Víctor Aquiles Jiménez

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Terrón de azúcar

 

 

Víctor Aquiles Jiménez H.

Esa tarde de febrero tipo 20 horas el Paseo Bellamar hervía de público. Me dejaba arrastrar por el bullicio musical de fondo proveniente del parque de entretenimientos instalado frente a la Gobernación Marítima de San Antonio, estrellándome como un autómata entre el griterío y la alegría del gentío. Era un sábado. De pronto, en un escaño vi que se hallaba un conocido mío, con el que no conversaba desde hacía tiempo. Me llamó la atención verle trajeado y elegante, como un ejecutivo. Al reconocerme se puso en pie exclamando: “Profesor, ¡qué suerte la mía! ¿Puede acompañarme un ratito? Es lo que hice, ya que me alegraba toparme con él. “No me trates de profesor –dije– pues no lo soy. ¿Qué hay de nuevo?”

Mi amigo realmente tenía algo que contarme porque no dejaba de suspirar. Andaban lindas y frescas muchachas, podría ser  ésa la causa de su tensión arterial, pero me reservaba una historia: “Necesito su ayuda profesor. Tengo un amor imposible”. ¡Andaba de conquistador el muchacho! Inició su historia, haciéndome saber que hacía tres años que en ese mismo lugar había conocido a una niña y que esperaba por segunda vez volverla a ver. Al menos  ésa era su esperanza. Inquirí más detalles. “Es la mujer más hermosa que jamás haya visto. Yo estaba aquí mismo sentado y ella apoyada en la baranda contemplaba el mar mientras yo me la comía con la mirada. Mi ‘amorcito’ observaba el cielo, las estrellas y la luna, y yo hipnotizado la amaba en silencio. De a poquito, con disimulo me arrimé a su lado para olerla. Cuando me miró descubrí que el mar nacía en sus ojos.

Me sentí como un náufrago entre unas aguas dulces. Nunca me había pasado algo así, profesor. Pero, lo más maravilloso sucedió ahí mismo, porque nos pusimos a conversar del mar, y como yo soy nacido y criado en la costa, mariscador, y a veces pescador, le conté todos los secretos que conozco del mar. Estaba maravillada de mí y pasamos horas juntos, hasta que me dijo que se tendría que volver a la casa de unas primas en Barrancas. De pronto tomando mis manos las puso en su tibio pecho con dulzura y acercando sus labios a mi boca me dio un beso largo y suave que casi me rompe el corazón. Sentí la sensación que me estuviera metiendo un terrón de azúcar en la boca, que se derretía como un almíbar en mis labios y garganta. No aguanté más y le imploré que se casara conmigo. Estaba desesperado, profesor, y ella me dijo que sí, ¡increíble! Me dio su nombre, me anotó la dirección de Santiago y quedamos de juntarnos aquí, en este bendito asiento a la misma hora al día siguiente”...

Hasta ahí llegó el relato de mi amigo que interrumpió por un estremecimiento y un ahogo. En realidad su historia parecía maravillosa, por eso le pedí que me contara el resto: “Profesor, no pude venir al día siguiente, usted sabe que cada cierto tiempo me da la locura. Me llegó en mal momento –maldita sea– y mi familia me volvió a internar. Estuve tres años en un hospicio. Si usted no me cree aquí tengo una fotito de ella”. Contemplé esa fotografía en blanco y negro, de verdad era bellísima. Se trataba de una jovencita de blanca tez, de rubio y lacio pelo caído sobre sus hombros de dulce y clara mirada. Había, además, una dedicatoria a mi amigo y una primorosa firma. No sé por qué suspiré. “Quédese con la fotografía profesor, por si usted la encuentra por ahí. Cuéntele que quedé ciego de tanto mirar a la gente”. Guardé la fotografía en un bolsillo y me comprometí a buscarla para hablarle de él, de su amor, y de su larga y dolorosa espera. Si discurría alguna estrategia, con la intención de encontrarla, quedé de reunirme con él en la tarde siguiente para informarle los pasos a seguir. Nos estrechamos las manos y nos despedimos. Ya en casa pasé algunas horas desvelado pensando en la chica de la fotografía, buscando alguna manera de ubicarla. Iría personalmente hablar con ella, si mi amigo me diera la dirección y su nombre, por cierto.

Estuve esa tarde varias horas esperándole y no le vi aparecer sino hasta medianoche. Pasó por mi lado, desnudo, con la mirada totalmente extraviada y un par de botas de caña alta, balanceando su cuerpo de tal forma que la gente le cedía el paso. No me reconoció en su otra personalidad. Sonreí. Quemé la fotografía y sus cenizas arrojé al mar.

 

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Escritor chileno



Víctor Aquiles Jiménez H. nació en San Antonio, el 17 de junio de 1944 en Chile, pero su padre en un olvido involuntario lo inscribió el día 9 de julio del mismo año.

Comenzó como dibujante, libretista radial, fotógrafo, periodista, director teatral y titiritero. Hizo su servicio militar en 1963, y 10 años más tarde sufrió las consecuencias del derrocamiento del presidente Allende pagando con ello finalmente, luego de muchas adversidades, con el exilio en Suecia.

Como autor ha logrado un especial estilo, intentando humanizar el cuento de ciencia ficción. Sus trabajos en este género circulan en revistas culturales y universidades de las Américas y Europa. Sin embargo siente una gran y natural atracción por el género infantil y juvenil, y ha escrito extraordinarios cuentos y una novela Don Cometa el profeta de los niños, ahora Megalaxia Ciudad Infinita en el 2005, esta obra vio la luz en Chile en dos ediciones 1981/ 1985.

Recientemente ha sacado el Libro de las profecías felices, que es una segunda parte de Megalaxia Ciudad Infinita.

Víctor Aquiles Jiménez H. es Doctor of Philosophy en Sociología, por la Pacific Western University de California, USA. Desde 2008 es Técnico Superior de Hipnosis Profesional de la Escuela Técnica de Hipnosis, Valencia, España y Delegado en Suecia. Está en trámite su ingreso a la ACE Asociación Colegial de Escritores de España.