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   La globalización empezó un jueves
La globalización empezó un jueves. Además del día se sabe también la fecha precisa (era el 8 de septiembre de 1522), y se conserva noticia de la ocasión: el "Victoria", una de las cáscaras de nuez que entonces se usaban como barcos, soltó anclas después de tres años de viaje y de haberle dado la vuelta al mundo por primera vez en la historia.

Lo que ya no resulta tan claro es cómo ha de entenderse el suceso y si lo verdaderamente importante fue que en las bodegas maltrechas del "Victoria" hubiese especias de islas y continentes del otro lado del planeta (el primer paso hacia el comercio global), o que al cerrar el círculo y regresar al punto de partida, Juan Sebastián de Elcano y sus 16 andrajosos y sedientos compañeros (Fernando de Magallanes había muerto un año atrás), hubieran demostrado la finitud del mundo.

Las visiones sobre la globalización, según parece, no han conseguido superar la disyuntiva cinco siglos después, cuando el proceso ha entrado a su etapa final y es ya claramente irreversible. Los economistas más limitados (los herederos y defensores de la interpretación comercial), no consiguen sino encontrar virtudes en el intercambio mundial de mercancías e insisten en la necesidad de dejarlo correr sin trabas.

Hay estadistas y pensadores, sin embrago, que a partir de una visión de más distancia, señalan que vivir en un mundo finito nos obliga a dirigir el proceso de globalización y darle algo más que un sentido comercial. Si no se lo hace descansar en criterios solidarios; si se excluye de la toma de decisiones a los países pobres; si se permite que los intereses puramente individuales priven sobre los valores comunitarios y se hace del comercio la medida de todas las cosas, la globalidad desembocará en deshumanización. No habrá ya diferencia entre ser humano y ser cosa.

Refrendos

La visión ortodoxa cuenta con el pedigrí de antiguos (y falsos) optimismos. De una manera u otra, como cuando era liberalismo en el siglo XVIII, sigue creyendo que el bien de cada uno necesariamente da origen al bienestar de todos y que el progreso (porque existe el progreso) se alcanza con sólo dejar que las fuerzas económicas determinen a placer el trabajo, la producción, el consumo.

Como entonces, hoy exige que la globalización (o lo que de ella queda por lograrse), se le deje suelta la rienda y el camino sin trabas. Las promesas son color de rosa: crecerá el empleo, sobre todo en los países en los que falta el capital y sobra la mano de obra. La competencia terminará por abaratar todos los bienes y por ende habrá más bienestar. Quizá el proceso tenga algunas consecuencias secundarias indeseables, quizá favorezca la explotación en algunas áreas y lastime la ecología de algunas otras, pero a la larga esto será irrelevante: al acabarse la pobreza, cesará la explotación y como la riqueza crea riqueza, eventualmente se regenerarán las áreas dañadas.

Según sostienen, los balances todos apuntan al progreso. Habrá empleo, alimento, escuela, vivienda, y atención médica para todos. Lo que ya no habrá son fronteras mercantiles, barreras arancelarias o monedas diferentes. El futuro sólo será posible si cada hombre, viva donde viva, puede un reloj suizo, beber café brasileño, ver su tele japonesa, usar camisas de algodón egipcio, suéteres de lana australiana, lociones francesas, zapatos italianos, computadoras norteamericanas armadas en Taiwan. El comercio global es eso: lograr que todos trabajen para el bienestar de todos, hacer del mundo el más barato supermercado común.

Olvidos

Hay en todo esto una amnesia cuidadosamente selectiva. Es un hecho que la falsa libertad del liberalismo no trajo las mieses del progreso prometido, pero sí la explotación, sí la concentración de la riqueza, sí la depredación irracional de los recursos naturales, sí el dispendio, sí la desesperanza y la pobreza. No habría surgido el Estado de Bienestar, el Walfare State; no se habrían creado sindicatos ni promulgado leyes laborales, si el primer ensayo general de globalización (eso fue el siglo XIX), no hubiera inclinado tan desmedida y ciegamente la balanza a favor del capital y en contra del trabajo.

El neoliberalismo a fines del siglo XX y principios del XXI, por desgracia, no sólo está ciego ante la historia de su origen sino ante la suya propia. Si se quiere, se trata de un ejemplo menor (ya que toca a un político menor), pero no deja de ser absurdo que cuando las propias cifras oficiales revelan un aumento desmedido en la pobreza mexicana de 1994 a 1996, los dos primeros años de su mandato, el presidente Zedillo diga que no conoce estudio alguno que pruebe una asociación entre globalización y pobreza y en seguida afirme que los méritos de su administración, sobre todo en bienestar y empleo, se deben a un comercio internacional alentado sin cortapisas.

Otra visión

Por fortuna hay otra manera de entender lo que sucedió aquel jueves del 1522 e imaginar al "Victoria" (víctima de efectos cinematográficos especiales), transformándose de un barquito perdido en la inmensidad del océano hasta llegar a ser una joya casi esférica, azul y blanca, perdida a su vez en la inmensidad del universo.

Mucho más que las posibilidades del comercio, lo que habría de entender, entonces, es que aquí nos tocó; que ésta es nuestra nave en el espacio, este planeta; que no hay más y no habrá más. Aquí estamos, irremediablemente juntos, ricos y pobres, hombres y mujeres, blancos y negros, creyentes y ateos. Aquí es donde tenemos que entendernos y ayudarnos.

Lo que hay que aceptar es que, a la larga y a la corta, no tenemos espacio para alentar destrucciones ni desigualdades y el verdadero problema es al revés: cada pobre nos empobrece a todos, hay recursos no renovables que no podemos seguir dilapidando, el rumbo de la globalización no puede estar sujeto a los caprichos económicos.

A la ceguera hay que responder defendiendo la utopía, despojándola de su imposibilidad, pero no de su racionalidad, no de su virtud de anhelo y sueño. Tiene que ser posible fomentar el empleo sin que la persona pierda sus libertades o tenga que renunciar a su dignidad. Hay un engaño interesado al sostener que hay una disyuntiva insuperable entre la necesidad de comer y el respeto a los derechos humanos: lo cierto es que uno no tiene sentido sin el otro. No podemos permitir que el nuevo siglo, sea a nombre del progreso, sea al de la globalización, nos lleve a barbaries tan atroces como las que vimos en el siglo que termina.

Así haya contradicción en términos, esta utopía no es imposible. Víctor Flores Olea señala un camino posible en un magnífico texto reciente: Crítica de la globalidad, dominación y liberación en nuestro tiempo (Fondo de Cultura Económica, 1999). Se trata, claro, de ahondar en el proceso civilizatorio de tal manera que la democracia (una democracia global, más amplia y profunda que la vieja democracia liberal), dirija el proceso de globalización. Se trata de que todos (pobres y ricos, hombres y mujeres, negros y blancos), decidamos en común el futuro. No es gran cosa lo que se quiere: basta que la razón esté sobre las necesidades y ser humano sea más importante que el precio de las cosas. Sólo así tiene sentido el comercio.

Rafael Ruiz Harrell




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