Orlando Ortiz

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Cartas al director

 

Orlando Ortiz

      La intuición le permite soslayar los primeros párrafos, donde sólo hay una historia vulgar: De muy niña se la llevaron a Estados Unidos; el padre, alcohólico y desobligado; una madre sumisa golpeada; la hija, ya adolescente, se rebela e instala un departamento frente al Instituto Tecnológico, en Pasadena, trabaja en lo que puede y consigue obtener su grado de bachiller en bellas artes por la UCLA. Ahí llevó también cursos marxistas, dice. Fue entonces cuando se percató de que ellos la seguían.  (Quiénes son “ellos”? ¿Los detectó cuando estaba estudiando, cuando se graduó, cuando estudió marxismo o simplemente en Pasadena?)

      Dejó su trabajo y dio clases de inglés a los mexicanos que llegaban a Los Ángeles. Todo parecía marchar normalmente, hasta que se le ocurrió platicarle a su compañero la sospecha de que la vigilaban los de la FBI; entonces él sonrió, se vistió en silencio, salió de la vivienda y nunca más supo de él.  (De dónde salió ese amante? ¿En qué momento se juntó con él y cuáles fueron las circunstancias?)

      La historia se repitió poco después, con otro compañero que además era su alumno y pagaba puntualmente las clases, hasta que ella le comunicó sus temores, su casi certidumbre de que la seguían. Él le comentó que no había nada de qué preocuparse, que se tranquilizara, que no quería verla así cuando regresara de comprar cigarros, le dijo antes de salir, y jamás regresó. El acoso llegó a tal grado que dejó las clases de inglés y, después de pensarlo un poco, le envió el bebé a su mamá y salió de Estados Unidos.

       Suponga que el individuo levanta la cara. Tal vez preguntándose cuándo concibió y parió a esa criatura que dice haberle enviado a la mamá. Su mirada se pierde en el vacío, sin propósitos visuales. Con toda calma vuelve la hoja, que evidentemente fue arrancada de un cuaderno rayado tamaño carta con espiral de plástico en el lomo. De nuevo dirige la vista hacia las irregulares líneas manuscritas que cubren la segunda de ese manojo de hojas.

      La letra, manuscrita y menuda, se deja leer perfectamente, aunque también es cierto que transmite nerviosismo, compulsión o algo por el estilo; algo muy similar a las señales que por algún motivo somos incapaces de descifrar pero sabemos que nos avisan la posibilidad de alguna contingencia. Decide seguir leyendo.

      Nunca renunció a la nacionalidad, lo que le facilitó el regreso. Se estableció en Guadalajara y trabajó como profesora de inglés en el Centro de Amistad Internacional. Las suspicacias se presentaron de nueva cuenta cuando comenzaron a asediarla los vendedores de mariguana y los tres compañeros que tuvo la abandonaron apenas les comentó lo del acoso federal. Se trasladó a Xalapa y no mejoraron las cosas, incluso Manuel llegó a preguntarle si era comunista, sandinista o del Frente Farabundo Martí, lo que originó un nuevo éxodo, a las pocas semanas de haber llegado a la capital veracruzana.

      Se pregunta con desgano, fastidiado, si es una coincidencia. Sube los pies al escritorio y hace el mil veces ejecutado movimiento que impide la caída de su sillón, tan vencido como la mayoría de los hombres que él conoce y trata cotidianamente. Pero el caso es que él alguna vez vivió en Xalapa. Alguna vez vivió de otra manera. Alguna vez vivió...

      Imagine que el hombre continúa enterándose del asunto, de cómo ella se sentía vigilada por agentes norteamericanos, a veces, a veces por mexicanos al servicio de aquellos, que se empeñaban en obstaculizar su supervivencia influyendo en los editores de revistas y periódicos para que no le compraran sus poemas o se negaran a darle materiales para traducir del inglés al español. Pretextaban que sus textos eran ininteligibles, verdaderos atentados a la sintaxis y la ortografía; y lo mismo ocurría con otra cosa, llamada sindéresis, que ella supuso era un invento de los editores, pues nunca pudo averiguar de qué se trataba.

      Tanta y tanta penuria la hicieron decidirse a buscar fortuna en el Distrito Federal. Creyó que ahí podría entrevistarse con un senador para pedirle que la ayudara. El personal de seguridad la hizo pasar con alguien que dijo ser el secretario del senador. Comenzó a hacerle preguntas de todo tipo y acabó usándola “para hacer el sexo” (palabras textuales) las veces que quiso y como quiso. Mientras se fajaba los pantalones, la despidió diciéndole que muy pronto la recibiría el ciudadano senador.  

      La historia se repitió una, dos, tres veces, pero a la tercera comenzó a sospechar que el secretario era un vulgar “macho chovinista” (p. t.), lo cual constató en la cuarta ocasión, cuando le dijo que los de seguridad también querían tomar parte en la fiesta. Decidió no insistir más, pues a todas luces el presunto secretario del senador estaba al servicio de los agentes de la FBI.

      Suponga que el hombre sonríe con expresión que es difícil discernir si fue de simpatía o desprecio. ¿A quién se le ocurre tratar de entrevistarse con un senador, así, a secas, sin precisar su nombre o la entidad que representa? Es una idiota mas no por ello, según se desprende de la carta, despreciable como hembra. Intenta imaginársela, dibujar en su mente a esa mujer. Su fisonomía. La complexión de su cuerpo. Su olor. Porque seguramente es feminista, y por lo tanto no se rasura las axilas ni las piernas, no usa desodorante. Huele. Una punzada en el glande lo alerta; borra sus alucinaciones y sigue leyendo.

      Sorprendido, retrocede algunas líneas creyendo que se brincó algo porque de pronto apareció Mauro, al que seguramente conoció desde antes de ir al senado. Pero no, su lectura era correcta, fue ella la que omitió mencionarlo en su momento.

      Mauro le había ofrecido su casa desinteresadamente e intentó disuadirla de que fuera a la Cámara de Senadores, argumentando que esa bola de viejos, y ahora algunos no tan viejos, de nada servían. Él sostenía que era necesario enfrentar el problema de otra manera, mas nunca le dijo cómo.

      A ella se le ocurrió de nuevo algo. En julio fue a Palacio Nacional y solicitó audiencia con el presidente, convencida de que únicamente él podría ayudarla a terminar con el acoso de que era víctima. Cuando descubrió que el secretario —o, mejor dicho, alguien que dijo serlo— era “muy igual al de los senadores” (p. t.), optó por un cambio de planes.

      Ese mismo día contrató un apartado postal y por la noche le escribió una carta extensa al presidente, platicándole detalladamente su problema, pero además dándole fechas y nombres. Se la envió al día siguiente por correo certificado, para asegurarse de que la misiva llegara a manos del mandatario. Después, cotidianamente acudía mañana y tarde a la oficina de correos, en busca de una respuesta que nunca llegó.  

      Desesperada, en los primeros días de agosto redactó otra carta y envió más de doscientas copias a embajadas, periódicos, revistas, radiodifusoras, televisoras; partidos políticos, oficinas gubernamentales relacionadas con la seguridad nacional, organizaciones religiosas, comisión de derechos humanos, organizaciones no gubernamentales, universidades, agencias de noticias y corresponsales extranjeros destacados en la capital.

      A todos ellos les advertía que el 30 de agosto, entre las 17:30 y las 18:00 horas cometería un atentado en la embajada de Estados Unidos. Enseguida justificaba la acción narrando el acoso policiaco a que estaba sometida y la tremenda presión psicológica que esto había significado. Su propósito era llamar la atención de los medios, y desde luego y sobre todo la de esa “valiente revista que usted dirige” (p. t.). Nada le dijo a Mauro. Presuponía que llegado el momento habría un buen número de periodistas, que primeramente intentarían disuadirla de que cometiera el atentado, y con los cuales, después, podría improvisar una rueda de prensa. Entonces ella podría abundar sobre los motivos, expuestos previamente en la carta, y aportaría más detalles: fechas, nombres, lugares, personas... y les pediría que investigaran a fondo la hostilidad de las autoridades norteamericanas.

       Ahora baja los pies del escritorio. Suponga que en su cara no se detectan reacciones; es como si estuviera hipnotizado, muerto o pensando en la muerte. No es la primera vez que esto le sucede. Tampoco habrá de ser la última. Apoya los codos en la cubierta del escritorio y continúa con la lectura.

       Al llegar a la embajada quedó sorprendida: no había periodistas, ni cámaras, ni micrófonos. Intramuros seguramente había agentes de la FBI, y afuera, entre los policías y granaderos que custodian regularmente el edificio, debía haber otros. No faltó algún gendarme que al verla le dijo algo, seguramente un piropo soez que ella no entendió. Decidió esperar un poco y empezó a caminar de un lado a otro, por el camellón de la avenida Reforma, frente a la representación. No provocó alarma porque esa mañana se había pintado el pelo, además, para la ocasión vestía un traje sastre y colgaba de su hombro un bolso de piel, parecía “secretaria o vendedora de avon” (p. t.). Cualquier posibilidad de sospecha desapareció cuando Mauro bajó de un taxi y apresurado se dirigió a ella.

      Había ido a visitar a un amigo periodista que le dio, como muestra de la cantidad de notas disparatadas y risibles que recibían en la redacción, la carta de una “pinche loca” (p. t. del periodista) que, por los datos e información que manejaba, Mauro supo de inmediato quién era la autora. Por eso estaba ahí. Trató de hacerla cambiar de opinión pero ella se negó, seguiría adelante con su plan, hubiera o no reporteros. Mauro insistía; los policías, sin moverse, sonreían, burlones, creyendo que se trataba de un pleito de novios. Decididamente molesto emprendió la marcha pero se detuvo al llegar a la esquina, se cruzó de brazos y la miró con enojo. Ella aprovechó para acercarse más al inmueble de la embajada, donde no faltó el gendarme que abogara por Mauro: “si no llegó tan tarde, señito, perdónelo” (p. t. en la carta).

      Hace una mueca, desesperado. Los detalles comienzan a multiplicarse, y con ellos también comienzan a multiplicarse las incongruencias. Podría ignorar la carta. Hacerla a un lado. Arrojarla sin más trámites a la papelera. Posponer su lectura para mañana o cualquier otro día. No lo hace. Sólo se salta algunas líneas.

      Cuando vio que se abría la puerta y la gente empezaba a salir, se acercó para preguntar la hora, fingió distraerse en ese sitio y aguardó hasta ver que el embajador se aproximaba. Extrajo de su bolso “un puñal de 15 pulgadas” (p. t.) y lo acuchilló repetidas veces. Los guardaespaldas la derribaron de inmediato, al caer escuchó los gritos de Mauro, después los disparos y al levantar un poco la mirada alcanzó a ver su cuerpo tendido en el suelo, policías que corrían hacia él y no más, porque la levantaron en vilo, la subieron en un vehículo, y ahí le cubrieron el rostro y la golpearon. Cree recordar que en algún momento pudo ver que al embajador lo metieron a la sede diplomática.

      Suponga que la penumbra dificulta la lectura. Él enciende la lámpara del escritorio y aprovecha para abrir la primera gaveta del mueble, coger la cajetilla (algo brilla más al fondo, con un brillo apagado, tímido, casi gris, como si fuera el taimado pavón de una automática) y encender un cigarrillo.

      Golpes, violaciones, torturas de toda clase y vejaciones sin cuenta antecedieron su traslado al reclusorio, desde el cual está escribiendo. Eso hay en los siguientes párrafos, así como algunas presunciones respecto a lo sospechoso que resulta el hecho de que todas las cartas que envió a los medios y organizaciones hayan sido interceptadas por “ellos”, y también la posibilidad de que la policía mexicana esté infiltrada o totalmente a las órdenes de esa “potencia extraña” (p. t.)

       El ceño fruncido del hombre, o mejor dicho, la total ausencia de expresión en su rostro le dice a usted algo que, en principio, se resiste a aceptar: La carta es elocuente. Y él, después de la segunda bocanada de humo aplasta el cigarrillo en un hediondo cenicero repleto de colillas y continúa con la lectura.

      En el penal se entrevistó con el director, para exponerle su caso y denunciar el complot en su contra, pues al revisar los periódicos se percató de que, en su momento, ninguno había dado noticia del atentado. Él negó que estuviera ahí acusada del asesinato del diplomático norteamericano. Incluso le mostró un periódico de ese día, que en las páginas de sociales traía varias gráficas del embajador en una fiesta. De igual manera, le aseguró que nadie había muerto en las proximidades de la embajada, y que el tal Mauro que ella menciona no existe, que está inventando tales historias. Luego, en unas cuantas líneas, reflexiona al respecto, aventura la hipótesis que el presunto embajador sea un holograma, o individuo clonado, y acaba preguntándose por qué, si el diplomático está vivo, a ella la tienen recluida, y por qué siguen acosándola.

       Usted comienza a dudar. En la historia hay algo que no acaba de embonar bien. El rango de veridicción no se define. Es vago y vacilante, como las líneas que está leyendo mientras mueve los labios. Parece que se las supiera de memoria.

      Ahora suponga que de la primera gaveta del escritorio el hombre extrae una Walter PPK 380, de pavón oscuro con cachas de plata labrada. Revisa el peine, sin dejar de pensar que la congruencia está ausente. Suponga, también, que alguien entra en la habitación y sin encender la iluminación general le recuerda al hombre su desayuno con el Procurador General. La duda centellea perfilando la sospecha.

      Dos agentes de la CIA (se habían tardado en aparecer) la visitaron en el reclusorio y le hicieron miles de preguntas, que si había estado con el Ché, que si conocía a los del Frente Sandinista o al comandante Marcial, que tenían fotos de ella con Fidel y hasta una con Allende, porque fue mucho antes de Marcos. Que la iban a regresar a los Estados Unidos y que si no cooperaba lo harían en un avión sin puertas y muchas otras AMENAZAS. Eso es lo que ella quiere denunciar en el espacio de la revista dedicado a cartas de los lectores. Pero si al director le interesa su historia, ella está dispuesta a revelarle más datos y situaciones anómalas, que evidencian el complot, como “lo del perro, o los sucesos de la alameda, o lo de los libros y las cartas sin remitente, o lo del cubo de la escalera que no daba a ninguna parte...” (p. t.)

      Suponga que esto último alcanza a leerse antes de que en la papelera metálica el fuego consuma los pliegos. Suponga que la habitación no corresponde a las instalaciones de ninguna revista:

       Suponga que no hubo incineración, que las páginas arrugadas pueden verse en el fondo de la asquerosa papelera que luce en un costado, con caracteres negros, su clave de inventario.

      Suponga que entonces él empuña la Walter PPK 380 y, convencido de que es necesario eliminar testigos, se vuelve y lo mira a usted directamente a los ojos; luego le apunta con el arma, sin precipitar sus movimientos.

      Sus temores y sospechas se confirman: La ficción se ha desbordado: Tiembla la imagen y una cortina oleosa borra al hombre que poco antes le apuntaba con un arma. Suponga que los muebles de la habitación ahora vacía también comienzan a licuarse y luego a ser una ilusión etérea e invisible, excepto la carta.

       Suponga que la habitación se esfuma y queda un callejón umbrío y lodoso, pero sigue ahí la carta indefinible. Indefendible pero concreta.

      Suponga que ahora sólo queda un papel cuyas líneas han borrado las circunstancias.

Un papel vacío.

      Solamente supóngalo.

Escritor mexicano


El narrador y ensayista

 tamaulipeco Orlando Ortiz (Tampico. 1945), estudió para actuario matemático en la UNAM, pero posteriormente cambió la carrera por letras españolas. Desde entonces, colaboró en varias revistas del interior del país.


Algunos libros:

Una muerte muy saludable; Miscelánea cruel; Diré Adiós a los señores. Vida cotidiana en la época de Maximiliano y Carlota; ¡Qué te pasa calabaza; ¡Ah que vida tan chaparra!; Újule Julián!; Crónica de las huastecas. En las tierras del caimán y la sirena; En caso de duda; Vidrios rotos; Carnaval macabro; Volveré de ultratumba; Última espera; Búsquedas; Sólo sé que así fue; Secuelas; Sin mirar a los lados.


Nota del editor:

Fotografía tomada de la página del CONACULTA.



Otra colaboración de Orlando Ortiz en Literatura Virtual
Lo interesante de
Contar un cuento de Augusto Roa Bastos

 



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