Pedro Antonio Molina

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León al borde

 

Pedro Antonio Molina

De a cachimba. Ahora era invisible. No sé si era bueno o malo, pero me convenía. Cuando crucé el Suchiate fue al revés porque venía del sur, ahora es el río Bravo y vengo del norte. Es otra mierda. Otras personas. Otro estatus. Aunque la gente sea la misma, viene de regreso y trae dinero. Poco tal vez, pero algo trae. Más que suficiente.

Había estado dos horas junto a la frontera observando lo que sucedía, pensando en que tenía veinte años fuera de mi patria y ahora regresaba a ella como ilegal. A Estados Unidos entraban largas filas de vehículos o de gente a pie y, a no ser por unos cuantos camiones de mercancía, a nadie le interesaba salir excepto a mí.

Por fin me decidí a cruzar al ver a una señora cargada de bolsas de plástico que atravesó con calma el puente y entró a México. Nadie la miró ni le pidió nada, por eso caminé al lado de los vehículos detenidos en la garita gringa y apunté mis pasos hacia el sur. Sin voltear. Sin prisa. Hasta con un poco de conchudez. Una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo mi mochila negra.

Recordé una escena que había visto en algún lado, no sé, tal vez en Los Polivoces: un tipo entraba por la salida y nadie se daba cuenta porque iba en reversa. Ahora me sucedía a mí algo parecido. Era cómico porque era estúpido. Alguien dijo que la realidad es más absurda que la fantasía. ¿Mi madre? No, no era como las frases de ella.

Me detuve a mitad del puente justo frente a la placa que indica el borde y, en el piso, la línea divisoria de color amarillo que marca el principio y el  fin de los dos países. Eso sonaba bien: las fronteras son el principio y el fin de las naciones. Tenía que incluirla en mi lista de frases célebres que nadie dijo. Llenaba los requisitos a la perfección: ser obvia y tener la apariencia de profundidad y múltiples sentidos; no en balde la publicidad y la propaganda están hechas de eso, a la gente le encantas esas cápsulas de ingenio y sabiduría, díganlo sino Gibrán y Selecciones. O el libro rojo. Esto último me sonó como el fascio que todos los pequebús llevamos dentro y que, por  supuesto, debemos reprimir para que no nos queme frente a los camaradas.

Puse un pie en cada extremo de la línea, levantando primero uno y luego el otro. Soñé con una invasión al territorio gringo como la de Pancho Villa, pero en grande. Algún día podríamos hacerla. O tal vez ya la estábamos haciendo sin saberlo. Pero debía enfocarme en lo mío: esta era una invasión a México desde Estados Unidos. No sería la primera que venía del norte, pero sí la primera guerrilla comunista que entrara por este lado. Una invasión con menos hombres que la del Che a Bolivia. Menos aún que los doce sobrevivientes del Granma. Yo solo.

Recordé al Che vestido como hombre de negocios y lo compraré mentalmente con mi disfraz de bracero. Aunque, claro, no entré así a la tierra de los primos, sino como turista centroamericano que visitaba a su familia en Gusanolandia. Y de ahí  en autobús hasta esta frontera, donde me vestí de mojado que trataba de ir hacia el norte, para que si me agarraban los de la migra me devolvieran al sur. Para mi mala suerte no vi a uno sólo de los afamados policías de la BorderPatrol. Y ahora que volteo la cabeza para mirar hacia el otro lado, lo primero que noto son las camionetotas parqueadas junto al río.

Como en todo, cuando necesitas algo o a alguien, nunca lo encontrarás. Mi madre hubiera dicho que no hay mal que por bien no venga. Que por algo sería que las cosas pasaban así. Yo no creo en eso. Si así fuera, no hubiera intentado por tercera vez regresar a la patria. Claro, ella tendría otra frase para esta ocasión: la tercera es la vencida. Yo prefiero decir que la tercera es la victoriosa, suena menos derrotista.

La primera fue cuando entré legalmente por el sur. Es decir, casi legalmente, porque traía un pasaporte centroamericano falso; pero la visa de entrada era auténtica. El problema es que los funcionarios de la frontera quisieron mordida y no les di ni un centavo. Cuestión de principios. Y por supuesto, fue el final. me tuve que regresar al otro lado. Hombre, aquí también podría hacerse alguna frasecita con lo del principio y el final: toda cuestión de principios es el final de la cuestión. Esta sería una máxima idónea para el pragmatismo de nuestros tiempos. Ahora sólo faltaba el autor. Aristemio de Eléusis. Ése era creíble.

Regresé a Guatemala. Un pollero, que también así los llaman por allá, me ofreció cruzarme en lancha por diez dólares. En realidad no era una lancha; ni siquiera un bote. Más bien era una balsa como las que se usaron hace algunos años para salir de La Habana y terminar en Guantánamo. Por suerte no navegábamos el Caribe o no estaría contando esto. Lástima que en aquella ocasión nos aguardaba del otro lado la migra mexicana y tardamos más en llegar que en regresar. Por eso tuve que dar este rodeo. Rodeo. Parecía la palabra más apropiada para describir la vuelta que había dado; sobre todo por este cruce tejano.

Pero estaba tardándome mucho en el borde y podía llamar la atención. Caminé de nuevo, no sin mirar antes con tristeza y detenimiento hacia el norte, para que si alguien me observaba creyera que no había podido pasar a la Tierra de las Oportunidades. Ahora debía apurarme: el sol calaba fuerte con todo y mi sombrero de palma. Si no me conociera, diría que estaba alucinando por el calor. Quién sabe, tal vez era cierto. Me había insolado mucho en mi vida y eso me había fundido el cerebro.

Lo principal es ya que estaba en México y ahora era invisible. De a cachimba. Esa era la mejor protección para un guerrillero. Nadie me veía. Qué bueno que no se les ocurría pedirme papeles porque los únicos que traía eran de color verde y con el retrato de algún expresidente gringo. Había quemado mis documentos centroamericanos por seguridad. Aunque sabía que en primera instancia esos papelitos verdes eran el mejor pasaporte, no quería usarlos. Por principio. Pero era seguro que abrirían cualquier frontera. Que lo dijeran los primos, si no. Pase usted, señor Washington. No, no. Esos eran los de un dólar. ¿Quién estaría en los de a veinte? ¿Y en los de a cincuenta o cien? Me dieron ganas de verlos, pero llamaría la atención. Para comprobarlo tendría que quitarme la faja y abrir el cierre interno. No era prudente. Lástima, porque se me iba a olvidar y no enriquecería mi bagaje de conocimientos inútiles.

Ya estaba en este Laredo. De nuevo. Y no venía por Dallas, sino por tomallas. Había dejado atrás la garita mexicana. Miré de nuevo hacia el lago gringo y comparé con lo que me esperaba. Allá estaban los grandes edificios con letreros luminosos y las tiendas enormes con los artículos de primera, segunda y tercera necesidad con los que soñaban hasta los más convencidos comunistas norcoreanos, vietnamitas y cubanos. Acá, casas de uno, dos o tres pisos, cuando mucho, y letreros pintados a mano que anunciaban las nieves de La Michoacana, las zapaterías de los quién sabe cuántos hermanos, primos, tíos y demás parientes, o los cafés de chinos.

Los cafés de chinos. Había uno a escasa media cuadra de la frontera y recordé lo que había ansiado tantas veces cuando estaba metido en la selva. Lo único que en verdad extrañaba desde que murió mi madre: la comida. Y por supuesto que la mejor comida mexicana siempre la han hecho los chinos. Sólo con imaginar un gigantesco plato de chilaquiles empecé a salivar. Y el postre: un cafezote con leche y unos bisquets con mermelada. ¿Hace cuánto que no comía algo así? Por lo menos veinte años.

Cuando era pequeño mi madre nos llevaba a desayunar todos los domingos a Obregón antes de que se llenaran los cafés. Ella decía que era tan sabroso porque cocinaban hasta a las ratas. En Cuauhtémoc tomábamos el autobús que nos dejaba frente al cine México y después de los sagrados alimentos entrábamos al matiné. Para mi jacobina progenitora ese era un rito dominical como para otros es el de ir a misa. Uno por uno dejaron de ir a misa. Uno por uno dejaron de ir mis hermanos y al final sólo íbamos mi mamá y yo. A ellos los apenaba salir con mi jefecita. Sólo porque todos en la colonia le decían Alma la loca. Cuando llegué a la adolescencia me tocó conocer la vergüenza y también dejé de ir. Para matar esa culpa, la noche anterior a mi partida la llevé a cenar con los chinos. Le dije que me iba de vacaciones a Cuba antes de entrar a la carrera. Luego le mandé una carta explicándole la verdad.

Años después, un viernes, sentí algo así como saudade, esa nostalgia pendeja que dicen los portugueses que sólo ellos entiende, y hablé a la casa violando las reglas de seguridad. Respondió mi hermana. Me dijo que mi madre nunca había recibido la dichosa carta. Que ella creía que yo había muerto. Que qué lástima que no hubiera hablado antes del mediodía porque a esa hora aún estaba viva. Esa fue demasiada casualidad incluso para un materialista como yo.

Aunque la culpa es el sentimiento que mueve a mi familia, mi hermana siempre ha sido especialista en ese ramo. Siendo la mayor, siempre supo cómo manejarnos. Pero yo ya dejé atrás los remordimientos. Por lo menos algunos. Creo. Si no, ¿cómo habría podido hacer todo lo que hice? Aunque la culpa de ser pequebú siempre ha sido más grande. Esa sería una buena explicación. Lo que sí me jodió fue que no le llegara la carta. Seguro pasó lo mismo con las que le mandé a Paty. El correo siempre tuvo algo en mi contra. Tal vez es mi karma. En mi vida anterior debo haber sido perro. Y el hambre canina que sentía en ese momento lo confirmaba. Por suerte había llegado al café de chinos.

Caminé hacia el lugar y presentí que había dejado de ser invisible. De nuevo mi perro interior. Me paré frente a la vitrina y miré de reojo la calle vacía. El calor había ahuyentado a los peatones, excepto a aquel que no me quitaba la vista de encima. A lo mejor era un maricón al que le había gustado, aunque eso no parecía creíble con la ropa que yo traía puesta. Tal vez era un hueco pobre y necesitado de cariño. O me había visto el bulto del pantalón. Ya me había pasado antes. Miré mi reflejo. No. Los pantalones me quedaban flojos. Entré al local y me senté en una esquina. Me zampé más el sombrero, teniendo cuidado ver a través del tejido. Busqué en mi bolsillo la navaja retráctil que había comprado en gringolandia y liberé el seguro. La camarera se acercó, me miró de arriba abajo poniéndome precio y dijo:

-Comida corrida- parecía más una orden o una sentencia que una pregunta.

-Sí- respondí sin perder de vista al tipo  que ahora entraba al café y me buscaba con los ojos. Caminó hacia mi rincón y saludó:

-Qué hubo, amigo.

-Qué hubo.

-No pudo pasar al otro lado, verdad.

-Ajá.

-Yo lo paso –este baboso también me miraba de arriba abajo diagnosticando cuánto traía. Hijo de las cien mil pares de la gran puta-. Barato. Por doscientos pesos.

-Nomás traigo para la comida.

-Se lo dejo en cien.

-Ya dije.

-Uh. Pues entonces para qué viene –dio por terminada la plática alejándose de la mesa. Volví a meter la navaja en su mango y me relajé.

La camarera regresó pronto con la sopa de fideo. Y, aunque de inmediato noté su ínfima calidad, me supo a gloria.

-Qué va a ser de tomar.

-Una negra modelo –ya estaba pedida cuando me di cuenta que la había cagado. Sin embargo, la mesera era poco observadora, pues las ganas de beber una buena cerveza obscura me habían traicionado. Esa bebida no era típica de un aspirante a mojado. Me había vuelto a salir el pequebú.

Lo búfalo es que pronto cambiaría mi disfraz por uno con el que estuviera más cómodo. Terminé la sopa. Volvió a acercarse la camarera. Retiró el plato hondo y puso uno con arroz. Sonreí. Se me había olvidado que en México sólo hay de dos sopas.

-Mi sopa seca con huevo estrellado, por favor –dije. Y se volvió a llevar el arroz para ponerle el huevo encima. Ahora recordaba cómo se comía en las fondas mexicanas. Primero la sopa aguada, que casi siempre eran fideos, caracolitos (alguien dijo en mi cabeza: comes. No soy Gómez, soy Pérez, te la meto y tú te mueres. Derrapaba.), municiones, cremas, que no para tus tacos, o algo así. Luego la sopa seca, que era arroz o espagueti. Por último venía el guisado y los frijoles. Así que a comer a lo mexicano, con orden. No todo revuelto en el mismo plato como en Centroamérica. Eso cuando había trastes y no te servían en una simple hoja de plátano. Y a usar de nuevo el tenedor y el cuchillo. La cuchara sólo para la sopa. Bueno, había que reconocer que si comías todo en el mismo plato y con la misma cuchara ensuciabas menos trastes y terminabas más pronto. Pero, ¿por qué preocuparme? No iba a lavar vajillas. Traía plata suficiente.

Confirmé mi primer diagnóstico. La comida era mala, no como la de los chinos de Obregón, pero el hambre era mucha. Así que me concentré en devorar mi milanesa a la mexicana. Su solidez requirió de toda mi concentración para dividirla en pedazos tragables, aunque el aderezo que la bañaba hizo que hasta los pellejos me supieran bien. Por eso en México no importaba que aplastaran la carne hasta convertirla en un cuero así de delgadito. Habían comprobado que la mejor salsa es el hambre, como diría mi jefa, y si además bañaba la comida con una salsita verde, roja, borracha, o un simple pico de gallo, cualquier cosa sabía bien.

Terminé el postre, dejé un par de dólares sobre la mesa y pregunté por el baño. La mesera lo señaló con un gesto. Entré al sanitario y confirmé lo que siempre había dicho mi madre de la proverbal suciedad de los chinos: las cucarachas verdeaban por las paredes y el papel higiénico sucio del suelo. Pero los chinos no tenían la exclusiva en eso. Me hubiera gustado llevarla varios miles de kilómetros hacia el sur para que viera los excusados que había por allá. Claro, cuando había.

Con mucho cuidado, haciendo equilibrio para no tocar el piso o las paredes con la piel desnuda, me desvestí y cambié mi disfraz por el de turista: bermudas, playera, gorra, tenis y, por supuesto gafas obscuras. Todo en colores chillantes. Mojé un poco la navajilla de afeitar y raspé la barba de tres días que me hacía ver más aindiado. Salí.

Al reconocerme, la mesera estuvo a punto de tirar los platos que llevaba en las manos. Le sonreí con seguridad y caminé hacia la calle. Valía turca. Lo primero era ir a cambiar unos cien dolores por pesos. Después al tren. Y directo al Deefe. Unos días en la ciudad bastarían para matar la saudade. La nostalgia, pues, para no sonar tan esnob. Luego a Guerrero o a Chiapas. Chiapas es México. Eso dicen. O decían. Y de Guerrero, no me acuerdo si decían algo. Tal vez porque no hacía falta. Tal vez porque la gente sí creía que era México.

 

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Biografía

Pedro Antonio Molina nació en Nicaragua en 1962. De madre mexicana y padre costarricense, antes de cumplir un año, lo trasladaron a radicar en México. Estudió Letras en la Universidad de Managua. Textos suyos han aparecido en publicaciones como Excélsior, El Financiero, Fe de erratas, Urbe, Cronopio y Vértigo, entre otras. En 1999 obtuvo mención en el Premio Casa de las Américas por su novela: Del valor del miedo.

En el 2002 participó en la quinta edición de Letras en el Borde.




En la cuarta de forro de la novela Del Valor del miedo, publicada por CONACULTA aparece el siguiente comentario :

León es un ex guerrillero que, después de estar veinte años en Centroamérica, regresa a México con la intención de incorporarse a algún movimiento armado. Del valor del miedo, primera novela de Pedro Antonio Molina, es, en efecto, un viaje hacia dentro. A la inversa de las grandes odiseas en que el protagonista emprende un viaje hacia fuera, donde se habrá de topar con toda suerte de adversidades, en Del valor del miedo las cosas ocurren al revés, rompiendo todas las expectativas posibles, creando una sensación de esperanza en el lector, como la del vigía cuando avista tierra firme. Que ha llegado, que aquel ciclo tocó a su fin. Así, el protagonista de esta apasionante novela de Pedro Antonio Molina se ve impelido a regresar por circunstancias que se van armando como el enigmático entretejido de la araña. Pero naturalmente ni él es el mismo ni el mundo que lo rodea. Más aún, en este camino hacia el corazón, el personaje se encuentra a sí mismo en un antihéroe que constituye su alter ego y que finalmente adquiere un valor relevante en esta búsqueda por el valor de la vida. Novela de altos vuelos, escrita con la tinta de la condición humana, nutrida de una fuerte personalidad narrativa, en donde es posible identificar a un novelista ya maduro, colmado de experiencia vital, Del valor del miedo se situará, sin falsos presagios, en el gusto exigente de los lectores de buenas novelas.

No creo que se le pueda pedir más a un narrador.

Eusebio Ruvalcaba