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La Curaca del Ucayali

 

Después del cruel asesinato del inca Atahuallpa, ocurrido el 23 de febrero 1533 y lograda aunque parcialmente la consolidación del dominio español en la mayoría de los lugares más importantes del vasto territorio del Tahuantinsuyo, los españoles se propusieron entrar por sus diferentes vertientes a los incognitos territorios de la selva. Por esos tiempos, un descendiente alemán de nombre Felipe Otré, conociendo la ambición que embriagaba a los españoles, ideó y difundió el cuento del "Gran Dorado". según el cual, aquí en esta región se hallaría escondida una cuantiosa cantidad de oro, metal por el que los conquistadores tenían excesiva predilección y por conseguirla, eran capaces de exponerse a grandes y peligrosos sacrificios.

Sin embargo, llegar a esos territorios no les resultaría fácil, debido a sus intrincados bosques con una naturaleza inhóspita, poblada de numerosas nacionalidades de estirpes distintas a los que encontraron en las otras regiones. Los indios selváticos contaban con una multiplicidad de lenguas, caracteres, costumbres y una capacidad guerrera indomable, así como una facilidad de desplazamniento sin requerimiento de caminos por los enmarañados.

La empresa implicaba entonces grandes riegos y desplazamientos de cientos de kilómetros, sin más caminos que sus caudalosos ríos, habriendose paso en dirección a mundos ignotos.

Para amainar a esas difíciles poblaciones, los conquistadores tegieron y usaron una serie de fórmulas. La iglesia, sus misioneros, la cruz y la biblia. Si ellas no vastaban, estaban las armas para imponer autoridad, presentando su filiación como problema para aquellos, cuya fe no podía pasar a la filiación católica, sino después de la unción del bautismo cristiano y la profesión de las creencias católicas. Significando que a la espada del guerrero seguía la cruz y la biblia del misionero.

Así lo entendieron los reyes de Castilla, la iglesia de esos tiempos y así era también el pensamiento unánime del pueblo español. De allí que después de conquistado a sangre y fuego el poderoso Tahuantinsuyo, vinieron numerosas legiones de misioneros para establecerse en lugares estratégicos de la costa y sierra, erigiendo una cruz y enarbolando la bandera conquistadora en nombre de Dios y de los monarcas españoles.

Sin duda, la empresa acometida por los primeros misioneros que llegaron a las comarcas costeñas y serranas, era vasta, difícil y grande, pero quien puede dudar, que no era tan ardua y áspera, como entrar a los bosques. En la sierra y costa ya había caminos por donde se desplazaba el Inca en los largos recorridos por su reino, sus tropas conquistadoras, también los chasquis etc. y había una población acostumbrada a obedecer a un monarca o jefe.

En la selva era todo lo contrario. No había caminos, las poblaciones tenían tanto dominio de los bosques, que no lo requerían para desplazarse y si era necesario, para eso tenían los caudalosos ríos. Es decir, todo era diferente a parte que estos eran más independiente, en algunos grupos solo aceptaban el mandato de jefes en casos de guerras y en otros solo la jefatura de los padres.

Por el año 1600, las regiones del oriente se podían fijar poco a menos llevando una línea de Moyobamba a Chachapoyas, de Chachapoyas a Cajamarca, de Cajamarca a Huánuco, de Huánuco a Huamanga, de Huamanga al Cuzco. Los territorios orientales de estas ciudades quedaban todavía aislados. Para desplazarse de Ocopa a Cajamarquilla o Huailillas, los misioneros primero se constituían en Huánuco siguiendo algunos desvíos. De la cuenca del Huallaga, tomaban una de las vertientes occidentales de este río, subían el ramal de los Andes hasta la división de las aguas del Marañón y estaban en la provincia de Cajamarquilla. A esta provincia unieron para los fines de evangelización, la zona del Huallaga, a la que la provincia de los Doce Apóstoles venía evangelizando con la región de Cajamarquilla.

De Cajamarquilla a la misión de Manoa o Cuxiabatay en el Ucayali, habían 40 días de camino entre ir y volver con carga a la espalda, hasta donde anualmente se enviaban provisiones para los misioneros. Eran unos desplazamientos sumamente fatigosos, sobre todo por la inhospitalidad del clima y la abundancia de devastadoras enfermedades, lo que motivó a los franciscanos a estudiar y tantear la vía del Pozuzo al Ucayali hasta la boca del Cuxiabatay.

En ese propósito los franciscanos de Cajamarquilla - Pataz, organizaron numerosas expediciones, en su afán de llegar a los indios de las antiguas misiones de Panatahuas. Por el año de 1631, el Conversor fray Felipe Luyando y otros religiosos, saliendo de Huánuco logra hacer una de las primeras entradas a los bosques. Ese mismo año, entrando por Tarma avanza el fray Gerónimo Ximenez, ejemplo que seguirían otros de su misma familia de prden.

Los informes del visitador de misiones, padres fray Francisco Andrade y del Comisionado fray Gabriel de Guillóstegui, señalan que el padre Alonso Caballero llegó en 1657 hasta territorios shipibos y setebos, a muchos de los cuales logra reducirlos y convertirlos al cristiasnismo y fundan dos pueblos. Allí cinco misioneros conversores que por encargo del padre Alonso quedaron para continuar el trabajo, fueron aesinados por los shipibos.

En 1661, llega a la región de los setebos del Ucayali, el padre Lorenzo Tineo, guardián de Panatahuas, con una expedición de 26 soldados y 200 indios cristianos preparados para la guerra, al mando de un capitán nombrado en Lima. Tineo no tardó en convertir a dos mil setebos y concentrarlos en el pueblo de Exaltación de Chupasnao. En principio disciplinadamente todos concurrían a la iglesia. Pero un día se sublevaron y el padre Tineo seguido de tan sólo un centenar de sus hombres se vio forzado a abandonar aquel lugar en dirección hacia los Payansos.

Meses después, una comisión de 34 setebos fue en busca del mismo misionero, manifestándole su arrempentimiento y deseo de su retorno. Le habían dicho que lo ocurrido fue únicamente por malas instigaciones de los callisecas (shipibos.)

En 1673 entran otras expediciones por la ruta de Jauja, caminando por Comas y Andamarca, rutas abandonadas en las primeras tentativas de otras misiones. El padre Biedma y el padre Solier, entran por la ruta de Huanta a los tres años siguientes a su primera expedición. El padre Alejandro Salazar fue el primer misionero que transitó desde Chachapoyas hasta la unión del río Moyobamba con el Huallaga, territorios que fueron transitados por Pedro de Ursua y el tirano Lope de Aguirre. Por Huamalíes también había otra ruta. Su noticia vino de la casualidad. Se había internado por ella un particular hasta el río Mosón. El padre Franciasco Alvarez Villanueva, en la visita de conversiones que hizo el año 1688 procedió a su formal exámen.

La provincia de Pataz era otra entrada. Por allí había tres caminos. El más conocido era el de los Emperadores Incas, por el que podía llegarse al río Huallaga. Numerosos han sido los Conversores que han sido víctimas de su propia audacia, sin embargo, han sido también muchos los provechos recogidos. Los informes señalan que en toda la extensión lograron reducir 103 pueblos con "crecido número de neófitos".

El padre Amich, cuando se refiere en su informe a los setebos dice, que era la misma nación que ahora - 1760 - estaba avencidada en las riberas del río Manoa, de donde se habían retirado por las muchas hostilidades que padecían de las naciones circunvecinas, especialmente de los shipibos que habitaban una 20 leguas al sur de Manoa.

Los shipibos casi acabaron con los setebos.

En 1736 en una sangrienta guerra entre setebos y shipibos, los primeros sufrieron tal derrota, que apenas unos cuantos lograron escapar de la muerte. Los supervivientes, con tal de cubrirse de las hostilizaciones de sus enemigos, vivían a salta de mata en terrenos cenegosos e incómodos.

Por el año de 1674 se subleva en Pichana un curaca de nombre Mangoré. Esto se dio en un pueblo en el alto Ucayali que lo había fundado el padre Francisco Izquierdo para que fuera conversión de numerosos centros de campas esparcidos por Metraro, Pajonal, Perené, Ene y el Tambo. Años después su fundador el padre Izquierdo, terminarían sus días en manos del rebelde Mangoré. Mangoré era un indio principal y cabeza de parcialidad, bautizado en Vitoc, antes de la fundación de Pichana. Contrariamente a las normas cristianas tenía tres mujeres, por lo que el cura frecuentemente le hostilizaba, buscando hacerlo cambiar de actitud.

Las crónicas escritas por los españoles, describen a Mangoré como a un hombre de carácter irascible, soberbio, violento y sin temor a Dios, pero de él dicen también que era un hombre que disfrutaba de muchas influencia y ascendencia en la mayor parte de la gente de aquel pueblo. El padre Izquierdo, primero trataba de disimular su preocupación por las tres mujeres que tenía, pero luego lo amonestó en secreto, aunque nunca pudo lograr que Mangoré cambiara de actitud, por el contrario consiguió que éste dejara de asistir a la iglesia.

Por esa misma época, un cacique del Cerro de la Sal de nombre Siquincho, que ejercía cierta influencia sobre Mangoré, molesto con los misioneros de Quimiri decide matarlos, para lo que envía una comisión a Mangoré, pidiéndole ejecutar a los misioneros de Pichana a cambio de un buen servicio.

Mangoré no se hizo esperar. Aprovecharía para acabar a quien le hostilizaba por tener tres mujeres. A partir de allí, el padre Izquierdo tendría sus días contados. Así llegó el día 4 de setiembre de 1674. Ese día el padre Izquierdo nuevamente le había amonestado acusándole de hombre inmoral e indigno de Dios. Mangoré arrojando chispas de odio y venganza se retiró del convento y aprisa fue a convocar a sus amigos más allegados, para decirles que habría que cumplir las órdenes del cacique Siquincho.

El misionero pronto supo de sus planes, pero los tomó con la mayor serenidad, como que si supiera que en el cielo tenía un lugar ganado que lo esperaba. Llamó al Hno. Pinto y a un muchacho de 12 años, con quienes acompañado entró a la iglesia. Se postraron delante del altar y después de hacer larga y fervorosa oración cantando alabanzas al Señor, preguntó a sus dos compañeros si se sentían preparados para sufrir el martirio por el nombre de Jesús y por su amor. Sí estamos dispuestos a acompañarlo en el martirio, le respondieron.

Ese día pasaron en la iglesia todo el día esperándo al rebelde Mangoré, alternando las oraciones con mutuas exhortaciones al martirio y dando gracias a Dios, porque les deparaba la dicha de hacerles partícipes de su pasión y muerte. Entrado la noche, Mangoré acompañado de otros, fuertemente armados armados de arcos, flechas y macanas (espada de madera) y alumbrados de mechones de copal (resina de un arbol que hace de combustible para alumbrase), con gran bullicio entraron en la iglesia.

El cura y sus compañeros se pusieron de rodillas y apretándose al pecho con las cruces que tenían en las manos, comenzaron a encomendar sus almas a Dios, mientras Mangoré de un solo flechazo traspasó el corazón del padre Francisco Izquierdo. Sus compañeros el Hno, Pinto y el muchacho al verlo caer mortalmente herido, fueron abrazarlo y los tres juntos fueron acribillados con una lluvia de mortales flechas que quedaban incrustadas en sus cabezas, hombros, brazos, enhiesto y retemblando sobre los tres cuerpos abrazados.

Molieron y quebraron sus huesos con macanas, palos y atados con bejucos fueron arrastrados por los montes y arrojados al río. Seguido prendieron fuego la iglesia y el convento, reduciéndolos a cenizas igual que las imágenes, caliz, ornamentos y cruces. El padre Izquierdo solía entregarse a profundas oraciones de prolongadas horas de la noche y a extremados ayunos, pasando días sin comer.

Mangoré arengó a sus huestes a seguirle a Quimiri, para hacer lo mismo con los otros misioneros. El día cinco de setiembre, en una canoa marcharon en ese objetivo río arriba. Por esos días, el padre Robles había dispuesto enviar al padre Izquierdo, auxiliares para su labor evangelizadora y habían partido al día siguiente, ignorando hasta entonces la desgracia en que había caído el padre Izquierdo. Los misioneros encargados de auxiliarle en su labor, padre Francisco Carrión y el lego fray Antonio Cepeda, embarcados en una balsa se dirigieron a Pichana.

Era el medio día de un furioso sol. Los rayos caían con todo su furor sobre las espaldas de los misioneros. Para apaciguarse pidieron a los bogas acoderar la balsa a la sombra de unos frondosos árboles, cuyas ramas caídas sobre las aguas parecían pretender detener las corrientes en su rápido transitar. De pronto hacia la otra orilla, observaron surcar unas canoas con indios que venían de Pichana. Los misioneros creídos que aquellos venían en paz, levantando las manos y voces les saludaron con muestras de afecto. Una descarga de mortales flechazos recibieron por respuesta. Ninguno se salvó. Los indios se acercaron, destrozaron y magullaron sus cuerpos con remos y macanas y los arrojaron al río.

Mangoré continuó aguas arriba, hacia su bjetivo principal, Quimiri. Llegó al caer la tarde del día 9 de setiembre. A la entrada del poblado ordenó que sus seguidores se ocultasen en el bosque de la ribera del río Chanchamayo, mientras éste estratégicamente entraría al poblado. En Quimiri tenía un cuñado cristiano, fiscal del poblado y casado con su hermana. Fue a éste a buscarlo para convocarle a la rebelión. En la conversación le confió que en Pichana y en el Perené habían asesinado a los curas.

He venido también por el padre Robles y los otros misioneros. Te pido cuñado plegarte a la conjura con toda la gente de Quimiri. De lo contrario le dijo con voz amenazadora y arrogante, puedes correr la misma suerte de los curas, porque vengo con una numerosa tropa de hombres armados y aquí no habrá alguien capaz de resistir una arremetida por el número y valor de mi gente.

Tomás que estupefacto le había escuchado, sin cruzarle palabra alguna y tomándole de sorpresa, se arrojó como un león enfurecido sobre Mangoré y agarrándole de las melenas y en un forcejeo, logró derribarlo al suelo en medio de gritos desaforados de Tomas pidiendo auxilio. Tomás era de mediana estatura, pero tenía una recia musculatura a diferencia de Mangoré, que un enorme cuerpo, pero en esos momentos de nada le valió el tamaño ni la fuerza, Tomás le agarró de sorpresa como a la fiera del que no pudo deshacerse.

A los gritos de Tomás, la gente entre hombres y mujeres fueron amontonándose con palos y piedras y todos arremetieron contra Mangoré. Su propia hermana, mujer de Tomás, de una pedrada sobre la cabeza lo dejó cadáver. Tomás contó que Mangoré venía de asesinar a los misioneros de Pichana y a otros y que habría que impedir cometa otra mortandad en Quimiri.

Mientras eso ocurría en el poblado, los misioneros ajenos a todo se hallaban celebrando misa en la iglesia. El alboroto y vocerío de la gente apiñada, recien percibieron a la salida de la iglesia y curiosos se acercaron para saber qué es lo que motivaba la reunión de tanta gente alterada y allí se encontraron con varios cuerpos destrozados, entre ellos el de Mangoré. El padre fray José de la Concepción, para calmar los ánimos tomó un arcabuz y disparó varias veces en dirección del bosque.

Ana Rosa: La Curaca.

Los padres Santa Rosa, Frezneda y Cavello, salieron del Huallaga con destino al Ucayali, en febrero de 1757 con una expedición de 300 indios cholones e hibitos. Al amanecer del cuatro de marzo llegaron al pueblo shetebo de Masemague en el río de Cuxiabatay. La población sorprendida por el numeroso contingente, arremetió contra éste y se desencadenó una sangrienta batalla, donde muere el padre Cavello. En el fragor del enfrentamiento, sin embargo, las fuerzas virreinales, logran capturar a tres menores, un varón y dos mujeres. Años después, les serían de gran utilidad para futuras incursiones.

La mayor a quien pusieron por nombre Ana Rosa, era la más inteligente y no tardó en ser catequizada y aprender perfectamente el castellano. Era vivaz en el hablar y de un ánimo constante, lo que le valió como calificativo para ser llevada a Cajamarquilla, Trujillo y Lima, para educarla y formarla de acuerdo a las normas del cristianismo. Posteriormente les sirve de intérprete y con el apoyo de ella vuelve entre los misioneros la esperanza de entrar a las nuevas naciones que habitaban las riberas del famoso Ucayali.

Animados repiten en 1759 una excursión con 28 soldados entre españoles y portugueses, pero éstos no acostumbrados a caminar a pie por terrenos tan fangosos y difícies, se amotinan y exigen su retorno. A fines de mayo de 1760, el fray Miguel Salcedo y fray Francisco de San José, salen en una nueva aventura con 70 indios de San Buenaventura del Valle, 20 de Sion y siete soldados europeos. Con ellos va Ana Rosa como guía e intérprete.

Después de difíciles y penosos días de travesía, cansados y agotados casi hasta el borde del fracaso y el desaliento, decidieron desistir su propósito de llegar al río Manoa. Pero las súplicas de los tres jovencitos shetebos, que iban en la expedición como guías, hizo que se retractaran de no seguir adelante.

Después de 28 días llegaron al río Cuxiabatay, en cuyas orillas descansaron dos días entregados a la confesión, comulgación y entregando sus almas a la voluntad de Dios. La expedición se hallaba en territorio shetebo. Los shetebos tenían fama de velicoces y agresivos, era difícil presagiar su reacción o conducta ante la presencia de cristianos en sus dominios y nada extraño sería que la vida allí se les acabara.

La expedición se había trazado como objetivo llegar al pueblo de Yapi-ati. Ana Rosa y sus dos compañeros retornaban a su antigua hábitad y Ana Rosa aseguraba encontrar allí en ese pueblo, a sus parientes. Pero no fue así. El calendario marcaba primero de julio de 1760 y ese día se habían perdido en el enmarañado bosque, es que aquellas gentes no requerían de caminos para desplazarse en los bosques. Siete días anduvieron sin destino. Ana Rosa y sus dos compañeros que hacían de guía, por efecto del tiempo que había transcurrido desde que muy niños fueron arrancados de su hábitad, estaban perdiendo el sentido de la orientación en los enmarañados bosques y de difíciles topografías.

Finalmente en Yapa-ati, solamente encontraron señales de un poblado deshabitado. Sin rasgos de habitantes ni rumbo que habrían tomado para seguir sobre ellos. Entre tanto, el abastecimiento no solamente se agotaba, sino que los misioneros presentaban cuadros de cansancio y quebrantamiento de salud. El padre Salcedo temblaba con la terciana y las piernas del padre San José estaban plagadas de llagas.

Sin embargo, habría de buscar una salida y seguir adelante. Formando pequeños grupos se repartieron por los entornos, en la esperanza de encontrar a alguien que les ayudase a salir del atolladero. Recorriendo casi sin rumbo, uno de los grupos encontró a orillas del río Cuxiabatay, una porción de plátanos maduros escondidos. Era un indicio que por allí muy cerca andaba gente y que por los plátanos no tardarían en retornar a aquel punto. Más adelante, encontraron huellas en la arena próxima a las corrientes del río, de dos canoas que bajaban. Era otra evidencia de la presencia cercana de grupos humanos.

Tras ellos y por ambas márgenes del río se ocultaron formando dos grupos, dejándo a Ana Rosa para que fuese la única que se dejase ver ante los nativos y procurar así establecer el primer contacto con sus connacionales. La tarde del 8 de julio, mientras Ana Rosa se encontraba en otro lugar, vieron bajar una canoa. Lo compañeros de expedición, procurando no perder la oportunidad, pretendieron impedir se escapasen, los indios al verlos, presurosos abandonaron su canoa y echaron a correr bosque adentro. Los shetebos andaban muy prevenidos de la presencia de cristianos, recordando que sus antepasados habían sido arrancados de su hábitad para que los misioneros fundaran nuevos poblados.

Tras la canoa cuyos tripulantes habían logrado esparse, venía otra canoa, con dos hombres y dos mujeres a bordo. Ana Rosa, quien ya había llegado presurosa, les habló en su propio dialecto, les dirigió frases que les contuvo de su huída. Entre tanto sus compañeros ocultos por ambas margenes del río, le acompañaban con oraciones y plegarias pidiendo al cielo darle mayor elocuencia y capacidad persuasiva.

Su presencia de mujer solitaria en pleno bosque y hablándoles en su propia lengua con tanta locuacidad y estilo vibrante, produjo confianza entre las dos parejas. Tras larga conversación, les hizo saber el problema que tenía y que sus compañeros, entre ellos dos misioneros de Cajamarquilla y varios cristianos indios del Huallaga, se hallaban escondidos, todos al corriente de la religión cristiana.

Ellos ejercitan la caridad - les decía - aman a los semejantes y hacen el bien y que solamente con ese propósito venían. Finalmente les pidió aceptar hablar con ellos, para convencerse de todos lo amables que eran. Los shetebos desde sus lejanos antepasados, andaban advertidos de lo negativo que eran los cristianos. De allí que para Ana Rosa, a pesar de su locuacidad y el tiempo de conversación que tuvo con ellos, no pudo convencerlos ni siquiera para dejarse ver de sus compañeros cristianos. Cuando aparecieron, despavoridos se lanzaron al bosque. Sólo uno de nombre Runcato, por la destreza y oportuna intervención de Ana Rosa, pudo ser retenido tomado de la cushma.

La actitud agresiva y huidiza de Runcato, pudo ser controlada con muestras de caricias y afabilidad de los misioneros, añadida con regalos de objetos. Horas después, Runcato ya calmado y enterado que su captora era de su propia etnia, con cierta manifestación de tristeza y amargura, le contó a Ana Rosa, la historia de una guerra que no hacía mucho habían tenido con los shipibos. En esta habían sido derrotados y casi exterminados y que los pocos sobrevivientes vivían desde entonces, perseguidos y esparcidos en diversos puntos del Cuxiabatay, huyendo de todo grupo sospechoso de estar más armados o superior en número a ellos.

Le confesó que por eso, ellos no tenían pueblo organizado, vivían como nómadas y esa fue la razón por lo que abandonaron el pueblo de Yapa-ati. Tampoco tenían sembríos y plantaciones indispensables ni algodón para hacer sus chusmas y cubrir sus cuerpos - andaban completamente desnudos-. Su población se había reducido a 220 personas que habitaban una ranchería de nombre Suaray, gobernados por el curaca Santorray. Los misioneros ofrecieron obsequiarlos herramientas, protegerlos de sus enemigos y sacarles de la angustia en que vivían. Nosotros los cristianos seremos amigos y hermanos de ustedes le dijeron a través de la intérprete Ana Rosa.

Entre tanto Ana Rosa no se cansaba de reseñarle a Runcato de cómo ella llegó a convivir con los cristianos, de lo que vio en tierras cristianas y de lo que aprendió en Lima. La bondadosa condición de los padres conversores que empleaban toda su vida a hacer el bien y que sólo eso profesaban y así vivían hasta morir. Le reiteraba que los padres no hacían mal a nadie, no roban ni matan, ni maltratan y para que otros coman, ellos se privan de muchas cosas y ayunan.

Al día siguiente - 9 de julio - Runcato fue a Suaray, llevándose los regalos, para comunicar a los suyos, de lo que le había sucedido y conversado con Ana Rosa. En el trayecto se encontró con sus parientes que iban armados a rescatarlo. Uno de ellos de la primera canoa había dado ya la noticia, que los viracochas habían matado a sus compañeros y que ellos se habían escapado por la velocidad de sus pies.

Sus parientes estaban tan enardecidos que Runcato tuvo que desplegar esfuerzos para apaciguarlos y ser escuchado y así pudo lograr que depusieran su actitud beligerante y aceptar a seguirlo a visitar a sus ocasionales amigos. El 10 de julio de 1760, Runcato mandó avisar a Ana Rosa, que con todos sus parientes iría al día siguiente a visitar a los padres.

Los misioneros entusiasmados salieron a su encuentro hasta la playa del río y desde allí poder contemplar la aparición de los indios que venían por la orilla opuesta del río. Aparecieron armados y pintados de guerreros, otros con plumajes de vivos colores y apenas avistaron a los misioneros, levantando sus voces saludaron expresando "amico, amico", a lo que tambien fueron respondidos con las mismas palabras.

El encuentro fue una expresión de alegría y felicidad por ambas partes. Los misioneros entraron en amena conversación con la ayuda de Ana Rosa, se lucía como intérprete. Ella, orgullosa se daba vasto para atender a todos los que requerían de sus traducciones. Los misioneros los invitaron a pasar a una improvisada capilla, a donde entraron cantando el Te Deum Landamus, terminando delante de una imagen de la Santísima Virgen colocada en un improvisado altar.

Santoray, el curaca, en correspondencia, invitó también a los misioneros a visitar su ranchería, donde había dejado ordenando a las mujeres a preparar abundante comida. Cuatro leguas les separaba del poblado. Allí los misioneros fueron recibidos con demostraciones de amistad manifestadas en sus danzas y comidas rústicas y saludos con la expresión "amico", palabra que evidenciaba que en algún tiempo habrían tratado con los españoles.

Más tarde, recorriendo sus tradiciones, se certificaría que efectivamente eran descendientes de los antiguos setebos, de cuyos antepasados habían sido heredadas algunas ideas de la religión cristiana, claro naturalmente envuelta con sus errores y deformaciones.

Al día siguiente los misioneros hicieron una solemne declaración, señalando que los motivos que les impulsaba venirse a ellos, sobre todo eran por su eterna salvación y hacerles todo el bien temporal que estuviera a su alcance. Que al efecto debían hacerse cristianos e instruirse en las obligaciones del bien cristiano. Los indios a una voz respondieron que todos querían ser cristianos. Empezaron a construir una iglesia, a su solemne bendición de la cruz. Eligieron por patrón de la iglesia y de la misión a San Francisco y el 6 de julio de 1760 se cantó una misa solemne.

En los días siguientes, fueron llegando los que se hallaban esparcidos en los bosques. Los misioneros autorizados por el curaca Santo-ray y llevados por la docilidad momentánea de sus pobladores, se instalaron en San Francisco de Manoa, antigua comarca conocida con el nombre de Tsuá-ray. Desde los primeros días mantuvieron el culto religioso en la capilla recién construida y dieron comienzo a la enseñanza del catecismo.

La reducción del Manoa, era importante porque serviría de escala a las demás naciones que vivían esparcidas por las Pampas del Sacramento y confines del Ucayali. A 20 leguas al sur de Manoa, ocupaban las orillas del río Pisqui, los shipibos. Eran descendientes de los feroces callisecas, quienes muchos años atrás, destruyeron las misiones de los Payanzos y vivían sin pueblos en diferentes chozas, de suerte que, llegando sólo al número de mil ocupaban más de 20 leguas de norte a sur y diez a doce, de este a oeste.

Sin embargo, en San Francisco de Manoa, la escasez de víveres para sustentarse, era uno de los mayores inconvenientes para estabilizar y prosperar la misión. Los aborígenes al carecer de herramientas, lograban que la producción de sus cosechas abasteciera limitadamente para cuatro meses al año.

En los meses siguientes, su abastecmiento se basó solamente de la caza, pesca, huevos de tortugas, charapas, taricayas. Las plantaciones se reducían a plátanos, yuca, maíz y papayas que las tierras producían como fruta indígena.

Ese problema de abastecimiento alimentario, motivó el retiro de mucha gente venida del Valle y del padre Salcedo a Cajamarquilla, dejando en Manoa al padre San José acompañado de siete militares y cuatro indios cristianizados dedicados a producir en el campo y los militares a la caza.

Entre tanto, los misioneros de Cajamarquilla para aliviar las privaciones de esa gente, hicieron mejorar el camino a Manoa, corrigiendo curvas y labrando terrenos en diferentes puntos a lo largo del camino para de allí los viajeros aprovisionarse. Les enviaron cerdos y gallinas para cria, semillas de arroz y frejol para incrementar su producción alimenticia de primera necesidad de lo que carecían.

Sin embargo, si bien es cierto, en el aspecto alimenticio había notables mejoras que permitían subsistir en la zona, en el aspecto religioso y político el padre San José, poco había logrado alcanzar. Los shetebos conservaban la idea de que los cristianos, al fin de cuentas los matarían y que todo el apararo de beneficencia no era desinteresado y de puro amor.

En vano Ana Rosa empleó tantas palabras en su afan de convencimiento y deshacer sus temores, de allí los fundados recelos del misionero y de sus acompañantes, que siempre se sentían inseguros entre los inconstantes shetebos.

En 1761, el padre fray Juan de Dios Frezneda, comprendiendo la recargada labor del padre Francisco de San José, con los naturales del Manoa, fue en su apoyo, dando de esta manera estabilidad en cuanto que de ellos dependía la misión de Manoa. Estos misioneros para facilitar su labor y ayudados de la curaca Ana Rosa, estudian la lengua sheteba y componen gramática y vocabulario de la misma. Mientras Ana Rosa, cumple labor catequizadora entre sus paisanos y logra asegurar que los shetebos se organizen en una misión.

Sin embargo, a pesar de todo eso, dice el padre Izaguirre, el fruto espiritual y de vida eterna era escaso, debido al rencor y el odio que los shetebos se alimentaban desde niños contra los shipibos, de allí que no se administraba generalmente el bautismo sino en el trance de la muerte.

En el verano de 1763, los padres fray José Hernández, Francisco Francés y el donado Antonio Gorostiza, con 23 hombres asalariados, entre remeros y escoltas, se alistan para emprender una nueva exploración. El padre Hernández, interpretando un mapa rudimentariamente elaborado que había sido encontrado en los archivos de Ocopa, creyó que la boca del Cuxiabatay se hallaba a cinco o seis días bajando en canoa del Mairo, por lo que basado en esa equivocada creencia, la expedición fue llevando provisiones para ese aproximado tiempo.

Siete días navegando vieron un grupo de indios en una playa, los que al notar su presencia se alistaron en posición defensiva, pero al notar la actitud pasiva de la expedición, arrojaron sus armas en la arena. Los exploradores se acercaron y saltaron a la playa en busca de establecer amistad. Eran cashibos. Fue un caso raro - dice el informe - pues los cashibos con la fama que tenían era raro que los recibieran con tanta benevolencia.

El padre Francisco Francés, entusiasmado por la aparente actitud pacífica de los cashibos, pidió al padre Hernández quedarse con ellos tentando su conversión, por el tiempo que emplease en su viaje al Manoa y así fue, quedando acompañado de cuatro indios y un muchacho de Pozuzo. De ellos nunca más se supo lo que les habría ocurrido.

Los misioneros especulaban que el padre francés, perseguido por los cashibos habría tenido tiempo de disponer de una balsa y escapar de la lluvia de flechas bajando las correntosas agua del Pachitea acompañado de dos compañeros. Por otro lado se especulaba que el padre Francés, en el Ucayali se habría acercado a un grupo de cunibos para preguntar por el río Manoa y la respuesta habría sido una lluvia de flechazos que acabaron con su vida.

Mientras tanto, el padre Hernández y el hermano Gorostiza continuaron su largo viaje al Manoa. Luego de cinco días de bajada sin encontrarlo, creyendo haber pasado su desembocadura y con los víveres que se agotaban sin poder llegar a su objetivo, decidieron retornar a Pozuzo, donde arribaron el 18 de octubre, físicamente agotados, escuálidos y semblante cadavérico. Un mes emplearon para llegar al punto donde habían dejado al padre Francés, de quién no encontraron ningún vestigio.

En 1790 reinicia sus entradas al Ucayali, el padre Narcizo Girbal de Barceló. Estos territorios hacía 30 años habían sido abandonados por la actitud defensiva de sus poblaciones. Girbal se había trazado como objetivo, fundar una misión en Sarayacu. En ese objetivo, surcando el caño, a una legua de su desembocadura en el Ucayali, se encontró con un grupo reducido de indios shetebos. Estos al notar su presencia, se alistaron en armas y estuvieron a punto de acabar con el atrevido misionero, con una sarta de envenenadas flechas que le habían sido disparadas, no pudieron lograr su objetivo por la oportuna intervención de una mujer que sobre ellos tenía mando. Ella hizo que suspendieran el disparo de sus flechas. Es que había reconocido que en la expedición había un misionero.

Se trataba de Ana Rosa. Aquella que cuando niña, en el fragor de una guerra entre cristianos y shetebos, fue arrancada de los brazos de sus padres y enviada a la Diócesis de Trujillo, luego al Beatorio de Santa Rosa de Viterbo de Lima, donde le dieron una sólida formación cristiana y años después sería utilizada por los misioneros como intérprete y guía y devuelta luego a los bosques para extender el cristianismo entre sus connacionales.

Ana Rosa, inteligente, convertida en líder con formación cristiana, pronto ganó confianza y liderazgo entre sus connacionales, sobre quienes tenía orden de mando y obediencia puntual, llegando su influencia inclusive a otras naciones vecinas. De allí que el padre Girbal advirtiendo sus innatas aptitudes de líder, le denominaría como "La curaca del Ucayali".

El encuentro del padre Girbal con Ana Rosa, tuvo sabores emotivos, sobre todo por las circunstancias de peligro en que se hallaba el audaz misionero. Ana Rosa pidió confesar y allí dijo que el padre fray Francisco San José, le había casado y que tenía dos hijos de su matrimonio, también casados. Confesó que después de haber enviudado no había querido juntarse con hombre alguno, por guardar en cuanto era posible la ley de los cristianos. De esa forma, Ana Rosa sería una de las protagonistas de la fundación de la misión de Sarayacu, ocurrido en 1792.

 

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