El Imperio Bizantino
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Estado constituido en el año 395, que se extinguió en 1.453 con la toma de Constantinopla por los turcos.
Historia
La fundación de una nueva capital en la zona oriental del Imperio obedecía a diversas razones, primordialmente: desplazar el centro del poder a una región más próspera y mejor protegida de los bárbaros y asegurar el control de las rutas comerciales que unían Europa con Asia.
Al morir Teodosio, el Imperio romano quedó definitivamente dividido; por una parte, el decadente Imperio de Occidente, cuya capital era Roma, y, por otra, el de Oriente, con capital en Constantinopla. Este último abarcaba los Balcanes al S del Danubio y del Sava y al este de una línea que se extendía aproximadamente entre Sirmium y el actual Montenegro; Egipto y la costa africana hasta el golfo de Sirte; y los territorios asiáticos, del mar Negro al mar Rojo, hasta los dominios sasánidas por el este.
En los siglos siguientes, mientras el Imperio de Occidente sucumbía ante los bárbaros (476), el de Oriente se mantuvo intacto. El esfuerzo de los primeros emperadores se concentró en contener y desviar a los bárbaros y en defender de las herejías el cristianismo del Estado. A pesar de considerarse romanos y herederos de Roma, los bizantinos, bajo la influencia de Grecia y Oriente, se fueron distanciando de Occidente: el emperador era un soberano absoluto, sagrado, jefe del ejército y, de hecho, de la Iglesia. En 483 se produjo el primer cisma religioso con Roma y se procedió a la excomunión del patriarca de Constantinopla; el cisma sería definitivo en 1.054 con la formación de la Iglesia ortodoxa griega, que convertiría a serbios, búlgaros y rusos.
Con Justiniano I (527-565), constructor de Santa Sofía, el Estado bizantino adquirió sus rasgos indelebles. Tras firmar un tratado de paz con Persia (562), intentó restablecer la unidad del Imperio; para ello desarrolló una importante actividad administrativa (Código de Justiniano), territorial (costosas conquistas en Iliria, Italia, África y España) y religiosa (cierre de la Academia, conversiones forzosas, etc.). Sus sucesores, con un Imperio exhausto, perdieron los territorios conquistados y retrocedieron ante los persas. Tuvieron que enfrentarse luego a los árabes en el este y en África, y a los eslavos y búlgaros en Europa. Con la pérdida de territorios occidentales en el s. VII, Bizancio olvidó sus pretensiones a la herencia de Roma y adoptó el griego como lengua oficial.
En el s. IX vivió el conflicto de los iconoclastas. En los siglos siguientes, nuevos enemigos se abatieron sucesivamente sobre el Imperio: búlgaros y rusos, normandos, turcos y cruzados. Estos últimos tomaron Constantinopla en 1.204, proclamaron emperador a Balduino I (Imperio Latino de Oriente) y desmembraron el Imperio bizantino, que se refugió en el Imperio de Nicea. Miguel VIII Paleólogo recuperó la capital (1261) y reconstruyó un Imperio arruinado por la guerra y rodeado de Estados hostiles. Por su parte, alejado el peligro de las cruzadas, los turcos conquistaron Anatolia, invadieron los Balcanes, derrotaron a los serbios en Kosovo (1.389) y ocuparon Bulgaria. El 29 de mayo de 1.453, después de un sitio de cinco meses, y tras haber vencido la última resistencia de los bizantinos y de su emperador Constantino XI Paleólogo, muerto en el combate, el ejército turco, comandado por Mehmet II, se apoderó de Constantinopla. La caída de esta ciudad significó el fin del Imperio bizantino.
Arte
El arte bizantino ejerció una notable influencia en el desarrollo artístico de la época medieval europea y configuró, en gran medida y durante largo tiempo, las características básicas del arte religioso del Próximo Oriente, Grecia, los Balcanes y Rusia. Fruto de una civilización compuesta de una amalgama de elementos griegos, latinos, orientales y cristianos, durante el s. VI alcanzó su madurez y fijó sus características originales. Son típicos de los templos bizantinos, de tipo basilical o de planta central, las bóvedas de piedra labrada, las cúpulas apoyadas en pechinas angulares, las ventanas geminadas y los capiteles de forma cúbica o piramidal.
Los muros de los monumentos más importantes están decorados con pinturas al fresco y con mosaicos, en los que el carácter realista de la pintura romana es sustituido por un simbolismo y un hieratismo algunas veces conmovedor. Los prejuicios iconoclastas determinaron el escaso desarrollo de la escultura bizantina; en cambio, la glíptica y la eboraria fueron profusamente cultivados.
Durante la época de Justiniano, se construyeron las iglesias de Santa Sofía (Constantinopla), San Vital, San Apolinar Nuevo y San Apolinar in Classe (Ravena). Tras la querella iconoclasta, la época macedónica estableció un nuevo período de esplendor, al que corresponde la iglesia de Basilio I, en Constantinopla, y la de Dafni, en Grecia, cuyos mosaicos son de extraordinaria belleza. Venecia, a través de sus relaciones comerciales con Bizancio, acogió la influencia del arte bizantino, cuyo máximo fruto, la basílica de San Marcos, es del s. X. La época de los Paleólogos cerró el último período de esplendor cultural.
Literatura
La literatura bizantina puede dividirse en tres períodos. El primero (s. IV-VI), en el que se mezclan la inspiración cristiana y la pagana, representa el paso del helenismo al bizantinismo. La literatura cristiana se limita, en el s. V, a la defensa del dogma; se cultiva la historiografía religiosa y el cristianismo penetra en la literatura sentimental (Athenais Eudokia). Las ideas paganas permanecen confinadas en las escuelas de filosofía y de retórica y en los géneros poéticos; la historia se orienta hacia la crónica (Anaxágoras, Zósimo) y se cultiva la poesía épica (Museo) y órfica, el epigrama y la novela (Aquiles Tacio, Longo).
El segundo período (s. VI-XI) es claramente bizantino. El s. VI es una etapa de esplendor, en la que destacan Leoncio de Bizancio y Mosco en la literatura religiosa, el historiador Procopio y el cronista Hesiquio de Mileto. El s. VII aportó el auge de la teología ortodoxa y el desarrollo de una importante producción hagiográfica (Leoncio de Neápolis) e himnográfica (Andrés de Damasco). En el s. VIII, la literatura teológica llegó a su cumbre con Juan Damasceno y hubo escasa producción poética (Casia) y prosística («Barlaam y Josafat»). En el s. IX, se produjo una renovación de las letras, cuya figura más destacada fue Focio. En el s. X, aparecieron grandes síntesis y compilaciones («Vidas de santos», de Simeón Metafrastes; «Antología palatina», de Céfalas), surgieron los cantos populares y la epopeya y apareció un teatro de inspiración religiosa y otro popular, con temas tomados de la liturgia, que se mantuvieron hasta el s. XV.
El tercer período (s. XI-XV) constituyó un nuevo renacimiento. La teología se tornó filosófica (Pselo), mística (Simeón) y moral (Cecameuno). Personajes imperiales, como Ana Comneno, cultivaron la historiografía y Pródromo practicó una poesía satírica cortesana. Aparecieron narraciones eróticas, inspiradas en la Antigüedad o adaptadas de cuentos orientales y, por influencia de las cruzadas, surgieron novelas de caballerías en verso («Calímaco y Crisorroe»). Tras la caída de Bizancio (1.204), el helenismo se refugió en Trebisonda y en Mistra y, tras su reconquista, las letras vivieron un último florecimiento (Paquimeres y Planudes). El emperador Juan VI Cantacuceno narró la historia de los acontecimientos de su época. La influencia occidental es ya patente en la «Crónica griega de Morea» y, en el campo de la novela, en «Libistro y Rodamne».
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