Graciela Ramos

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Sierra Club

 

 

Graciela Ramos

Desde ayer, cuando nos encontramos casualmente después de tantos años, he esquivado el tema de lo nuestro. Ahora, viéndolo frente a mí, intento reanudar la conversación de anoche.

—¿Detener la migración? –pregunta él como respuesta a mi comentario.

—Eso pretenden –le contesto tratando de parecer casual– algunos miembros del Sierra Club opinan que la migración humana es una amenaza para su país.

—Como son los ecologistas más fuertes de Estados Unidos, quizá lo logren. Lástima, su neutralidad en temas migratorios ha sido modelo para la opinión pública.

—Está en los diarios desde ayer, ahora van contra inmigrantes, legales o ilegales, aduciendo impacto negativo al medio ambiente.

—Con vigilar el despilfarro estadounidense y el consumo exagerado, mejorarían el impacto, pero son contradictorios: conozco seudo ecologistas que coleccionan marfil.

—Qué paradoja, ¿verdad? –pregunto.

Mmhh... sí, una gran paradoja, –contesta y me sonríe.

Toma mis manos entre las suyas y, sin dejar de ver el fondo de mis ojos, me lleva hasta el sofá donde correspondo a sus abrazos y caricias, resarciéndome de la ausencia, de todo este tiempo saturado de deseos perdidos por la distancia. De pronto me detengo y él intuye la angustia que me paraliza. Entonces se da a la tarea de ir plantando en mi cuello docenas de diminutos besos como si me aplicara un sedante delicioso. A pesar de todo, cuánto deseo disfrutar de su amor ahora, en el íntimo entorno de paz que desde hace tiempo es mi departamento, en esta sala callada y a media luz a donde él ha llegado con palabras amorosas y un tierno picoteo en mi mejilla. Cierro los ojos.

Pude ver que sobresalía del grupo en la rueda de prensa. Me atrajo como antaño su desenfado de hombre libre al admirar desde lejos la sincronía de sus pasos. Me fascinaba una vez más la seguridad de sus movimientos y pude comprobar al escucharlo que aún revestía de firmeza sus palabras. Recordé en ese instante nuestro amor tan fugaz y las largas noches de ausencia que le siguieron, pobladas de recuerdos y añoranzas mientras él, tránsfuga de hemisferios, continuaba su camino de amor del territorio que iba pisando. Y llegó de nuevo la angustia; amar a un hombre tan libre, a la vez, temer a su desarraigo. El ruido de las voces nos había impedido escuchar lo que tratábamos de decirnos. Entonces sus palabras -deliciosa voz de trashumante que no imaginé tener al día siguiente en la íntima quietud de mi departamento- no alcanzaban a llegar con claridad hasta mí.

Ahora es distinto, las paredes tapizadas de seda beben la suave música del estéreo y, por momentos, nuestras voces de seres libres y absolutos dueños de soledades arduamente llevadas por años.

Viajará mañana. Esta noche podríamos revivir nuestro lejano idilio –nacido en aquella tierra extraña– breve e intenso, truncado por mi temor a unirme a un hombre sin raíces. Qué absurda, que estúpida resulto al recordar; de pronto me he sentido temerosa, como en vísperas de un viaje.

“Detener la migración”, le había yo gritado la noche anterior, y el ruido de voces había ahogado mis palabras mientras yo, con una mezcla de alivio y frustración, conjeturaba que pronto volaría hacia otro punto del continente.

El bullicio nos había obligado a dejar en suspenso la conversación. Hablar de noticias era el modo más civilizado de soslayar imágenes amorosas. Por la tarde, cuando se perfiló su figura en el vano de la puerta de mi departamento, percibí que le agradaba el ambiente, especialmente por el encanto vegetal que dijo percibir. Contesté, con un dejo de vanidad, que yo sabía cuidar muy bien mis plantas. Serví el vino y brindamos por el encuentro; traté de reanudar la conversación de la víspera, luchando conmigo misma por aparentar tranquilidad; simples amigos intercambiando ideas... hasta el momento en que tomó mis manos.

—¿A dónde vas? –me pregunta cuando de pronto me separo de sus brazos y abandono el tibio nido que hemos formado entre suaves cojines blancos.

—No tardo, voy a la cocina por el paté que trajiste. ¿Qué te pareció el vino?

—Casi tan bueno como el de mi tierra –bromea.

—Ponte cómodo, hay música, revistas...

—¿Juegas? –pregunta señalando el tablero del Juego de la Oca en la mesa del rincón.

—Me gusta más como adorno –confieso.

Emigro de la penumbra creada por gruesas cortinas de la sala, y llego a la luz intensa de la cocina. El bendito trámite de visa impidió su marcha de perenne viajero, propiciando que arraigue sus mudanzas –sólo por unas horas- en mi mullido sofá. La palabra migración revolotea en mi cabeza cuando saco la lata de la bolsa de papel y leo: paté de foie gras aux truffes. Evoco aquellas aladas figuras volando sobre mi cabeza, recortando en el cielo su paso bullicioso; gansos salvajes, blancas aves que truecan su paisaje de nieve por mi cálida latitud. Pienso en los seres humanos que abandonan su panorama nativo; y pienso en el Sierra Club. Acciono el abrelatas eléctrico; produce un chirrido agudo que aumenta de intensidad. La cocina entera se llena de graznidos y ruido de aleteos, como el estrépito causado por una bandada de gansos en tránsito, casi los veo sobre mí. De pronto el ruido cesa al separarse la tapa de la lata, y dentro de ella veo la pulpa tersa, color grisáceo rosado, y percibo el peculiar aroma del hígado del ave. Alsacia, Las Landas, Perigord, el mejor foie gras del mundo contenido en esta latita, manjar saboreado desde los antiguos romanos... los bellos romanos...

Un hombre maravilloso aguarda mi regreso y quizá desespera al acabar el compact; por la música que ha elegido, es aún el compañero deseado. Debo ir con él en lugar de estar pensando en aves migratorias. Voy mi amor, voy pronto hacia ti.

Falta el pan de centeno, o no, mejor el de varios granos, como en los refugios de los gansos del Canadá; volando miles de kilómetros, desde el Lago Hudson hacia el sur -libre vuelo celebrado por mí desde la infancia, en cierta fecha, bajo un cielo claro de otoño dibujado de golondrinas: “Van hacia Argentina, puntuales, y sin calendario ni reloj” ha dicho mamá -unos dicen que migrantes por instinto, otros que por funciones hormonales, quizá por cambios barométricos, o puede ser por las glaciaciones durante el Pleistoceno. ¿Pero importa acaso? Los gansos emigran en busca de calor y sustento y descienden en refugios rebosantes del grano para sustentar su peregrinar invariable. Algunos caen bajo finas redes lanzadas por los anilladores. Los capturan para etiquetarlos y vigilar su vuelo. ¿Él me amaría más si sometiera a mí su errabundo caminar? ¿Hay algo seguro en la vida? Vuelan los expatriados gansos al destierro voluntario, en éxodo repetido.

Quizá se logre prohibir la migración del hombre, acto seguido irán contra el reno que busca pasto en la tundra; seguirán con la golondrina desde Alaska hasta la Patagonia y luego acosarán al ganso salvaje y a la grulla y perseguirán al salmón y al arenque y continuarán con la langosta y la libélula y la mariposa...

Pero debo volver.

Los platitos y cubiertos están sobre la blanca servilleta de la charola, y puedo escuchar su voz como un eco acariciando mi nombre. Acudo a su llamado y al empujar la puerta giratoria apenas vislumbro su figura difusa en el extremo de la sala, extensa como una llanura; viene hacia mí, atravesando el terreno alfombrado que nos distancia, avanza sobre plantas que, al ir brotando, se adhieren a sus piernas para entorpecer su paso de animal libre, y me sorprende que más plantas nacientes comienzan a enredarse en los muebles y quiero decirle ven rápido, pero no me escucha porque un intenso graznido lo inunda todo, ensordeciéndonos, mientras más exuberantes plantas trepadoras surcan las paredes y siguen creciendo y él extiende su brazo pero apenas logra sacar tres dedos por los intersticios de la potente malla que ha sujetado nuestros distantes cuerpos y miro un reguero de grano tapizar la alfombra y la luz del sol se ha posesionado de la llanura en cuyo centro hay un espejo de agua rodeado de juncos; intento llegar levantando el vuelo pero mis alas no responden y comienzo a ver cuadrantes, casillas del juego de la oca, parches verdes de campos sembrados y esteros que nos separan, y lo veo mover sus manos hacia mí cuando más aves bellas continúan llegando y centenares de libélulas y mariposas quedan atrapadas al cerrarse la ventana y él trata de romper las ataduras mientras yo hago un último intento por tocarlo, besarlo, librarme al fin de estas redes paralizantes que pretenden detener la migración.

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Escritora mexicana

Nació en Reynosa, Tamaulipas. Oficios: escritura, traducción y pintura. Publicaciones: Como las grandes; Cal en el polvo; Envolturas, plaquet; Reynosa en mi diario, ensayo.

Ha publicado en revistas literarias como Fronteras y A Quien corresponda.
Asistió a los talleres de los maestros: Orlando Ortiz, Emilio Carballido, Hugo Argüelles, Antonio Delgado y la doctora Ana Elena Díaz Alejo.
En 2010 obtiene Primer lugar en el Primer Concurso Estatal de Poesía de Río Bravo, Tamaulipas y gana Medalla de Oro.
Desde 1995 a la fecha imparte talleres independientes de escritura creativa.
A partir del 2011 coordina talleres literarios del IRCA, en Reynosa, Tamaulipas

 


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