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SOBRE LA VIDA Y OBRA DE FRIEDRICH NIETZSCHE
   (Texto para fines exclusivos de Estudio. Círculos de Estudio Existencial CEE. Biblioteca Anthropos de
      Psicología Existencial & Psicoanálisis. Asociación Colombiana de Análisis Existencial ACDAE.)
 

1. Interpretación Heideggeriana de Nietzsche
2. Nietzsche y el sentido del humor
3. Nietzsche, lo incombustible de la razón
4. Las mascaras habidas y por haber
5. El placer de Freud, el poder de Nietzsche
6. Nietzsche y el Nihilismo
7. Nietzsche y la filosofía
8. El poder de la voluntad de interpretar
9. Nietzsche, Wagner y la música
10. Zaratrustra(Tiempo y sufrimiento)
 

Interpretación Heideggeriana de Nietzsche
 
Cristóbal Holzapfel, Dr. Phil.
Profesor del Departamento de Filosofía
Universidad de Chile.
 

Sin duda alguna que le debemos a Heidegger haber reconocido en Nietzsche a un filósofo que ha pensado a fondo la tradición filosófica.

Heidegger se percata de cómo con Nietzsche hay un nuevo comienzo y de que, como ningún otro, ha sido capaz de poner legítimamente en duda todo lo que el hombre ha creído durante más de dos milenios.

Si tenemos a la vista el vasto conjunto de la obra de Martin Heidegger, podemos reconocer que al pensador al que él más le ha prestado atención y dedicado la parte mayor de ella es a Nietzsche. Para señalar sólo algunos textos al respecto, corresponde mencionar su "Nietzsche" (2 volúmenes), "La frase de Nietzsche: Dios ha muerto", "¿Quién es Zaratustra?", "¿Qué significa pensar?", y otros. Sin duda alguna que le debemos a Heidegger haber reconocido en Nietzsche a un filósofo que ha pensado a fondo la tradición filosófica.

El se percata de cómo con Nietzsche hay un nuevo comienzo y de que, como ningún otro, ha sido capaz de poner legítimamente en duda todo lo que el hombre ha creído durante más de dos milenios. Ante todo, cabe decir que el pensador de la Selva Negra ve a Nietzsche como el pensador del nihilismo, como aquél que se ha dado cuenta de que la filosofía y cultura occidentales han estado dominadas por el nihilismo, una negación vital de este mundo y del hombre mismo. Al analizar la sentencia del pensador de Sils Maria "¡El desierto crece!", sostiene Heidegger que he aquí que un pensador ha tenido que gritar (lo que no sería propio de lo que es un pensador, a quien lo caracteriza más bien la serenidad) y que el pensamiento de Nietzsche sería un "grito escrito". Justamente por significar el nihilismo, según Nietzsche, "el más inquietante de los huéspedes", la "desvalorización de los valores supremos", se relaciona esto con otra de sus sentencias: "¡Dios ha muerto!", la que tanto ha dado que hablar. Mas, la interpretación que hace Heidegger de la famosa sentencia es singular, ya que plantea que con ella Nietzsche habría gritado por Dios de profundis (así como se grita por Dios en Los Salmos). Como se ve, de nuevo hay aquí un grito, pero en cierto modo íntimamente ligado a aquél otro: "¡El desierto crece!". Y este grito es relativo al supuesto "verdadero Dios" y no al Dios de la tradición que tiene el carácter propio de una antropomorfización teológica, de una "estructura suprasensible dispensadora de sentido". La muerte de Dios sería la del "Dios metafísico" (Fundamento, Razón Suprema), del "Dios moral" (el Juez con el que tenemos nuestras cuitas personales,) y del "Dios real" (hecho también a la medida del hombre, como fundamento de la institucionalidad - justicia, familia, educación, estado- ).

Al mismo tiempo, con todo lo radical y en forma inaugural que haya pensado Nietzsche el nihilismo, sin embargo, se trataría para Heidegger de una concepción meramente antropocéntrica del nihilismo, ya que lo hace depender exclusivamente del hombre. Es éste el que habría proyectado un "tras-mundo", existiendo desde entonces en el sometimiento a una supuesta vida eterna, a un juicio final, a un cielo y un infierno (nihilismo pasivo), o también es nuevamente el hombre el que habría desmantelado ese trasmundo, restándole validez y legitimidad a esa "estructura suprasensible dispensadora de sentido", quedando en consecuencia ante el vacío y la nada descarnada (nihilismo activo). Mas, el nihilismo para Heidegger es algo que no depende en primer lugar del hombre, sino del ser. Es éste último el que, al retirarse, genera el nihilismo. Es el ser el que, de este modo, muestra su otra cara: la nada. Esta es pues una concepción ontocéntrica (y no antropocéntrica) del nihilismo.

El problema del nihilismo, así planteado, nos lleva por último a algo decisivo que tiene que ver con la ubicación de Nietzsche en la historia de la filosofía occidental. Heidegger lo ve como el pensador con el que culmina la modernidad, y ésta se caracteriza a su vez por un proceso paulatino de auto-afirmación del hombre, y, en este sentido, como un antropocentrismo creciente. Pero éste es el punto en el que uno de los intérpretes más agudos de Nietzsche y que a su vez fuera uno de los más destacados seguidores de Heidegger - Eugen Fink- se distancia de esta visión de Nietzsche. Ello lo fundamenta aduciendo que, en verdad, lo que está en juego en su pensamiento es un salir del hombre de sí, del atomismo de su ser-sujeto, un hacerse uno con la vida y el devenir. De este modo hay que entender conceptos nietzscheanos fundamentales: voluntad de poder y espíritu dionisiaco.
 
 

Nietzsche y el Sentido del Humor

¿Cómo hacer posible la voluntad de mantenernos sobre la profundidad sin ser pesados, sostenernos en equilibrio precario y ágil, deslizándose en la superficie, y "bailar en lo resbaladizo"? Nietzsche prefiere responder dando ejemplos, señalando figuras de la vida.
 

Por Ernesto Rodríguez Serra
 

¿Nietzsche humorista? Más bien parece un león airado. En su enojo contra su época omite que ha habido siempre quienes establecen una relación irónica con la tradición a la que pertenecen. Pero sabía celebrar lo que le parecía sano, a los que sabían comprender y celebrar esta vida. Y entre los europeos, a los espíritus libres: Montaigne y Goethe, por ejemplo. Pero a nadie elogia más que a Lawrence Sterne, un vicario rural de la Church of England que divirtió, alrededor de 1760, a sus amigos y lectores con las conversaciones ociosas y aventuras pícaras de sus personajes y con su bondadosa comprensión de las naturalezas sencillas y gozosas. Todo el buen ánimo del siglo XVIII. Nietzsche sabía de Montaigne que la tristeza esconde la maldad; y de Sterne, que el buen ánimo es una señal segura de felicidad.

Dice de Sterne que es "... el escritor más libre de todos los tiempos", alaba "su melodía infinita, donde la forma determinada se rompe constantemente y se sitúa de nuevo en lo indeterminado". Y "... es el gran maestro del equívoco... Este es su propósito, tener y no tener razón a la vez, mezclar la profundidad y la bufonería... Hay que rendirse a su fantasía benévola, siempre benévola".

En este elogio está contenido lo que Nietzsche más valora: lo indeterminado, lo equívoco y lo profundo que ama la superficie, el no arrastrar las culpas, la levedad, lo que viene y se va. Sterne encarga lo que Nietzsche sólo puede señalar. Pero lo traiciona el tono apocalíptico al que combate. Pero Apollinaire, Musil y Nabokov vienen de ahí. Pero señala hacia la tierra prometida de los que supieron gozar la vida. Por eso admira a los griegos que "sabían vivir, se quedaban en las apariencias, la superficie, las formas, las palabras". Frente a "la voluntad de saber a cualquier precio" prefiere la melodía infinita, el no querer tener la razón, el equivocarse y su forma verbal, el equívoco. Sabe que nuestro enemigo son las "grandes palabras" y el espíritu pesado y sombrío detrás de ellas. No es bueno querer saber mucho; por ahí fracasa la ciencia y crece la beatería, y como ni siquiera sabemos mucho terminamos siendo "políticamente correctos", de cualquier signo.

¿Cómo hacer posible la voluntad de mantenernos sobre la profundidad sin ser pesados, sostenernos en equilibrio precario y ágil, deslizándose en la superficie, y "bailar en lo resbaladizo"? Nietzsche prefiere responder dando ejemplos, señalando figuras de la vida: El cómico que se ríe de sí mismo, el loco que dice lo que nadie se atreve a confesar, el que desconfía de la razón y se acerca a la música para no morir de verdad.

Música ligera, por eso se aleja de Wagner y se acerca a Bizet, "donde toca con pie ligero". Requiere "virtudes diferentes, ligeras de pies, como los versos homéricos, que deben venir e irse". Estos hombres virtuosos van de paso, no insisten, confían, han "renacido de la enfermedad del gran recelo". Por eso también propone "un arte diferente, burlón, frívolo, liviano, divinamente desenfadado". Este arte se proyecta sobre un "cielo diáfano" y sus artistas son almas nobles que "sucumben a sus impulsos... que tratan a todos como iguales" y saben ser gentiles y pícaros a la vez. "Ser noble significa tener locuras en la cabeza" y vivir "modesta y despreocupadamente, indiferente e irónico consigo mismo". Por el contrario, "una sola persona sin alegría basta para llenar una casa de mal humor y cielo gris". Los hombres malvados, decía, no tienen canciones.

Habría así otra relación posible con el orden del mundo, redescubriéndolo en la ironía y sencillez, no queriendo llegar muy lejos, sino más bien ir y venir por los mismos lugares, amistosos, sabiendo perder el tiempo, como los personajes de Tristrak Shandy y El Viaje Sentimental.

Los hombres buenos saben reír y reírse de ellos mismos. ¿Cómo podrían tomar en serio a alguien? "Reír significa ser malicioso, pero con una conciencia tranquila". El santo puede parecer un pícaro. "¡Tu mirada trasunta la santidad, vestido de diablo!" Si Nietzsche hubiera conocido las historias de la vida de San Felipe Neri no se habría enojado tanto contra el cristianismo. El santo puede disfrazarse de cómico y convivir irónicamente con los que se toman en serio. Siempre hubo un humor benévolo detrás de la tradición amenazante; pero hay que reconocer que cuesta encontrarlo. Es tan seria. El humor aparece y se va, de otra manera no sería humor.

¿A qué atenernos? ¿Con qué nos quedamos? Con la irreverencia que no se puede contener, a la trasgresión ligera a las "buenas maneras", "el deleite y la locuacidad", el buen ánimo en toda circunstancia, el preferir como amigos a la gente entretenida. Con "Las bodas de Fígaro" y el "gran estilo"; la contención e ironía que podemos encontrar aun en medio del capitalismo y del socialismo, por ejemplo. Y no olvidarnos que los mejores están desprovistos de toda convicción, como decía W.B. Yeats, otro impulsivo celebrador, y que "en toda religión los hombres religiosos constituyen minoría".

No es posible comprender a Nietzsche tomándolo estrictamente en serio. Mejor es reconocer que señaló al humor como un signo seguro de sabiduría. "... Una tendencia casi epicúrea que no renuncia al carácter enigmático de las cosas y una repugnancia por las grandes palabras y las posturas morales. Desconfiar de las convicciones últimas". Son signos de una lúcida voluntad de poder, la de no resignarse, la de reír y jugar. Esa es la fuente y el sentido del humor.
 
 
 

Nietzsche, lo Incombustible de la Razón

Se puede leer a Nietzsche no como un adversario de la Ilustración, sino como un ilustrado radical, a través de cuyo pensamiento se consuma la tendencia de la Razón moderna a ilustrarse sobre sí misma.

Por Eduardo Sabrovsky
Filósofo

Nos proponemos, en este breve texto, sugerir la posibilidad de leer a Nietzsche no como un adversario de la Ilustración - así es, por lo demás, como el propio Nietzsche tiende a menudo a leerse a sí mismo- , sino como un ilustrado radical, a través de cuyo pensamiento se consuma la tendencia de la Razón moderna a ilustrarse sobre sí misma: a volver su sospecha, no ya sobre los viejos mitos, sino sobre la violencia, los intereses, los condicionamientos a los cuales ella misma estaría sometida, que la trabajarían interiormente desde la sombra.

En efecto, la obra mayor que Nietzsche dedica a la ética ("La Genealogía de la Moral, 1887") está presidida por la pregunta respecto al "valor de la moral" (Prólogo, 5). O sea, por el valor del valor. Ahora bien, valor es la posibilidad de diferenciar, de ordenar, jerarquizar, dar sentido a nuestra experiencia. Valor equivale a sentido. Nietzsche pregunta entonces por el sentido del sentido. Y la respuesta que el saber genealógico nietzscheano propondrá - ¡ojo, que aquí volamos a gran altura!- es que el sentido del sentido no es sino el sinsentido. Los valores no penden del cielo. Por el contrario, todo aquello que se nos presenta como el resultado de un designio, de un imperativo inscrito, por así decirlo, en el tejido mismo del universo y de la historia, no es sino el resultado de una lenta sedimentación, a lo largo de la cual se ha consumado el olvido, la borradura de su humano, demasiado humano origen: de la voluntad de poder, de autoafirmación, que trabajaría subterrá-neamente lo que después se nos cuenta como historia sagrada. A un pensamiento metafísico que "se pierde en el azul del cielo", Nietzsche contrapone el gris de la historia efectiva: "lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido; en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura del pasado de la moral humana" (Prólogo 7).

Pero de esta manera, la genealogía nietzscheana no hace sino radicalizar el punto de vista de la Razón moderna. No es casual, en esta perspectiva, que "La Genealogía de la Moral" se inicie con una lectura crítica de los "psicólogos" ingleses (los pensadores empiristas y utilitaristas), de cuyo gesto, que aspira a reconducir todo aquello que se nos presenta como extraordinario e incondicionado (el Bien, la Verdad, la Belleza) al áspero suelo de las prácticas cotidianas, Nietzsche extraerá consecuencias radicales. Gesto de la Razón moderna presente de manera eminente ya en Galileo, quien, al dejar de lado la pregunta por el "qué" - la esencia- para concentrarse en el "cómo" de los fenómenos, abre paso a la muy fructífera matematización de la ciencia, pero a la vez a la disolución del cosmos, el orden eminente del universo que el cristianismo medieval había heredado de Grecia. Gesto presente también en Darwin. La novedad y escándalo del darwinismo no radican, en efecto, en que el ser humano provenga del mono, sino en que la humanidad y la Razón sean el producto no de un designio, sino del ciego azar. "La antigua alianza está rota: el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo, de donde ha emergido por azar. Con estas palabras elocuentes y sombrías, el biólogo contemporáneo Jacques Monod (Premio Nobel de Fisiología y Medicina 1965) sintetizó alguna vez el punto de vista del evolucionismo contemporáneo ("El azar y la necesidad", 1970).

Nietzsche presenta su Ge-nealogía como la reactivación de un "antiguo incendio" (I, 17), en el cual las pretensiones de la Razón ilustrada habrían de sucumbir. No obstante, si lo que hemos esbozado es cierto, el incendio sería producto no del pirómano anarquizante conocido con el nombre de Nietzsche, sino de la misma Razón moderna, al menos en una de sus facetas. Frente a esta Razón, incendiaria de sí misma, ¿hay algo que se pueda resistir? ¿Existe, en otras palabras, algún residuo incombustible - lo incombustible de la Razón- que pueda resistir a su propio incendio?

En la pregunta quizás esté la respuesta. El propio sujeto que, con Nietzsche, afirma el carácter interesado y condicionado de toda verdad, de todo bien y toda belleza (que dice "yo no hablo, soy hablado por los condicionantes - biológicos, socioeconómicos, psíquicos, genealógicos, ontológicos incluso- de mi existencia") se sustrae, en el instante mismo de afirmarlo, a su propio holocausto: toma la palabra, más allá de toda condicionalidad, de todo contexto, de todo horizonte. Hablar de la imposibilidad de hablar, y sólo de ello; hacer del incendio, de la desertificación de sí mismo la abismal condición de producción de sí mismo: he aquí la paradoja constitutiva de la modernidad que la Genealogía nietzscheana pondría en escena, y a través de la cual lo condicionado revelaría su inherente incompletud, su abismática apertura hacia lo extra-ordinario.
 
 
 
 

Las Máscaras Habidas y por Haber

Junto a la serie correlativa de los dioses griegos y romanos, del dios judío y del dios cristiano, corren en paralelo pero imbricadas con ella las distintas series de tipos de hombres y de sociedades occidentales que configuran las diversas máscaras, es decir, sentidos que la vida humana ha sido capaz de crear con el correr de la historia.
 

Por José Jara*

Alas diversas interpretaciones que en el curso del siglo XX se han dado del pensamiento de Friedrich Nietzsche, se podría agregar abreviadamente una más: fue un hombre que jugó, apostó, es decir, pensó de nuevo una vieja realidad griega: la máscara. Apoyándose en esa realidad, tomó distancia de ella en la medida que le otorgó a su uso otro pathos. El pathos de una pasión del conocimiento mediante el cual habría de adentrarse en el escenario de por lo menos el par de siglos posteriores a aquel en que él vivió, pensó y murió.

La cercanía que como filólogo clásico tuvo con respecto a ese mundo griego supo transformarla en la distancia necesaria frente a él, como para percibir que la diversidad de dioses que allí se gestaron - entreverados luego con el conjunto de los de la tradición judeo-romano-cristiana- sólo fueron distintas máscaras, figuras de imaginarios sociales, aunque no por ello menos reales para toda esa tradición, mediante las cuales los hombres que en ella vivieron procuraron entender, dar cuenta de sus sucesivas condiciones de existencia humana a lo largo de siglos.

Junto a la serie correlativa de los dioses griegos y romanos, del dios judío y del dios cristiano, corren en paralelo pero imbricadas con ella las distintas series de tipos de hombres y de sociedades occidentales que configuran las diversas máscaras, es decir, sentidos que la vida humana ha sido capaz decrear con el correr de la historia.

En el trasfondo de esos tiempos - se atrevió Nietzsche a pensar y a apostar- no hay ningún origen ni fin últimos, ni verdad ni valor absolutos que buscar. Pues esa historia se ha jugado siempre sobre el tablero de la tierra, del mundo y la existencia fáctica de los seres humanos. Estos son quienes inventaron y modificaron sin cesar en su vida cotidiana las reglas mediante las cuales procuraron satisfacer y comprender las penurias, menesterosidades y necesidades experimentadas en su cuerpo y alma.

Estos tres aguijones allí clavados han sido las palancas desde las que se han movido el mundo y las acciones humanas, incluidas las distintas máscaras de todos los tipos de dioses, fuesen religiosos o metafísicos, a través de los que los hombres han intentado conjurar su mortalidad, justificar su saber y legitimar los poderes alcanzados. Es también desde esatríada que los hombres fueron capaces de generar todas las ideas y los valores que han conferido formas y grados de dignidad, espiritualidad, humanidad a su existencia.

Pero la apuesta pensante de Nietzsche por las máscaras, por la interpretación, la profundidad y superficie que transparecen en todo querer humano es inseparable de la tragedia y la parodia inherentes a cuanto desde ese querer los hombres han sido y habrían de ser capaces de crear, recrear una y otra vez. Es una apuesta que, tomando distancia de las certezas inconmovibles y cegadoras, se abre a todos los abismos y horizontes desde los que el hombre pueda y quiera crearse y reencontrarse a sí mismo, asumiendo esa única otra realidad múltiple, aleatoria, milenaria y humana a la vez desde la que él ha surgido y crecido, y que deja también en él sus huellas y marcas: la sociedad.

Lo que Nietzsche ofrece a los hombres del tiempo por venir es el no poder menos que querer inventar otras máscaras, otras formas de ser seres humanos, creadoramente humanos.

¿Habrá llegado ya el tiempo para este tipo de querer? ¿Se habrán superado ya los temores sagrados o metafísicos, inventados también por ellos, que rondan o penden sobre la condición humana de las máscaras, sobre la condición histórica del hombre? Por lo menos, dos siglos pensó Nietzsche que serían necesarios para lograr que el hombre pudiera enfrentar con coraje y algún éxito esa realidad percibida por él como dominante en su tiempo y que se transformaría para el futuro en un desafío a superar: el nihilismo. El desafío de revertir la preferencia habida del hombre por querer algún absoluto, antes que quererse a sí mismo.

¿Fue Nietzsche demasiado optimista al postular su pesimismo del futuro, que apostó por Dionisio contra el Crucificado? O dicho menos dramáticamente y más filosóficamente ¿fue demasiado optimista cuando apostó por las máscaras y el cuerpo como centro de gravedad del hombre() frente a la verdad apodíctica de un sujeto trascendental de la metafísica?

* José Jara es doctor en Filosofía, Universidad de Munich, Alemania. Profesor titular, Universidad de Valparaíso. ().Ver J. Jara, "Nietzsche, un pensador póstumo. El cuerpo como centro de gravedad". Ed. Anthropos en coedición con Universidad de Valparaíso, 1999, y J. Jara (Ed.), "Nietzsche, más allá de su tiempo". 1844... Ed. Edeval, Universidad de Valparaíso, 1998.
 
 

El placer de Freud, el poder de Nietzsche
 Carlos D. Perez
La relación de Freud con Nietzsche fue tan intensa como velada, al punto que se lo pueda reconocer un interlocutor tan grande como mudo. Nietzsche es mencionado en la correspondencia de Freud con Fliess en carta del 1 de febrero de 1900 en los siguientes términos: "Ahora me he procurado a Nietzsche, en quien espero encontrar las palabras para mucho de lo que permanece mudo en mí, pero no lo he abierto todavía". Permanecería cerrado, a la manera de un resto capaz de irrumpir como formación extraña, al punto que en la misma carta puede leerse una caracterización que Freud hace de sí mismo, de neto corte nietzscheano: "Porque no soy ni un hombre de ciencia, ni un observador, ni un experimentador, ni un pensador. Soy nada más que un temperamento de conquistador, un aventurero, si lo quieres traducido, con la curiosidad, la osadía y la tenacidad de un tal".

Años más tarde confesaría: "Me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, debía estar dispuesto -y lo estoy, de buena gana- a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente". Consideremos otra puntualización, acerca de las aspiraciones del joven Freud, a propósito de las líneas directrices seguidas por él y su amigo Fliess, en la carta fechada el 1 de enero de 1896: "Veo que tú, por el rodeo de tu ser médico, alcanzas tu primer ideal, comprender a los hombres como fisiólogo, como yo nutro en lo más secreto la esperanza de llegar por ese mismo camino a mi meta inicial, la filosofía. Pues eso quise originalmente, cuando aún no tenía en claro para qué estaba en el mundo".

Pero la filosofía, representante para el joven Freud de la libre especulación, resultaría francamente cercenada por la autoimposición de rigor metodológico -entiéndase científico-. Ernest Jones comenta que cierta vez le preguntó cuanta filosofía había leído, y la contestación fue: "Muy poca. De joven me sentía fuertemente atraído hacia la especulación, y refrené esa atracción despiadadamente". Actitud que lo acompañaría toda la vida, tanto que poco antes de morir le confía a Marie Bonaparte: "Cierta repugnancia que me inspira mi tendencia subjetiva a dar rienda suelta a la imaginación me ha hecho siempre contenerme". Evidentemente, no se trata sólo de la filosofía sino de la tendencia potente, pasional, ambiciosa pero por lo mismo refrenada a dejarse llevar por la inventiva, por el vuelo de la metáfora. Del abundante material que contamos tomaré este fragmento de una carta a Martha, por aquel entonces su novia, del 2 de febrero de 1886: "A menudo me parecía que había heredado todo el arrojo y toda la pasión con que nuestros antepasados defendieron su Templo, y que estaría dispuesto a sacrificar alegremente mi vida por un gran momento en la historia. Y, al mismo tiempo, me sentía tan incapaz de expresar estas ardientes pasiones aún con una sola palabra o un poema... en todo momento me he dominado, y ésta es la fachada que la gente ve en mí".

Se podrá comprender que cuando Freud comienza Más allá del principio de placer proclamando que nada puede esperarse de los filósofos con relación a una teoría del placer, delata el rumbo no confesado de sus consideraciones. Placer y libre especulación son, precisamente, las dos cuestiones confluentes en su poderosa inhibición. No puede menos que sorprendernos, por esa razón, que en Más allá... encontremos párrafos como éste: "Lo que sigue es especulación, a menudo de largo vuelo; que cada cual estimará o desdeñará de acuerdo con su posición subjetiva". Si advertimos que se ocupa del eterno retorno, según la denominación nietzscheana que Freud emplea sin poner comillas, porque "se había rehusado el elevado goce de la obra de Nietzsche", quizá lo encontremos entre líneas como conflictivo inspirador. No el único, pues hay en esa obra un simposio de autores, pero sí uno de los más importantes y menos reconocido.

Como nosotros no tenemos porqué privarnos de elevar ese goce, me permitiré algunas citas para incluir su lectura en estas consideraciones, dedicadas a quien dijo no haberlo frecuentado, aunque su vigencia implícita sea frecuente. Me limitaré al libro tercero de La voluntad de poderío. Un examen riguroso de las relaciones entre las obras de ambos pensadores requeriría un estudio aparte. Si menciono las respectivas obras es para evitar caer en el biografismo a propósito de la interposición de Lou Andreas Salomé y cosas por el estilo. Pero antes valga una referencia, aunque sea al pasar, al decisivo concepto nietzscheano que Freud importa vía Groddeck, el ello.

Cuando se habla de influencias textuales se suele buscar dentro de las obras, atendiendo poco a aquello que si está logrado es a la vez presentación, punto cúlmine, inicio y conclusión: el título. Más allá del principio de placer titula Freud, en tanto a la primera obra importante que publica tras la edición privada de un fragmento de Así habló Zaratustra, Nietzsche la llama Más allá del bien y del mal. Jenseits -"más allá"-, fuerte vocablo alemán que podría sugerir una aspiración religiosa, es empleado por Freud para trascender la concepción adocenada del placer, así como Nietzsche lo hace con el modo de acomodarse al bien y al mal, polarización que a su vez, resuena en el par pulsional que Freud postula como de vida y de muerte. Mientras Freud intenta distanciarse de una concepción filosófica del mundo, Nietzsche postula lo de "filosofar con el martillo", sin cansarse de atacar la lógica convencional. Freud destaca las "servidumbres del yo" que conducen a esta instancia a proceder con "insinceridad diplomática" en su intento de satisfacer las demandas del superyó, de la realidad, del ello, produciendo múltiples escisiones, en concordancia con la agudeza de Nietzsche, cuando al señalar la ilusión totalizante del yo acuña el concepto de ello, que Freud encontraría iluminador para su teoría.
En su Más allá... escribe Nietzsche: "En lo que respecta a la superstición de los lógicos, no me cansaré de subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que esos supersticiosos confiesan a disgusto, a saber, que un pensamiento viene cuando "él" quiere, y no cuando "yo" quiero; de modo que es un falseamiento de la realidad efectiva decir: el sujeto "yo" es la condición del predicado "pienso". Ello piensa: pero que ese "ello" sea precisamente aquel antiguo y famoso "yo", eso es, hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una "certeza inmediata". En definitiva, decir "ello piensa" es ya decir demasiado: ya ese "ello" contiene una interpretación del proceso y no forma parte del mismo".

Luego de este saludo a una obra mayor, vayamos a la tercera parte de La voluntad de poderío para ceñirnos al par placer/poder. Nos permitirá poner de relieve la discordancia entre la aspiración narcisista y la interacción de la diferencia. "Aunque se necesiten las "unidades" para poder contar, no quiere esto decir que tales unidades "existan". El concepto de unidad está derivado del concepto de nuestro "yo", que es nuestro más antiguo artículo de fe" escribe Nietzsche oponiendo a la ilusión totalizante la noción de cantidades dinámicas que viabilizan relaciones de tensión. Allí donde freudianamente ubicaríamos la pulsión, Nietzsche postula la voluntad de poderío: "Al eliminar estos ingredientes (que derivan de la cita anterior), nos quedamos sin cosas, y sólo con cantidades dinámicas, en una relación de tensión, hacia otras cantidades dinámicas, cuya esencia consiste en su relación con las demás cantidades, en su "obrar" sobre éstas. La voluntad de poderío no es un ser, no es un devenir, sino un "pathos"; es el hecho elemental, del cual resulta como consecuencia, un devenir, un obrar..."

Así como deseo o pulsión no son entendibles, en la obra de Freud, en relación al plano de la conciencia, la voluntad -término que Nietzsche toma de Schopenhauer- tampoco permite esta remisión. Wille tiene su lugar, como el Trieb freudiano, en esa constitución elemental de la que deriva un devenir, el obrar de la diferencia, que desde la perspectiva psicoanalítica entendemos sexual. Del mismo modo debemos replantearnos la noción de poder, acostumbrados como estamos a denigrarlo haciéndolo equivaler a su caricatura autoritaria.

Así como un machista o una feminista suelen desmentir lo masculino o lo femenino obcecando la referencia a un extremo de lo que es un espacio de diferencia, habituamos la noción de poder al modo autoritario de apropiación del otro. El machismo, el feminismo, el autoritarismo se aproximan, como en general los ismos, a formas unitarias que pervierten la masculinidad, lo femenino, el poder.

Hay una tendencia a asimilar el poder a cierta disposición arbitraria de alguien sobre personas o cosas, como si fuera lo mismo conjugar los verbos "poder" y "poseer". Si en un título consta que soy propietario de algo, sea una distinción académica o una parcela de tierra, se supone que la cosa, material o abstracta, me fue concedida con la certificación, y a menos que contraríe gravemente la ley me basta con exhibir el título para que se me ratifique la pertenencia. Ciertas palabras, como "dueño", sugieren ese estatismo, aunque provengan de origen diverso; el "don" de alguien es menos algo concreto que una cualidad distintiva, y el "duende" -de donde proviene- un espíritu travieso, juguetón, que solía habitar lugares o casas. Por un proceso de contracción, "duende de casa", "duen... de casa", modo superior de una influencia impalpable, llegó a ser "dueño de casa". Lento precipitado de la metáfora hasta que suponemos en la palabra una forma cristalizada.
Si el duende era un poder, el dueño pretende poseer. La palabra "poder" es tanto sustantivo como verbo; sustantiva la acción, verbaliza lo estático. Porque poder es potencia, no hay otra manera de ponerlo de relieve que procediendo, conjugándolo: quien puede caminar camina, quien puede pensar piensa, quien puede soñar sueña, quien puede gobernar gobierna. El poder es un gobierno, el ejercicio de una acción que impone un rumbo al movimiento; para ello es preciso no aferrarse a lo decantado como un sentido común para la tiranía que impide o sofoca los espacios de diferencia.

¿Cuál es la articulación placer/poder en lo que venimos planteando? Prosigamos con Nietzsche, quien lo expresa en pocas palabras: "Un placer no es otra cosa que un estímulo del sentimiento de poderío por parte de un obstáculo (estímulo aún más fuerte si es producido por obstáculos y resistencias rítmicas); de modo que aquel sentimiento se hincha, se pone tenso. En todo placer, por lo tanto, va comprendido un dolor. Si el placer es muy grande, los dolores serán muy largos y la tensión del arco enorme". La ventaja de mentar el poder radica en su ubicación, en la virtualidad de un goce abierto por la diferencia; acicateado por el sentimiento de poderío, el placer no excluye dolor ni tensión.

El obstáculo tiene su ritmo, pero en el placer del poderío no se distingue un ritmo del obstáculo de un ritmo propio del sujeto, porque en el poder activo desaparece el obstáculo y con él el objeto, por lo tanto también el sujeto incluido en el yo, disueltos en la embriaguez de una diferencia que se recrea a sí misma. Abundaré en citas: "La causa del placer no es la satisfacción de la voluntad sino el hecho de que la voluntad quiere avanzar y es siempre nuevamente dueña de lo que se encuentra a su paso. El sentimiento gozoso se encuentra precisamente en la insatisfacción de la voluntad, en el hecho de que la voluntad no vive satisfecha si no tiene enfrente un adversario y una resistencia. El "hombre feliz": ideal del rebaño".

Causa de placer equivale a principio de displacer/placer (según el modo en que Freud lo menta originalmente), no reducible a saciedad alguna. Que su nominación fuera luego difundida como tan sólo de placer, según figura en Más allá del principio de placer, induce la suposición unitaria del placer, a riesgo de facilitar el escamoteo, la perversión de la diferencia.

Nietzsche produce un interesante deslizamiento: en vez que el sujeto sea un procurador de placer o un esquivador del displacer lo supone en busca de obstáculos, resistencias, lo que es decir deseo de ritmo, al estilo prometeico del ritmo que lo encadena y desafía al apoderamiento de la llama divina. "A este ritmo estoy fijamente encadenado" exclama Prometeo en la obra de Esquilo. Freud afirma algo similar cuando a propósito del incitante enigma femenino dice que la libido gusta de vencer obstáculos; de allí que postule su condición masculina.

En síntesis: me he limitado a señalar algunos dilemáticos puntos de encuentro de Freud con la obra de Nietzsche, para luego señalar algunas puntas donde resulta fructífera la lectura en paralelo de ambos autores. Obviamente, esto es sólo una muestra, que espero resulte incitante para que el interesado haga su propio transcurso en el juego del deseo, del poder, de la diferencia.

Nietzsche y el Nihilismo

El nihilismo es más que la muerte de todo sentido trascendente, porque en su sentido nietzscheano alude también a nuestra imposibilidad de superar el duelo: de una parte el trono de las grandes verdades está vacío, pero de otra parte seguimos pensando en función de ese trono.
 

Por Martín Hopenhayn*

Dijo Camus en L'Homme Révolté: "Nietzsche no formó el proyecto de matar a Dios, sino que lo encontró muerto en el alma de su tiempo". En gran medida la vigencia de Nietzsche se debe a que el nihilismo moderno que él anunciara, bajo la proclama de la muerte de Dios, es más evidente hoy que hace un siglo. Porque la muerte de Dios arrastra otras tantas muertes, atávicas y modernas, que hoy se invocan como síntomas de nuestra postmodernidad: muerte de un sujeto que se autodefine como criatura de un creador que lo encuadra y cobija; muerte de las distinciones tajantes entre verdad y falsedad y entre esencia y apariencia; muerte del principio que garantiza la certeza y la posibilidad de la unidad interna en el sujeto, llámese Razón o conciencia; muerte de la confianza en la marcha de la historia y, con ello, de la promesa de una redención individual en un reencuentro universal; muerte de las cosmovisiones estables y de todo centro en torno al cual sea posible articular nuestras ideas; muerte, en fin, de la "ilusión" de un yo sustancial y estable. El mentado fin de las ideologías y las utopías sería el corolario político y cultural de este vaciamiento de sentido.

Pero el nihilismo es más que la muerte de todo sentido trascendente, porque en su sentido nietzscheano alude también a nuestra imposibilidad de superar el duelo: de una parte el trono de las grandes verdades está vacío, pero de otra parte seguimos pensando en función de ese trono. Combinación fatal que para Nietzsche obedece al hecho de que matamos los mitos para liberarnos, pero inmortalizamos el cadáver en el proceso mismo del asesinato. Frente a ello nos acechan las preguntas propias del nihilismo: ¿Existe vida posible sin un horizonte estable de sentido? ¿Hasta dónde liberarnos de mitos y valores, si los costos en desintegración, tanto individual como colectiva, son mayores que los beneficios de aquella liberación? ¿Podemos convivir con una autoimagen donde el yo no es más que una descripción entre tantas posibles, desprovista de ilación o de fundamento?

Pero el nihilismo no es sólo un estado de cosas, sino también un estado de ánimo. O más bien, un desánimo. O en palabras de Nietzsche, "el reconocimiento de un sostenido desperdicio de fuerza, la agonía del en vano (...) estar avergonzado de sí mismo frente a sí mismo, como si uno se hubiese decepcionado a sí mismo por demasiado tiempo. "No ya ausencia de sentido sino experiencia del desgaste en la búsqueda de un fundamento que se escurre. La pérdida de sentido se vuelve inseparable del cansancio por la infructuosa tarea de sustituirla con nuevos sentidos. Es propio del nihilismo, según Nietzsche, esta dureza que obliga no sólo a experimentarlo, sino también a padecerlo. Padecimiento que, al revés del calvario cristiano, no purifica ni redime, sino todo lo contrario: más agotados estamos precisamente allí donde se requiere mayor vigor y autoconfianza para construir nuestro propio hogar en medio del descampado. La concomitancia del desgaste y malgasto que acompaña nuestra vivencia del nihilismo junta la agonía de las grandes verdades con el desfallecimiento de nuestra salud personal (emocional, psicológica, pero también física, en el caso del propio Nietzsche). Difícil situación: incapaces de creer, pero demasiado cansados para recrearse fuera del atávico mundo de la creencia.

Esto plantea la mayor dificultad. Porque para Nietzsche el nihilismo, visto positivamente, es un estado alquímico en el cual, desde las cenizas de los valores destruidos, emerge la posibilidad de nuestra mayor libertad de espíritu: recrearnos sin la pesada herencia de la religión, la moral y de los disciplinamientos adquiridos, idear nuestras vidas como quien hace de su biografía una narración auténticamente personal. Pero para eso hace falta convicción y no sólo sensibilidad. Y la orfandad de la ruptura opaca la libertad que dicha ruptura pone en movimiento. El riesgo es quedar encapsulado en el duelo, en lugar de renacer inéditamente desde nuestra confrontación con el vacío.

Liberado a fondo de la moral cristiana y de sus prolongaciones en la cultura moderna, el "espíritu libre" o el "superhombre" de Nietzsche - o el niño en el relato de Zaratustra- debe extender esta ruptura para liberarse a su vez de todo discurso que lo construye desde fuera. Del mismo modo como el nihilismo no sólo supone la muerte de Dios sino de todo supravalor, su superación implica enterrar tanto al primero como al segundo. De este modo el colapso de la moral cristiana abre, a su vez, la posibilidad de superar todo orden simbólico que encarcela la subjetividad. Nietzsche quiere así aprovechar el momentum del nihilismo para romper con el universo completo de la servidumbre del espíritu. Pero la medida de esta ruptura también exige a su artífice soportar el dolor y el cansancio, el abandono y el pánico. No es sencillo: se trata de sobrevolar el paisaje desierto de la modernidad tardía, no aferrarse más que a la atmósfera enrarecida del nihilismo, y desde esa ligereza tomarle el gusto al vuelo: "El que ve el abismo, pero con ojos de águila, proclama Zaratustra, el que aferra el abismo con garras de águila: ése tiene valor".

*Martín Hopenhayn es filósofo, autor de "Ni apocalípticos, ni integrados".

Nietzsche y la Filosofía

Para Nietzsche, la filosofía se justifica por sí misma y su importancia debe ser ubicada en un terreno superior a la de la importancia del Estado.
 

Por Eduardo Carrasco Pirard*
Desde sus primeros escritos, Nietzsche manifiesta una idea precisa de la filosofía, y no se apartará de ella durante toda su vida. En "Schopenhauer educador", la tercera Consideración Intempestiva define las condiciones que debe cumplir un filósofo para realizar ejemplarmente la esencia de la filosofía: ante todo, debe ser un espíritu libertario, que busca sus respuestas en sí mismo y a partir de sí mismo, y por ello, jamás se inclina ante poderes externos a la filosofía, pero particularmente ante la política. "Toda filosofía que crea que un acontecimiento político pueda descartar, o más todavía, resolver el problema de la existencia es una bufonería de filosofía, una pseudofilosofía". La política aparece aquí como el territorio de una constante ilusión, el espejismo que atrae cada vez al ser humano hacia una eventual posibilidad de superación de sus conflictos. Pero la filosofía consiste precisamente en el distanciamiento con respecto a esta ilusión: nunca en la historia se ha cumplido lo que el político se ha propuesto. El resultado es siempre diferente y la lucidez es reconocer esta distancia. El problema de la existencia no se resuelve políticamente; pensar de este modo es una ingenuidad. La política no es más que un terreno de lucha de intereses, en los que éstos se presentan según una imagen prospectiva, programática. El discurso político es futurista, promete soluciones, se dirige a un mundo dolorido que desea abrirse a mejores horizontes. Por eso se puede decir que la política es lo contrario de la filosofía, del mismo modo como la ilusión es contraria a la verdad.

Sobre las condiciones que hacen posible la aparición del filósofo, en la misma obra dice que Schopenhauer, muy temprano, "se armó de indiferencia frente a las limitaciones nacionales hasta mostrarse incluso demasiado riguroso hacia ellas". Y más adelante afirma: "pues quien tiene el furor philosophicus en el cuerpo no tendrá tiempo ninguno para el furor politicus y se guardará sabiamente de leer los diarios cada día, o más todavía, de servir a un partido" (Consideraciones Intempestivas, 7, pág 80). Para Nietzsche, el nacionalismo es absolutamente incompatible con el espíritu filosófico. Esta incompatibilidad resulta del hecho de ser el nacionalismo una perspectiva interesada, que necesariamente deberá contaminar con su partidismo la mirada del filósofo. A pesar de ello, según el pensador, esta independencia de espíritu, que lo hará distanciarse de las cegueras que conlleva la afirmación acrítica de lo nacional, no debe inducir a una indiferencia frente a sus responsabilidades cívicas.

La mirada filosófica es una mirada limpia, que busca determinarse desde la cosa observada, es una mirada dirigida hacia "las cosas mismas". Por eso las vivencias del pasado, que llegan hasta nosotros como mitos, religiones, costumbres o tradiciones, crean un velo de distorsión que impide la pureza y la objetividad de la mirada filosófica. Esta última quiere enfrentarse con las cosas con la misma ingenuidad que tiene el verlas por primera vez. "Aquel que deja interponerse entre él y las cosas nociones, opiniones, acontecimientos del pasado, libros, aquel por tanto, que en el sentido más amplio es nacido para la historia, no verá jamás las cosas por primera vez y no será jamás él mismo una de esas cosas que se ven por primera vez; pero ambas cosas se pertenecen recíprocamente en el filósofo, porque a él le es preciso extraer de sí mismo la más grande enseñanza y porque él se sirve de sí mismo como imagen y abreviado del universo". (Consideraciones Intempestivas, 7, pág. 80) El filósofo extrae de sí mismo lo que sabe, tiene que construir a partir de sí y con sus propias fuerzas lo que piensa. La obra filosófica es una obra individual y autónoma, no es ni un saber erudito, ni nada que pueda verdaderamente transmitirse de un hombre a otro. Sólo puede aprenderse la actitud, el ejemplo de vida, pero el contenido debe reconstruirse cada vez; se trata más de una fidelidad consigo mismo que de una asimilación de conocimientos.

Esta autonomía no es, por tanto, una dirección a la que el filósofo apunte idealmente, sino la condición misma de la existencia de la filosofía. No es una limitación, sino al contrario, el ámbito de esencia en la que ella se realiza. Así, la filosofía es el retroceso del individuo hacia la radical originalidad de su propia mirada. No hay filosofía si no es como mirada desde sí mismo, sin contaminación que la desvíe hacia otra cosa que lo que este "sí mismo" ve, y sin distorsión que interfiera y aleje este "sí mismo" de lo que se presenta ante su mirada. La filosofía es el puro ver desde sí mismo. La única medida para la filosofía proviene del modo en que cada individuo sea capaz de realizar su esencia. El nacimiento del filósofo depende de su capacidad de mantener su independencia con respecto al Estado y a todos los poderes que pudieran afectar su mirada. Nietzsche, en su deseo de preservar esta independencia, llega hasta el extremo de mirar con desconfianza la aceptación del cargo de profesor de filosofía en una universidad. "Mientras sea favorecido y tenga un empleo, le será preciso reconocer algo como superior a la verdad, el Estado. Y no simplemente el Estado, sino también al mismo tiempo todo lo que el Estado reclama en su propio interés: por ejemplo, una forma determinada de religión, de orden social, de constitución de las fuerzas armadas, todas cosas sobre las cuales se inscribe un Noli me tangere". (Op cit. 8, pág. 85).

Para Nietzsche, la filosofía se justifica por sí misma y su importancia debe ser ubicada en un terreno superior a la de la importancia del Estado. "Pero en fin: ¡qué nos importa la existencia de un Estado, la promoción de las universidades, cuando se trata ante todo de la existencia misma de la filosofía sobre la tierra! o - para no dejar planear ninguna duda sobre lo que quiero decir- cuando el nacimiento sobre la tierra de un filósofo es indeciblemente más importante que la conservación de un Estado o de una universidad" (Consideraciones inactuales, 8, pág. 94).

*Eduardo Carrasco es filósofo de la Universidad de Chile.
 

El Poder de la Voluntad de Interpretar

Se suele querer ver en esta desigual colección de textos de la última etapa de su vida una cierta complacencia nihilista, en vez de percibir en ella las señales que indican hacia la necesidad de recorrer en toda su intensidad las huellas que conducen hasta la fuente compartida, hasta la común raíz genealógica de nihilismo y ontología.
 

Por Gonzalo Portales*

La infinita perfectibilidad de la hermenéutica. El término, que proviene del ámbito conceptual del romanticismo temprano - la escuela de Jena, organizada en torno a la figura de Friedrich Schlegel- , parece describir fielmente la deviniente vorágine textual-interpretativa sobre la obra nietzscheana, cuyo crecimiento adquiere proporciones geométricas a medida que se aproxima la fecha exacta de la conmemoración de su muerte, acaecida el 25 de agosto del año 1900. Y esto sucede no solamente porque cien años parecen señalar una distancia temporal adecuada para una mirada crítica a una obra filosófica, sino además porque ellos expresan justo la mitad del tiempo profético caracterizado por Nietzsche como la venidera época del nihilismo. Sin duda que su última filosofía - aquella que quedó en estado fragmentario y que se identifica con el proyecto de una Voluntad de poder- pertenece de lleno a esta misma época: la anuncia en su porvenir incierto y la co-determina en su presente decimonónico.

El nihil como pérdida acompaña, en efecto, a la culminación del siglo XIX en su intento por recuperar parcialmente, mediante la sistematización del saber, la ausencia de los cimientos ontológicos anteriormente otorgados por los discursos explicativos del ser de la divinidad. Este es el movimiento del fundamento (Grund) al abismo (Abgrund) o, como también se ha dicho - haciendo uso de una conceptualidad post-nietzscheana- , en él aparece el nihil propio de la herencia ontoteológica. Nietzsche cree poder distinguir en esta actitud la del nihilismo pasivo, cuya nostalgia ante la pérdida lo fuerza a oscilar entre el duelo y la melancolía, resignándose con fatalidad trágica ante la inminente falta de aquello mismo que aún se anhela: el orden escatológico de la tradición platónico-cristiana. El develamiento de la "fábula" del mundo verdadero sucumbe así en el pesimismo y en la voluntad hacia la nada.

Pero la última filosofía de Nietzsche no se conforma con esta descripción epocal, sino que se apropia de la gravedad del diagnóstico y del peligro involucrado en la constatación del nihilismo como punto de partida. La radicalidad de la fisura con la tradición occidental que desde allí se produce ha impedido a diversas interpretaciones, según me parece, advertir las consecuencias afirmativas de la fragmentaria filosofía del nihilismo europeo. Se suele querer ver en esta desigual colección de textos una cierta complacencia nihilista, en vez de percibir en ella las señales que indican hacia la necesidad de recorrer en toda su intensidad las huellas que conducen hasta la fuente compartida, hasta la común raíz genealógica de nihilismo y ontología. El esfuerzo de una verificación tal debiera ejercer un efecto de emancipación con respecto a la autoritaria determinación de sentido - causalismo ejercido por una subjetividad intencional- y permitir en su lugar el libre juego de las fuerzas que constituyen lo que Nietzsche denomina inocencia del devenir (Unschuld des Werdens). La multiplicación casi infinita de las perspectivas posibles derivadas de este juego posee, ciertamente, un efecto destructor en relación a la conceptualidad de la metafísica. La diversificación de los ángulos produce una cambiante topología de la mirada que descentraliza la fuerza semántica tradicionalmente otorgada a términos como fundamento, finalidad, razón, origen, verdad. No obstante su innegable diletantismo conceptual, Nietzsche busca mediante este giro subvertir además el orden epistémico, oponiendo a la gravedad de la mecánica y del atomismo aquella jovialidad científica contenida en la expresión acuñada en 1799 por Friedrich Schlegel, "die frohliche Wissenschaft" ("la ciencia alegre")

Sin embargo, la historia de la recepción ha sido en gran parte la historia de un rechazo. Si se indaga por la procedencia de la tradicional resistencia frente a este pensamiento innovador, se verá que ella no se reduce a la mera actitud de defensa del statu quo, sino que alcanza asimismo tanto al pensamiento anglosajón como a aquella filosofía que ve la tarea del presente en la destrucción de la historia de la ontología. Creo que dicha resistencia se debe, principalmente, a la enorme ambigüedad polémica presente en el término voluntad de poder (Wille zur Macht). En el primer caso se trata de un conformismo hermenéutico que no quiere investigar más allá de la simple identificación del concepto con el darwinismo social y su prolongación fascista (Baeumler y secuaces). En el segundo, se ubica la voluntad de poder dentro de los marcos de la esotérica u obra principal (Hauptwerk) en contraposición con la exotérica u obra principal. Desde allí se sospecha un peligro sistematizante y una insoslayable filiación metafísica que vincula al término con la línea conceptual que va desde la ousía griega hasta las filosofías de la voluntad del siglo XIX.

El actual estado del corpus nietzscheano - la edición crítica de sus textos- muestra, empero, que el fragmento es una escritura del saber siempre tentativo. Así también, sus posibles interpretaciones desde hace ya cien años.

*Profesor del Instituto de Filosofía y Estudios Educacionales de la Universidad Austral de Chile.
 

 
Nietzsche, Wagner y la Música

El amor metafísico de Nietzsche por la música puede resumirse en la frase: "¿Qué quiere de la música mi cuerpo entero? Puesto que no existe el alma... quiere, creo, su alivio...".
 

Por Francisco José Folch
 

Nietzsche, ¿un músico frustrado? Un coro de Haendel escuchado a los nueve años lo hizo consciente de ese componente fundamental de su psique. Al descubrir a Schopenhauer y mientras casi no dormía para leer "El mundo como voluntad y representación", descansaba tocando algo al piano o componiendo algún trozo.

La revelación suprema sobrevino cuando estudió las partituras de "Lohengrin" y "Tristán". En 1866 escribe: "Amo en Wagner aquello que amo en Schopenhauer: el soplo ético, la cruz, la muerte, el abismo". Vacilaba, sin embargo, ante los escritos teóricos wagnerianos. Pero en octubre de 1868 sus reservas se derrumbaron, tras escuchar las oberturas de "Tristán" y "Los maestros cantores". Escribe esa noche: "Soy absolutamente incapaz de criticar esa música a sangre fría. Ella hace vibrar cada fibra, cada nervio en mí".

En noviembre siguiente, un grupo de adoradores de Wagner lo introdujo al círculo de éste. Deslumbramiento fulminante del joven ante el genio que siente como el más eminente de su tiempo: "A su lado se siente uno como cerca de lo divino". En su último año de lucidez, recordaría que su encuentro con Wagner "fue como si respirara por primera vez en la vida". Wagner se erige en su doble glorioso, juntos sueñan regenerar la cultura alemana, crear una suerte de "helenismo germánico".

Entre 1869 y 1872 esa amistad atravesó su fase lírica. Pragmáticos, los Wagner esperaban del joven genio que fuera el más brillante vocero del culto wagneriano. Y lo fue en su primer libro, "El origen de la tragedia, según el espíritu de la música" (1871). El maestro aparece allí junto a Beethoven, Esquilo y Sófocles. Lapidaria opinión de filólogos y filósofos: "No puede tomarse en serio, y el que ha escrito tal cosa está muerto científicamente" (Usener).

Tras la instalación de Wagner en Bayreuth declina esa comunidad afectuosa. "Wagner en Bayreuth" trasunta entusiasmo por encargo. Cuando Nietzsche advirtió que el músico oscilaba entre el pesimismo schopenhaueriano, el budismo y el cristianismo, lo abandonó. Wagner no podía ayudarlo a instaurar el optimismo moderno, aristocrático, más allá del bien y el mal, que Nietzsche predicaba en "Zaratustra".

Ruptura total. Pero nunca podría olvidar esa "amistad estelar": "Nada podrá compensar, para mí, la pérdida de la simpatía de Wagner... ¿De qué sirve tener razón contra él en ciertos puntos?" ("Aforismos", 1880). Wagner llegó a encarnar cuanto odiaba como decadente, demagógico, antiartístico y moralizante en la cultura alemana. Le reprochó el poner fin a toda forma de música pura, en aras de un género monstruoso, el drama musical. "Parsifal" le repugna. "Zaratustra", su respuesta vengadora, será el anti-Parsifal, el portador de una nueva moral, la de la risa y del júbilo del águila en las alturas. Pero siguió amando en Wagner al igual y al adversario.

Ambos tenían puntos comunes: el gusto por una cultura universal, la nostalgia del Renacimiento. Ambos vacilaron entre la música y las letras. Wagner se quería poeta ante todo, y Nietzsche, compositor. Porque "la vida, sin música, sería un error" ("El crepúsculo de los ídolos", Máximas, 33). Desde "El nacimiento de la tragedia" (16) hasta "Ecce Homo" - su denuncia feroz de Wagner- , Nietzsche estima, como Schopenhauer, que la música expresa la esencia de toda la vida. Schopenhauer escribe que la música es expresión del ser verdadero del mundo. "La música dice de él desde la esencia íntima, sin pasar por la representación, la razón, el consciente, los conceptos. La música no expresa jamás el fenómeno, sino la esencia íntima, el interior del fenómeno, la voluntad misma". Nietzsche dirá otro tanto. En "Más allá del bien y el mal": "La música es el engaño por el cual las pasiones gozan de sí mismas" (106). La música expresa, más que ningún otro arte, la realidad de la voluntad de poder. Y puede traducir, igualmente, la negación de la vida: el arte es por excelencia el medio de escapar a los sufrimientos de la voluntad, el medio de la voluntad para negarse.

El amor metafísico de Nietzsche por la música puede resumirse en la frase de "Nietzsche contra Wagner", retomada en "La Gaya Ciencia"(168): "¿Qué quiere de la música mi cuerpo entero? Puesto que no existe el alma... quiere, creo, su alivio: como si todas las funciones animales debieran ser aceleradas por ritmos ligeros, audaces, turbulentos; como si el acero y el plomo de la vida debieran olvidar su pesantez gracias al oro, la ternura y la untuosidad de las melodías. Mi melancolía quiere reposar entre los escondrijos y abismos de la perfección: he ahí por qué tengo necesidad de la música". "La música... me libera de mí mismo".

Pero no le sería concedido a él crear esos escondrijos y abismos donde refugiarse. Cuando quiso traducir en música su crítica al "Manfred" de Schumann, componiendo una "Meditación sobre Manfred", sólo se ganó el sarcasmo de los profesionales. Habiendo sometido su creación al insigne director Hans von Bülow, éste le escribió: "Nunca había visto algo igual en papel pautado... Es una violación de Euterpe (musa de la música)... Aparte del interés psicológico, su "Meditación", desde el punto de vista musical, no tiene otro valor que el que tiene un crimen en el orden moral" (24 de julio de 1874).

Cuando hacia el final endiosó a Bizet, en un intento de reemplazar las nieblas wagnerianas por el sol de "Carmen", su panegírico suena a pretexto. El dios perdido no podría ser reemplazado. En un momento lúcido de su locura final, vio un retrato de Wagner, que había muerto hacía ya mucho (en 1883), y dijo quedamente: "Yo he querido mucho a este hombre". Tanto como había querido a la música.
 

Zaratustra (Tiempo y Sufrimiento)

¿Qué es lo que Zaratustra penetra y discierne en ese hombre a la vista, suprema y extrema expresión de la vaciedad humana? Hay un íntimo parentesco espiritual que religa a las diversas figuras nombradas en el texto del poema, esto es, al hombre último inventor de la felicidad a poco costo, al ferviente cultor de las virtudes pasivas, modestia, compasión, resignación y a los predicadores de la muerte.
 

Por Rafael Gandolfo Baron SS.CC.

La obra en que Nietzsche pudo dar forma plena a su pensamiento nació súbitamente como en un arrebato que coge desprevenido al espíritu. Fue como si una voz, la de algo o alguien hablara a su oído palabras inauditas cargadas de luz incandescente y suscitadoras del estremecimiento más hondo. Con insuperable maestría, el pensador ha descrito en su autobiografía ese instante en que el alma es fecundada por el don de una luz prodigiosa. Y lo que recuerda con precisión, no es sólo suspenso emocional sin parangón en que lo sumerge ese don, no es sólo el asombro ante sí mismo que lo asalta, sino acaso el fenómeno más decidor de ese instante, a saber, cierta necesidad sin violencia con que el mundo viene y se abre. "Se diría - expresa el Ecce Homo- , que, en verdad, las cosas mismas vienen a nosotros, deseosas de hacerse símbolos". "Bajo el ala de cada símbolo - agrega- , vuelas hacia cada verdad. Para ti se abren espontáneos todos los tesoros del Verbo; toda cosa quiere devenir verbo, todo devenir quiere aprender de ti a hablar... Aquí el pensamiento se hace palabra no como fruto de una búsqueda necesariamente vacilante e incierta, sino como si la palabra justa viniese de algún otro yo secreto más hábil y más sabio en el pensar y el decir. Tal apareció a los ojos de su creador el Así habló Zaratustra al rememorar la hora de su alumbramiento. Sin embargo, no es difícil comprobar que casi todas las ideas maestras de Nietzsche habían sido descubiertas y formuladas con anterioridad, particularmente la del eterno retomo de lo mismo, la más alta cima de la meditación nietzscheana. Lo nuevo, pues, y conmovedor de esa revelación que es el poema no está en esas ideas consideradas aisladamente, sino en el modo como ellas de pronto se ajustan y confluyen para hacer emerger ante la mirada algo prodigioso, tan imprevisible como sorprendente. Ese algo es la figura del hombre sobrehumano, el Hombre al fin entrado en la plena posesión de su esencia, el Hombre al fin devuelto a la esplendidez y magnificencia de su posibilidad. En verdad el Hombre sobrehumano, el Ubermensch, es el otro hombre, el que aún no ha sido conocido por nadie, pero que lejos de existir a modo lejano e inaccesible arquetipo en algún lugar celeste o en la mente de un Dios, se adelanta a la visión como el fruto más precioso que la tierra espera.

Hay algo de sorprendente en esta súbita aparición de la figura humana como centro animador del escrito. En efecto, la luz que de ella emana, y que Zaratustra es el primero y único en captar en su intensidad, es la que la mirada le lleva a descubrir en la humanidad circundante, en la naturaleza y en sí mismo, lo que a los otros permanece encubierto. De esa luz brota una certidumbre extraordinaria que le permite a Zaratustra penetrar en el trasfondo de las creaciones más solemnes y venerables del espíritu humano y exhibirlas como son en verdad, a saber, apariencias falaces detrás de las cuales ese espíritu esconde su impotencia y nulidad ante sí mismo y los otros. Así, tanto las creencias religiosas como las valoraciones éticas del hombre occidental sucumben, no por cierto en virtud de demostraciones regidas por la lógica, sino por obra de su oposición o antítesis frente a otras valoraciones y a otra forma de saber.

Y no sólo esto, pues la mirada de Zaratustra, traspasando los límites impuestos por la finitud humana a la razón, logra discernir la línea ondulante de descenso y ascenso que describe la humanidad a través del tiempo y se hace capaz de prever sin vacilación el gran hecho de la historia como ningún otro, cual es la ruptura total de sus ataduras más fuertes y el triunfo sobre su demasiado larga enajenación, esto es, el salto definitivo de la humanidad por encima de sí misma. Es el resplandor del Hombre sobrehumano el que permite todo esto y, sin embargo, propiamente ese Hombre no se hace presente jamás en la obra dándonos la cara. En ninguna parte Nietzsche pretende describirnos la figura de esa forma superlativa de humanidad partiendo de una concentración de las cualidades más eminentes que debiera poseer, cualidades que sin duda se han dado ya en seres humanos concretos, así los genios en el dominio del arte o de la gran política, sólo que dispersas y no conjugadas en el mismo sujeto.

No hay tipología alguna del Hombre sobrehumano en el Así habló Zaratustra, ni puede haberla como Nietzsche lo sabe muy bien. Todo lo que hace su portavoz es señalar el camino para descubrir esa figura o más exactamente para presentirla. Cabe, sin embargo, preguntarse de inmediato ¿quién podría enseñar el camino hacia algo tan desconocido e inimaginable, algo tan distante de lo que el hombre hasta ahora ha experimentado y vivido? Es un rasgo genial el que Nietzsche haya presentado a su personaje no simplemente como un apasionado y brillante pronunciador de discursos sobre los grandes temas que de hecho aborda, sino como alguien que de pronto necesita transformarse a sí mismo para llegar a ser el que es. Sólo adentrándose en sí mismo en una transmutación penosa y espantable, sólo en un tránsito de visión en visión y de experiencia en experiencia en la que Zaratustra más de una vez retrocede y vacila, es como puede conjurar a la grandiosa figura humana venidera y percibirla como el roce de una sombra. Entonces lo que así sobreviene, esa sombra, tiene el poder ofuscante de lo supremamente bello. En esos momentos el personaje deja de pronunciar discursos, incluso deja en absoluto de hablar sobre el Hombre sobrehumano, pues habla de otra cosa más amplia, más vasta, más insondable, habla de la vida o, mejor dicho, deja que ella le hable. Puede decirse que entonces Zaratustra no es alguien que percibe y ve a distancia algo moviéndose en un punto de lo venidero, sino que es él mismo eso que ha de venir.

No obstante, lo que de suyo no es intuible, ni experimentable, puede ser de alguna manera señalado y así se nos aproxima como a través de una pantalla o velo. Si bien no es posible describir a la forma más alta de humanidad, dando de ella una versión íntegra y menos aun proponer esa versión como la verdad de su ser, es posible, en cambio, apuntar a ella a partir de lo que cabría llamar el gran fracaso y la gran frustración del hombre en su historial. El hombre venidero vendría a ser la liquidación de ese fracaso y frustración y la consiguiente restauración de su esencia. Es ese precisamente el camino que elige Nietzsche en el Zaratustra al encararse con los hombres presentes y denunciar la mezquindad de sus almas y la pequeñez de su existencia. En la naturaleza peculiar de ese fracaso y frustración y en lasraíces secretas que lo originan y a la vez lo disimulan puede diseñarse como en el negativo de una película lo que debe cumplirse y lo que sólo puede cumplirse en la figura del hombre sobrehumano.

¿Qué es, pues, lo que Zaratustra penetra y discierne en ese hombre a la vista, suprema y extrema expresión de la vaciedad humana? Hay un íntimo parentesco espiritual que religa a las diversas figuras nombradas en el texto del poema, esto es, al hombre último inventor de la felicidad a poco costo, al ferviente cultor de las virtudes pasivas, modestia, compasión, resignación y a los predicadores de la muerte. La ansiosa búsqueda de pequeños placeres y pequeñas diversiones, en los unos, se compagina muy bien con la confesada o inconfesada devaluación de la vida, con el desprecio resignado de la misma, expresado en el "no vale la pena vivir", aunque hay que seguir viviendo. Ese rasgo común en todas estas actitudes humanas es cierta mediocridad en la voluntad de ser, cierta impotencia de querer, apasionada e incondicionalmente algo. Nietzsche ve una falta de integridad, una carencia de salud en el nudo mismo de la existencia que hace de tales ejemplares humanos verdaderos "tísicos del alma". Y, sin embargo, son estos mismos seres los más tenazmente apegados a la vida y, por tanto, los destinados a perdurar más largamente: son capaces en el fondo de endurecerse frente a las circunstancias adversas a la conservación de sí mismos y de concertar su voluntad de ser en la protección de la forma mínima de vida como no lo son los que apuntan a la forma más alta.

Por otra parte, al poner al descubierto ese rasgo común ya sabe Nietzsche de qué medios se ha valido a través de la historia esa clase de hombres enfermos para arraigarse firmemente en la existencia y conjurar toda tentación de desesperar de la misma y de perecer a causa de esa desesperación. Sabe asimismo que esos medios no podrían cumplir su objetivo si no le procuraran al hombre de voluntad enferma dos ilusiones complementarias, a saber: primero, la de tender a lo que de verdad es máximamente digno de ser querido, digamos, a un bien absoluto en su calidad misma de bueno; y segundo, la de identificar la única verdadera existencia con ese tender al bien absoluto y con su posible consecución en un mundo más allá o fuera del tiempo. Tal es el significado último que tienen para el autor de Zaratustra el orden moral concebido como sujeción a una ley imperativa suprapersonal y a la vez la creencia religiosa, sustentada por la metafísica, de una esfera supraterrena, esto es, de un más allá de esta vida donde se cumplirá todo lo que en esta vida se prueba como irrealizable. En suma, lo que ya ha descubierto Nietzsche, antes de configurar su Zaratustra, es que la religión con sus dogmas sobre Dios y el más allá, la metafísica con su supuesto de verdades válidas para todo entendimiento y la moral con su idea de un bien absoluto impuesto incondicionalmente a la voluntad del hombre, son ficciones artificiosamente engendradas por la razón de los débiles y lisiados del espíritu para evadirse del sentimiento de su propia impotencia y crearse una imagen de sí mismos que los iguala a los fuertes y sanos. Lo esencial en esta mañosa creación mental, ingeniosa en grado sumo, es su término final, a saber, ese trasmundo, ese dominio de puras realidades invisibles e intangibles, es ese modo de existir a partir de ella, transmundo que consigue gracias a la malicia del intelecto de presentarse como lo más real o incluso lo único real de verdad. Claro está, también sabe Nietzsche que esa enorme falsificación, y la consiguiente usurpación del lugar correspondiente a la realidad del mundo sensible, han dejado ya de tener vigencia, pues han mostrado con el inicio de la modernidad la inconsistencia de sus pretensiones. A ese grandioso desinflamiento de las creencias y valoraciones más sagradas en la conciencia humana el pensador lo designa con el nombre de muerte de Dios.

Sin embargo, detrás de este proceso histórico en que la humanidad decaída de sí misma, raquítica y esmirriada construye un imponente edificio mental de creencias y juicios de valor para disimularse a sí misma su vaciedad de ser, detrás de ese proceso, decimos, yace un problema más hondo, que es el que de verdad ocupa la parte medular del Zaratustra. Es el problema del sufrimiento que ha de encarar el hombre al penetrar la vida tal como ella es, sin esquivar la tremenda realidad de lo que ella rehúsa al hombre y, por tanto, de la carga que le impone. Sin embargo, antes de plantearnos el sufrimiento como problema, conviene preguntarse de qué precisamente sufre Zaratustra. Diríamos entonces que primeramente sufre de sí mismo, esto es, de su naturaleza desgarrada y contradictoria que comparte con otros hombres. Por ejemplo, Nietzsche muestra a su personaje por una parte tentado a ceder a lo que él llama la gran piedad por los hombres y a convertirse en un compasivo. Esta incluso parece ser de su máxima tentación allí donde lo que lo conmueve es la aflicción y menesterosidad que padecen los hombres mejores. Mas, por otra parte, Zaratustra se vuelve extraordinariamente lúcido ante su propia compasividad y la repele con decisión como su peor enemigo. Lo mismo le acontece con esa gran náusea, ese irresistible sentimiento de repulsión que le provoca el espectáculo del hombre más pequeño, del hombre vil por excelencia. También ese sentimiento amenaza a cada instante frenar y detener su movimiento a abrazar la grandiosidad del destino humano. Así, el sufrimiento ante el sacrificio del hombre más noble, su aniquilación en el curso de la historia por obra del azar o de la astucia de los ruines y malvados, se convierte en otra de sus tentaciones mayores. Una cosa es el sufrimiento que Zaratustra debe sobrellevar y vencer y que se halla a flor de piel en la humanidad. En este aspecto, sufrimiento y alegría son sólo síntomas de algo que ocurre detrás de esa piel y que puede ser un proceso de salud, de plétora o al revés, un proceso de agotamiento y muerte. Una cosa, decimos, es ese sufrimiento y otra cosa el que afecta no a cualquier parte de la humanidad, sino específicamente a la voluntad secreta y profunda del hombre. Podría llamárselo la contrariedad fundamental que experimenta esa voluntad al tener que querer lo que necesariamente le está destinado a ella y sólo a ella y al tener a la vez que renunciar a ello. El paso decisivo del poema tiene lugar justamente en el momento en que Zaratustra determina esa contrariedad fundamental y, por tanto, lo que ahí mismo es querido y a la vez rehusado. Entonces lo que percibe es el querer queriéndose a sí mismo como supremo creador, sin límites, ni barreras impuestos desde fuera, capaz en consecuencia de dominar y configurar la totalidad de lo real y no simplemente esta o aquella franja de la realidad.

Ahora bien, Zaratustra en el fondo de una visión relampagueante percibe en el tiempo y su pasar inexorable, en ese "es" que se transforma instantáneamente en un "ha sido" y en un "fue", el elemento de la existencia que se sustrae sin apelación al poderío de la voluntad. Pues frente a lo que ya fue el querer de la voluntad jamás pudo ni podrá nada. En esa imposibilidad radical de alterar en lo más mínimo el pasado, en esa consistencia granítica que le hace inaccesible a nuestro deseo, ve Zaratustra el dolor fundamental del querer, su derrota incompensable y la fuente más secreta de su rebeldía. No cualquier cosa escapa al poderío de la voluntad, sino el sustrato mismo del devenir cósmico y, por ende, el sustrato mismo del ser. Y esto es lo incompensable por esencia.

Sin embargo, lo que ve Zaratustra como en primer plano es sólo el punto inicial de un encadenamiento soberanamente iluminador. En efecto, ese dolor metafísico de la voluntad por su impotencia frente al tiempo se transforma de manera inevitable en un resentimiento, y el resentimiento trae consigo con igual forzosidad una voluntad de desquite, o dicho más incisivamente, de venganza. Esa venganza a su vez cumple su designio allí donde la existencia inmersa en el tiempo, y la realidad sensible en que ella se despliega, es rebajada, degradada y convertida en deleznable si se la compara con una esfera de realidades suprasensibles y el modo de existir en ella, intemporal o supratemporal. En su obra posterior, se esforzará Nietzsche en mostrar de qué manera la concepción platónica de las ideas como mundo verdadero, luego el cristianismo con su peculiar dogmática sobre la Divinidad y la inmortalidad personal sólo son comprensibles en tanto respuestas sutiles e ingeniosas a ese profundo deseo brotado del resentimiento.

Podría decirse que, para Zaratustra, este sufrimiento de la voluntad con su formidable consecuencia histórica que se convierte de hecho en la huida del hombre frente a la verdadera realidad, esto es, en esa a la vez exitosa y desastrosa huida para refugiarse en un mundo ilusorio y vano en cuya búsqueda tiene que extenuarse y perderse a sí mismo, todo eso, decimos, es para Zaratustra la gran barrera, el obstáculo supremo a su grandiosa tentativa. En este punto conviene reconsiderar la marcha del pensamiento nietzscheano, desde luego tan colmado de sobreentendidos y presupuestos inevidentes y, además, tan disparejo en su comprensibilidad inmediata. De hecho, ese pensamiento nos ha arrojado a un despeñadero mental del que ignoramos el inicio y el fondo. Preguntémonos de antemano sobre ese sentimiento del tiempo que acomete a Zaratustra y le lleva a una enorme generalización como si todos los hombres sintieran lo mismo que él. A primera vista no sufrimos propiamente del tiempo y de su constante deslizarse desde el futuro al pasado, desde el mañana al ayer, sino de lo que acontece en ese tránsito indetenible, en breve, de los males reales y concretos que en él se producen. Pero Zaratustra percibe otra cosa y es el íntimo dolor que trae consigo el tiempo en sí mismo con su caducidad, con su obligación de nacer y perecer que impone a toda cosa, a todo goce lo mismo que a toda pena. En esto sondea en lo profundo y saca a luz una realidad cotidiana soterrada y oscurecida por nuestro trajinar entre las cosas. Porque el tiempo dilapida nuestra sustancia y si bien se lleva tras sí para nuestro alivio los males, se lleva igualmente consigo los bienes. Sin embargo, Zaratustra ve en esa realidad soterrada algo que nos es difícil ver a nosotros. En efecto, el pasado o, más claramente, lo vivido en él no queda simplemente atrás en forma de recuerdos conscientes o inconscientes. Lo pasado no se separa simplemente de nosotros como una corteza que se volviese extraña, sino que calladamente sigue adherido a nosotros; sigue, pues, perteneciéndonos, sólo que como un peso muerto, como el resto petrificado de algo que fue alguna vez principio de impulso creador y de goce exultante. Es, por tanto, la íntima tristeza de la voluntad frente a lo definitivamente muerto, lo que constituye su sufrimiento. Es esa tristeza la que echa la más espesa y la más irreductible sombra sobre la vida e incita al hombre a maldecirla y despreciarla. Confrontada con este sondeo en las entrañas de la existencia a través del cual nos sentimos interpretados irrecusablemente, la laboriosa explicación que intenta Nietzsche de la religión, la moral y la filosofía desde el platonismo hacia adelante, se presenta como artificiosa y gratuita.

Este es el momento decisivo en la experiencia de Zaratustra. Ahora, pero sólo ahora, está delante de la prueba más dura, está frente a su dominio más poderoso. Aparentemente la impotencia de la voluntad, cualquiera que ella sea, para volver a darle vida a lo vivido y así recuperarlo, es insanable. En este punto el personaje nietzscheano podría hacer suyo el terrible pensamiento de Pound en el Canto XXX: "Time is the evil. Evil." ("El tiempo es el Maligno. Maligno"). Como muchos otros hombres está tentado a pensar así, más he ahí de repente en el fondo de su visión la abertura salvadora, esto es, la gran verdad que hacía falta, la fulgurante penetración en el nudo del ser sin la cual habría sucumbido a la tentación. No, definitivamente el tiempo no es el Maligno, aunque lo maligno, lo que daña mortalmente el espíritu, pueda crecer y enraizarse en él.

Para designar esa verdad suprema, Nietzsche ha usado una expresión eminentemente enigmática pese a su aparente claridad, a saber: el eterno retorno de lo mismo. Literalmente tomada, ella quiere decir el movimiento circular del curso del tiempo que le hace recomenzar la misma sucesión de hechos una vez que ellos han cumplido un determinado ciclo, todo esto en una secuencia sin fin. Entendida de esta manera, y prescindiendo de su metafísica posibilidad o imposibilidad, no se ve en absoluto de qué manera trae consigo la respuesta anhelada a la impotencia de la voluntad y a su sufrimiento, no se comprende en ninguna forma que ella aporte al hombre sufriente la redención de su pena más entrañable y lo reconcilie sin más con la vida. El sentido común dirá que una existencia feliz querrá repetirse infinitas veces, y a la inversa, una existencia infeliz percibirá esa repetición como el más infernal de los castigos. Más aún: Zaratustra advierte que la existencia más plena y dichosa no puede ser alcanzada sino al precio del dolor más terrible. Para él, la más empinada grandeza, la altura suprema del hombre sólo se gana con la superación de los peores tormentos del espíritu y más que nada con la aceptación del triunfo incesante en el plano de la historia del hombre más deleznable, el más sórdidamente astuto y mendaz.

Del libro "De Aristóteles a Heidegger", Lecturas Escogidas, de Rafael Gandolfo, Ediciones Universidad Católica de Chile. 1995. El texto reproducido fue publicado en dicho libro en carácter de "inconcluso" según reza en el comienzo (Pág. 157). Rafael Gandolfo falleció en 1982.