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Adagio para una rosa difunta

Renato Tinajero

 

En la oficina la fila es ecléctica. Los hay de muchos tipos: jóvenes y maduros, hombres y mujeres; blancos, morenos, altos, bajos. La variedad es mucha, pero no existen casos límite: no hay niños de medio metro ni viejos de un siglo, ni hombres muy hombres ni mujeres muy femeninas. Hasta se diría que la fila es homogénea, que no hay quien llame la atención.

Él pensaba en eso. Tampoco se le escapaba el detalle de que todos en la fila hablaban a media voz, cuando hablaban, o se quedaban callados, como sucedía casi siempre. Como si no tuvieran cuerdas vocales, o alguien hubiera repartido a la entrada un folleto con las normas: susurre, no hable fuerte, procure no mirar a su alrededor, no sonría a la cajera y pague con billetes de poco valor, porque no hay cambio suficiente. Le daban ganas de decir algo; que alguien estornudara para responder “¡salud!” con el consabido “gracias” en respuesta y alguna conversación casual; que una señora cayera al suelo, que él la ayudara a levantarse, y ella dijera “gracias” con el necesario “no hay de qué” por contestación y “tenga cuidado” o algún comentario cualquiera. Y quizás la señora comenzaría a platicar con quien estuviera cerca. “Qué joven tan atento”, diría, y él se sonrojaría y respondería que no es verdad, que cualquiera hubiera hecho lo que él hizo. Hablarían en voz alta, para demostrar a los de la fila que se pueden romper las normas que nadie impuso pero que todos cumplen con puntualidad y sin sacrificio de energías. Quizás hubiera otra manera de deshacerse del silencio. Se le ocurrió que sería bueno recitar un poema. De unos minutos al presente repetía en el pensamiento unos versos. Bécquer, Bécquer, “Volverán las oscuras golondrinas...”; mas no lo pudo terminar, pues no lo conocía completo. Además, no era justo que se rieran; porque se reirían, no cabe duda, y la señora, en lugar de decir: “Qué joven tan atento”, comentaría en voz muy alta con el de junto: “Ese muchacho debe de estar ebrio”, frase con la que estarían muy de acuerdo todos los que oyeran a la señora, que no serían pocos. No, no había otra manera de aniquilar el silencio de la fila. Ojalá se cayera la señora, o estornudara alguien. Ojalá pudiera recordar otro poema.

Varios cuerpos adelante está una muchacha. Él no la conoce. La joven lleva puesta ropa deportiva: playera, shorts, zapatos tenis de color blanco muy ligeros. Maquillaje, ninguno; el cabello hacia atrás, negro, con un moño discreto arriba de la nuca. Platica con otra muchacha, al parecer de la misma edad y amiga suya, a media voz, de modo que él no puede escuchar nada. Detrás de ellas está un señor de mediana edad, con la mitad de los cabellos blancos. Junto al señor está la puerta de la oficina. Un policía abre la puerta cuando es necesario, para que salga alguien, para que alguien entre. El policía se distrajo. Alguien entró, sin que el policía se percatara a tiempo, y empujó la puerta, golpeando en el costado al señor, quien se quedó esperando una disculpa. El policía está avergonzado, pero como nadie habla si no es a media voz, y las disculpas no suenan bien a media voz, ni el policía ni el que entró empujando la puerta miraron al señor ni le pidieron perdón. Ahora, el policía no se olvida de sujetar la puerta, abrirla cuando es necesario, con mucho cuidado. El señor está furioso; se nota en su cara. Las muchachas platican sin enterarse de nada.

Él pensaba también en eso. Luego, centró su atención en el policía, quien no se desprende de la puerta, la abre y la cierra con movimientos precisos sin ver el rostro de los que pasan. Parece un robot diseñado para abrir y cerrar puertas, como los autómatas fabricados en Japón que, según muestran los documentales televisivos, están programados ya para insertar los tornillos de una rueda de automóvil, ya para colocar el motor, ya para instalar los cristales. Y tampoco miran el rostro del que pasa, si pasa alguien, seguramente porque no tienen ojos. El policía sí tiene ojos, pobre hombre, y no se atreve a mirar ni le agradecen su trabajo, tan monótono y tan preciso; tan necesario. Sin embargo, fue otra circunstancia la que acabó por demostrarle la nobleza del policía. Al abrir y cerrar alternativamente la puerta, el ruido del exterior, con algunas voces de gentes, llega en pequeñas dosis a cada uno de los de la fila. El ruido es una medicina, y el policía la administra para curar a todos la ausencia de tiempo. Y es que cuando hay silencio desaparece el tiempo, o como que se estanca y no bastan algunos susurros para sacarlo de su sitio. Por eso el policía administra el ruido en pequeñas dosis, y así nadie se muere de tedio.

Suena el timbre del teléfono. Suena varias veces, pero quizás ya nadie en la oficina reconoce el timbre del teléfono. “Teléfono, ella, teléfono”; así pensaba él en ella, desde ayer. Ella y el teléfono eran como sinónimos, o como hermanos gemelos, inseparables; hermanos siameses. Ayer ella se equivocó al marcar un número telefónico; al otro lado de la línea, él se encargó de decirle que había marcado un número equivocado. Ella tenía ganas de platicar; él también. Ella tenía una bonita voz, como de soprano. A él le gustaba la voz, e imaginaba la boca, y luego todo el rostro y los cabellos de la dueña de la voz. La imaginaba rubia. Mientras hablaba con ella, la trataba como se trata a las muchachas tiernas, muchachas de ballet que saben tocar el piano. Tan delicado como un príncipe azul. Le hubiera regalado flores si ella no se encontrara tras el teléfono. Hubiera cortado las flores en el jardín: una camelia blanca, un clavel igualmente blanco, y una rosa roja con los pétalos abiertos a medias. El clavel lo prendería entre los cabellos de la señorita –el timbre de voz delataba que era una señorita-; le pondría la camelia en las manos; la rosa abierta a medias la colocaría en un ojal de la blusa, para que la tierna señorita llevara en el pecho, junto al corazón, una muestra de amor sublime. Le hubiera regalado flores si ella no se hallara lejos, en quién sabe dónde, con el auricular del teléfono pegado al rostro, hablando con voz tierna, tan preciosa y tierna que él se pegaba también al auricular del teléfono, para que no se escapara ni una sílaba e imaginarse que ella le susurraba tiernamente en el oído.

Él no había dejado de pensar en eso. Cuando luego de un rato dejó de pensarlo, se sintió ridículo. El teléfono en la oficina había dejado de sonar. Habían contestado la llamada, tal vez. Él cayó en la cuenta de que ni siquiera había preguntado el nombre a la señorita. De ahora en adelante la recordaría como “la muchacha tierna, muchacha-de-ballet-que-sabe-tocar-el-piano”, aunque no estaba seguro ni siquiera de que ella tocara el piano; o, cuando no hubiera tiempo de recordarla con tantos detalles, se referiría a ella como “la señorita del teléfono”, teniendo buen cuidado de remarcar la palabra “del” y no olvidar así que ella y el teléfono no son sinónimos ni hermanos siameses. Cayó en la cuenta también de que cada vez que se acordaba de la señorita del teléfono sentía el impulso irresistible de tararear en la mente una melodía suave, brillante –“Chopin, Chopin...”-, un vals. Tenía, pues, motivos para sentirse ridículo. Además, le parecía que de las paredes de la oficina brotaban tañidos de campanas muy sonoras de catedral. Como los demás no se inmutaban ante el estruendo, supuso que el sonido le venía de la imaginación. Las campanas, muchísimas campanas, entonaban algo así como una marcha nupcial de notas alargadas y ondulantes. En seguida, el sonido se transformaba, cambiaban las notas, y semejaba una música de réquiem. El Réquiem de Chopin, no, de Mozart, el Réquiem de Mozart, “Rex tremendae majestatis...” muy marcado, como una marcha fúnebre, como para enterrar al amor, a los teléfonos, a las muchachas rubias, a Chopin y a todas las melodías del mundo. Como para enterrar al tiempo, que para entonces, estancado entre el silencio y las medias voces de la oficina, era ya un cadáver.

Durante un instante largo, de largueza indefinible –pues no había en la oficina tiempo que medir-, no sintió nada. Las campanas se fueron apagando, sin ecos, sin que les dedicaran palabras de las que suelen decirse en los funerales. Había comparado, sin querer, a la fila con un cortejo fúnebre. Cuando las campanas callaron, le quedó la sensación de que la fila era un cortejo fúnebre. Pero también esa sensación desapareció al comenzar el instante largo-indefinible. Era uno de esos instantes en que cualquier cosa, así sea el absurdo más grande, puede suceder. Si se acabara el mundo en uno de esos instantes, a nadie tomaría por sorpresa. Si las campanas hubieran comenzado a repicar de nuevo, aunque todos las escucharan, no sorprenderían a nadie. “Nadie, nadie”; a él le resultaba difícil entender esa palabra. Cuando alguna vez la escuchaba, sentía una amargura difusa en el pecho, como si la palabra predijera un peligro inminente. Cuando la pronunciaba, la palabra le dejaba en la lengua un sabor amargo, como de sed. Era un sabor extraño. En ocasiones la pronunciaba a escondidas: al despertar, en la cama; al anochecer, como si fuera una oración. “Nadie, nadie”, y siempre la misma sensación, la sed amarga y, en la oscuridad, la certeza de un acontecimiento fatal. Cuando era niño creía que la certidumbre de una tragedia en la oscuridad no era de balde: ciertamente, en algún lugar del mundo, cada noche, alguien se muere o le sucede algo malo. Creía que él estaba obligado a sentir la tragedia de todos, aunque ésta le quitara el sueño y le provocara pesadillas. Al crecer fue olvidando tal creencia. En este momento la recordó. Tras el instante de no sentir nada le vino a la memoria la palabra fatídica, “nadie”, y otra vez la sensación de amargura y la certeza de un peligro inminente que él, sólo él, podría sentir, aunque ocurriera en el otro extremo de la Tierra. La oficina no se encontraba a oscuras, lo cual parecía no importar. La sensación estaba en él sacudiéndole el corazón con violencia.

Ha sonado una vez más el timbre del teléfono. Suena dos veces, tres, cinco. Él las cuenta para distraerse de la sensación. El teléfono y la señorita tierna de ayer ya no parecen lo mismo. Tampoco se siente ridículo. Se siente aliviado, no sabe de qué o por qué. El timbre del teléfono suena muchas veces; él ya no sabe cuántas. Alguien levanta el auricular. No importa. Mira a su alrededor y no encuentra a la muchacha del atuendo deportivo, o a la amiga de ésta, ni al señor del golpe, o a la que se hubiera resbalado. Se preguntó: “¿Cuándo tiempo habrá transcurrido?”, y también se preguntó cuándo le llegaría su turno para pagar. “¿A qué horas habrán salido la muchacha y su amiga? ¿Alguna de ellas será novia del policía?”. Esta última pregunta no intentó responderla; era demasiado absurda. Pero sí pensó que el policía quizás vio las piernas de la muchacha y le habían gustado. Bien, que se diera ese gusto, siempre que guarde las apariencias y no deje de administrar el ruido en dosis pequeñas a todos los que se hallan en la fila. Son afortunados los que dejaron la fila. No es lo mismo estar afuera que estar adentro, y peor aún, en una fila que apenas se mueve y donde por momentos parece que todos tienen miedo. De cualquier forma, ahora se percataba de que él sí sentía miedo, no sabía de qué. Y entre el miedo, las campanas no sonaban más. La palabra nadie perdió repentinamente el significado. Bécquer era, peor que antes, como las memorias de la primera infancia, opacas y fragmentadas.

Frente a la cajera palideció. “Es el fin”, se dijo, y en seguida se dio a la tarea de desentrañar el significado de su propia frase. El fin de qué. No pudo encontrar el significado. Y prefirió llevarse las manos a los bolsillos, para sacar los billetes. No encontró ningún billete. Sacó, en cambio, un manojo de ilusiones. Hurgó en todos los bolsillos; algún billete debía traer encima. Pero sólo encontró más ilusiones; los bolsillos estaban repletos de ilusiones, dobladas como billetes, de diversos tamaños, colores y diseños. Había una con la imagen de una señorita rubia. En otras había flores dibujadas. Otras más estaban rayadas por ambos lados con un interminable pentagrama donde habían escrito un vals. Él no supo explicar cómo y dónde había podido conseguir tantas ilusiones. Muchas ni siquiera las recordaba. Iba a guardarlas todas y a disculparse con la cajera, profundamente avergonzado, cuando vio el recibo sobre el mostrador. El recibo estaba valuado en ilusiones, todas las que él llevaba. “Sea, pues”, dijo a media voz. Entregó luego todas las ilusiones que le llenaban los bolsillos.

Se encaminó hacia la puerta. Al verlo, el policía mostró una mirada compasiva, y en seguida dejó escapar, como involuntariamente, una larga y sonora carcajada. Activado así el mecanismo, la carcajada se generalizó. Pronto, todos en la fila reían, sacudían las quijadas y crujían los dientes. Confundido, intuyendo la consumación de un suceso funesto, él llegó hasta la puerta, con dificultad, retardando el paso por el miedo y la debilidad que comenzaron a enfriarle los miembros. No era capaz de pensar más. Sin comprender aún lo que ocurría, cruzó el umbral de la puerta, la que el policía abría ceremoniosamente entre el aplauso de los presentes.

No es lo mismo estar adentro que hallarse afuera. Porque cuando el policía deja entrar el ruido a la oficina, succiona el tiempo hacia el exterior, grandes bocanadas de tiempo y gente muerta, tan muerta como Chopin y la señorita cuya voz nadie recuerda. Porque al salir, él dijo gracias, a media voz, a muy media voz, al policía que abrió la puerta. Porque, incapaz de mantener el equilibrio del cuerpo, y mientras asomaban a sus ojos las primeras lágrimas, comprendió. Lo comprendió todo; entre otras cosas, que nadie, en verdad nadie, sería capaz de sentir compasión por el viejo hombre que cayó de bruces al salir de la oficina. El mismo viejo que amó a cierta señorita de voz tierna, el mismo que escuchaba a Chopin, y que tenía un jardín donde la última rosa roja se había marchitado.

 

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Escritor Mexicano


Renato Tinajero (Ciudad Victoria, 1976). Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Autor de cuentos, poemas y ensayos aparecidos en publicaciones seriadas y en diversas antologías, como los volúmenes de la serie Literatura joven universitaria (UANL, 1997 y 1998), Novísimos cuentos de la República Mexicana (CONACULTA, 2004) y Región sin dónde/2. Antología de la Poesía Actual de Nuevo León, México (Revista de poesía Aullido, 2005). Es autor de tres libros: Una habitación oscura (Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Tamaulipas, 1997), La leona (UANL, 2000) y Yorick (Diáfora/UANL, 2008). En el 2012 fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en la especialidad de Poesía.


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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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