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El reino de Asturias
A principios del s. VIII, Cantabria y Asturias sirvieron de refugio a dirigentes visigodos que huían de la invasión musulmana. Estas gentes, según algunas crónicas del s. IX, pactaron una alianza con los astures para entregar el liderazgo a Pelayo. Cantabria, gobernada por el duque Pedro, se alió con los astures y de esta unión nació el primer núcleo cristiano. La batalla de Covadonga en 722, de cuyos detalles no se sabe demasiado, es el primer indicio de lucha contra los musulmanes para defender el territorio. Pelayo hizo casar a su hija Ermesinda con Alfonso I, cántabro, con lo que el territorio de los cántabros y los astures quedó unificado y recuperó el tradicional espacio que había tenido en época visigoda.
El rey Alfonso I (739-757) conquistó los territorios circundantes a Oviedo, que pasó a ser la capital del reino de Asturias hacia el año 750. Aprovechando unas desavenencias internas entre los musulmanes, inició la anexión de otros territorios al sur del sistema Cantábrico. La adhesión de los gallegos de la parte norte, donde habían podido establecerse elementos musulmanes, representaba la incorporación de una cultura distinta, de una población mucho más cristianizada que la astur o la cántabra, y con influencias mozárabes.
Con Alfonso II (791-842), el reino de Asturias quedó ya definido, mientras que la ideología neogótica legitimaba a sus gobernantes. Según el neogoticismo, los soberanos asturianos eran los sucesores directos de los reyes visigodos de Toledo. Con la ayuda de Beato de Liébana, el monarca se erigió en defensor de la ortodoxia cristiana.
Alfonso III(866-909) llevó la monarquía asturiana a su momento político más brillante, con las primeras incursiones mas allá del río Duero, donde se establece la frontera. Se repobló toda la zona que se extiende desde Burgos hasta Oporto y por el sur hasta Coimbra. El traslado de la capital de Oviedo a León se corresponde a esta ampliación del reino y al desplazamiento de la frontera hacia el sur.
El primer reino de León
Ramiro II (931-951) evitó la separación de Asturias, Galicia y León, además de impedir a Abd al-Rahman III su expansión hacia el norte en dos batallas importantes, la de Osma en 933 y la de Simancas en 939. Este monarca había nombrado a Fernán González «conde de toda Castilla», territorio que en ese momento pertenecía al reino de León, pero que acabó consiguiendo su independencia al final de su reinado. La muerte de Ramiro II ocurrió en un momento de importante crisis en el reino y sus sucesores no consiguieron mantener la hegemonía de éste, que se debatió entre la intervención de los gobernantes de Córdoba en sus asuntos internos y la lucha de las facciones nobiliarias. Los ss. X y XI se inscriben en una expansión del ideal cristiano y, en una agresiva lucha por la dominación de territorios y reinos, en 1095 se lleva a cabo la primera cruzada.
El rey de León Vermudo III (1028-1037) entró en conflicto con su cuñado Fernando I, el primer rey de Castilla, debido al testamento de Sancho III de Navarra, en 1035. Vermudo se negó a reconocer la propiedad de unos territorios conquistados por Navarra y cedidos a Fernando I por su padre, Sancho III. En la lucha murió Vermudo III y Fernando I tomó posesión del reino en nombre de su esposa Sancha, hermana de Vermudo. A la muerte de Fernando I, su hijo Alfonso VI heredó León, lo cual fue causa de luchas con su hermano Sancho III, a consecuencia de las cuales Alfonso reunió castilla y león en su persona.
El segundo reino de León
Su nieto Alfonso VII procedió a una nueva división de sus dominios a su muerte (1157), de forma que resurgió el reino de León. Con los soberanos Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230), León procedió a la reconquista de Extremadura, aunque los enfrentamientos con Castilla y Portugal por cuestiones fronterizas exigieron tiempo y recursos. A la muerte de Alfonso IX, su hijo Fernando III, ya rey de Castilla, heredó el trono y los reinos de León y Castilla quedaron definitivamente unificados. Castilla y León se mantendrán separadas hasta 1230, cuando iniciarán su unión dinástica. Durante este período se completa su expansión territorial, con la participación de la Orden de Santiago en la recuperación de Cáceres, Badajoz y Mérida.
Reino de Castilla
Los orígenes
Castilla se formó durante el s. X, por un proceso de repoblación llevado a cabo por monasterios y campesinos de origen cántabro y vasco. Con una fuerte estructura defensiva, compuesta por numerosos castillos esparcidos por toda la zona, dado su carácter fronterizo, esta característica acabó por dar nombre a la región.
En 931, Fernán González de Lara, «conde de toda Castilla» nombrado por el rey de León Ramiro II, se independizó, haciendo de Castilla un principado feudal. Esta autonomía fue en aumento hasta el asesinato del conde García Sánchez en 1029, hecho a partir del cual Castilla quedó durante unos años dentro de la órbita navarra. Sancho III el Mayor, rey de Navarra, fue su sucesor hasta su muerte en 1035. Su testamento hizo de Castilla un reino.
Con Fernando I, su hijo, el primer rey de Castilla, comenzó un largo período de luchas fratricidas. Fernando de Castilla arrebató León, en nombre de su esposa, a su cuñado Vermudo III y derrotó a su hermano García Sánchez III de Navarra, reino que quedó bajo su protectorado durante el reinado de su sobrino Sancho IV. Mediante una campaña contra los musulmanes obtuvo el vasallaje de las taifas de Sevilla, Badajoz y Toledo, que aceptaron pagar un tributo, las parias, a cambio de no ser atacadas. Fernando I introdujo nuevas leyes y modernizó las instituciones. Siguiendo el ejemplo de su padre, dividió el reino entre sus cinco hijos, lo que provocó las luchas y conflictos entre ellos a su muerte en 1065.
Las invasiones africanas
Sancho II de Castilla inició los ataques y en siete años recuperó todo el territorio que su padre había dividido, pero murió asesinado en Zamora en 1072. Su hermano Alfonso, después de jurar no haber asesinado a Sancho, se hizo con el trono y encerró a su otro hermano García hasta su muerte. Alfonso VI, con la herencia de su padre reunificada, se dispuso a luchar contra los musulmanes. La necesidad de un control territorial a todos los niveles era imprescindible en este momento, durante los siglos XI y XII, en que el comercio empezaba su ascensión, por lo que se acabó la época de tolerancia para con las taifas musulmanas.
A pesar de que mantenía buenas relaciones con los reyes de las taifas vecinas, Alfonso VI conquistó Toledo, ciudad rica y consolidada, en 1085 y la incorporó a la órbita castellana. Utilizó esta plaza como base para repoblar los territorios situados más allá del sistema Central. El repoblamiento no fue de tipo agrario como hasta entonces, sino de carácter urbano y, por tanto, no tan feudalizado, hecho que benefició la economía castellana. Sin embargo, la amenaza castellana incitó a los reyes de las taifas a solicitar la protección de los almorávides, que derrotaron a los castellanos en Sagrajas (1086) y Uclés (1108), aunque no lograron recuperar Toledo.
En 1145, los almohades sustituyeron a los almorávides en al-Andalus. Ante este nuevo ataque se proclamó una cruzada de los pueblos cristianos contra las fuerzas almohades. El arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada logró los pactos de amistad entre los monarcas de los reinos cristianos enfrentados, y el ejército de Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra se enfrentó a las fuerzas del califa en las Navas de Tolosa en 1212. Fue una victoria cristiana que abrió el valle del Guadalquivir a la repoblación castellana y que acabó con el imperio almohade.
La conquista de Andalucía
En 1230, a la muerte de su padre Alfonso IX de León, Fernando III de Castilla le sucedió, quedando así los dos reinos unidos dinásticamente. La ocupación de la Bética, en Andalucía, se hizo durante el s. XIII. Castilla controlaba todo el sur peninsular, por conquista o por contratos vasalláticos con los reyes de Murcia, Granada y Niebla. La instalación de los repobladores en esta zona se hizo por el sistema de repartimiento. Aunque Fernando III y Alfonso X otorgaron propiedades a la nobleza y a la Iglesia, también realizaron repartos entre propietarios pequeños y medianos, característicos de esta zona. En 1266 se consiguió el control militar del reino de Murcia, con la ayuda de Jaime I de Aragón y se inició su repoblación definitiva.
Durante la segunda mitad del s. XIII, Castilla sufrió problemas fronterizos en el sur de Andalucía. Durante el reinado de Alfonso X, las reformas administrativas que éste instauró, inspiradas en el derecho romano, no tuvieron muchos adeptos y llegó a ser impopular.
Alfonso XI supo recuperar el prestigio y la autoridad de la corona castellana sabiendo controlar las inquietudes de los nobles y pactando con los distintos sectores de la población para conseguir un equilibrio de fuerzas, pero la llegada de la peste negra acabó con él y con sus logros. Alfonso XI murió en Gibraltar víctima de la Peste en 1350.
Reino de Navarra
Nacimiento y consolidación
Aunque existe muy poca documentación sobre los orígenes del reino de Navarra, se sabe que la dominación efectiva de los musulmanes sobre los vascones, pobladores de Navarra, fue débil. Se acostumbraron a sufrir ataques por parte de los musulmanes y de los francos y al pago de tributos, consiguiendo mantener su independencia. Frenaron al ejército franco de Carlomagno en 778 en Roncesvalles, posiblemente con ayuda musulmana. En 799 se sublevaron contra el último gobernador de los Banu Qasi de Zaragoza y eligieron a Velasco como líder, miembro de una familia que ya gobernaba la parte oeste de Navarra. Al parecer, los francos habían ayudado en esta operación y esto les podría dar ciertos derechos. Por ese motivo se produjo una reacción en contra liderada por Íñigo Arista, de la familia rival Íñiga, que depuso a Velasco en 816. Esta dinastía navarra conservó el poder hasta principios del s. X, en alianza con los Banu Qasi.
En 905, Sancho I Garcés (905-926) acabó con la política de alianzas con los musulmanes y entró en relaciones con Alfonso III de Asturias para iniciar la reconquista del territorio hasta mas allá del Ebro. Uno de sus descendientes, Sancho III Garcés (1004-1035), conde de Castilla desde 1029, usurpó el título leonés de emperador. Durante esta época, los reyes navarros mantuvieron buenas relaciones con Castilla y, aprovechando las luchas entre los distintos reinos de taifas, avanzaron en la conquista del territorio. Pero las relaciones entre García IV Sánchez III (1035-1054) de Navarra y su hermano Fernando I de Castilla acabaron con una lucha fratricida y la muerte de García Sánchez, hecho que puso fin a la hegemonía de Navarra en el territorio peninsular.
A partir de ese momento Navarra entró en conflicto constante con Castilla. En 1200, el rey castellano Alfonso VIII incorporó los territorios navarros del País Vasco a Castilla pero conservando sus fueros. Navarra perdió así una parte importante de su reino. Durante los ss. XI y XII se habían consolidado las bases económicas y de expansión de los reinos de la Península. El camino de Santiago era, además de una ruta de peregrinación, una ruta comercial, que en su entrada por Pamplona, abrió Navarra al contacto con gentes venidas de toda Europa, especialmente de Francia.
El predominio francés
A la muerte de Sancho VII (1194-1234), Navarra, que había perdido su salida al mar en un momento de aceleradas transformaciones económicas por el desarrollo de las rutas comerciales marítimas, pasó a una dinastía francesa con Teobaldo I, hijo de su hermana Blanca y del conde de Champaña. A pesar de los acuerdos que había firmado Sancho VII con Jaime I de Aragón (tratado de Tudela), con quien había tenido intereses compartidos desde antiguo, estos pactos no pudieron llevarse a cabo por un desacuerdo entre los dos reinos a última hora. Los estamentos navarros que se oponían al dominio de Aragón llamaron a Teobaldo y obligaron a los caballeros que habían jurado fidelidad a Jaime I a retractarse. Con un rey que pasaba la mayor parte de su tiempo en su condado de la Champaña, los miembros de la nobleza reforzaron su dominio.
La influencia francesa en Navarra se incrementó por los matrimonios de sus herederos con miembros de la familia del rey Luis IX de Francia. El juego de intereses llevó a Navarra a un acercamiento con Castilla, pero las complicaciones sucesorias obligaron a la regente Blanca de Artois a llevarse a su hija Juana, heredera al trono, a Francia y prometerla con el primogénito del monarca francés. Cuando Juana de Champaña se casó con Felipe IV de Francia, se consumó la unión personal de los dos reinos.
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