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A propósito del 30avo aniversario del histórico viaje del hombre a la luna, tomado de Noticias del Espacio N 271

AQUI BASE TRANQUILIDAD, EL AGUILA HA ALUNIZADO

La exploración del Cosmos, y en particular, la salida del Hombre al espacio, merecerán sin duda alguna un capítulo especial en el grueso volumen de la Historia Mundial de la Ciencia y la Tecnología. La Astronáutica, una ciencia nueva que no es sino la amalgama de otras muchas y cuyo fin es estudiar la metodología del viaje espacial, se ha convertido en apenas medio siglo en uno de los más claros ejemplos de lo que la Humanidad puede llegar a hacer si se reúnen en un momento dado determinadas condiciones políticas y económicas.

El arte de la investigación espacial, sin embargo, no está al alcance de cualquier nación. A mediados de nuestro siglo, sólo dos campeones de ideología opuesta poseían los recursos humanos y materiales precisos para poder adentrarse en este nuevo y vasto territorio que es el Cosmos. La eterna búsqueda de prestigio, poderío militar y supremacía ideológica, empaparía el relato de las misiones que se realizaron durante este período, el inicio de lo que coloquialmente hemos llegado a denominar "Carrera Espacial".

Fue una de esas dos naciones, la Unión Soviética, quien obtuvo las primeras victorias en una competición nunca oficialmente reconocida. El advenimiento del primer hombre en el espacio -a la sazón un ciudadano de la órbita comunista, y una compleja sucesión de fracasos políticos como el desastre de Bahía Cochinos, moverían al entonces Presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, a tomar una de sus más famosas decisiones: América combatiría a la U.R.S.S. en su propio terreno, viajaría hacia la Luna, y lo haría antes del final de la década. Con este simple discurso, la "Carrera Espacial" se transmutó en "Carrera Lunar", y el futuro de la Astronáutica cambió para siempre.

Los años siguientes, después de 1961, transcurrieron aún plenos de éxitos soviéticos. Por eso, los dirigentes de aquel vasto país no tuvieron inconveniente en anunciar lo obvio: frente al reto americano, la U.R.S.S. respondería adecuadamente con su propio programa lunar. De hecho, hasta 1968, fueron numerosas las declaraciones que reconocían los progresos de tal proyecto.

Pero de pronto, poco antes del desembarco del Apolo-11, tanta condescendencia se trocó inesperadamente en una negativa total: en la Unión Soviética jamás había existido un programa lunar tripulado.

Los soviéticos, en realidad, habían iniciado dos programas paralelos: el L-1 y el L-3. El primero sólo pretendía rodear nuestro satélite y regresar, quizá a finales de 1968 o principios de 1969. Muy cerca de su éxito, la N.A.S.A. decidió evitar a toda costa un impacto como el ocasionado por el viaje de Gagarin y envió al Apolo-8 hacia la Luna (diciembre de 1968), cuando el módulo lunar aún no estaba ni siquiera listo.

A pesar del riesgo, los americanos jugaron y ganaron, y el programa L-1 perdió toda utilidad política, lo que ocasionó su cancelación. En cuanto al L-3, ideado para la misión de alunizaje, éste se encontró con innumerables problemas técnicos, presupuestarios e incluso de rivalidad entre grupos de ingenieros.

Mientras que con el Apolo-8 la N.A.S.A. había demostrado que, a excepción del módulo lunar, tenía todas las piezas a punto, los soviéticos sólo podían acumular fracaso sobre fracaso: su super-cohete N-1, el equivalente al Saturno-V, falló en su primer vuelo automático, en febrero de 1969, y las cápsulas diseñadas para el viaje lunar (Soyuz) tuvieron sucesivos fallos durante su ensayo en órbita terrestre.

La agencia estadounidense, en cambio, probó su módulo lunar (Apolo-9)cerca de la Tierra, y después despachó al Apolo-10 para ensayar todas las maniobras excepto el propio alunizaje. Ya no faltaba nada más que el intento definitivo.

A principios de julio, con los astronautas del Apolo-11 entrando prácticamente en cuarentena en preparación de su histórico viaje, los soviéticos jugaron sus dos últimas cartas para paliar el impacto de aquel esperado despegue. Por un lado, se dispusieron a lanzar el segundo cohete N-1, y por otro, a hacer lo propio con una sonda de recogida de muestras llamada E-8-5. Aunque el Apolo-11 tuviera éxito, ésta aún tendría tiempo de regresar a la Tierra con su botín antes que los astronautas americanos.

El despegue del N-1 acabó en otro desastre el 3 de julio de 1969. El vector explotó sobre la rampa de lanzamiento, destruyendo las instalaciones y retrasando en dos o tres años cualquier otro intento. Los soviéticos ya no podrían competir con los estadounidenses aunque quisiesen. VENCIO GOLIAT

Cuando en marzo de 1969 la N.A.S.A. descubrió la existencia de una sonda soviética capaz de transportar una pequeñísima cantidad de rocas lunares hacia la Tierra, supo también que el Apolo-11 no haría su viaje en solitario.

Durante los primeros días de julio, el fracaso del segundo N-1 no había trascendido aún a la prensa occidental, pero sí los rumores contundentes de que Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins tendrían que enfrentarse a un robot altamente sofisticado.

Para aumentar la emoción, esta vez su lanzador Proton/Bloque D(242-01) no hizo el ridículo. La sonda E-8-5 número 401 partió desde Baikonur el 13 de julio, y fue bautizada como Luna-15 en cuanto quedó situada en ruta hacia su objetivo. Su peso al despegue alcanzó los 5.700 kilogramos, cerca del límite teórico que el Proton podía inyectar en trayectoria translunar.

Si cumplía con el plan previsto, el vehículo estaría de regreso en la Tierra hacia el 24 de julio, con unas horas de adelanto respecto a los tripulantes del Apolo-11. Con suerte, los rusos podrían mostrar su preciado tesoro antes que nadie. Teniendo en cuenta que pocos medios occidentales creían capaces a los soviéticos de tal logro, el éxito del Luna-15, de producirse, se convertiría en otro gran hito propagandístico. Por otro lado, ni siquiera había unanimidad en cuanto a los objetivos de la sonda: unos mantenían la idea de la recogida de muestras, otros hablaban de un vehículo diseñado exclusivamente para espiar al Apolo-11 y, si era posible, interferir en sus comunicaciones(dificultando su

alunizaje); hubo incluso alguien que, creyendo en la súbita buena fe de los rusos, sugirió que éstos enviaban su cosmonave para "salvar" a los americanos en caso de que éstos quedaran varados en la superficie.

Bajo la presión de esta comprometida serie de "encargos", el Luna-15 realizó su primera corrección de ruta el día 14. Al día siguiente, su trayectoria era analizada por la antena de Jodrell Bank. La expectación crecía por momentos.

Como digno representante de la tercera generación de sondas lunares soviéticas, el vehículo era altamente complejo. Por ejemplo, a diferencia de las Surveyor, antes de dirigirse hacia la superficie pasaba antes por una órbita lunar provisional. Para ello, utilizaba un módulo de propulsión que frenaba su marcha y que después sería desechado. La consiguiente disminución de masa permitiría un alunizaje mucho más sencillo.

La etapa de descenso era común en casi todos los detalles a las del resto de sondas E-8: una estructura rectangular compuesta por cuatro tanques de combustible adosados entre ellos, varios depósitos esféricos de menores dimensiones, un sistema de corrección de trayectoria equipado con pequeñas toberas de control, dos motores de frenado/ajuste, cuatro patas articuladas situadas en las esquinas del módulo para facilitar su estabilidad y el propio alunizaje... En el caso de los recolectores de muestras, sobre el módulo de descenso se situaba además la mayor parte del instrumental necesario para la misión. Este módulo adicional contenía un par de cámaras para obtener imágenes estereoscópicas de la superficie, un brazo toma-muestras articulado, sistemas de transmisión, baterías, etcétera. Asimismo, esta sección serviría como plataforma de lanzamiento para la etapa de ascenso, la única que abandonaría la Luna con las importantes muestras de material capturado.

El aspecto de este módulo de ascenso era muy parco. Consistía en tres tanques de combustible y un motor. Dos pequeñas torretas ligeramente extendidas a los lados y en posiciones opuestas permitían asegurar la estabilidad de la nave y su trayectoria mediante varias toberas de bajo impulso. Sobre esta sección se hallaba un cilindro donde se agolpaba el instrumental indispensable para la vuelta a la Tierra (incluidas antenas, baterías y demás). Por último, en la cúspide se encontraba la única parte del vehículo que reentraba en la atmósfera terrestre de forma controlada: una esfera de apenas medio metro de diámetro y menos de 40 kilogramos, protegida para soportar los rigores del rozamiento atmosférico y con una capacidad de carga estimada en unos 100 gramos(!). Un trofeo que, con suerte, el Luna-15 trataría de conseguir para sus patrocinadores.

A las 13:32 UTC del 16 de julio de 1969, el punto de interés se vio trasladado hasta Cabo Kennedy, lugar en el que, por primera vez, los verdaderos protagonistas de la acción eran seres humanos y no cohetes o naves espaciales.

Sus nombres eran Armstrong, Aldrin y Collins, y su partida señalaba el inicio del viaje más extraordinario de cuántos haya realizado la Humanidad.

El mundo entero tenía puestos sus ojos sobre ellos. De alguna forma, y quizá sin desearlo, los astronautas del Apolo-11 se habían convertido en embajadores, en enviados de los demás seres vivientes de nuestro planeta. ¿Sabrían mantenerse a la altura de las circunstancias?

Actuando con la precisión de un reloj, su cohete Saturn SA-506 ascendió hacia el cielo de Florida, abandonando la rampa 39A y desgranando a la perfección todos y cada uno de los puntos de su programa de vuelo. Abajo, un millón de personas, incluidos muchos cabezas de Estado, políticos e invitados procedentes de todos los rincones de la Tierra, contemplaban su enorme despliegue de energía propulsiva. Gracias a la televisión, otros 33 países siguieron el espectáculo.

En esos precisos momentos, nadie recordaba la carrera, nadie pensaba en la competición. El Apolo-11 se dirigía hacia la Luna y sus tripulantes querían posarse sobre la superficie del satélite. Toda la población del planeta viajaba con ellos. Los tres astronautas se hallaban cómodamente situados sobre sus asientos, en el interior de la astronave que habían bautizado como Columbia (CSM-107). Un poco más bajo se encontraba el factótum que debía hacer posible el alunizaje: el módulo LM-5 (Eagle). Nueve minutos después del despegue, las dos primeras etapas habían finalizado su tarea y la tercera fase, gracias a su primer encendido, había situado al vehículo lunar en una órbita de aparcamiento provisional. Apenas unos minutos después, sobre Australia, el centro de control en Houston comunicaba a la tripulación que tenía permiso para proceder con la T .L.I., la inyección translunar.

La S-IVB se activó por segunda vez a las 2 horas y 44 minutos del lanzamiento. Tan buena fue la inyección que se eliminó la primera corrección de curso prevista. Sin pérdida de tiempo, el Columbia, siguiendo las órdenes de Collins (el piloto de módulo de mando), se desenganchó del resto del cohete, giró 180 grados sobre sí mismo y se acopló al Eagle. Con suavidad, 4 horas y 15 minutos después del despegue, extrajo el vehículo de la zona de carga de la S-IVB. Posteriormente, alejándose de la gastada etapa, el Apolo-11 adoptó el llamado "modo barbacoa", un giro lento a lo largo de su eje longitudinal que ayudaría a mantener el equilibrio térmico sobre sus estructuras.
Cumplida la primera fase del viaje y con una distancia recorrida de 123.000 kilómetros, los tres astronautas se abandonaron al sueño, intentando descansar.

Al día siguiente, el Luna-15 dio señales de vida. En concreto, empleó el motor de su módulo de propulsión para entrar en órbita alrededor de nuestro satélite. Su trayectoria quedó situada entre los 286 y los 133 kilómetros de altitud, pero la sonda no descendería aún hacia la superficie: los soviéticos habían concedido la prioridad al Apolo-11 y comunicaron los parámetros de su órbita con la mayor precisión posible, para evitar que su presencia perturbara la llegada de la nave tripulada. El Luna-15 tendría tiempo de posarse una vez que el Eagle hubiese alunizado, y también de recoger su cargamento de muestras y llegar con antelación a la Tierra. Esta última misión, aunque no declarada de forma oficial, empezó a aparecer frecuentemente en manifestaciones de científicos rusos, bastante seguros de que su máquina cumpliría con la tarea encomendada.

Mientras, en el Apolo-11, el viaje se desarrollaba sin demasiados problemas. Los astronautas tuvieron incluso tiempo de enviar a la Tierra imágenes de televisión de cómo era su vida a bordo de la nave, haciendo un poco más próxima su odisea al resto de los mortales.

El día 18, el Luna-15 maniobró ligeramente, variando la altitud de su trayectoria. Preparándose para un posterior alunizaje, redujo su órbita hasta unos 220 por 96 kilómetros.

Armstrong, Aldrin y Collins también se preparaban: penetraron en el módulo lunar por primera vez. Durante unos 90 minutos, revisaron el estado general del vehículo, y luego regresaron al módulo de mando.

Por fin, el día 19, el Apolo-11 desapareció tras el limbo lunar. Cuando volvió a aparecer por el lado contrario, Armstrong confirmó a la Tierra que el encendido del módulo de servicio se había desarrollado sin dificultades durante 557 segundos, y que la astronave se encontraba ya en órbita (113 por 315 kilómetros) alrededor de su objetivo.

Aún sería necesario un segundo encendido para reducir la distancia máxima a la superficie. Completado éste, el Apolo-11 se halló en la posición adecuada (121 por 99 kilómetros) para proceder con la separación de los módulos. Como si quisiera imitarles, el Luna-15 colocó su periastro (mínima distancia) a tan sólo 85 kilómetros. El gran momento, la culminación de muchos años de duro trabajo, llegaría al día siguiente. Los miembros de la tripulación del Apolo-11 se colocaron los trajes espaciales y dos de ellos, Armstrong y Aldrin, penetraron en el Eagle y cerraron la escotilla. Collins, por su parte, permanecía a bordo del Columbia.

A partir de aquí, la misión proseguiría de una forma semejante a la del Apolo-10. Las dos naves se separaron frente a la cara oculta, y mientras el Columbia permanecía a la espera de su regreso, el Eagle accionó su motor de descenso para situarse en una órbita elíptica de 16 por 106 kilómetros.

El punto de máxima proximidad se encontraba en la cara visible de la Luna, de modo que cuando el Eagle alcanzó el periastro, volvió a encender su motor para frenar de nuevo y recorrer los últimos kilómetros hasta la superficie.

Los instantes finales fueron dramáticos. La gran cantidad de datos suministrados por los instrumentos provocaron un colapso del ordenador de a bordo y sonó la alarma. Agotándose el tiempo, los técnicos del centro de control en Houston supieron discernir el origen del problema y aseguraron a Armstrong y Aldrin que no existía ningún fallo grave que obligara a abortar el descenso.

Los últimos metros tampoco serían sencillos ya que el Eagle amenazó con posarse en una zona llena de rocas y pequeños cráteres, así que Armstrong pasó al control manual y volvió a ascender de 30 a 150 metros, buscando un lugar más apto. Cuando lo encontró, quedaban apenas 20 segundos de combustible en los tanques, pero ya el Eagle había conseguido desgranar la distancia que les separa de la gloria y el motor de descenso empezó a levantar polvo. El sistema de propulsión se paró en cuanto una de las láminas que colgaban del tren de aterrizaje tocó el suelo y Aldrin vio la señal luminosa que lo indicaba.

"Aquí Base Tranquilidad, el Eagle ha alunizado", fueron las primeras palabras que llegaron a la Tierra. Eran las 4:18 de la tarde, hora de Houston, unos ocho años después de que Kennedy hablara frente al Congreso estadounidense.

Su mandato se había visto cumplido. Sin pensar en la trascendencia de su acción, y mientras en nuestro planeta se sucedían las manifestaciones de júbilo, los dos astronautas contemplaron sus instrumentos. Tenían orden de partir inmediatamente si algo no iba bien. Pero el Eagle se estaba comportando magníficamente y no había motivos para la preocupación.

En este punto, el plan de vuelo fue drásticamente variado. Nadie tenía ganas de comer ni de dormir. Armstrong y Aldrin no sentían el cansancio y recibieron permiso para salir al exterior inmediatamente.

Antes, el comandante describió lo que veían desde las ventanillas del módulo lunar, incluyendo algunos datos que ayudaran a los especialistas a distinguir sobre el mapa el lugar exacto del aterrizaje.

Los preparativos para efectuar la salida al exterior se prolongaron más tiempo del previsto. Cuando todo estuvo listo, Armstrong abrió la escotilla y se situó sobre el "porche" del Eagle. Después, empezó a descender por la escalinata.

A las 9:56 de la noche, hora de Houston, en plena madrugada del día 21 en Europa, el astronauta saltaba a la superficie y proclamaba las palabras que le han hecho famoso: "Éste es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto adelante para la Humanidad".

Como si le hubiese oído, el Luna-15 soviético modificó otra vez su órbita (hasta los 85 por 16 kilómetros), situando su periastro casi en la vertical de la zona de alunizaje del Apolo-11. Pero el mundo apenas pensaba en aquella máquina. Nada podía compararse con la presencia de dos hombres, dos seres vivos como nosotros, paseándose sobre nuestro satélite.

El público siguió las casi tres horas de salida extravehicular con extasiado entusiasmo. Las imágenes, en blanco y negro, mostraron las figuras fantasmales de Armstrong y Aldrin moviéndose frente a la cámara. Este último había seguido a su compañero sin pérdida de tiempo.

Sin duda, se estaba haciendo historia, historia "en directo" y por televisión. La cobertura, posible gracias a la misma tecnología que había enviado a los tres hombres hacia allí, tuvo una resonancia absolutamente universal (excepto en la U.R.S.S. y en algunos países de la órbita comunista), convirtiéndose en la retransmisión más importante del siglo y quizá de toda la existencia humana.

Los científicos e ingenieros han hecho otras cosas mucho más importantes, más valiosas, que permitir posarse a un astronauta sobre la Luna, pero las implicaciones políticas, militares y económicas de tal acontecimiento, fueron de un calibre muy superior. El capitalismo tenía la oportunidad de vencer al comunismo, de demostrar su mejor predisposición hacia el avance de las ciencias y el desarrollo económico; y no la dejó escapar, aunque después sirviese para poca cosa más. Para los astronautas, por supuesto, había otras cosas en las que pensar. La primera tarea consistiría en recoger una muestra de "contingencia". Si algo inesperado ocurría, no podían regresar a la Tierra con las manos vacías, lo cual hubiera supuesto una gran decepción. También se leyó una placa conmemorativa unida a una de las patas del tren de aterrizaje del Eagle, y no faltó la instalación de la bandera estadounidense, una considerable dosis de fotografías y un intercambio de palabras con el Presidente Nixon.

Dos horas, 31 minutos y 40 segundos después de haber puesto el pie en la superficie, los dos astronautas regresaban al módulo lunar. Allí se quitaron los trajes y tomaron las últimas instantáneas. Aún tendrían tiempo de dormir un rato antes de afrontar el próximo paso de su viaje, el regreso a la órbita.

Al día siguiente, tanto el Eagle como el Columbia fueron preparados para el encuentro. Llegado el momento, el primero encendió el motor de la etapa de ascenso y, utilizando la inferior como rampa de lanzamiento, se dirigió hacia la posición de su compañera.

La unión entre ambas astronaves se efectuó sin contratiempos, como si se hubiese hecho muchas veces anteriormente. Al mismo tiempo, la antena de Jodrell Bank nos recordaba al otro protagonista. El Luna-15 había encendido por fin su retrocohete, en dirección al Mar de las Crisis. Sin embargo, las señales del vehículo desaparecieron de pronto y no volvieron a recuperarse: la sonda se había estrellado contra la superficie.

¿Qué había fallado? Los soviéticos no reconocerían un error técnico en su nave sino la influencia de los semidesconocidos mascones, las acumulaciones de materia que producían diferencias en el campo gravitatorio del satélite y que habrían afectado su trayectoria, desviándola en unos 15 kilómetros. Fuera de su ruta calculada, el Luna-15 se estrelló a casi 500 kilómetros por hora contra una montaña de unos 5 kilómetros de altura.

El intento de respuesta soviético no había hecho sino incrementar su vergüenza.
Sin conocer aún el destino final de su competidora, Aldrin y Armstrong eliminaron el polvo lunar de sus trajes espaciales y regresaron al interior del módulo de mando, junto a Collins. No olvidaron las cajas que contenían las rocas y todo aquello que no debiera perderse junto al Eagle, ya que éste sería separado y abandonado.

El resto del viaje resultó de lo más tranquilo. Mientras los habitantes de la Tierra trataban de asimilar lo que acababan de hacer, el Apolo-11 accionó su motor y se colocó en dirección hacia nuestro planeta. El 24 de julio, 8 días, 3 horas, 18 minutos y 18 segundos después del lanzamiento, la pequeña cápsula, el único remanente que quedaba del gigantesco Saturn-V, flotaba ya sobre las aguas del Pacífico.

Con la competencia que da la práctica, los hombres rana y el resto de las fuerzas de rescate acudieron rápidamente al lugar del amerizaje. El primer paso fue la introducción en el interior de la cápsula de los trajes de aislamiento biológico, diseñados para prevenir cualquier hipotética contaminación traída desde la Luna. No sólo eso, cuando la nave y su tripulación fueron izados sobre el U.S.S. Hornet, los astronautas entraron en un vehículo especial en el que permanecerían durante la fase inicial de un largo período de cuarentena. Pronto

resultaría evidente que en la Luna no hay vida ni nada que se le parezca y que los visitantes no podían traer microorganismos dañinos a la Tierra, de modo que tales precauciones serían abandonadas en futuros vuelos.

En el Hornet les esperaba Nixon, y con él los saludos de todos los norteamericanos y buena parte de los ciudadanos del mundo. En la U.R.S.S., los informativos de televisión dedicaron sólo algunos minutos al alunizaje. Aunque el logro americano fue valorado, algunos científicos entrevistados se limitaron a recordar que las sondas automáticas eran más baratas y efectivas (cuando funcionaban) y que ése era el camino a seguir. Nadie mencionó a los anónimos ingenieros que, a pesar de todo, aún bregaban por poner a punto a los L-1, L-3 y N-1.

A nadie se le escapaba, no obstante, que el Apolo-11 implicaba un cambio de era; un cambio de mentalidad y acaso de prioridades que afectaría al futuro de la astronáutica y de la exploración del Cosmos.

Era pues el momento de trazar nuevos objetivos y de tomar importantes decisiones. EL FINAL DE UN SUEÑO
En la U.R.S.S., los informativos de televisión dedicaron algunos minutos al alunizaje y algunos científicos entrevistados se atrevieron a recordar que las sondas automáticas eran más baratas y efectivas (cuando ello fuera posible). Lo cierto es que el programa lunar tripulado soviético no fue cancelado en este punto y que de hecho se trazaron planes para suceder a los americanos a partir de mediados de los setenta.

En efecto, cuando el Apolo-11 descendió sobre la superficie de nuestro satélite, la N.A.S.A. ya sabía que, con el objetivo cumplido y la amenaza presupuestaria de la guerra del Vietnam planeando sobre sus cabezas, el programa Apolo dejaba de tener sentido. Los Apolo-18, 19 y 20 fueron cancelados, se interrumpió la fabricación de cohetes Saturno y Nixon juzgó más razonable idear primero un sistema de acceso al espacio más barato y reutilizable (la lanzadera espacial). Evaporadas las posibilidades del viaje a Marte, la agencia norteamericana entró en una fase de profunda crisis que se tradujo en dos décadas poco productivas. El público, por supuesto, olvidó aún más rápido la hazaña que les había recordado que pertenecían a la nación más poderosa de la Tierra, y el reloj de la exploración tripulada del Sistema Solar se paró definitivamente. En 1999, 30 años después, sigue parado, aunque quizá vuelva a moverse en la próxima década...