Carlos W. Trejo. Escritor mexicano.

 Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links

 

 

1979

 

Carlos W. Trejo

¿Cómo llegué a este lugar? ¿Por qué la gente se pone de pie, me mira y aplaude? ¿Por qué no puedo sentir el frío de la noche, ni el viento, ni escuchar sonido alguno? Miro en derredor y veo el rostro de las personas que sonríen y estiran las manos tratando de tocarme, pero yo apenas me muevo. Es como si todo sucediera en cámara lenta. Veo el detalle de las personas que se acercan, el movimiento de las banderas, más no sé qué es lo que está pasando. No los siento. Es un mundo en el que no recuerdo haber entrado.

Cuando pequeño, lo único que me importaba era destacar. Luchaba todas las tardes con los cuadernos y los libros y las tareas. Deslizaba el lápiz y cuidaba las hojas. Hacía todo lo que por la mañana mi maestra había dejado. Después, estudiaba un poco más. Aprendía todo y de todas partes. Para mí sólo existían los diplomas y las buenas calificaciones, llegar a la universidad y sacar a mi madre de la pobreza. Esa era la meta, lo único en lo que tenía puesto los ojos. Pero algo en el camino se salió de control.

La primera vez que sostuve un arma yo tenía doce años. Me la dio un militar de boina roja. La recuerdo pesada y grande, cromada y con culata de madera. Me pareció la más hermosa del mundo. La levanté con ambas manos y apunté hacia la calle, a un perro que iba pasando.

Bum. Jalé el gatillo, pero el arma no estaba cargada. Nadie le da un arma cargada a un niño. Desde que la tuve en las manos, desde que pude sentir el olor de la pólvora y el metal, desde que pude deslizar los dedos por sus contornos, soñé con tener una. Pude hacerlo cuando cumplí dieciocho años. Practiqué mucho. Tanto o más que con las materias de la escuela. Mi pasatiempo era aprender sobre armas. El revólver es mi favorito.

Me gusta por ser el más poderoso, el más preciso. El arma que utilizan los policías que liberan rehenes. Con un revólver sólo tienes seis oportunidades de acertar, así que no te puedes dar el lujo de hacerlo mal. Pasaba las tardes en el campo de tiro. Nadie lo hacía mejor que yo. Pero decidí que ya estaba bien de practicar, que necesitaba salir y aplicar lo aprendido.

En la esquina de la casa de mi novia había un mini súper de esos que abren todo el día. Pequeño, con muebles llenos de pastelillos y chicles, con los refrigeradores a punto de reventar con tantas latas de refrescos y cerveza. Por las noches sólo había un empleado al que le gustaba subirle el precio a todo y quedarse con las ganancias extras. Un estafador de poca monta que ni siquiera se atrevía a mirarte a los ojos y que a las tres de la mañana cerraba las puertas y se iba a dormir a la trastienda. Creo que su nombre era Miguel, o Martín, o algo así. Su nombre comenzaba con eme, sólo eso recuerdo. También recuerdo el gesto de su cara después de recibir el tiro que le voló la mitad de la cabeza.

Siempre me han gustado los vaqueros. Charles Bronson, Clint Eastwood, Henry Fonda. Me gusta el campo y los caballos, andar bajo el sol cubierto con un sombrero. Usar botas de piel de serpiente. Escuchar los casquillos percutidos al caer en el suelo.

Un día me di cuenta que no había hecho nada con mi vida. Nada más que estudiar y ser un buen hijo y ser un buen empleado en la compañía. Una persona de esas que respetan las leyes y que van a misa todos los domingos. Me di cuenta que era alguien como los mil millones de personas que viajan en el metro y que viven y mueren sin que nadie se haya dado cuenta de eso. Era uno más de esos que no importan. Peor que eso; una hormiga en el hormiguero. Quería cambiar, pero también tenía miedo de hacer algo demasiado radical.

La idea llegó cuando hice una lista de las cosas que quería hacer antes de cumplir los treinta. Hacer el amor con dos mujeres, vivir una semana en el campo, viajar en globo, nadar desnudo en el río. Era una simple idea, algo que se supone iba a resultar divertido pero que al final no lo fue. También escribí que quería asaltar un mini súper.

Primero no escribí eso, al menos no con esas palabras. Más bien escribí que quería usar mi revólver fuera del campo de tiro. Luego escribí que quizá debería usarlo en el monte, tal vez cazar un animal o matar un ave. Pero la sola idea me repugnó. La verdad es que no necesitaba disparar el arma, sólo quería sacarla y mostrársela a alguien, sentirme poderoso con ella. Eso. Escribí que quería amenazar a alguien con el revólver. Pensé que la mejor manera de hacerlo era asaltando a alguien. Pero... ¿a quién?

Una noche, después de ir con mi novia al cine, pasamos al mini súper a comprar unas cervezas. Esa fue la primera vez que vi a ese hombre, al empleado que inflaba el precio de las cosas. Recuerdo que discutimos cuando le dije que eso estaba mal, que no pensaba pagarle de más. Él se alzó de hombros y me dijo que no le importaba. Que si no me parecía podía ir a cualquier otra tienda. Ya había metido las cervezas en una bolsa, así que se limitó a recogerlas, darse la vuelta y seguir leyendo una revista de chismes. Mi novia no hizo más que hacer un gesto e indicarme que le pagara, que no valía la pena. Yo, con el coraje adentro, saqué un billete arrugado y lo arrojé sobre el mostrador. El tipo sonrió levemente y me entregó el cambio junto con la bolsa. Juré que me la iba a pagar.

La idea me vino después de mirar una película. Yo sólo quería cambiar su vida, amenazarlo con mi revólver para que cambiara su conducta. Juro que nunca quise que muriera, pero ya lo dije; algo en el camino salió mal.

Ahorré durante varios meses para comprar mi revólver. Recuerdo que lo vi en una tienda de armas de una ciudad en la frontera. Una hermosa Mágnum con el cañón más grande que hubiera visto en mi vida. Plateada. Culata de madera. Una belleza. Me costó el equivalente a tres meses de salario. Cuando la tuve en mi poder no pude dejar de mirarla. La cosa más preciosa. Compré también una funda de esas que usan los policías para guardarlas a un lado del pecho, a la altura de las costillas. Me pasé una hora frente al espejo mirando cómo lucía con ella. Luego la guardé en una caja de zapatos debajo de la cama y soñé con que yo era un vengador anónimo, igual que Charles Bronson.

Nunca fue mi intención utilizarla, al menos no de esa forma, pero, honestamente, me sentí muy bien al hacerlo, al jalar el gatillo y escuchar el estallido de la bala, al escuchar huesos quebrándose. Disparé dos veces y las dos veces di en el blanco.

Preciso como el bisturí de un cirujano.

Llegué como a las dos de la mañana al mini súper. El tipo estaba ahí, quedándose dormido tras el mostrador. Ni siquiera me vio al entrar. Yo caminé por los pasillos agarrando latas, leyendo las etiquetas y volviéndolas a colocar en su lugar. La verdad es que no me animaba a hacer lo que había venido a hacer. Las piernas me temblaban. Tenía la boca seca. Los oídos me zumbaban. Era como si de pronto mi espíritu quisiera escapar de mi cuerpo pero mi cuerpo no quisiera soltarme. Caminé por los pasillos sintiendo el peso del arma en mi costado, pensando en la secuencia de este acto. Al mirar ahí al empleado con sus brazos cruzados, a punto de quedarse dormido tras la caja del mostrador, una punzada de odio me atravesó el pecho. Fue en ese momento cuando todo comenzó.

El asaltante llevaba puesta una máscara de cerdo hecha con papel maché. Salió de no sé dónde. El dibujo de sus ojos era irregular, uno más arriba que el otro. El color rosa de la piel era demasiado rosa como para ser un cerdo de verdad. Las orejas demasiado puntiagudas. Me dio la impresión de que por las tardes, antes de entrar a robar cualquier tienda, tomaba clases de cartonería en una escuela de quinta. El asaltante entró corriendo y le apuntó con la pistola a Martín, o Miguel, o como quiera que se haya llamado el empleado del mini súper, a quien pude escuchar cómo se le aflojaban las tripas y dejaba caer todo su contenido al suelo. Nunca antes lo vi tan despierto. El asaltante pidió a gritos todo lo que había en la caja.

No.

Le pidió también lo que había en la caja fuerte.

El empleado temblaba, apenas y podía moverse de su lugar. El asaltante no tenía mucha paciencia. Le puso la pistola en la frente y le volvió a pedir todo el dinero de la caja. El empleado le dijo que no sabía la combinación. Lloraba como una nena. Yo miraba todo desde el fondo, muy cerca del refrigerador de los hielos, cargando una lata de comida para perros.

El asaltante perdió el control y comenzó a gritar y a golpear con el arma al empleado, quien se cubría la cabeza con los brazos y se tiraba al suelo pidiendo que lo dejara en paz. Nunca vi nada parecido. Una punzada de odio me volvió a atravesar el pecho. Quise hacer algo, y recordé el revólver que colgaba de mi costado. Pero eso no era suficiente. No me atrevía a moverme de mi lugar. Lo siguiente apenas y si puedo recordarlo. Recuerdo que no quise lastimarlo, por eso le disparé primero en la rodilla derecha. El asaltante, al sentir que la rodilla se le partía por la mitad, dejó salir el tiro que le reventó la cabeza al empleado del mini súper. Luego disparé por segunda vez y le di en la rodilla izquierda. Rápido y preciso. Era el puto Charles Bronson de todos los mini súper. El asaltante cayó al suelo y soltó su arma. Ahora era él quien lloraba como nena. Mientras, detrás del mostrador, todo era una enorme pintura roja que goteaba sobre los empaques de cigarros. Eso es lo que recuerdo. Las cámaras de seguridad grabaron algo diferente.

En el video se mira cómo el asaltante golpea al empleado hasta dejarlo casi inconsciente. Se ve que le grita cosas y que intenta levantarlo agarrándolo por los cabellos. El empleado quiere soltarse pero no puede. Entonces el asaltante le dispara en la cara. Después de eso aparezco yo, con el brazo bien estirado empuñando mi revólver. Gritando. Disparo una, dos, tres veces, hasta vaciar el arma. Le reviento las piernas y lo dejo llorando en el suelo. Yo me acerco y sigo jalando del gatillo, pero mi el revólver ya no tiene nada más qué disparar. Estoy así, casi encima de él, jalando del gatillo durante un buen rato. Luego, al darme cuenta de lo que acaba de suceder, caigo al suelo, cansado, a esperar a que alguien llegue por nosotros. No recuerdo los gritos de dolor del asaltante. Durante varias horas no pude escuchar nada.

Me dijeron que el empleado había nacido en 1979. Era dos años más joven que yo, lo cual me pone mal. Por eso está toda la gente aquí. Por eso aplauden y me dan la mano y me dicen lo mucho que me aprecian. No los escucho pero leo sus labios. Sé por qué sonríen. El día de hoy, al llegar al final de las escaleras y saludar al hombre del traje gris, cuando termine de caminar por todo el pasillo lleno de luces y de reporteros y de personas que no conozco, estaré recibiendo el premio al valor ciudadano. Y todo me parece irreal. Es como llegar a un mundo al que no sé por cual puerta he entrado y que no sé si me va a gustar.

 Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links

 

 Contador de visitas para blog

*

 

Escritor mexicano


México, Distrito Federal 1977. Estudió relaciones internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudió en la Escuela Dinámica de Escritores de Mario Bellatin. Sus cuentos han sido publicados en revistas como Registro MX, Fantasci, Uruz Arts y el fanzine La Nevera. También aparece en la antología de relatos “Al diablo Adentro” de la editorial Disculpe las Molestias. Actualmente escribe para el blog: El campo y la ciudad