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Al-Andalus


Al-Andalus fue el nombre que recibió la parte de la península Ibérica que estuvo bajo la dominación musulmana. Su historia empieza con la expedición de Tariq, a las órdenes del general árabe Musa ibn Nusayr, conquistador del Magreb, que tras la batalla de Guadalete (711) abrió las puertas a una conquista que, en cinco años escasos, absorbió todo el reino visigodo. La conquista, la rápida islamización de la mayoría de la población y la existencia de pequeños núcleos de resistencia cristianos, convirtieron la Península (c. s. XIII) en una gran frontera o zona de contacto entre las civilizaciones musulmanas y cristiana, lo que confirió un carácter especial a la historia de esta época.

El emirato independiente hasta 756

La facilidad de la conquista, prolongada por expediciones a Francia que se detuvieron en Poitiers (732), situó a Al-Andalus como la provincia más occidental del Imperio omeya, con capital en Córdoba. Su lejanía de Damasco, centro neurálgico del Imperio, dificultó la organización del territorio por parte de los conquistadores, muy escasos en número respecto a la población.

En primer lugar, por los problemas derivados del reparto entre los árabes, etnia dominante, con los beréberes, considerados de segundo orden, y con los muladíes o nuevos musulmanes, considerados «clientes» tribales por la aristocracia árabe. La mayor parte del reparto correspondió a las grandes familias de la aristocracia árabe.

Otros problemas fueron las luchas por el poder entre los árabes, y los conflictos tribales (qaysíes contra yemeníes, sirios contra mecanos) o religiosos (sunníes contra jariyíes). Además de la situación de las minorías etnico-religiosas los dhimmíes, no convertidos al Islam, judíos y mozárabes (cristianos), sujetos a un tributo personal, la «yizya», y otro territorial, el «jaray», a cambio de protección y respeto por su práctica religiosa.

Esta fue una época de continuo conflicto: el asesinato de Abd al-Aziz ibn Musa (716); las luchas tribales, la rebelión beréber (740), la intervención de los soldados sirios yundíes y las luchas del final del período entre Abu-l-Jattar, al- Sumayl y Yusuf al-Fihri que propició la llegada del único superviviente de la familia Omeya, Abd al-Rahman al-Dajil (el Emigrante) que pasó a la Península desde África, e inauguró en ella un principado independiente del recién fundado califato abasí.

El emirato independiente (756-929)

Abd al-Rahman I (756-788) pacificó la Península, en lucha contra Yusuf al-Fibri (756-759), contra la rebelión de Toledo (761) y contra el enviado abasí Ibn Mugith (763), entre otros. Dio muestras de gran habilidad y cualidades de estadista, tomó el título de emir y no el de califa, para no dividir más todavía a la comunidad musulmana de al-Andalus, pero actuó con total independencia de Bagdad. Las dificultades internas que tuvo que afrontar significaron la consolidación del reino de Asturias y del núcleo de Navarra, y propiciaron la intervención fallida de Carlomagno en Zaragoza (778), ciudad que Abd al-Rahman volvió a controlar en 780. Pero, a partir de este momento, la lucha contra los cristianos del norte, a los que se añadieron Aragón y los condados catalanes a partir de 801, fue una constante y, junto a la luchas internas de poder político y religioso, facilitaron el avance conquistador y repoblador de los cristianos.

Hisham I, a partir de 788, introdujo la escuela malikí y gobernó de acuerdo con los alfaquíes (juristas religiosos). Este control religioso fue cuestionado por su sucesor al-Hakam I, que le costó revueltas populares azuzadas por el clero islámico (sublevación de Toledo en 807) y el «motín del arrabal»( Córdoba, 818), reprimidas sangrientamente. Sus sucesores, desde Abd al-Rahman II hasta Abd Allah (período entre 822-912), sufrieron las presiones exteriores, desembarcos de normandos y los avances cristianos; las revueltas en las marcas fronterizas, al norte con los muladíes Banu Qasi, sobre todo Musa ibn Musa (el llamado Moro Muza, tercer rey de España); en Toledo, donde continuaba la rebeldía; y al sur, donde Ibn Marwan al-Yilliqi (el Gallego) intentó construir un reino muladí en Badajoz y Mérida. Otra revuelta importante fue la de los muladíes y mozárabes, con Umar ibn Hafsun, convertido al cristianismo, que desde Bobastro amenazó Córdoba desde 879.

El califato (929-1031)

Sólo el genio de Abd al-Rahman III al-Nasir salvó el Estado cordobés de la desaparición. Poco a poco fue derrotando a sus enemigos por la fuerza o la diplomacia, acabó con los rebeldes de Bobastro (928), reconquistó Badajoz (929) y pactó con Zaragoza y Toledo. Pacificado el país bajo su control, dio el paso definitivo, independizándose absolutamente de Bagdad, al proclamarse «amir al-muminin» (califa o príncipe de los creyentes) en 929. Emprendió, entonces, una doble tarea que convirtió su época en la de máximo explendor de al-Andalus: las luchas exteriores y la organización del califato.

Intervino en el Norte de Africa, Ceuta (931), para frenar los avances de los califas chiíes fatimíes. desmembró la alianza cristiana comandada por Ramiro II de León, que le derrotó en la batalla de Simancas (939) y se convirtió en el árbitro de la Península, como se puede ver en el tratado de paz con el conde Sunyer de Barcelona (940), a quien el califa envió a su médico y embajador personal, el judío Hasday ibn Shaprut, traductor de la «Materia Médica» de Dioscórides, que el emperador de Bizancio había regalado al califa, para dictarle las condiciones de paz exigidas.

Respecto a la organización del califato, introdujo una profunda reforma administrativa potenciando el poder del califa y creando una gran estructura burocrática con el «ayib» (primer ministro), los visires y los «katib» (secretarios), cargos muchas veces en manos de los «saqaliba» (esclavos eunucos eslavos, educados especialmente para la tarea). Organizó la administración territorial en marcas (fronteras) y «quras» (provincias), y se dotó de una estructura fiscal y militar estable. Protegió la cultura, la enseñanza de las artes y las ciencias y fue vehículo de cohesión cultural para la comunidad musulmana, también llevó a cabo un programa de construcciones (remodelación de la mezquita de Córdoba, Madina al-Zahra, etc.) que embelleció Córdoba y sus alrededores.

Su hijo al-Hakam II le sucedió en 961. Gracias a la inmensa labor de su padre, pudo gobernar tranquilamente, apoyado por el general Galib, vigilante desde la fortaleza de Medinaceli, y dedicarse a la extensión de la cultura, sobre todo a los libros. Poseyó una enorme biblioteca con más de 400.000 volúmenes y convirtió Córdoba en la gran ciudad cultural de Occidente. Pero, durante su reinado, las intrigas de palacio facilitaron que el visir Ibn Abi Amir impusiera una dictadura, con el nombre de al-Mansur o Almanzor. Éste, pese a sus grandes campañas victoriosas, Barcelona (985), León (987) y Santiago de Compostela (997), marcó el principio del fin de la hegemonía musulmana en la Península, debido al enorme coste económico, político y social de su política, y a la interrupción del tráfico del oro africano, que había labrado la prosperidad de al-Andalus en el s. X. Estas dificultades llevaron al enfrentamiento entre los grupos sociales y el desprestigio de la institución califal. Todo ello se concretó en la «fitna» (disgregación), época oscura de luchas por el poder en la que, en menos de treinta años, existieron doce califas o pretendientes diferentes. Hacia 1.030, la ruina de Córdoba y la imposibilidad de asumir el califato propició la independencia de diversas provincias o ciudades cuyos jefes locales se titularon «muluk al-tawaif» (reyes de taifas).

Los reinos de taifas (1.031-1.090)

En el s. XI el esplendor cultural de las cortes de las grandes taifas contrasta con su debilidad política. Hubo veintisiete taifas, pero las más importantes fueron regidas por los grandes clanes: andalusíes (árabes o muladíes) los Yahwar en Córdoba, Abadíes en Sevilla o Banu Hud en Zaragoza; bereberes hammudíes en Málaga, Di-l-Nun en Toledo, aftasíes en Badajoz y ziríes en Granada; eslavos (clientes de los amiríes) en Valencia, Tortosa o Denia.

Su debilidad fue aprovechada por los cristianos para imponer su dominio exigiendo, primero, parias (tributos) a cambio de no agresión y luego avanzando. En 1.085, Alfonso VI de Castilla y León tomaba Toledo, hecho que inspiró el «llanto por al- Andalus» de Al-Shaqundi. Los musulmanes llamaron a los almorávides en su ayuda.

Las dinastías beréberes (1.056-1.228)

Los almorávides, luchadores fanáticos por la fe, no sólo barrieron a los cristianos en Zalaca o Sagrajas (1.086), sino que destruyeron los reinos taifas y se apoderaron de al-Andalus, aunque fueron contenidos temporalmente en Valencia por el Cid, y no pudieron reconquistar Toledo. Fueron rápidamente atacados y sustituidos en sus bases africanas y en la Península por los almohades, seguidores de las predicaciones de Ibn Tumart, que tras la batalla de Alarcos (1.195) parecían volver a la conquista, pero fueron detenidos por una gran coalición cristiana en la Navas de Tolosa (1.212), que dio definitivamente la hegemonía militar a los cristianos.

El reino de Granada (1.291-1.492)

Con la retirada almohade y las grandes conquistas de Fernando III el Santo, la presencia musulmana en la Península parecía tener los días contados. Pero aún sobrevivió durante dos siglos la dinastía de los nazaríes en Granada, que habitaron el palacio de la Alhambra.

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