlos en hombreposte, pero a mí no me hicieron nada. Al cabo de un mes o así aquí plantado, dejé de tener hambre.

    Miró mi reloj de pulsera.

    —Bueno, será mejor que se vaya ya. Casi es hora de que pase la furgoneta.

    —Sí –pero no podía irme, y dudaba inquieto.

    —Oiga –dijo el hombreposte—. ¿Alguien a quien usted conoce se ha convertido recientemente en hombreposte, verdad?

    Le miré a la cara durante un momento, luego asentí lentamente.

    —En realidad, mi mujer.

    —Vaya, vaya, con que su mujer, eh? –Durante unos momentos me miró con profundo interés—. Ya me parecía que tenía que ser algo así. Si no nadie se molesta en hablar conmigo. ¿Y qué hizo su mujer?

    —Se quejó de que los precios eran altos en una reunión de amas de casa. Eso no habría importado demasiado, pero también criticó al gobierno. Empiezo a ganar bastante de escritor y creo que su nerviosismo por convertirse en la mujer de un gran escritor le hizo decir eso. Una de las mujeres dio el soplo. La plantaron en al lado izquierdo de la carretera mirando desde la estación, frente a la sala de juntas y al lado de la ferretería.

    —Ah, en ese sitio –cerró los ojos un poco, como si estuviera recordando el aspecto de los edificios y las tiendas de esa zona—. Es una calle bastante tranquila. ¿Es mejor así, no? –Abrió los ojos y me miró inquisitivamente—. ¿Y va a verla, a que sí? Es mejor que no la vea a menudo. Para ambos. Así lo olvidarán antes.

    —Lo sé.

    Levanté la cabeza.

    —¿Con que su mujer, eh? –preguntó, y su voz se hizo ligeramente más simpática—. ¿Ya le han dicho algo?

    —No. Por ahora nada. Sólo está allí, pero…

    —Oiga –el hombreposte que servía de buzón levantó la barbilla para atraer mi atención—. Ya viene. La furgoneta del correo. Será mejor que se marche.

    —Tiene razón.

    Di unos cuantos pasos vacilantes, como empujado por su voz. Me detuve y miré hacia atrás:

    —¿Puedo hacer algo por usted?

    Sonrió con dificultad y meneó la cabeza.

    La roja furgoneta del correo se detuvo junto a él. Me alejé del hospital.

Pensando en echar una ojeada a mi librería favorita, anduve por una calle abarrotada de tiendas. Se suponía que mi nuevo libro saldría un día de estos, pero ahora ni eso hacía que me sintiera mejor.

    Un poco antes de la librería, en la misma manzana, hay una pequeña confitería, y en el cruce hay un hombreposte a punto de convertirse en hombrárbol. Es joven, hace un año que lo han plantado. Su cara ya tiene un color marrón con algo de verde, y sus ojos están fuertemente cerrados. La espalda un poco encorvada, algo inclinado hacia adelante. Las piernas, torso y brazos, visibles a través de su ropa reducida a andrajos por acción del viento y la lluvia, ya están vegetalizados, y aquí y allá surgen ramas. Hojas nuevas brotan de sus brazos, subiéndole por encima de los hombros como alas. El cuerpo, ya convertido en árbol, y la cara ya no se mueven. Su corazón se ha sumido en el tranquilo mundo de las plantas.

    Imaginé el día en que mi mujer llegara a ese estado, y mi corazón se retorció otra vez de sólo pensarlo. Traté de olvidar.

    Sentí mayor angustia al intentarlo.

    Si doblo esta esquina de junto de la confitería y sigo recto –pensé— llegaré hasta donde está plantada mi mujer. Quiero ver a mi mujer. Quiero reunirme con mi mujer. Pero no voy a ir –me dije—. Podría verme alguien: si la mujer que fue con el soplo me ve, puedo tener problema de verdad. Me detuve delante de la confitería y miré calle abajo, el tráfico de peatones era el mismo de siempre. Bueno. Nadie se dará cuenta si sólo me paró a hablar un rato. Sólo serán un par de palabras. Desafiando a mi propia voz que decía: ¡No vayas! Bajé apresuradamente la calle.

    Con su cara tan pálida, mi mujer estaba plantada junto a la carretera, delante de la ferretería. No le habían cambiado las piernas, y parecía que sus pies, de los tobillos para abajo, estaban enterrados en el suelo. Inexpresiva, como si se esforzara en no ver nada, no sentir nada, miraba hacia adelante. Comparada con dos días antes, sus mejillas parecían un poco más hundidas. Dos obreros que pasaban la señalaron, hicieron un chiste vulgar y se alejaron lanzando ruidosas risotadas. Fui hasta ella y levanté la voz.

    —¡Michiko! –le grité en el oído.

    Mi mujer me miró, afluyó la sangre a sus mejillas. Se pasó una mano por el enmarañado cabello.

    —Has vuelto otra vez. De verdad, no debías.

    —No puedo evitar venir.

    La empleada de la ferretería me vio. Con aire de fingida indiferencia, apartó la vista y se retiró al fondo de la tienda. Lleno de gratitud hacia su consideración, me acerqué unos pasos más a Michiko y quedé delante de ella.

    —¿Qué ya te has acostumbrado a esto?

    Haciendo un gran esfuerzo consiguió que asomara a su cara una radiante sonrisa.

    —Bueno, me acostumbraré.

    —Esta noche ha llovido un poco.

    Mirándome con sus grandes ojos negros, asintió.

    Por favor no te preocupes por mí. Casi no siento nada.

    —Cuando pienso en ti, no puedo dormir –levanté la cabeza—. Tú aquí plantada. La noche pasada hasta pensé traerte un paraguas.

    —No hagas eso por favor –mi mujer se enfurruñó un poco—. Sería terrible que hicieras una cosa así.

    Un camión enorme pasó a mis espaldas. Polvo blanco cubrió levemente el pelo y los hombros de mi mujer, pero no pareció molestarla.

    —Tampoco es tan malo estar aquí –hablaba con una ligereza deliberada, esforzándose por no preocuparme.

    Percibí un sutil cambio en las expresiones y palabras de mi mujer con respecto a dos días atrás. Parecía que sus palabras habían perdido algo de delicadeza, y que el espectro de sus emociones se había empobrecido. Contemplarla así, verla volverse cada vez más inexpresiva, todo eso resulta desolador después de haberla conocido antes –aquellas respuestas ingeniosas, la brillante vivacidad, sus expresiones ricas, plenas.

    —Esa gente –le pregunté dirigiendo la vista hacia la ferretería—, ¿se portan bien contigo?

    —Claro, son muy amables. Una vez hasta me dijeron ye si podían hacer algo por mí. Pero todavía no lo han hecho.

    —¿No tienes hambre?

    Movió la cabeza.

    —Es mejor no comer.

    Así que incapaz de soportar el ser mujerposte, esperaba convertirse en mujerárbol lo más aprisa posible.

    —No me traigas comida por favor. –Me miró fijamente—. Olvídate de mí, por favor. Estoy segura de que, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo particular, te olvidaré. Me alegra que vengas a verme, pero luego la tristeza es mayor, para ambos.

    —Claro, tienes razón, pero… —despreciando al individuo que no podía hacer nada por su propia mujer, levanté la cabeza de nuevo—. Pero es que no quiero olvidarte. –Los ojos se me llenaron de lágrimas—. No quiero olvidarte nunca.

    Cuando la volví a mirar me contemplaba con nos ojos que habían perdido algo de su brillo, y de toda su cara irradiaba una débil sonrisa como la imagen del Buda. Era la primera vez que la veía sonreír así.

    Creí que tenía una pesadilla. No –me dije—, ya no era tu mujer.

    El vestido que llevaba cuando la detuvieron estaba sucio y arrugado. Pero, claro está, no me permitirían traerle ropa limpia. Mis ojos se detuvieron en una mancha oscura de su falda.

    —¿Es sangre? ¿Qué ha pasado?

    —Oh, esto –dijo balbuceando y mirándose la falda con aire confuso—. La noche pasada dos borrachos se divirtieron conmigo.

    —¡Los hijoputas! –Sentí una furiosa rabia ante su inhumanidad. Si me enfrentaba con ellos, dirían que mi mujer ya no era un ser humano, no importaba lo que le hicieran.

    —Pero no pueden hacer una cosa así. Va contra la ley.

    —Así es. Pero difícilmente podría denunciarlos.

    Y, claro, yo tampoco podía ir a la policía y denunciarlos. Si lo hacía, parecería que se trataba todavía más de un problema personal que de ella.

    —¿Qué te hicieron? –Me mordí el labio. El corazón parecía a punto de partírseme—. ¿Sangraste mucho?

    —Un poco.

    —¿Te dolió?

    —Ya no me duele.

    Michiko, que antes había estado tan orgullosa, ahora reflejaba en su cara un poco de tristeza. Me sorprendió aquel cambio. Un grupo de chicos y chicas, comparándonos agudamente a mí y a mi mujer, pasaron a mis espaldas.

    —¿Lo has visto? —dijo mi mujer nerviosamente—. Te lo ruego, no destroces tu vida.

    —No te preocupes –sonreí levemente—. No tengo valor.

    —Y ahora tienes que irte.

    —Cuando seas mujerárbol –dije al marcharme—, pediré que te trasplanten a nuestro jardín.

    —¿Se puede hacer eso?

    —Yo lo haré – asentí. Yo lo haré.

    —Me alegraría que pudieras –dijo mi mujer inexpresiva.

    —Bueno, nos veremos después.

    —Es mejor que no vuelvas por aquí –dijo sin verme.

    —Lo sé. Y eso me propongo siempre, pero probablemente vuelva.

    Durante unos minutos nos quedamos en silencio.

    Luego mi mujer dijo con brusquedad.

    —Adiós.

    —Bueno.

    Eché a andar. Miré hacia atrás al doblar la esquina, Michiko me seguía con la vista, todavía sonriendo como un Buda.

    Apretando un corazón que parecía querer saltarse en pedazos, seguí caminando. De repente me di cuenta de que estaba delante de la estación. Inconscientemente había seguido mi camino habitual.

    Enfrente de la estación hay un pequeño café al que siempre voy llamado El Arlequín.    

Entré y me senté en una mesa del rincón. Pedía café y lo bebí sin azúcar en contra de mi costumbre. Lo amargo del café sin azúcar ni leche me recorrió el cuerpo y lo saboreé masoquista. De ahora en adelante lo tomaré siempre solo. Eso fue lo que decidí.

Tres estudiantes en la mesa de al lado hablaban de un crítico que acababa de ser detenido y convertido en hombre poste.

    —Oí que lo plantaron en medio de Ginza.

    —Le gustaba esa región. Siempre había vivido por allá. Por eso lo plantaron en ese sitio.

    —Al parecer le hicieron la lobotomía.

    —Y los estudiantes que utilizaron la fuerza, al protestar por su detención… todos fueron detenidos y los convertirán en hombresposte también.

—Lo menos eran treinta. ¿Dónde los van a plantar?

—Dicen que van a plantarlos delante de su propia universidad, a los dos lados de una calle que se llama Avenida de los Estudiantes.

—Tendrán que cambiarla de nombre. Ahora se llamará Paseo de la Violencia, o algo así. os tres se rieron.

—Bueno, dejemos de hablar de eso. No vaya a ser que alguien nos oiga.

 

Los tres se callaron. Canturreando las palabras de una popular canción, seguí caminando.

 

 

Soy un hombreposte junto al camino. Tú, también, eres un hombreposte junto al camino. Pero ¡qué importa! Los dos, en este mundo. Hierbas secas que nunca florecen.

 

 

 

Yasutaka Tsutsui, 1981. Título original: Standing Woman, (versión inglesa, David Lewis). Traducción al español: Martín Lendínez.

  

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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Yasutaka Tsutsi (1934) se considera —sardónico y básicamente tranquilo—, se destaca especialmente por sus agudas sátiras de la explotación periodística y de los medios de comunicación de masas. Sus novelas más conocidas son Vietnam Kanko Kosha (Compañía Turística Vietnam S.A.), de 1967 y Zokubutsu Zukan ( El quien es quien de los snobs), de 1972.

Es uno de los escritores más destacados de su país, autor de numerosos relatos breves. Muchos de ellos se han traducido al inglés y muy pocos al español.

Publicar este relato fue posible gracias a Yasutoshi Nakazima.


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