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   El lobo estaba arriba
por Federico Campbell
La hora del lobo

A Raúl Rivero, escritor cubano

Superior stabat lupus: Cuenta Esopo en una de sus fábulas que una mañana un lobo vio a un cordero y se lo quiso comer. Por eso, aunque estaba arriba del río, lo acusó de revolverle el agua y de no dejarlo beber.

¾ Pero si estoy bebiendo con la punta de los labios y, además, es imposible que yo, que estoy más abajo, agite el agua río arriba.

Como el lobo fracasó en su acusación, insistió: Pero el año pasado tú insultaste a mi padre.

¾ Hace un año yo no había nacido se defendió el cordero.

¾ Pues aunque te salgan bien tus justificaciones no voy a dejar de comerte.

Cuando los revolucionarios magonistas invadieron Tijuana el 9 de mayo de 1911 muchos estadounidenses se apostaron del otro lado de la línea, sobre las colinas de San Ysidro, para contemplar el espectáculo vivo de la guerra. Se acomodaban en sus taburetes, con sus canastas llenas de sándwiches, y emplazaban sus binoculares justo en la dirección del incipiente poblado para ver cómo los hombres de a caballo disparaban sus winchesters contra las fachadas de madera que se alineaban a lo largo de la calle Olvera, hoy avenida Revolución.

Era otra forma de ver la guerra, en vivo. Ahora, noventa años después, los sistemas de comunicación por satélite nos permiten contemplar el espectáculo de manera indirecta e instantánea.

Los celulares, los videoteléfonos, las cámaras digitales, los correos electrónicos, los canales de televisión que informan las 24 horas del día, nos crean el espejismo de que allí estamos aunque no sepamos si entre más vemos mejor entendemos. ¿Realmente nos conmovemos más que al principio? ¿No nos impone el paso de los días la trampa de ver con naturalidad las consecuencias de la masacre?

¿Por qué no tiene la menor importancia que un muchacho de doce años, Alí Smain, quede con los brazos mutilados y la barriga completamente quemada después de haber perdido a sus padres y a sus dos hermanos? Hasta la fecha, según cálculos conservadores del gobierno iraquí, más de mil 200 civiles han muerto por los bombardeos de la "coalición".

Desde Gernica, Dresden, Hiroshima y Nagasaki, la historia ha comprobado que el más cobarde de todos los combatientes es el piloto de un avión bombardero. Tira la bomba y escapa a velocidad supersónica y no tiene que pagar la culpa de haber matado a inocentes porque ni siquiera los ve. Se regresa a su portaaviones a bañarse, a dormir tranquilo y a sentirse heroico. En la antigüedad, el encuentro entre espadachines, la lucha cuerpo a cuerpo en las trincheras y con bayonetas, el duelo a cuchilladas entre dos personajes arrabaleros de Borges, preservaba todavía algún sentido del honor. Incluso en los años del Barón Rojo, durante la primera guerra mundial, los aviones cazas enfrentaban en igualdad de condiciones, de hombre a hombre.

Los medios audiovisuales crean la falsa impresión de que uno está bien informado, pero no es así. Es como enterarse de oídas, fragmentariamente, y por su reiteración propagandística diaria banalizan todos los crímenes. Pero lo que importa no es enterarse al instante sino enterarse bien. Y por eso la falsa verdad de los medios audiovisuales, tan engreídos de su "simultaneidad", todavía no alcanza a sustituir la reflexiva labor del periodismo escrito.

Sólo por un reportaje bien investigado, bien aderezado, con todas las armas de la literatura, como el de Francisco Peregil en El País del martes 1ro de abril, nos pudimos enterar de una de las historias más desgarradoras del momento, la de Alí Smain:

"Desnudo, con el sexo aún sin vello, los ojillos semicerrados, el niño parecía no enterarse de lo que le había pasado. Sobre su cuerpo habían colocado una bóveda de hierro para que la manta no le rozase la piel. Tenía el tronco y el abdomen quemado como un trozo de lata, los dos brazos, amputados."

En texto estupendamente bien escrito y que pudieron haber firmado Robert Graves o Roberto Calasso (por sus referencias a Ulises y a Itaca), la secretaria de Relaciones Exteriores de España, Ana Palacio, llega conmover cuando relata cómo llegó a superar una experiencia de cáncer. Dice que la enfermedad es un viaje profundamente enriquecedor, que "saca lo mejor de cada uno, que nos enfrenta a nuestros límites, a nuestros temores y a nuestras creencias, a nuestras certezas y a nuestras dudas. La persona que resulta de este proceso es alguien distinto de quien lo inició". Lo que resulta estremecedor y paradójico es que una mujer tan admirable, con un nivel de conciencia tal y de tan refinada sensibilidad frente al sufrimiento, se haya puesto de lado de quienes condonan la matanza de niños en Irak.

Ciertamente son varios los factores que han movido a Estados Unidos a la guerra. Uno de ellos, pero sólo uno de ellos, es el petróleo, aunque en este mundo parece más importante ser dueño de las refinerías que de los pozos. El otro factor, el único que podría no explicar pero sí llegar a entender la irracionalidad de la invasión y de su costo es de orden dramático o, si se quiere, humano, demasiado humano: la necesidad de venganza. El ataque a las Torres Gemelas vino a disolver todo residuo de racionalidad en las oficinas de Washington, donde exigen una cuota de sangre de por lo menos tres mil personas. Para quedar a mano.

Es curioso que, en su hacer y deshacer, Bush coincida con el gran filósofo del terrorismo y la violencia, Michael Bakunin: "Está cerca el reino del Señor. Confiemos en el espíritu eterno, que sólo aniquila y extermina, porque es la fuente de toda vida, una fuente inescrutable y eternamente creadora. El gozo de la destrucción es también un gozo creador."

Réplica y comentarios al autor: federicocampbell@yahoo.com.mx

www.paginadeautor.com




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