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El país de las notas

 

 

Ailed Álvarez

 

Una a una las notas suben por mi cuerpo; atropellan pensamientos, despejan mi vista, colorean un sendero arcoíris. Lentas y sonoras me llevan lejos de ataduras, de mis manos sosteniendo el peso de mi vida, de mi cuerpo. La clave de sol derrumba las paredes que me encierran, me libera de presencias que no entiendo.

Eloísa sigue los sonidos y silencios, nadie más los advierte. Insiste en no ser ella, sino su reflejo que busca la puerta hacia jardines ocultos en donde la lluvia no la moja.

—No soy yo —grita al cruzar descalza el seto de rosales—. Es mi reflejo atrapado desde los dieciocho años.

Corre mientras intenta liberarse del hombre que la detiene.

Eloísa ni siquiera percibe la sangre en los pies; a veces baila entre las flores cercanas al portón, para luego mirar hacia la alameda a través de los barrotes. La enfermera que la cuida sollozó la primera ocasión que le curamos los pies. Eloísa sonreía.

Hoy me observa triste; me repudia y yo la amo. Ella deja regalos en mi oído: pequeñas pero sonoras corcheas alegres, pianísimas, que salen de su voz marcando un camino a veces largo. Sus dedos tocan el viento en la nota exacta de su voz: un si bemol, un do, un re y otras notas que imagino componen la melodía que le escucho tararear. Su muñeca lleva el movimiento preciso para el tiempo que cada nota requiere. Ella, no me ve más, sus ojos se cierran sobre la música que la impulsa a vivir creando.

Algunos días, cuando olvido no tragar las píldoras me quedo sorda. Esos días el sol es gris y el silencio camina mis pasos; camina sobre mí. Esos días, personas con uniformes brillantes me saludan con sonrisas. No entiendo. Se alegran de que la música no suene, de que mi alma enmudezca.

Desde pequeña las ventanas me parecen acogedoras, llenas de promesas; esas tardes de silencio me siento cerca de mi preferida y Santiago me acompaña. Sé que ha terminado su ronda con otros pacientes; dejo que tome mi mano y escucho su voz, es lo más cercano a una melodía en esos momentos. Me gusta acariciarle el cabello oscuro, y ver mi reflejo en sus ojos, me parece que viajo en el pequeño universo que hay en ellos. Enloquecería sí esos días no pudiera escucharle.

Esas noches no duermo, entonces me repito que no debo tragar esas píldoras que me despojan de mi lucidez, de mi alma, del entendimiento. Debo estar segura de que regresen esos días, en los que la música se escucha por todas partes, aunque por lo general coincidan con la ausencia de Santiago.

Con las ojeras marcadas, camino junto a otros que han perdido la razón; no entiendo mi permanencia en este lugar. Si sólo me siento así cuando tomo las píldoras. Mejor, no las trago; entonces es cuestión de paciencia: las notas llegan y estallan. En algún lugar encontraré la puerta que debo abrir para escapar. Es mi oído quizá, y busco con la vista; son mis manos con seguridad, pero busco con mi boca, insegura.

Capital de allegros

Con celeridad engullen silencios, las notas imperceptibles recrean las risas de niños felices, descalzos sobre la hierba, que corren tras papalotes azules y dorados. Me rio con la simpleza de la vida feliz, encuentro notas, como flores, a cada paso. Ahí, lejos, veo la capital de los allegros; la lluvia acaricia mi cabello, ni corto, ni largo, ni negro, pero no lo moja. Refresca mi rostro y cuerpo con recuerdos de notas saltarinas, en clave Sol como padre, en clave La como madre. Voces que crecen en la nada, haciéndose odas.

Pero nunca llego, algún gigante me detiene, insiste en el daño que me hago al correr entre los pentagramas que contienen el adagio que me llevará hasta ahí.

El camino de los adagios

Camino el sendero triste, solitario, pero vibrante en pequeños prados purpuras, con florecillas que se agarran de la tierra y se apretujan unas contra otras, para no soltarse ni de día ni de noche: es el descanso de almas sin cuerpo, de cuerpos perdidos sin sombra, buscando… Tormentas sin truenos ni rayos, ni llovizna helada. Son pequeñas cuevas frías, ansiosas de lo que hay lejos, de lo que acá no encuentran; por más que atravieso puertas. Nunca llego. Son falsas todas.

La mayoría de mis pacientes no son personas locas, sino enfermas y tristes. Trato de ayudarles. A ella, solo puedo observarla. Durante sus sesiones de grupo Eloísa siempre calla; a veces se frota los brazos, como si fuera una tarde helada y si tengo suerte la miro levantarse, para ver por la ventana hacia la alameda.

Pienso aún en el primer día, sus pies buscando la salida, corriendo entre los rosales hacía la puerta. Tan sólo una semana antes, enfundada en un vestido dorado, asimétrico de los hombros, Eloísa tocaba en la Scala de Milán, el concierto para violín y orquesta en Re mayor de Brahms.

Horas antes, en el hotel no paraba de repetir: “el violín contra la orquesta, ¡el violín contra la orquesta!”. No había dormido bien la noche anterior, paseaba por la habitación tañendo un violín inexistente. Temí que no pudiera presentar el concierto, así que puse a bajo volumen el Bolero de Ravel para calmar su espíritu y le administre un calmante, solo entonces durmió un poco.

Eloísa despertó a media tarde, había luz en sus ojos y aún recostada me dijo “triunfaremos, Santiago, el violín contra la orquesta, lo verás” y sonrió. El concierto transcurrió en calma hasta el tercer movimiento, vivaz. La vi ardiente e inundando la sala, Eloísa, terminó los últimos compases, en lágrimas. Miró al auditorio con cara de incomprensión; el público aplaudía de pie, algunas personas arrojaban flores al escenario, entonces huyó.

La casa de Ravel

Pequeña y cálida cabaña, entre bosques andaluces que se repiten en su inmensidad, tanto como el mar desconocido. Segura, consistente, luz y tibieza. Entre el miedo conocido al resto del camino por conocer, nuevos sones y ritmos me llevan. El fuego crea sombras que juegan, notas que emocionan, voces del bosque que celebran: un aullido, un murmullo, el riachuelo y la tormenta; rayos que se convierten en luciérnagas pequeñas, luego en aves fénix; una, dos, todas renacen, siempre antes de la siguiente percusión; tambores y platillos truenan acompasados para señalar la plata que cae tras ellos.

En el bolero, mi reflejo espera entre sueños, seguro de la noche obscura. Los niños corren, las acuarelas los pintan y el color de las notas: grises, negras y luego vacios; verdes, doradas, lilas, rojas. Flores creciendo por dentro, en mi reflejo, que respira y suspira, acompasado, tranquilo.

En sus ojos había angustia.

 “No pude Santiago; la música terminó y no me fundí en ella” dijo entre lágrimas, luego el sedante hizo efecto, y la vi cerrar los ojos. Estuvo internada dos días, después tomamos el vuelo de regreso. En algún momento durante el viaje, adormecida por los medicamentos, ella me dijo “ya no la escucho, no quiero más porque ya no la escucho”.

La espero, para acompañarla a su habitación después de su sesión grupal; sale con el rostro vacío como aquella vez en el avión; escuchamos el bolero de Ravel en la oscuridad y con voz dulce dice que me extraña, yo la abrazo hasta que duerme. Luego, solo, en nuestra recamara, culpo a la música por llevársela, me culpo por no hacer más; la culpo por dejarme.

Gran final

Con la mañana en el rostro, mis pies descalzos, van uno tras otro sobre la madera que huele a tierra mojada. Adentro, afuera. Dos posibilidades, una consecuencia siempre. Ambas detrás de la puerta, que se abre, que abro despacio; reflejo y cuerpo son uno. Todo detrás de la puerta. Encuentro el sendero arcoíris adelante, los adagios por un lado me acarician, los allegros crecen fuertes; juego con las flores entre brincos cortos y largos, rápidos y lentos; las aspiro. Sutil me desvío para recordarte, Santiago, en un pianísimo instante, fugaz, pero sus dobles corcheas me embriagan con su aroma.

Por mis venas brotan los sonidos que me envuelven. Son cálidos, dulces. Transmutan en mí y yo en ellos. Es magia antigua, mi deseo cumplido; mi cuerpo sonoro atraviesa la puerta, la última. He llegado a la capital de los allegros en el país de las notas, del gran concierto sin final.

El teléfono suena media hora antes que el despertador. El apartamento queda a cinco minutos de mi trabajo, hospital psiquiátrico donde interné a Eloísa. La enfermera llora en el pasillo, a un lado de la puerta —el daño es irreversible— me asegura.

Eloísa yace sobre su cama, la abrazo; suspiramos al unísono. Retumba el gran final

 

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Ailed Álvarez


Escritora tamaulipeca


 

Pertenece a la primera generación del taller juvenil de escritura de José Luis Velarde iniciado en Ciudad Victoria Tamaulipas, en 1993. Algunos de sus textos fueron publicados en la revista A Quien Corresponda, así como en la plaquette colectiva Se murió Minineitor, ya no duermo tranquilo mamá.

Durante su época de estudiante participó como promotora cultural con el Festival Juvenil Jardines del Arte realizado los veranos del 2000 al 2003 en Cd. Victoria Tamaulipas, por ello obtuvo junto con un grupo de jóvenes la beca PACMYC por el ITCA Y CONACULTA en 2002.

Es egresada de la carrera en Ciencias de la Comunicación, por la Universidad del Valle de México, Lomas Verdes, Estado de México.

Estudió la maestría en Mercadotecnia en el Instituto de Estudios Universitarios en Puebla.

En el ámbito profesional se ha desarrollado en las áreas de mercadotecnia en diferentes empresas; ha sido también colaboradora y conductora en programas radiofónicos.

En la actualidad trabaja como Coordinadora de Contenidos Especiales en el portal de El Mercurio de Tamaulipas y en la Universidad La Salle Victoria como maestra en la carrera de Ciencias de la Comunicación y Coordinadora de Educación Continua.

Además se empeña en seguir escribiendo.