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Llegar a la orilla

 

Guillermo Lavín

 

 

“En el mundo hay mucha gente que se está ahogando.
Cada uno intenta llegar a la orilla de una manera distinta".
Ray Bradbury



     El sonido lacónico del silbato cortó el aire exactamente quince minutos antes de las seis de la tarde.

Y unos instantes después, como si el primero fuera una orden del capitán del equipo, uno y otro y otro y decenas de silbidos inundaron la ciudad para avisar a unos obreros que su turno terminaba; para decir a las esposas y a los hijos que sus maridos y padres llegarían en cualquier momento, y para confirmar a otros obreros que la hora de entrar a la fábrica se había cumplido. Pero a José Paul, de pie en el pórtico de su casa, sólo le interesaba la señal que llegaba primero a sus oídos. Le parecía distinta, única, como si en su viaje por el espacio, el sonido se alimentara con el vaivén de las ramas amarillentas de los árboles y con el aliento de los pájaros que aún no abandonaban la invernal ciudad, con la melodía de la hierba seca al ser pisada por los pies descalzos de los niños y el tintineo de las campanas que la mayoría de las casas del barrio colgaban ante las puertas. Los demás silbidos constituían una multitud abigarrada de lamentos.

El primero era el llamado.

Un llamado especial.

Era la voz de papá que gritaba: “Ya voy a casa”. Y José Paul, al escucharlo, daba de voces a su madre para pedirle permiso de ir a la maquiladora a esperar a su padre. No se detenía a escuchar el asentimiento; ya iba en camino, ya los mil metros se reducían. El niño corría por las banquetas sorteando las fracturas del cemento, pateando latas vacías de refrescos, mientras imaginaba el balanceo de la figura paternal.

Ésta era una tarde especial. La tarde del 24 de diciembre. José Paul soñaba amanecer en Navidad con una bicicleta como la de Brian Jesús, su vecino, con manubrio aerodinámico, frenos de alto impacto y protectores laterales. La bicicleta que veía en su imaginación se disipó al llegar a la fábrica.

Las puertas de la reja se abrieron. Los hombres caminaban por el andador rumbo a ella, con algo de prisa y temor, como los prisioneros que quedan en libertad después de una larga condena. Y la figura del balanceo, gruesa y morena, destacaba entre las otras. Venía acompañado de varios hombres, todos uniformados de azul marino, con el emblema rojo del cerebro cosido en el pecho. Los hombres se detuvieron bajo el anuncio de la empresa: SIMPSON BROS. CO. La empresa del ocio. Gesticulaban. José Paul vio la llaga en la base del cráneo de su padre y el pelo medio chamuscado alrededor de ella. Se tocaba con el índice la quemadura, como si quisiera asegurarse de que aún estaba ahí. Sus amigos lo llamaban por el apellido, Fragoso, pues nunca daba su nombre. Alguna vez, años atrás, mientras sostenía a su hijo en las piernas, le confesó que su nombre lo irritaba casi tanto como si lo insultaran. Se llamaba Teófilo José.

José Paul se acercó. Fragoso intentaba convencer a su compadre Isaías Ray de acompañarlos a beber una cerveza, para festejar la Navidad, antes de separarse.

     El niño se sonrió con don Luis Phillip, el viejo guardia que verificaba con extrema seriedad las entradas y salidas del personal. Al niño le pareció ver un gramo de tristeza en la mirada que le dirigiera el viejo. Frunció las cejas, preguntándose cuál podría ser la pena que aquejara a un hombre con la importancia del guardia, con el poder para dejar entrar y salir de aquel inmenso territorio a la gente. Una mano de huesos fuertes y grandes, enmascarada con piel quebradiza y fría, jugó con sus cabellos para apartarlo de la reflexión. Al niño le agradaba que el guardia le acariciara la cabeza, pues con el gesto llegaba un caramelo.

     Atrapó, rápido, la mano que hacía pequeños nudos con su pelo y la oprimió, mientras elevaba los ojos. Hurgó entre los dedos rígidos y encontró, oculto en algún pliegue, la suavidad del dulce cubierto con plástico. El viejo levantó en el aire al niño. Los rostros quedaron a unos centímetros.

—¿Qué le pediste a Santa Claus?, –preguntó el guardia.

—Una bicicleta.

La sonrisa del viejo se derritió lentamente. Lo bajó.

—Ojalá te la traiga –añadió con la voz hecha escombros: –son muy caras.

La voz del padre llegó como alarma de reloj despertador. El grupo de obreros se alejaba por la calle y Fragoso animaba al hijo a seguirlos. Y Paul flotó hacia él. Se detuvo y volvió la cabeza.

—Gracias –dijo en voz baja.

El viejo recibió las palabras del niño y respondió para sí: “Es cara, pero el vicio de tu padre es más caro aún”. El niño se talló los ojos. No comprendió las últimas palabras, pero el movimiento de los labios del anciano formaba palabras incomprensibles. Decidió que no tenía mayor importancia y reanudó el paso para alcanzar al grupo de hombres que ahora se había detenido en una esquina para hacer valla a una jovencita que caminaba con la mirada fija al frente. Ahí los alcanzó. Siguió la mirada de los hombres y se deslizó por la curva ondulada de la cadera suave y el reflejo moreno de las piernas atrapadas en un pantalón que parecía fusionado a ellas. Le agradó el color de la ropa, que cambiaba constantemente, como un caleidoscopio. Una bocanada de cierzo levantó polvo, se cristalizó en los ojos de los hombres y los empujó a continuar.

Antes de que el sol terminara de caer, detuvieron el paso.

El grupo de hombres trepó los tres escalones y penetró en la cervecería semidesierta.

Era un negocio reluciente, con la puerta giratoria, verde y metálica, inmaculada.

Juntaron dos mesas y el mesero los atendió rápido. El niño miraba con orgullo a su padre –quien conversaba como si fuera el dueño del lugar–, y pensaba en el día en que él tendría derecho a sentarse así, con los amigos, a beber una cerveza y no la soda de naranja que el mesero ponía ante él sobre la mesa solitaria.

      El cajero apuntó un control remoto a la pared y el ambiente se mezcló con los ruidos de la televisión panorámica. Los hombres se volvieron hacia ella y protestaron con burlas, gritos y amenazas, hasta que el cajero cambió de canal; le decían que estaban cansados de ver películas con dramas navideños. Tampoco les agradó la idea de ver noticias, así que la bulla continuó mientras la pantalla brincaba de canal en canal. El rostro y la voz de Judith inundaron el lugar con el corrido de Juan Cortina. Los hombres regresaron a sus cervezas y a sus comentarios.

El niño caminó hasta el mostrador y se entretuvo hojeando los titulares de las revistas y periódicos.

—¡Papá! –lo llamó.

      Los hombres callaron. Teófilo José preguntó con la mirada y las cejas a su hijo.

—¿Qué es una guerra económica? –preguntó el niño.

—La causa de todos los males –la respuesta paterna se entreveró con las carcajadas.

Los hombres se reacomodaron en las sillas y subieron los codos a las mesas.

—¡Papá! –insistió, sentado en un banquillo, a pesar de saber que los siete hombres lo mirarían con la acusación inmediata de estorboso.

—¿Qué quieres? –dijo consiente de ser el único que no miraba a su hijo.

–Piensa bien lo que vas a decir, porque es la última pregunta que te respondo.

—¿Qué es un bloque económico?

      El silencio fue total unos instantes.

—¿Alguien –le dolió la voz a Teófilo José–, alguien puede explicárselo?

El compadre Isaías Ray dijo que era como un partido de futbol, donde cada equipo se compone de varios jugadores–países. “Gana el equipo que le vende algo al otro –concluyó la ilustración– sin comprarle nada”.

Los hombres seguían en silencio. Teófilo José, con la pesadumbre recargada en los hombros, bebió un largo trago de cerveza y se levantó rumbo al cuarto de baño.

—¡Ah, qué Fragoso! –Dijo John Arturo al sobar las gotas de agua que se condensaban en el bote de cerveza–, qué joda le metió la compañía.

—Yo se lo dije a tiempo, le dije que no aceptara ser conejillo de indias –intervino Roger Fernando–, pero se enojó conmigo. “Lo que pasa es que tienes miedo”, me dijo, “no quieres progresar”. Y ya ven. Lo enviciaron. “Será la fregada”, le respondí aquella vez, “pero yo no dejo que me pongan cables en la cabeza”.

—Ya cállense –los detuvo con un murmullo el compadre Isaías Ray–, los está oyendo el niño.

Seis pares de ojos cayeron con la armonía de una sinfónica ebria sobre la figura de once años que rascaba con el tenis un chicle pegado en el piso. La breve y temblorosa luz del sol que dibujaba rayas en el suelo terminó su agonía. Los hombres sintieron el malestar de un invierno indeciso, de fríos intermitentes, un invierno enfermizo. El niño pensó que por fin llegaría la noche, la cena de Navidad, las excitantes flores de los cohetes en el cielo oscuro y el despertar alegre para subirse a una bicicleta flamante. El hechizo se rompió con el estruendo de una puerta. Su padre salía del baño, fajándose el pantalón, pero no volvió a la mesa, sino que pasó frente al mostrador, acarició una rodilla del niño y subió por una angosta escalera, semioculta a un costado de la caja registradora. El niño interpretó la caricia como un llamado. Siguió a su padre. Al abandonar el último escalón, se encontró en una terracilla larga, cercada por un barandal metálico.

Un soplo de viento helado se incrustó en su cara, con la fuerza de mil alfileres álgidos.

Se ajustó el suéter y cruzó los brazos. Desde ahí se podía ver el cauce del

Río Bravo: un delgado hilo color terroso, como si en el caudal corrieran asientos de café. José Paul recordó a su maestra, que se quejaba de que cada año el río se parecía más a un esqueleto de dinosaurio, que un día tuvo grandeza, pero que ya no tiene vida, pues la carne desertó. También veía la ciudad, su ciudad, Reynosa, que se extendía a lo largo del río, sin aumentar su estatura: no construían edificios altos. En cambio, los canales la cicatrizaban y el angosto sube y baja de las arterias del centro contrastaba con las calles anchas, rectas, equidistantes, de las colonias creadas por las empresas maquiladoras para sus empleados, con repetidas hileras de casas, iguales sólo los primero días, cuando aún no las habitaban los obreros y sus numerosas familias.

      Lo sobresaltó un estruendo. Provenía de la oficina cuya puerta se hallaba al fondo de pasillo; había una ventana grande, entreabierta, y el niño se acercó a ella. Se paró de puntillas en el zoclo y se agarró del alféizar. Entre las rejillas de la persiana roja, miró una habitación espaciosa, con piso de madera pulida, vacía, si no fuera por el blanco escritorio metálico y la araña de cristales que colgaba en el techo. Su padre, de pie ante el escritorio, apoyaba los puños en el metal y miraba con odio al sujeto pequeño, que sonreía y abría las manos como un cristiano pacifista y tolerante. La voz de Teófilo llegaba apagada. Decía que era injusto pagar mil dólares por un chip taiwanés de calidad ínfima y sin garantía, y le reclamaba que las compras anteriores salieran con defecto. “No duran, hacen corto circuito, dan toques, se queman” –reiteraba ante el sujeto de mirada serena, quien por su parte explicaba los riesgos de comerciar con países de un bloque comercial enemigo. “En todo caso compre usted el americano, dicen que el Simpson Dream III salió muy bueno”. “Si no lo sabré yo, que fui el catador –decía, y al hablar se paseaba el índice por la quemadura que coronaba la interface de bioplástico–, pero cuestan una fortuna”. Instintivamente, el niño se acarició la nuca y recordó la mañana en que el director de la escuela llegó al salón de clases acompañado de un ingeniero y una enfermera para anunciarles que vivían un día histórico, pues implantarían la tecnología norteamericana más moderna y sofisticada: un bioconector personalizado en la base craneana. El terror prendió fuego en la imaginación de los niños, excepto en Paul, que recordaba desde siempre haber visto algo así en la cabeza de su padre. El director pidió un voluntario.

Paul se incorporó. Media hora después, el niño disfrutó de la enseñanza neural y aprendió en segundos lo que antes significaban varias aburridas horas. El pie resbaló en el zoclo; su corazón brincó asustado.

En el interior de la habitación continuaba el diálogo entre el comprador irredento y el vendedor inconmovible. El primero pedía crédito, un descuento; el otro respondía que no. El primero palpaba la cajita que resguardaba la interface; el segundo acariciaba sus propias mejillas. Teófilo José sacó de la bolsa del pantalón, mientras sacudía la cabeza de un lado a otro, un sobre verde oliva y extrajo un pequeño fajo de billetes verdes. Contó la cantidad de dólares que necesitaba. Los entregó al sujeto. El niño vio que su padre guardaba en una bolsa el paquete con el chip y en la otra el par de billetes sobrantes, y sin despedirse del vendedor se volvió hacia la puerta. El niño, inmóvil, vio a su padre pasar con el ceño fruncido y hablando con un interlocutor fantasma. Bajó las escaleras detrás de él, lo siguió cuando se despedía con una mano en alto y unas pocas palabras de sus amigos y se le emparejó en la calle, en espera de alguna palabra. Antes de entrar a la casa, lo vio descargar un furioso puñetazo en el disco rojo que anunciaba el alto a los vehículos.

Antes de la cena, José Paul entró al baño con la intención de orinar, pero se abstuvo para no denunciar su presencia, ya que por la ventanilla que daba al patio, junto a la ventana de la recámara de sus padres, se podía escuchar la voz cálida y triste de su madre:

—Ni modo, viejo, ya está hecho. Ojalá que ahora te dure. Además, tú no tienes la culpa de tener el vicio. Aunque yo insisto en que la compañía debería pagar esos gastos, si ellos son los responsables, los que te metieron en esto.

—Por favor, Mercedes, ya no me repitas eso. Desde el principio, en el momento de firmar los papeles donde me hacía responsable, me fregué. El sindicato ya dijo que no me puede ayudar, que yo acepté los riesgos, que no tenían antecedentes de que el chip del placer provocara adicción –su voz tejía odio y tristeza, y parecía deslavarse entre el agua salada del llanto–, total, que me ganó la debilidad y otra vez compré fayuca de mierda.

Un ruido vibrante, que Paul interpretó como si hubieran golpeado la puerta del clóset le recordó el deseo de orinar: se puso de rodillas ante el excusado y se concentró para no hacer ruido. Suspendió la operación al distinguir entre las frases de sus padres algo referente a los regalos de Navidad. Luego llegó el silencio.

Y el silencio se rompió con dos golpes fuertes en la puerta del baño y la voz de su padre pidiéndole que se apurara. El niño subió el cierre de la bragueta –se salpicó un poco la mano– y abrió la puerta. Al salir, le pareció que en los ojos de su padre se habían instalado una venitas rojas y los párpados formaban pequeñas bolsas oscuras, sintió pena por él y vergüenza de sí mismo, pues pensó por un instante que lo habían sorprendido.

Las horas transcurrieron como si un tren sin fin pasara frente a los ojos del niño que, sentado en el escalón del porche de la casa, aguardaba el grito de su madre convocándolo a cenar. Desde ahí vio llegar a Clementina, su hermana mayor: desde su pantalón ajustado y las mejillas ardientes, ella se despedía de un muchacho alegre y hablador. Al pasar junto al niño, le alborotó el cabello. Otra vez solo, Paul pensó con tristeza que su hermana había llegado sin cargar regalos.

Una flor de fuego en el cielo hizo trepidar su pecho. Era la hora de los fuegos artificiales. La hora en que la gente salía de sus casas y se abrazaba para contemplar el regalo que hacía el gobierno municipal a la ciudad, bajo la forma de fugaces letreros deslumbrantes, estrellas simuladas, bucles de colores ardientes; y ahí encontró, dibujado en el cielo, un difuso momento de libertad y gusto que parecía crecer y estallar en su propio pecho. Solo, con los brazos abiertos, se bañó con las coronas de fuego ilusorio hasta que la realidad se implantó con un grito y el vapor que escapaba de la olla de tamales que alguien había destapado.

Ante la mesa taciturna, Paul se concentró en comer, aspirando el olor de frijoles recién guisados y masticando con suavidad para prolongar el gusto de los tamales de azúcar. El aire del norte arribó entonces. Un manoteo de aire invernal, con una carga de arenilla, erizó los brazos del niño. La madre se levantó de prisa a cerrar la ventana del comedor, mientras pedía a sus hijos que se pusieran un suéter. Fragoso no se dio por enterado. Parecía urgido por algo. Comía rápido, voraz y sin levantar la vista.

      El tiempo de cenar concluyó.

 Fragoso se golpeó con la palma de la mano tres veces en el pecho para provocar un prolongado eructo y se incorporó. Sin mirar a nadie, con los ojos perdidos como si estuviera concentrado en sí mismo, se dirigió a su recámara, seguido por la tristeza de su familia, de la que brotaba un sentimiento colectivo de derrota.

 Paul, acodado en la ventana cerrada, escuchó el gemido placentero de su padre:

“Ya se conectó al soñador”, pensó. Su madre se permitió una mueca mirando a Clementina, que susurraba alguna oración, levantaba platos sucios y los llevaba rápido al fregadero de la cocina y volvía con un trapo para levantar migajas y limpiar la grasa salpicada en la mesa.

El árbol de Navidad parpadeaba en un rincón.

 En su base permanecían las cajas vacías, inútiles, forradas como regalo, cubiertas con el musgo ocre.

—Es hora de dormir –dijo Mercedes a sus hijos. —Mañana limpiamos la casa –añadió al ver que su hija persistía en la cocina –, es tarde y el niño Jesús necesita tranquilidad para nacer de nuevo.

Para no dormirse, José Paul contaba los estertores y ronquidos, las pausas y los contratiempos, y escuchaba el ir y venir de la respiración de Clementina. Cada vez que entrecerraba los ojos, aparecía la bicicleta de color dorado, equipada con un motor simulado de plástico, y el sopor lo invadía.

      Las luces estaban apagadas y no se percibían movimientos en la casa. Salió al pasillo. Las ganas de reír superaban el silencio, mientras pegaba el extremo de un hilo con cinta adhesiva en la pared. Luego se acostó y amarró la otra punta en su propia muñeca. A pesar de sus esfuerzos para evadir al sueño, en algún momento la mente divagó más allá de su voluntad y se quedó dormido. Por eso se sobresaltó tanto al sentir el jalón del hilo en la muñeca. Aguardó inmóvil, con los ojos cerrados, simulando el más profundo sueño. Pero nadie se acercó, excepto el murmullo de ropa, de pies descalzos en el pasillo y alguna voz tenue y sosegada que reconoció por el acento maternal. Un poco después volvió la serenidad nocturna y José Paul, guiado por las luces parpadeantes del árbol navideño, inspeccionó la sala. En la base del árbol, brillaba una cajita roja con su nombre. La abrió.

Minutos después, el niño estaba sentado en la orilla de su cama. Acarició el nuevo reloj de cuarzo. Pensaba en la inútil carta escrita a Santa Clos un par de semanas antes. En ella estaba depositado el anhelo de meses. Quizá de años. Una bicicleta moderna, no como la que yacía arrumbada en el traspatio y que su padre había comprado cuatro años antes de segunda ¿o tercera mano? Ni la pintura reciente, ni los rayos aceitados o el asiento forrado la hacían parecer nueva.

Dejó de pensar en el reloj al abrir la ventana y aspirar el viento que llegaba del norte, un viento que arreciaba, cargado con los minúsculos granos de frío que traía desde el polo norte. Sintió palidecer las mejillas mientras salía al patio y entrecerraba con cuidado la puerta de la cocina, cuidando de que no cayera la traba.

Al subir a la vieja bicicleta, ya tenía tomada una decisión: estaba convencido de que sólo dependía de sí mismo para obtener una. Recordó cómo su padre salía desaforado de la recámara, unos días atrás, con el rictus de pavor en la cara y con la base del cuello humeante, el pelo chamuscado y el olor a piel quemada. Una vez más el chip traicionero se derritió en su cuello. Las quemaduras en la piel eran lo más aparatoso, lo más detestable ante la vista de los demás. Pero según

Fragoso, si gritaba como un loco cada vez que sucedía la crisis, era porque en verdad moría. Si salía de la recámara con los ojos desorbitados y berreaba como un buey en el rastro; y si luego reía con arrebato de niño, era por el dolor irresistible que penetraba en su cerebro, en las imágenes terribles que lo hundían en la muerte.

Eso pensaba el niño al pedalear, al escuchar en el aire el ruido de automóviles que festejaban la noche que sólo existe una vez al año. Pasaba ante los porches de casas donde las luces y los gritos perpetuaban el festejo y cruzaba esquinas de resignada simetría. Un poco más allá apareció el objetivo.

Una reja alta.

Una barda de concreto.

En el centro, un edificio cuyo mapa guardaba en la memoria, a pesar de que sólo en una ocasión lo había recorrido, de la mano de su padre, durante el festejo del día del niño.

“Aquí –le dijo su padre– trabajo yo. En esas cajas se colocan los chips y pasan por esos rodillos al departamento de envoltura, que ves ahí.”

Puso la bicicleta recargada en el muro. Parado en ella, se agarró del borde del muro y trepó en un santiamén, ayudado por el miedo a sentir que un lazo lo amarrara del tobillo. El patio interior estaba oscuro, en silencio, solitario. Sólo pavimento gris que reflejaba en el centro un rayo de luna. Le pareció ver en la caseta del guardia una luz filtrada por la ventana. Ordenó a su imaginación no pensar en los enemigos bizarros, ni en gusanos viscosos que reptarían por el suelo, ni en garras que pudieran enredarlo del cabello.

Y brincó.

 No se detuvo a pensar.

      Corrió hacia el edificio, con el cuerpo recogido, con los brazos en el pecho, pensando que de esa manera sería un objeto más pequeño, menos ruidoso, poco importante. Y luego rodeó el edificio, pegado a las paredes, hasta encontrar una ventana. Intentó abrirla. Puso toda su fuerza, se concentró, creyó que las venas del cuello y de los brazos estallarían, pero no pudo. Se dijo que no con la cabeza, que no sería un fracasado, que seguramente en el suelo encontraría un objeto, aunque fuera una piedra para romper el vidrio. A gatas y con los ojos entrecerrados empezó a rastrear el suelo. Poco a poco se acercó al área de estacionamiento, donde se elevaba un árbol de trueno cuyas hojas daban forma a la insignia de la empresa. Pasó entre los camiones de distribución, asomándose en las cabinas y tentaleando las manijas. Intentó abrir las cajas de remolque y se asomó bajo el chasis.

Nada.

Ni fierros, ni desarmadores olvidados, ni siquiera tuercas.

Volvió sobre sus pasos y se dejó caer junto al árbol de trueno. Al caer se golpeó con un objeto duro que le sacó un quejido. Palpó en el zacate que rodeaba al árbol y encontró una barra de metal. La alegría del hallazgo le impidió reconocer que en el ambiente flotaba el olor del tabaco quemado.

Apoyó la barra en la ventana y se colgó de ella. El crujido del metal sonó como golpe de tambor durante un sepelio. José Paul no lo advirtió. Traspuso el hueco.

Unos minutos después su figura apareció en la ventana.

Saltó al suelo.

Corrió hacia el muro, con el viento en contra, con el aire helado sobre el sudor ardiente, con el miedo de que una mano se posara en su hombro con la fuerza de una garra de águila. Al llegar a la tapia se dio cuenta de que no podría trepar por ella. No lo previó al salir de casa. La angustia trepó por su garganta como una tela de araña, asfixiándolo. Caminó de prisa hacia la reja, con la esperanza de encontrar algún objeto que le ayudara a escapar. Le pareció ver que la reja estaba entornada. Observó unos instantes la caseta del vigilante. Continuaba oscura y silenciosa. Se acercó cauteloso. Abrió la reja con lentitud. Paul advirtió una terrible resequedad en la boca y en la garganta, mientras salía del lugar y volvía la reja a su sitio. Metió la mano en el bolsillo para confirmar que el chip continuaba allí. Así subió en la bicicleta y la condujo de regreso a casa, sin sospechar siquiera que atrás de él, en la caseta de vigilancia, se volvía a encender la brasa de un cigarro y una voz cascada, triste y amorosa le deseaba suerte.

Si bien el sol irradiaba sus rayos brillantes y la gente esplendía con sonrisas, nada competía con la cara feliz de José Paul, quien apretaba los pedales con la fuerza de la marea. El niño sentía, con cada brizna de aire, que un murmullo de voces lo felicitaban, que su bicicleta nueva estremecía las envidias de sus vecinos y que con ella podría viajar más allá del Río Bravo, que podría salir de Reynosa y viajar por la ribera del río y por la carretera de cuota y por los senderos ignorados y cruzar los puentes. Y apenas tomada la decisión, ya se hallaba en camino, por una vereda, más rápido que la corriente verdosa del agua que avanzaba paralela a él.

Era un camino de tierra suave, como si viajara sobre una esponja y el viento lo empujara hacia su destino. Miles de mariposas veraniegas plasmaban sus colores en la bicicleta y en la ropa del niño, que las sentía como una lluvia, como un regalo original del cielo. Con ellas, a ratos le parecía volar en una nube sobre colinas verdes y pequeñas.

Se escuchó un grito.

Un sonido lejano.

Un sonido que formaba su nombre y que se repetía.

José Paul, con esfuerzo, abrió los ojos. Su madre lo miraba desde la puerta de la recámara.

—¿No te vas a levantar? –insistía–. Tu padre quiere que desayunemos juntos.

“Mi padre –pensó el niño.”

—Sí –respondió–, ya voy.

En cuanto su madre se retiró, José Paul se llevó la mano al cuello y desenchufó el chip. Durante unos momentos se quedó en silencio, pensando que si le daba el chip a su padre, éste se pondría furioso por el robo y, seguramente, en lugar de agradecerle el esfuerzo, lo castigaría. Al posar los pies desnudos en el suelo frío, experimentó un dolor hasta entonces ignorado, algo así como un remolino de viento en la boca del estómago.

“Tengo que pensarlo bien –se dijo–. Tengo que pensarlo”.

 

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Escritor mexicano


Ciudad Victoria, Tamaulipas. 1956. Fundador y coeditor de la revista A Quien Corresponda, ganadora en dos ocasiones del Premio Nacional Tierra Adentro (92-93, 93-94) y tres veces del Premio Nacional Edmundo Valadés (96-97, 98-99 y 99-2000).

Ha publicado Final de Cuento (cuentos); A seis años (política cultural en Tamaulipas); En el lomo del libro (ensayo).

Sus cuentos, crónicas, artículos y ensayos se han publicado en revistas de España, Argentina, USA y México.

Finalista en tres ocasiones del Concurso Nacional Kalpa, de cuento; finalista en el concurso de cuento Axxón, de Argentina; Finalista en el concurso de cuento Más allá, de Argentina; dos veces mención en el concurso nacional Puebla de Ciencia Ficción; Segundo Premio Alberto Magno, España 1999.

 Fue Secretario Técnico del Consejo Para la Cultura y las Artes de Tamaulipas 1992-1998. Ha realizado radio cultural, ha sido jurado en el Concurso Nacional de Cuento UABJO y en el Concurso Nacional de Novela Fuentes Mares.