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   Historias de una ciudad floreciente llamada La Habana
por Carlos Manuel Estefanía
Director de la revista "Cuba Nuestra"
Estocolmo

Ciudad de paradojas, La Habana hoy puede ser un infierno para los de adentro, y un paraíso para los de afuera. Muchos de los primeros sueñan escapársele, aún amándola. Para los segundos, conociéndola poco, y sin quererla como se merece, acuden a ella, a sus hoteles (para extranjeros), y evaden todas las realidades posibles.

La Habana resulta entrañable, tanto para quienes sufren sus olores, apagones, escaseses y represiones, como para los que la conocen por libros, por películas -cómo "Fresa y Chocolate"- o por la más efectiva de las propagandas, la que vende la "Meca" del revolucionarismo latinoamericano a turistas y empresarios del primer mundo.

Imposible ir a la Habana sin caer embrujado por su mística. Imposible marcharse de allí sin llevarnos, en el corazón, en la memoria o en un pañuelo de color, un santo-orisha que nos proteja. Impacta esta ciudad atea, anticlerical, por su religiosidad poderosa y creciente, hasta hace poco subterránea. ¿Quién no se siente atrapado por la imagen de su catedral, consagrada al mártir San Cristóbal, patrón de la ciudad y titular suyo? ¿Quién puede entrar en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, sin ver, sentir, oír, sincretizada en la imagen de la virgen, a esa deidad noble y pura que los santeros llaman Obatalá?

Siéntanse orgullosos los habaneros de haber nacido en su ciudad. No siempre fue ella motivo para el desenfreno sexual de los turistas, ni paradigma de la vigilancia totalitaria. Ha sido nuestra Habana, entre muchas cosas, una de las ciudades más importantes y próspera de América, un centro que, en diversos momentos de la historia, superó por su cultura, comercio y libertad a florecientes metrópolis mundiales de hoy como Madrid, Tokio, Estocolmo o Moscú.

Como dijimos anteriormente, la Habana tuvo su primera población en la costa sur de Cuba. Se transplantó después al puerto de Carenas, en el norte, alrededor del año 1519. Este puerto, que terminó llamándose "de la Habana", es quizás el punto estratégico mejor situado y más apetecido (por españoles, ingleses, norteamericanos, rusos y hasta cubanos) con que cuenta la isla. Uno de sus primeros historiadores, José Martín Felix de Arrate, recoge la siguiente descripción del puerto de la Habana en su libro Llave del Nuevo Mundo:

"...está en la costa del Norte, opuesto a los cayos y tierra firme de la Florida con intervalo de veinticinco leguas, por la cual sigue al Norte el canal de Bahamas que llaman nuevo; su boca mira al mismo Septentrión, y es tan estrecha que desde el castillo del Morro a la fortaleza de la Punta se comunica por la voz. La profundidad de su canal es suficiente para sufrir los navíos de mayor porte. Corre su ensenada de Norte a Sur y de Este hace un recodo al Oeste que vuelve al mismo Norte, dejando como un istmo de media legua entre la margen del Sur y costa septentrional, por donde se continúa la población con su continente." (1, Pág. 42)

Por su ubicación, sirvió la Habana de punto de partida a los europeizadores de vastas regiones de Norte, Centro y Sudamérica. Entre las nuevas tierras exploradas podríamos citar, como ejemplo, la Florida, vinculada genéticamente con la capital de Cuba por expediciones colonizadoras y guerras de conquista. Con propiedad, diremos que la Florida se "habanizó" siglos antes de que una inmensa y emprendedora comunidad cubana se estableciera en ella, rebautizando calles y negocios con nombres traídos de la patria.

Pero no creamos que la Habana sólo se dedicó a echar a la mar conquistadores. También debió defenderse de ellos, pues su riqueza despertó siempre la codicia de corsarios y piratas. Uno de los ataques más devastadores de cuantos realizaron estos forajidos, lo llevó a cabo el francés Jacques de Sores, quien incendió la villa en 1555. La consecuencia inmediata de este hecho fue que, desde entonces, no se designaran civiles, sino hombres de armas para gobernar la Isla. Maldita sea la tradición.

Pero no van lejos los de alante si los de atrás corren bien. Los habaneros, criollos y españoles tuvieron oportunidad para el desquite. Un siglo después, cuando Inglaterra y Francia contaban con sus propias colonias en el Caribe, les tocó a éstas sufrir las correrías de corsarios cubanos. Ellos asaltaron las posesiones de la Isla Tortuga en Haití y Lukayas en Bahamas y, no satisfechos con esto, dieron también buena cuenta de los barcos de la bahía de Charlestón en Norteamérica.

A Francisco Dávila Orejón, quien gobernó Cuba entre 1664 y 1670, deben los habaneros no sólo el inicio de la fortificación de su ciudad sin esperar órdenes reales, sino también la concesión de licencias de corzo a los corsarios cubanos que desde antes combatían la piratería. Algunos corsarios y piratas cubanos alcanzaron buena fama en aquella época, como fue el caso del mulato habanero Diego Martín, un esclavo refugiado en un barco pirata holandés, quien llegaría a ser capitán de piratas, se casase con una holandesa y combatiría a España toda su vida. Otro famoso fue el también san cristobalino Agustín Álvarez, el primero en obtener la patente de corzo y que terminaría sus aventuras ahorcado en Jamaica. Ahí están los hermanos Juan y Blas Miguel así como Mateo Guarín, quienes desarrollaron sus actividades corsarias en la segunda mitad del siglo XVII, unas veces con la anuencia de las autoridades, otras veces perseguidos por ellas debido a las actividades contrabandistas a las que el corzo solía asociarse. De todas estas figuras debe destacarse a quien se convertiría en una verdadera pesadilla para los ingleses, apresándoles sus barcos con las llamadas "piraguas" habaneras, Luis Vicente Velazco, muerto como un héroe en la defensa del Morro.

En cierto sentido, el fenómeno de la piratería favoreció el progreso de Cuba, y en especial el de la Habana. España obligaba a sus colonias a comerciar solamente con el puerto de Sevilla donde se encontraba la llamada Casa de Contratación. Para evitar que los buques encargados de este intercambio fuesen atacados, la Corona dispuso que navegaran en flotas, protegidos por naves de guerra. La selección del puerto de la Habana, en 1564, como punto de reunión de las escuadras que regresaban a España, significó una enorme ventaja para la ciudad. La Habana era visitada cada año por gran número de barcos, cuyos "turistas", teniendo que esperar la partida, bajaban a tierra por hospedaje, alimento y bebida. En La Habana se consumía mucha carne, frutos y vegetales. Gracias a esta gran demanda de alimento florecieron fincas privadas en torno a la ciudad, mucho más eficaces en su misión que nuestras "modernas" granjas estatales y pseudo cooperativas. Pese a los niveles de prohibición mercantil aún vigentes en la Habana de entonces, se hacían buenos negocios: se gastaban los salarios de marineros y soldados, se creaban empleos (como las obras de acueductos para satisfacer las necesidades de los pasajeros), y en definitiva, corría el dinero y, reconozcámoslo también, el vicio. Se jugaba, se bebía, se peleaba, entre diversos motivos, porque personas de mal vivir, enviadas a España, aprovechaban la ocasión para escapar y hacer "de las suyas" en la isla. Aquí aparecen las primeras "jineteras" (prostitutas) de nuestra historia. Por lo general eran esclavas o libertas que ofrecían sus favores a los pasajeros, y que, por los avisos que aún se conservan, parecen haber sido muy aficionadas a hurtarles las ropas a sus amantes ocasionales.

La persistencia de confrontaciones bélicas entre España, Francia, Inglaterra y Holanda obligó a fortificar la isla. La Habana resultó una de las villas más favorecidas con dicha política. El beneficio se manifestó más en el plano financiero que en el estratégico militar. La construcción de fortalezas y murallas en la ciudad desencadenó una intensa actividad económica. Sin embargo, los castillos edificados a la entrada y en torno de la bahía no fueron capaces de impedir la toma de nuestra capital por los ingleses en la segunda mitad del siglo XVIII.

Para el año 1762 era la Habana una de las ciudades más ricas de América y con mayor población que Nueva York, Filadelfia y Boston. Inglaterra, entonces en guerra contra España, organizó una gigantesca expedición para tomar la capital de la colonia de Cuba.

Los ingleses desembarcaron por las hoy popularísimas playas de Bacuranao y Cojimar. En lo que menos piensan los adolescentes bañistas que allí suelen matar el tiempo, es que están asoleándose sobre arenas hoyadas, más de 200 años atrás, por miles de "casacas rojas", quienes por la vía de las armas imprimieron un giro radical al destino de la ciudad habanera.

Los británicos dividieron sus fuerzas, enviando un contingente a tomar la villa de Guanabacoa, y otro contra la fortaleza de la Cabaña. Ambas posiciones fueron rápidamente ocupadas.

Desde la Cabaña, los ingleses enfilaron la artillería sobre el célebre castillo del Morro (quien lo ve en una postal no imagina cuánta metralla recibió). El Morro fue cañoneado doblemente, desde tierra por la fortaleza tomada, y desde el mar por la escuadra británica. La defensa del Morro ha sido una de las más heroicas en la historia militar de Cuba. El castillo resistió valerosamente durante un mes, tiempo suficiente para que los ingleses cavaran, astutamente, un túnel desde la Cabaña hasta sus murallas. Allí hicieron estallar una mina, volando un trozo de pared. Sólo así pudieron penetrar los atacantes. Como los británicos eran muy superiores en armas y hombres, lograron vencer a los defensores. Los españoles estaban allí dirigidos por el ya mencionado capitán Luis Vicente Velasco, oficial que quedó mortalmente herido. Su heroicidad fue reconocida con descargas de honor realizadas por los propios ingleses.

Mientras la principal fortaleza defensora de la ciudad, el Morro, sufría tamaño embate, tropas invasoras intentaban envolver a la Habana por tierra. Ellas fueron enfrentadas por las guerrillas de los criollos lideradas, en un primer momento, por José Antonio Gómez (Pepe Antonio) ex alcalde de Guanabacoa. Pepe Antonio fue otro héroe de aquella lucha, y su injusta destitución, según muchos creen, le hizo morir de apoplejía.

Los ingleses realizaron un segundo desembarco, pero al oeste, por el río Almendares. Para suerte de los sajones, el Almendares de aquella época no estaba tan contaminado como hoy.

Para este desembarco fue necesario inutilizar el "romántico" Torreón de la Chorrera. Los soldados británicos se dirigieron hacia la ciudad, atravesando el "Vedado" (entonces sólo monte y no un barrio). Acamparon en la loma sobre la que hoy se asienta la universidad y se prepararon para atacar la pequeña fortaleza de la Punta. Con sólo ese castillo, y el de la Fuerza Vieja por tomar, los españoles consideraron inútil cualquier resistencia y rindieron la plaza. La capitulación se firmó el 12 de agosto de 1762. Con ella Cuba quedó dividida en dos colonias, una inglesa en su mitad occidental y otra española en su parte oriental.

A diferencia de lo que podría pensarse, aquella ocupación significó un beneficio extraordinario para los criollos. El nuevo gobernador inglés, el conde Albemarle, se comportó diplomáticamente: no estableció cambios bruscos en la administración civil ni judicial. Se hizo asistir con un habanero, Sebastián Peñalver, al que designó Teniente Gobernador. No persiguió al catolicismo y, lo más importante, estableció un sistema de libertades comerciales que nada tenía que ver con el monopolio español sufrido hasta el momento por los vegueros, azucareros y ganaderos criollos. La Habana estableció amplias relaciones comerciales con Jamaica y con las colonias inglesas de Norteamérica. En la Cuba ocupada por los británicos se abarataron las mercancías extranjeras y los productos autóctonos pudieron venderse más caro. El bienestar de los sectores comerciales criollos creció incuestionablemente. Si bien esta administración duró sólo once meses, los cambios provocados fueron tan radicales, que al retornar las autoridades españolas, éstas ya no se atrevieron a resucitar el monopolio de la Real Compañía de Comercio de la Habana.

Valorando el significado de la toma de aquella ciudad por los ingleses, Francisco de Arango y Parreño, patriota, estadista y reformista cubano, consideró aquella como una época de resurrección para la Habana y escribió:

"El trágico suceso de su rendición al inglés, le dio la vida de dos modos: el primero fue con las considerables riquezas, con la gran proporción de negros, utensilios y telas que derramó en sólo un año el comercio de la Gran Bretaña; y el segundo, demostrando a nuestra corte la importancia de aquel punto, y llamando sobre él toda la atención y cuidado. Apenas se recobró de las manos enemigas, cuando se comenzaron a trazar los medios de su perpetua conservación en los dominios de España. Esta obra no consistía solamente en el establecimiento de soberbias fortificaciones, ni tampoco en la existencia de soldados y navíos. Era menester población y riquezas permanentes que sufriesen estos gastos y ayudasen a la corona en sus demás urgencias. (2, Pág. 166)

La Habana de 1763 era una ciudad perteneciente al gran imperio de Carlos III, monarca influido por el iluminismo francés, y sin reparos en efectuar cambios progresistas en su reino y sus colonias. Sus reformas "liberales" incluyeron la selección de gobernantes cultos y capaces para la isla de Cuba. Llegaron aquellos capitanes generales dispuestos a fomentar la producción agrícola, la cultura, y a darle mayores libertades comerciales a Cuba.

Al marcharse los ingleses, llegó a la Habana, para encargarse de la capitanía general, Ambrosio Funes Villalpando, Conde de Ricla. Su gobierno llevó a cabo numerosas edificaciones militares, y reconstruyó el Morro y la Cabaña. Además, levantó el castillo de Atarés y un nuevo astillero para fabricar barcos. En el plano comercial, Rilca le quitó el monopolio de importación y exportación a la Real Compañía de Comercio de la Habana, y permitió a los criollos continuar comerciando con las Trece Colonias, como en los tiempos de la Cuba inglesa.

Al finalizar Ricla su gobierno en 1765, tomó el mando de la Isla Antonio María Bucarely, quien agregó una nueva edificación militar a la Habana, el castillo del Príncipe. Otra consecuencia de este gobernador para la ciudad fue la expulsión de los jesuitas, quienes habían establecido una escuela en La Habana con mucha influencia sobre los hijos de sus habitantes más acaudalados. La Compañía de Jesús se oponía a las reformas de Carlos III y éste decidió echarla de las colonias españolas.

Pero de todos estos gobernantes ilustrados, quizás sea Felipe Fonsdeviela, marqués de la Torre, el que mejor haya dejado marcada la ciudad desde el punto de vista arquitectónico. Sus obras públicas, de carácter civil, le dieron una belleza particular a nuestra capital, belleza que no se ha extinguido con el tiempo. A él se debe el primer paseo público, la Alameda de Paula. Él edificó nuestro primer teatro e inició la construcción de la hermosa casa de los Capitanes Generales, dejando en proyecto el no menos bello parque que se encuentra frente a ese edificio: la Plaza de Armas. ¿Qué habanero no se ha sentado allí a tomar un poco de fresco y a disfrutar de su vieja ciudad?

No cabe duda que el siglo XVIII fue de oro para la Habana, sobre todo después de la conquista inglesa. En el plano de la enseñanza vio surgir importantes centros docentes: la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo (1728) y el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio (1773). En 1793 apareció la Real Sociedad patriótica, quien auspició la primera biblioteca pública de La Habana. De los 1,402 volúmenes con los que contó inicialmente dicha biblioteca, la Sociedad Patriótica sólo había comprado 77, el resto lo donó otro memorable gobernador ilustrado, Don Luis de las Casas.

Para cerrar estas indagaciones habaneras, nos referiremos a dos importantes órganos de difusión informativa y cultural: los primeros periódicos de la ciudad, que fueron además los primeros de la isla. Uno de ellos se llamó precisamente la Gaceta de la Habana, y se realizaba en la Imprenta de la Capitanía General desde 1782. La otra publicación fue el Papel Periódico, cuyo primer número salió el 24 de octubre de 1790, con una publicación semanal. En la segunda participaron como redactores, entre otras figuras útiles, el humanista Don José Agustín Caballero y el naturalista Don Tomas Romay. El trabajo de estos intelectuales cubanos fue gratuito, y resulta ejemplo de amor desinteresado por el progreso de una fabulosa ciudad llamada la Habana y el de sus no menos maravillosos habitantes.

Obras consultadas:

1. José Martín Felix de Arrate, Llave del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias Occidentales. Comisión Nacional Cubana de la Unesco, La Habana 1964.

2. Hortensia Pichardo, Documentos para la Historia de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1977.

3. José Antonio Saco, Papeles sobre Cuba. Tomos 1 y 2. Dirección General de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana 1960.

4. Ignacio de Urrutia y Montoya, Teatro histórico, jurídico y político militar de la isla fernandina de cuba y principalmente de su capital. Comisión Nacional Cubana de la Unesco, La Habana 1963.

5. Sergio Aguirre, Historia de Cuba. Editora Pedagógica, La Habana, 1966.

6. Enrique Sainz, Ensayos Críticos. UNEAC, La Habana, 1989.

7. Manuel Moreno Fraginals, Cuba/ España, España Cuba, Historia Común. Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995.

Réplica y comentarios al autor: carlosm_estefania@hotmail.com

Para consultar otros documentos sobre el tema visite la revista Cuba Nuestra.




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