Norberto Olaizola

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La educación de los niños

 

   

Norberto Olaizola

   Rememorar el pasado puede ser consolador o terrible pero nunca indiferente.

  Concluido el Jardín de Infantes, el mayor de nuestros hijos, Pedro, arribó a la educación inicial, lo que debe traducirse de la siguiente manera: durante siete años aprendería en casa todo aquello que no le enseñarían en el colegio.

  Siempre tuve esa íntima convicción, avalada por mi propia experiencia. Estoy plenamente convencido de que mi mujer opina exactamente lo mismo pero con ella se produce una situación curiosa que, al cabo de los años, he aprendido a entender. Es incapaz de acordar con lo que se está diciendo, sea lo que fuere. Cuando recién nos conocimos y empezamos a gustarnos esa faceta de su personalidad me parecía, cómo decirlo, un atributo más de su encanto. Solíamos alternar con muchísima gente y ella argumentaba con pasión, con denuedo, con una decidida convicción que se explayaba en parrafadas entusiastas y vitales.

  Pero, siempre por la contraria.

  Si el interlocutor casual ensalzaba las bondades del socialismo ella le oponía los peligros de la burocracia; si su oponente se quejaba de la desmesura estatal ella aseguraba que a nuestro país le hacía falta un Fidel; si recomendaban los preceptos cristianos las burlas acerca del oscurantismo y la ignorancia podían estremecer a Rasputín y si alguien objetaba la religiosidad de las personas ella explicaba que nada sabemos de la vida y que hay que ser comprensivos y respetuosos con los demás.

  Pero todas estas actitudes contrapuestas no implicaban, bajo ningún concepto, que incurriera en contradicción, no. Ella, realmente, creía en cada una de las cosas que afirmaba; y sería injusto decir que era varias personas a la vez. Sus posturas variadas eran un reflejo perfecto de sí misma: el asunto era llevarle la contraria a alguien.

  Todos sabemos y nos burlamos del susurro comunitario a la hora de cantar en los actos escolares. Nos miramos con cierta complacencia y metemos la voz aún más hacia adentro de tal manera que nuestros estómagos se deben sentir muy patriotas. Todos, menos Miriam. 

  ¿Por qué? ¡Pues para llevar la contraria!

   -Es vergonzoso que no sintamos orgullo por nuestro país. Los yanquis, se dirá lo que se quiera, cantan a grito pelado y agitan la banderita.

  Lo más increíble del caso es que, una semana antes, y ante un comentario similar de alguien a quien no recuerdo y en un lugar que tampoco recuerdo, sarcástica, largó:

   -¡Sí! ¡Las bombas atómicas también las tiraron agitando las banderitas!

  Pero estábamos con nuestra púdica manera de cantar.

  Desde luego, en el colegio, apenas llegó el primer aniversario patrio, puso a prueba su disposición por hacer quedar mal a todo el mundo –empezando por mí- y apenas el maestro de música logró, angustiosamente, sortear la introducción, Miriam tomó aire, impulso y abrió la boca como para tragarse un jamón.

  Dios mío. 

  Mi mujer cantaba el Himno con tal desgarradora ferocidad que daban ganas de hacerse ciudadano iraní. La gente se volvía y nos miraba, sonriendo para adentro, discreta. Los chicos, que no son discretos, ni son gente, se reían sin el más mínimo empacho y alguno nos sacó la lengua. Miriam, interrumpiendo el alarido en la mitad de Y los libres del mundo me dijo, tan discreta como los chicos:

 -Idiotas.

  Y siguió cantando.

  Peor fue cuando la Directora, entre alarmada y complacida, se separó de la hilera de guardapolvos blancos, alzó un poco la voz y empezó a incentivar al resto de los padres y a los chicos con lo cual se armó cierto tumulto de voces estreñidas que, de todas maneras, seguían por debajo del rotundo y alucinante estruendo de mi mujer. Yo me quería morir y sonreía hacia todos lados como un idiota. La Directora –confabulada con Miriam para hacernos motivo de conversación en trescientas veinte sobremesas por siete años seguidos- declamó un curioso discursito al que no le faltó ninguna de las falacias conocidas y propuso volver a cantar el Himno. Todo el mundo complacido. El maestro de música se miró las manos tratando de sobrellevar alguna cosa muy íntima y atacó –literalmente- las notas vecinas a las que están escritas en la partitura de Blas Parera.

  Mi mujer, henchida de satisfacción y orgullo, berreó como llamando a los bomberos.

  Porque… es notable cómo desafina.

  No es que yo sea un dechado de musicalidad pero ella logra la maravilla de no afinar una sola de las docenas de notas que puede tener una canción. No es posible burlarse, no es sensato sugerirle prudencia, no conviene a la salud referirse al tema. En las reuniones siempre alguien traía una guitarra y esa magnífica intención, cuyo laudable objetivo fue y será acercar a las personas, se convertía en exactamente lo contrario: el pobre guitarrista proponía un tema cualquiera –salvo que se tratase de una canción litúrgica del Nepal mi mujer lo sabía- e invitaba a cantar a los presentes. Miriam, complacida, sonriente, entusiasta, atacaba a la canción y yo podía apreciar, en los dedos del guitarrista, la pavorosa certeza de una artrosis repentina y fulminante. Como un merengue que se desinfla, los concurrentes, atónitos, cesaban paulatinamente de cantar, creo que sin advertirlo. Y allí quedaba la sola voz de mi mujer y su inclaudicable sonrisa impertérrita y el martirio del guitarrista buscando afanosamente en su instrumento los acordes imposibles que lo vincularan con el canto.

  Obviamente, se corrió la voz y se decretó una escasez repentina de guitarras en el país.

  Entonces, Miriam compró una guitarra y unos libritos de acordes y empeñosamente fue marchitando todas las azaleas del jardín y las siestas de los vecinos. Venía, guitarra en mano, y me decía:

 -Sentate y escuchá.

  Sin palabras para describirlo.

  Luego:

   -¿Qué te pareció?

  Traté de ser sincero con ella.

  Por esa época transitamos una prolongada abstinencia sexual.

  Ella no desistió jamás de sus andanzas musicales ni se le pasó por el meollo que sus interpretaciones pudieran hacer confesar a cualquiera. Simplemente otro interés la ocupó y la guitarra terminó juntando polvo en un recóndito rincón al que, aliviado, denomino el ropero.

  Pero volvamos al asunto de Pedro, el colegio, los padres, los chicos y Miriam. Y yo.

  Quién no ha sufrido la crueldad inocente de los compañeritos de colegio: aquello que tan claramente llamábamos tomar de punto. Me preocupaba que a Pedro pudiera sucederle.

  Como a mí. Y por razones parecidas.

  Ya he hablado, en algún lugar, de la sobreprotección de mi madre. Mi terapeuta solía hacer malabares para mantenerse equidistante y serio cuando yo relataba ciertos pormenores. Quizás lo disuadía de reírse abiertamente el grado de patetismo de mi voz y de mi gesto. Para disimularlo oficiaba un supuesto resfrío que le permitía mantener un pañuelo considerable cubriéndole la boca. Le brillaban los ojos y tosía muy profesionalmente.

  A veces se excusaba para ir al baño.

  El episodio que más espasmos le produjo al pañuelo y que más veces lo llevó al baño, al punto de que consideré seriamente pedirle rebaja en la tarifa, fue el siguiente:

  Estaba en cuarto grado y noté, inmediatamente, que tanto mis compañeritos como yo habíamos cruzado una especie de umbral y que ya no éramos los chicos que habíamos sido hasta pocos meses atrás. Quiero decir que la recurrente presencia de las madres en el colegio a toda hora y en todo momento y para cualquier cosa, tan natural y democrática en primero, segundo y tercero, adquiría características ominosas a partir de cuarto. Muy rara era la vez que la madre de un compañerito comparecía en el colegio y, cuando eso sucedía, generalmente era para encarar reuniones privadas en la Dirección de donde el compañerito de marras salía con las orejas zumbando y una sonrisita de triunfador. Las excepciones eran tenidas como lo que eran: atraso en la incipiente hombría de quien lo sufriera.

  Que sería mi caso. Hasta parte de la secundaria.

  Mi madre estaba todo el tiempo en el colegio. Y no conforme con integrar la Cooperadora para poder estar a mi disposición, de ronronear permanentemente con las maestras acerca de mis progresos o deméritos, se entrometía en la clase con un pulóver suplementario si consideraba que la temperatura había descendido o con una manzana, alfajor o bizcocho si consideraba que mi dieta mañanera había resultado insuficiente. 

  Conclusión: todos mis compañeros me miraban como si yo fuera un cerdito almibarado.

  Mi viejo, a veces, se animaba a decirle:

-No vayas tanto al colegio. Lo van a cargar.

  Mi madre lo miraba como si lo conociera por primera vez:

-¿Quién lo va a cargar? Que las demás madres no se preocupen…

  Mi viejo, violín en bolsa.

  Llegó uno de los momentos críticos en la vida de todos los alumnos: un acto escolar.

  Yo nunca supe qué oscura sensación pulula en el interior de las maestras pero lo que siempre entendí fue que los actos escolares representaban una disimulada venganza contra ¿nosotros? ¿la vida? Bajo el atavismo de la costumbre, de lo que no se razona ni se discute, de la pereza intelectual y del más desconsolador mal gusto, las maestras designadas para organizar los penosos espectáculos que los pobres chicos debíamos interpretar ejercían un sadismo que, en sociedades más avanzadas, convocaría a la risa o a la desesperación.

  Hoy en día, las cosas no han cambiado ni un centímetro.

  Para comprender en toda su dimensión el episodio capaz de estreñir a mi terapeuta mientras lo contaba debo decir que mi madre sostenía con hechos y palabras lo que, hoy, a la distancia, suelo llamar el SMV: el sentido miserable de la vida. ¿En qué consistía? En una bamboleante sensación de peligro a la que sólo podía exorcizarse mediante una negación a los placeres o los despilfarros. Salidas, fiestas o reuniones no podían evitarse pero parecía concurrir a ellas como en un trance. Era capaz de hacer un vestido con un trapo de piso y cocinaba con una imaginación desbordante ya que compraba siempre lo mismo. Podía remendar docenas de veces la misma ropa y cortaba las fetas de pan lactal por el medio y de través para duplicar el rendimiento de cada paquete. Aplicó el mismo concepto con aquel acto.

  Tres años atrás, mi hermano mayor, en otro acto y en otra escuela, había debido usar un ridículo disfraz de pollito hecho con papel crepé; parecía una inmensa y crujiente pelota amarilla repleta de flecos que flameaban al viento. Pero, en segundo grado, nada grave.

  Las maestras organizaron el acto recreando -¡cuando no!- un episodio gauchesco. Y allí andaban, todas las madres, haciendo bombachas, rastras y chiripás; remedando espuelas con pedazos de latón, afanándose en conseguir botas adecuadas –entiéndase, a tono con la iconografía oficial, o sea, con la punta cortada y los dedos de los pies al aire-, incluso una graciosa parodia de caballo que logró mantenerse erguido casi hasta el final del acto.

  Bien. ¿En qué parte podía hacerse aparecer un pollito gigante repleto de flecos?

  Yo no sé qué les dijo mi madre a las maestras pero tengo grabada al rojo vivo en mi cerebro la mañana en que una de las maestras entró en el grado, pidió permiso para retirarme, me acarició sarcásticamente la cabeza –eso lo sé ahora- y me dijo:

-Venga, mi pollito.

  Me hicieron ensayar hasta el cansancio mi papel: yo debía saltar de un lado para el otro, haciendo pío pío, mientras una de las chicas me tiraba maíz. Debimos ensayarlo innumerables veces porque ni la portera, viuda reciente, podía contener la risa.

  Mi viejo, cuando mi madre le contaba lo por venir, se agarraba la cabeza.

  Se acercaba el día del acto y yo sudaba sangre. Mis compañeritos me decían.

-¡Pollito! ¡Pollito!

  Las maestras se reían, el supervisor –un señor muy serio que parecía escapado de la Historia de Grosso-, se reía y venía a preguntar por el pollito, las madres de los chicos de primero, segundo y tercero, en manada, se asomaban a nuestra clase y saludaban al pollito.  

  En el recreo la palabra pollito sonaba, a veces, en un susurro, como si fuera una seña entre partisanos, otras veces a toda voz como si hubieran llegado los partisanos. En el colmo del sarcasmo y la burla, la maestra nos encargó un trabajo práctico sobre la crianza, alimentación y comercialización de los pollos.

  El día del acto, al mediodía, ¿qué sirvió mi madre para el almuerzo?

  Acertaron: pollo al horno.

  Salimos, mi madre orgullosa y altiva, mi viejo trasudando angustia y yo, derrotado. Llegamos al colegio -¡llegó el pollito!, dijeron todos- y me enfundé en el traje. Y entonces sucedió algo que aún hoy me llena de admiración y agradecimiento. Mi peor enemigo, el más aborrecible de mis compañeros, el que más saña ponía en verduguearme, el petiso Griveo, al verme salir por detrás de los bastidores rumbo al cadalso, fuera de sí por la risa y por una necesidad casi psicótica de exacerbar la burla me empujó… con tanta buena suerte que, al caer, redondo –de qué otra forma hubiese podido-, el bendito adefesio se rajó por todas y cada una de sus frágiles costuras. Recuerdo la indignación y el llanto de mi madre y me parece que un profundo alivio en las maestras y en el resto de los mayores.

  Allí entendí: en el fondo, me compadecían. Y no subí a saltar y comer maíz.

  Pero Pedro no correría ese riesgo. Fue pasando el tiempo y a pesar de muchas otras cosas que Miriam fue haciendo en el colegio y que detallaré en otra oportunidad nuestro hijo fue uno más, ni más vivo ni más tonto que sus compañeros y nadie nunca hizo burla de él.

  Creo que, inconscientemente, los padres ejercieron una sutil vigilancia sobre sus hijos al respecto: comprendieron que no sería muy bueno una controversia con alguien como Miriam. Al menos creo eso.

  Y no deja de ponerme orgulloso por mi mujer, saben.

  Algo es algo.

 

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Soy argentino, vivo en Abasto y escribo con regularidad y pretensiones desde hace varios años. Me han publicado varios trabajos en revistas de la Red, que detallo al final. Tengo dos novelas terminadas (Alma, Saco Roto) y algunos trabajos más en elaboración. Participo en la Sociedad de Escritores de la Matanza y he sido jurado en los concursos de cuento que organiza dicha institución. También fui jurado en el 2do., concurso de cuentos de Ituzaingó (www.ituzaingo-web.com.ar) Mi dirección de mail es nor_olaizola@yahoo.com.ar y me gustaría recibir críticas (elogios también, claro) o posibilidades de contacto.

Norberto Olaizola

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