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El viaje en la literatura como en la vida

 

Mempo Giardinelli

 

Ante todo, quiero agradecer a José Cardona López y a todas las autoridades. Yo no sé cómo lo han hecho, pero es como si el viaje desde mi tierra tan lejana fuera una cosa de nada. Y quiero agradecer también la oportunidad de reflexionar ante ustedes, y con ustedes, acerca de nuestras pasiones compartidas: la literatura y el viaje.

 

Literatura, digo, como viaje a la fantasía, como disparador de la imaginación que nos impulsa a descubrir. Literatura como camino hacia el conocimiento. Como indagación filosófica y psicológica -ese viaje interior- hacia el interior de la especie humana. Quiero decir, por lo tanto, que literatura y viaje son, esencialmente, paralelos casi perfectos.

Por supuesto que esto lo supo, o lo intuyó, el mismísimo Homero. Hace sólo un mes, caminando por la Acrópolis de Atenas, yo pensaba en el texto que estaba escribiendo y me decía que desde aquellas alturas majestuosas el mundo, la vida, no podía verse sino como un viaje: el mar está ahí y atrae, bajo el cielo infinito, pero sobre todo uno se siente impulsado a reflexionar sobre las miserias y grandezas de los hombres y mujeres que siempre transitaron esas tierras y todas las tierras del mundo. La Odisea de Ulises, vista así, no es sino un viaje fabuloso hacia la verdadera dimensión del ser humano, además de que ser griego -entonces y siempre- era y es sinónimo de la palabra “viajero”. De igual modo algunos siglos después Virgilio hizo lo mismo, cuando Augusto lo convocó a escribir (o sea a inventar) la historia de Roma. Lo que en realidad hizo Virgilio fue escribir otro viaje fabuloso: Eneas cruza el Mediterráneo para desembarcar en el Lazio y fundar una civilización.

Después de ellos, prácticamente toda la literatura universal se ocupó del viaje como materia fundamental. Y así la literatura misma resulta un viaje, siempre fabuloso, extraordinario, fantástico, en cada uno de los textos que se convirtieron en clásicos y hoy forman el acervo infinito de la escritura del mundo. El viaje es protagónico en los relatos de Las Mil y Una Noches. No en vano las máximas alturas imaginativas de ese libro maravilloso se alcanzan con el Pájaro Rujj, con Simbad el Marino, con huidas y navegaciones fabulosas.

Lo es también en el Medioevo y en el Renacimiento: el Cid Campeador es un viajero, como lo es Marco Polo, y Dante Alighieri, en el 1300 florentino, retoma a un Virgilio imaginario que, en lugar de ir al Lazio, ahora viaja al Infierno. Otro viaje fantástico, una peripecia alucinante que bordea el horror y que —mejor aún— refunda la literatura: porque la vincula a lo social y a lo político; porque la lleva a indagar en lo moral y lo religioso; porque la hace cuestionar todo lo establecido; porque revuelve las creencias más infinitas y profundas de los seres humanos (que son Dios, el Cielo y el Infierno); y porque ese viaje Dante lo hace por amor a Beatriz y ya sabemos que el amor es el otro gran motivo de la literatura universal.

El viaje es también protagónico en Cervantes, desde luego. El Caballero de la Triste Figura es un “caballero andante”, esto es, un viajero irrefrenable. El movimiento es el sentido mismo de su vida literaria. El escenario de sus imaginarias proezas es el permanente cruce de territorios: familiares como La Mancha o desconocidos y peligrosos como Argelia y el Mahgreb.

Cervantes continúa la tradición homérica y virgiliana, y las moderniza. Don Quijote de la Mancha funda la novela moderna basándose en el andar itinerante de ese personaje de locas y literarias ideas, que al desplazarse nos provoca tanto admiración como ternura.

Y no por casualidad una de las cimas de esa novela ejemplar es aquel pasaje impresionante donde cautivo en Argel (alter ego del propio Cervantes, sin duda) huye en el Galeote con la bella Zoraida y sus compañeros y cruzan el Mediterráneo (como antes lo hizo Eneas y antes Ulises) hasta llegar a Sevilla de regreso.

El viaje, una vez más, es escenario y motivo de la mejor literatura. Podríamos seguir enumerando cómo Literatura y Viaje han sido, a lo largo de los siglos, no una misma cosa sino ese paralelo casi perfecto.

Me atrevería a decir, incluso, que es difícil concebir una literatura sin viaje, como es casi imposible que un viaje no provoque literatura. Esa es la tradición que inauguraron los Clásicos y que se difundió en todas las lenguas.

Viaje y Literatura son paralelos perfectos en Rabelais como en Salgari, en Conrad como en Melville, en Sarmiento como en Dostoievsky. Aún en Shakespeare y en Goethe es posible encontrar viajes. Y ahí están en los grandes del siglo que acaba de terminar: James Joyce y Ernest Hemingway, Louis Ferdinand, Celine y Romain Rolland, Jack London y John dos Passos, Giusseppe Ungaretti e Italo Calvino, Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras. También todo el llamado boom que tan bien conocen y todavía estudian aquí en los Estados Unidos: Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, por supuesto. Y también hay viaje en Jorge Luis Borges y en Rosario Castellanos, en Pablo Neruda y en Joao Guimarães-Rosa...

La lista es interminable.

Y es que la literatura no es sino la vida por escrito. La literatura no es sino una versión de la vida que ha sido puesta en palabras. La literatura no es otra cosa que un mágico testigo del paso de los hombres y las mujeres por la superficie de la Tierra y es, al mismo tiempo, la indescifrable e invisible huella de sus pasos, sus dudas, sus miedos, sus sueños y alucinaciones. Estoy diciendo: un viaje infinito. El viaje del ser hacia adentro del ser en forma de palabra escrita, palabra domiciliada en el papel y, ahora, es cierto, en la pantalla.

Quizá por todo esto que digo, por esa convicción que tengo, para mí viajar y escribir son la vida misma. Viajar y escribir son, para mí, tan naturales como respirar.

Desde hace años salgo de mi tierra, el Chaco, en el Norte de Argentina, una o dos veces por mes, por razones profesionales. Asisto a congresos de escritores, ferias de libros y encuentros literarios; doy conferencias en academias y universidades de todas las Américas y Europa; y siempre aprovecho los viajes para zambullirme en mundos ficcionales. Porque yo no viajo sólo para conocer ciudades o sitios nuevos o exóticos; ignoro lo que es la perspectiva turística. A cada viaje yo voy como quien camina al azar: en apariencia distraído, lo que encuentre me hará feliz, sobre todo si me abre más los ojos. Me resulta imposible viajar distraídamente. Yo viajo alerta, con todos los sentidos despiertos y atentos. En grandes ciudades como Nueva York, París o Buenos Aires; en carreteras de Brasil, Canadá o Palestina; entre las piedras mitológicas de Grecia, Roma o México; o en ese extraño mundo despojado y misterioso que es la inmensa Patagonia, siempre lo que me turba y estimula del viaje es la incitación a escribir, la irrefrenable pasión escritural que en todo viaje se desata. Por supuesto que me acompañan -y me guían y salvan, diría yo- todos los libros que he leído. Ellos determinan mi marcha, porque yo viajo haciendo literatura de cada observación y al observar evoco textos. Así, conjeturalmente, cada cosa que veo y cada texto que recuerdo se asocian en mi imaginación. La invención literaria florece por la sencilla razón de que cuando se viaja siempre se evoca. Uno viaja, y mientras lo hace mira y recuerda. Contempla y compara. Observa y mensura. Y así se avanza, sabiendo que todo, aún lo aparentemente más nimio, puede ser motivo escritural.

El viaje interminable y fantástico que es la literatura universal es mi impulso constante. Yo no soy más que un escritor que viene cumpliendo con ese impulso inexorable. Desde mi primera novela hasta la última, el viaje ha sido mi motivo más constante: el exilio, la transterración, el movimiento, el zarandeo de los personajes en cada viaje interior. Particularmente en mi novela más conocida: Santo Oficio de la Memoria, que es -hay quien lo ha dicho- una versión contemporánea del viaje de Virgilio a los Infiernos. Texto que transcurre en un barco que navega desde Veracruz, México, hasta Buenos Aires, es también una incursión íntima en el mundo de la inmigración, el exilio, el desexilio y la democracia.

Hace unos meses, en septiembre pasado, se dio la paradoja de que gané en España el “Premio Grandes Viajeros 2000”por mi último libro: Final de novela en Patagonia. Un libro que ya me han dicho que es raro, inclasificable, de género impreciso y que yo escribí durante y después de un viaje fabuloso a la Patagonia argentina en mi pequeño coche de ciudad y acompañado por un amigo (el poeta español Fernando Operé, catedrático en la Universidad de Virginia). Ignoraba yo que este libro incurriría en la moda contemporánea de los libros de viajes, género de notable repercusión en los últimos tiempos, sobre todo desde que se pusieron de moda en España. No me interesa analizar esta moda ni ninguna otra, porque déjenme decir que las editoriales hoy en día son capaces de convencer a cualquiera de cualquier cosa. Pero como la buena narrativa no pasa por los géneros ni los temas, sino por los contenidos y la prosa, por la poética del texto y su profundidad conceptual, yo creo que todavía son posibles y además tienen sentido las escrituras alternativas, no convencionales. Lo que antes se llamaba experimentación, cuando lo audacia y lo políticamente incorrecto no eran mal vistos como ahora... De hecho los libros de los más célebres viajeros fueron, todos, experimentos.

De vida, claro, pero enseguida textuales. Cada viaje y cada descubrimiento desarrolló a la par y en consecuencia una textualidad que hoy también es clásica y está representada fundamentalmente por los viajeros europeos de los Siglos XVIII y XIX. Quizá la diferencia con nuestro presente está en que esos señores viajaban por motivos científicos, antropológicos, comerciales o simplemente de puro aventureros. Realmente viajaban para descubrir lo desconocido. Pienso en Alexander von Humboldt, por supuesto, como pienso en Bonpland y en Darwin, todos ellos naturalistas y descubridores como quien nos convoca en este Congreso, autor de una obra titulada nada menos que Kosmos o descripción física del mundo. Pienso en muchos de los que anduvieron por la Argentina feroz de los siglos pasados y que tan maravillosamente recuperó Christian Kupchik en La ruta argentina, un libro absolutamente delicioso y esclarecedor. Pienso incluso en el irónico Richard Francis Burton que describió lo humanamente fea que era la Argentina de mediados del Siglo XIX y en y en los hermanos Robertson que recorrieron las maravillas del río Paraná. La Gran Literatura Universal le dio acogida a casi todos ellos y los colocó al lado de otros descubridores: los que experimentaron narrando, esa otra forma del viaje.

Pienso en Horacio Quiroga y en Ambrose Bierce, por supuesto, y en Rosario Castellanos también. Pienso en Brett Harte y en Bruno Traven y en Carpentier. Ellos sólo hacían literatura, ellos eran literatura en viaje, en movimiento. Pero todos, todos, descubrían viajando, viajaban experimentando y experimentaban escribiendo. Hoy, en cambio, los viajeros son más bien mansos turistas, ¿no? Quiero decir: han dejado de ser viajeros, o sea individuos inquietos que buscan horizontes desconocidos y que pueden descubrir mundos nuevos o ignorados. Hoy los viajeros- turistas van en grupos: son manadas de seres humanos que se desplazan cámara en mano y de la mano de (jalados por? arrastrados por?) esos especialistas en simplificación que son los guías turísticos. Desde luego que hay quienes escriben libros de viajes para ellos, y muchos lo hacen profesionalmente muy bien, pues además esos autores suelen ser personas con un gran sentido de la oportunidad. Precisamente por eso, nosotros quisimos hacer un viaje no convencional a la Patagonia, antiturístico si se quiere. Y creo que por eso el libro salió como salió: de difícil caracterización dentro del género. Que es lo que a mí más me gusta porque yo no soy un viajero que escribe libros, sino un escritor que viaja. Y yo no escribí un viaje sino una obra literaria que contiene un viaje. Y como lo que hice no fue turismo, mi libro no da indicaciones o sugerencias a futuros viajeros. Por supuesto, y por eso mismo, no tengo la menor idea de cómo se escribe un libro de viajes. Ni siquiera sé si Final de novela en Patagonia lo es realmente. Y si es un libro de viajes, pues lo es pero al mismo tiempo no lo es. Porque contiene una novela pero incluye las divagaciones de quien a medida que viaja va escribiendo una novela. Es un libro, en tal sentido, acerca de la escritura de una novela. Por eso es raro, en cierto modo inclasificable, porque toca muchos géneros: nuestro viaje por la Patagonia -territorio maravilloso, si los hay- es sólo una parte de ese libro que contiene una novela que a la vez describe la construcción de esa novela. Y además contiene cuentos, crónicas periodísticas, microrrelatos, poemas, textos apócrifos, reflexiones sobre el arte de la novela y múltiples intertextos, lo que hace que el viaje sea, de hecho, un viaje a la Literatura. Parafraseando a Juan José Arreola, se trata de una “varia invención”.

Desde luego que el viaje a la Patagonia (tierra que Argentina comparte con Chile) es el hecho cierto que le da origen. Pero todo lo demás es Literatura, o sea imaginación, fantasía, permisos y transgresiones textuales. Si algo descubrí fue que la Patagonia es un territorio maravilloso y fascinante, pero no sólo en su topografía sino en sus incitaciones a la literatura. Y es que, como ustedes bien saben, lo que la Literatura debe intentar siempre es explorar los límites y las variaciones de la condición humana. Ahí está, como prueba de que muchos lo han conseguido, toda la Gran Literatura Universal. ¿Acaso existe algún libro -alguna buena novela, algún cuento magistral, algún poema fundacional- que no haya sido una exploración, una indagación acerca de lo que la condición humana es? Bueno, es por eso mismo que los grandes libros de viajes no quieren ser simples guías o instructivos para mansos viajeros. Si releemos a Darwin y a Humbodlt, eso es claro como el agua. Dicho sea con toda modestia, es por eso que en mis libros intento esas exploraciones, en algunos casos a partir de mis viajes. Y es que todo viaje es una cárcel abierta. Así lo escuché decir, acerca de la Patagonia, a un paisano en la Península de Valdez: La inmensidad es una cárcel abierta... Es una idea que me gusta como expresión poética, pero además porque es cierto que la inmensidad es una cárcel sin rejas, de la que algunas gentes no pueden, no saben o no quieren salir. Y a la que muchas no se atreven siquiera a ir... Cuando el infinito adquiere forma territorial, cuando estás ante un verdadero océano de mesetas y de nadas -en la Patagonia como en la vida- te desespera quedarte allí, te sientes perdido. Te mueves para salir, aunque jamás lo consigas. Igual sucede con la Literatura, ese otro infinito. Este escritor que soy a veces se complace de andar viajando, por supuesto. Pero no fueron mis decisiones las que me hicieron viajero. Fue la vida misma la que me llevó, cuando tuve que exiliarme. He vivido en dos o tres países, me he enamorado de México y su estilo peculiar, y ahora mismo sigo viajando adonde me invitan, y por suerte me invitan mucho. Soy millonario en amigos y me agrada viajar por el mundo para verlos, y a la vez cada viaje me enriquece y me estimula. Pero ningún viaje determina ni obstaculiza mi producción. Viajar es una circunstancia que me otorga una mirada un poco más ancha, nada más.

Para mí la escritura es movimiento, y es así como escribo. Me falta mucho mundo por recorrer, por supuesto, y realmente no sé si escribiré una sola línea de mis futuros viajes. Me falta ir a Finlandia y a China y a Mongolia, y aún no pude recorrer el Nilo, no he ido a Madagascar, a Greoenlandia ni Alaska. Por lo menos. Pero como viajo sin propósitos literarios, cada escritura será para mí como el viaje que la literatura es: escritura con la permanente nostalgia del allá cuando estoy acá, y del acá cuando estoy allá. Por eso yo tengo mi pequeño despacho en cualquier lugar del mundo. Mi mesa de trabajo, mi verdadera casa portátil, es el sitio en el que puedo colocar mi ordenador y soltarme a escribir con la pasión de siempre, la misma de ahora, la de este instante.

Y la misma pasión, diré también, con que mientras escribía estas páginas yo sentía que me desesperaba el mundo. Porque la idea del viaje, fabulosa e incitante, me llenaba sin embargo de inquietudes ¿Es que estaría yo metiendo la pata -como decimos en mi tierra- si me desviaba de la cuestión Viaje-Literatura? ¿Es que podía yo evadirme de lo que observo constantemente, o sea ese mundo en movimiento que son hoy los aeropuertos del mundo? ¿Es justo -me preguntaba- eludir en este texto esa circunstancia contemporánea de la transterración por necesidad y urgencia, por desesperación, que son hoy la marca más fuerte de los viajes?

Porque, ladies and gentlemen, hoy nosotros viajamos y escribimos pero somos una inmensa minoría. Y minoría muy privilegiada, si quieren admitirlo.

Hoy las grandes mayorías del mundo viajan por circunstancias antes dramáticas que placenteras, y eso es algo que me parece importante no olvidar. Yo necesito subrayarlo en este congreso. Las grandes mayorías del mundo, ahora mismo, viajan para emigrar. Huyen de la miseria y se enfrentan al rechazo. Escapan de realidades tremendas, de la pobreza y la desesperanza de sus países sometidos por la voracidad de la Globalización. Y acaban chocando con el chovinismo y la xenofobia de los países ricos y de los burgueses del mundo, que hoy están tan unidos como jamás lo estuvieron los proletarios. Lo que determina las ansias viajeras de las grandes masas humanas que se mueven hoy por el mundo es mucho más el dolor que la alegría. Es la transterración forzada por la explotación y la inequidad económica lo que determina la mayoría de los viajes en este sombrío inicio de milenio. Sombrío, digo, al menos para nosotros los que vivimos en la periferia, en los confines, en los bordes del pequeño mundo feliz de norteamericanos y euroccidentales.

El Siglo XXI ha comenzado con enormes masas humanas emigrando del hambre y el desempleo. Yo mismo vengo de un país que debería ser un Paraíso y sin embargo los muchachos y las chicas sólo piensan en irse porque allá no tienen trabajo ni futuro. La reconversión industrial que cierra fábricas y crea desempleados por millares, y la banca mundial que hoy dirige a los gobiernos, no sólo corrompen a nuestros dirigentes sino que enseguida nos acusan a nosotros, los ciudadanos, de ser incapaces de terminar con la corrupción en nuestras naciones.

La Globalización es así de cruel, así de perversa. Ha devenido máquina de expulsión social. Y esas masas expulsadas, desdichadamente, no tienen quién las escriba. No hay literatura de esa épica viajera porque los textos de viajes últimamente se han dedicado sobre todo a estimular los viajes de los ricos que visitan piadosamente las superficies más miserables del planeta, sea en Camboya como en Palestina, en Bolivia o en la Costa de Marfil. Los textos turísticos y la gran mayoría de lo que se escribe sobre viajes, que espantarían al bueno y sabio Sr. Humboldt, ahora promueve un conocimiento light, por arribita y sin ensuciarse las manos. O propone celebrar a los que pueden darse el lujo de viajar ignorando paisajes humanos y se lanzan a ilusorias aventuras del tipo Marlboro o Camel. La epidermis de nuestro zarandeado planeta está sangrando más allá de los shopping centers y de los malls que hoy abundan en todos los países.

Lamento venir a decirlo, ladies and gentlemen, pero a dos siglos de la muerte del gran Humboldt el mundo de los viajes se ha frivolizado. Y eso resulta un poco chocante cuando, por citar un único ejemplo de nuestro mundo en movimiento, por causas perfectamente evitables muere un niño cada ocho segundos en algún lugar del planeta.

Ante semejante cuadro de frivolidad, yo no puedo menos que pedir disculpas en nombre de la literatura.

Por eso mi viaje a la Patagonia no fue un mero recorrido geográfico. Por eso mi libro no es sólo el testimonio de un viajero por la corteza dura de su país.

Viajar por simple afán de aventura es hoy una extravagancia, acaso sensible y divertida pero extravagancia al fin. Y hoy en día viajar para descubrir también lo es, porque los descubrimientos verdaderos han sido sustituidos por la navegación virtual. Que es otra ilusión a la que se lanzan diariamente millones de personas en todo el mundo. Ni siquiera hay ahora navegaciones interespaciales, desde que el final de la Guerra Fría nos quitó incluso la fascinación de ser testigos de una competencia técnica fenomenal... El mundo se ha empobrecido. Y tengo para mí que estamos apenas en el comienzo de un tiempo atroz en el que los fabulosos avances de la ciencia y la tecnología no necesariamente mejorarán la calidad de vida de los pueblos, de todos los pueblos, sino que, como sucede en este mismo momento, la seguirán empeorando.

Esta Era Maldita de la Unificación Universal lo que está haciendo es desnudar por completo las debilidades humanas al aplastar las mejores contradicciones creativas de los seres pensantes que alguna vez fuimos. Bueno, frente a eso quizá el único camino sea resistir. Yo simplemente resisto como puedo.

Y la bandera de mi resistencia personal tiene un único nombre y color: es la Literatura. Porque sólo la Literatura sabrá conservar siempre los aspectos más hermosos de los pueblos y del mundo que hemos conocido. Sólo la Literatura será el tesoro testimonial de la vida de los que ya no están pero han sido, como nos sucede ahora a nosotros con los clásicos. Es en la Literatura donde están y siempre estarán las semillas de los sueños, de las ideas, de las revoluciones, de los cambios, de todos los cambios, incluso los imposibles.

Muchísimas gracias.

 

 

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Nació en Resistencia, Chaco, Argentina, ciudad a la que regresó para radicarse en 1990, después de ocho años de exilio en México. Ha publicado La revolución en bicicleta (novela, 1980; Seix Barral, 1996), El cielo con las manos (novela, 1981; Seix Barral 1996), Vidas ejemplares (cuentos, 1982), Luna caliente (Premio Nacional de Novela en México 1983; Seix Barral, 1995), El género negro (ensayo, 1984), Qué solos se quedan los muertos (novela, 1985), Antología personal (cuentos, 1992), El castigo de Dios (cuentos, 1994), Santo oficio de la memoria (novela, VIII Premio Internacional “Rómulo Gallegos” 1993; Seix Barral, 1997) e Imposible equilibrio (Planeta, novela, 1995). Fundó y dirigió la revista “Puro Cuento” entre 1986 y 1992. Sus obras han sido traducidas a una docena de lenguas.

Participó en Letras en el Borde 2002, en Laredo, Texas, donde se contó siempre con el apoyo invaluable del maestro José Cardona López, de la Texas A & M International University.