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Italia


La etapa franca

A fines del s. VII Italia se encontraba repartida entre dos poderes. Los lombardos, en la parte norte de la península, y Bizancio, que dominaba el sur. La diferencia en materia religiosa de los primeros y la inoperancia administrativa de los segundos, convirtió al papado en la autoridad moral del territorio. Iniciando una política propia, el papa buscó aliados que le permitieran la desvinculación de Bizancio. En el s. VIII encontró el apoyo de los francos, en el inicio de su expansión dominadora. En el año 800, el papa coronó a Carlomagno como emperador de Occidente. Al final del período de expansión carolingia, el Imperio franco se extendía desde el mar del Norte hasta el sur de Italia. Con la partición del Imperio franco en tres partes, el territorio italiano se quedó incluido en los dominios de Lotario I, pero en 935 el rey germano Otón I tomó la corona italiana y en 962 el papa le impuso la corona imperial, con control sobre las elecciones papales.

A lo largo del s. IX habían aparecido los primeros mercaderes en los puertos italianos no dominados por los musulmanes. Los más importantes surgieron en Venecia y Amalfi comerciando con productos propios y actuando como intermediarios. Pronto Pisa y Génova se sumaron a la carrera comercial. Italia inició así su dominio económico. Con la revolución comercial se afianzó la sociedad urbana y el desarrollo de la independencia de los municipios. Comerciantes y artesanos necesitaban marcos liberales para el desarrollo de sus actividades. Los burgueses y comerciantes adquirieron conciencia de su identidad política y se enfrentaron a la nobleza y los obispos.

Las relaciones con el Imperio

En 1.049, el emperador había nombrado papa a León IX. Éste inició una serie de campañas contra los normandos, que se habían asentado en algunos territorios del sur y en Sicilia, pero fue derrotado y pactó una paz por la que, a cambio del reconocimiento de sus territorios, los normandos prestarían ayuda al papado contra el poder de los emperadores germánicos.

Hasta el s. XII, Italia sufrió un proceso de dispersión del poder y anarquía paralelo al de Alemania, motivado por la lucha entre papado y el Imperio, que no terminó hasta la consagración de Federico I Barbarroja como emperador. En este período, las ciudades italianas habían adquirido numerosas libertades y esto supuso un freno para la autoridad imperial. También los papas dificultaron las actuaciones de Federico I, por lo que aplicó una política de fuerza. Uno de sus éxitos fue el casamiento de su heredero con Constanza, la heredera normanda de Sicilia. Pero los germanos y los italianos nunca se entendieron bien. En las relaciones con el Imperio, el papa Inocencio III actuó como mediador y, si bien reconoció en 1201 al candidato al trono Otón IV, su pretensión de dominar toda la península Italiana le llevó a apoyar a Federico II de Sicilia en 1.211, a cambio de no permitir la anexión de Sicilia al Imperio. Más tarde, el papa Gregorio IX impuso una política de poder absoluto sobre Sicilia, y las confrontaciones de Federico II con el papado no tardaron en llegar. Las guerras entre güelfos y gibelinos (partidarios del papa y del emperador, respectivamente) empezaron y en 1.240 Federico II ocupó los dominios papales, los Estados Pontificios.

En 1.241, el papa Inocencio IV, en el Concilio de Lyon, proclamó el dominio del papa en material civil y eclesiástica y depuso oficialmente a Federico II. Las siguientes victorias del bando güelfo en Parma y Bolonia le favorecieron. En 1.266, Carlos I de Anjou, hermano del rey de Francia, accedió al trono de Sicilia y se apoderó de Nápoles. En 1.273 se abrió un nuevo período al acceder al trono imperial Rodolfo I de Habsburgo, apoyado por el papa Gregorio X por su voluntad de dirigir sus esfuerzos hacia Alemania, distanciando su influencia de la península. Este hecho favorecía también a Carlos de Anjou, que extendió sus dominios por el oriente. Pero en 1.282 un motín popular, las Vísperas Sicilianas, depuso a Carlos de Anjou y Pedro III de Aragón fue coronado como rey de Sicilia. Aunque el papado excomulgó a Pedro III, éste consiguió afianzarse en el trono siciliano. Los conflictos siguieron hasta 1.302, cuando por la Paz de Caltabellota se repartieron los territorios: Nápoles para los Anjou y Sicilia para los aragoneses.

En el Imperio, tras los Habsburgo reinó Enrique IV de Luxemburgo, que intentó una expedición italiana en 1311, que fue un fracaso, y apenas consiguió coronarse emperador en Roma. Los enfrentamientos entre güelfos y gibelinos dominaban aún la península. En el norte de Italia, la entrada de Luis IV de Baviera supuso la deposición del papa Juan XXII. Este hecho marcó la nueva tendencia de acotar el poder terrenal del papado.

Una Italia dividida

En Europa empezaba a distinguirse el poder de los Estados. Su sucesor, Carlos IV de Luxemburgo, se coronó en Roma en 1.355, pero renunció a intervenir en las cuestiones italianas. Estos hechos favorecieron el surgimiento, en el s. XIV, de una península Italiana dividida territorialmente, unida sólo por un vínculo cultural, ya que su economía estaba fuertemente dividida entre la zona urbana y burguesa del norte y la rural del sur.

En el norte predominaban los Estados urbanos: Milán, dominado por los Visconti, la República de Venecia, muy estable políticamente, y Génova, rival de ésta en el terreno comercial y dominada por varias familias. En la Toscana, Lucca, Pisa y Siena fueron prósperas antes de ser dominadas por Florencia, que vivió una serie de enfrentamientos entre su población y las oligarquías dominadoras.

El centro correspondía a los Estados Pontificios. A principios del s. XIV, la sede papal se había instalado en Aviñón. Los Estados Pontificios se sumieron en un período anarquía y de luchas entre familias. El control pontificio se restauró con el gobierno del cardenal Gil de Albornoz, delegado papal desde 1.357.

El sur, dominado por Nápoles, fue gobernado por los Anjou franceses. Desde 1.309 a 1.343, Roberto de Anjou fue un aliado del papa de Aviñón. Más tarde, una serie de complicaciones dinásticas llevaron al reino de Nápoles a vivir un período de inestabilidad durante el reinado de Juana I, con intereses en Hungría. Sus descendientes y sucesores se dedicaron a las luchas por el poder.

En el s. XV se prolongó la situación de dominio de determinadas familias sobre los Estados, pero se consolidaron algunos señoríos alpinos, como Saboya, que se convirtió en ducado en 1.414. Dentro del territorio peninsular se afianzaron cuatro potencias: Milán, Florencia, Venecia y Nápoles. Esta última, con la entrada de Alfonso V de Aragón como rey en 1.442, se convirtió en uno de los principales centros humanistas y del Renacimiento.

INTRODUCCION PAISES