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EL SUEÑO DE SOR JUANA: LA PREOCUPACIÓN DE LA RELACIÓN ENTRE TIEMPO Y PENSAMIENTO

Leticia Bustamante

UABCS*

 

 

 

En el poema de Sor Juana: El Sueño, se encuentra un interés por la fundamentación del quehacer humano y su posible trascendencia sin tener que recurrir a una instancia inmóvil que justifique la permanencia; trataremos de mostrar a continuación un elemento que nos ha parecido interesante en esta obra: la búsqueda de un elemento común entre el espíritu y la materia; de manera más específica, entre el quehacer científico y la verdad. Cuestión que nos llevará a la problemática de la con–formidad, y por consiguiente a la necesidad de un elemento que justifique la confianza elemental en la vida humana.

 

Las imágenes que nos presenta Sor Juana tienen una carga de significado, el uso de las alegorías y metáforas nos revelan una doble intención, las imágenes como diría Octavio Paz "contienen muchos significados contrarios o dispares, a los que abarca o reconcilia sin suprimirlos. Así Sor Juana habla de ‘la música callada’, frase en la que se alían dos términos en apariencia irreconciliables"1. Esfuerzo de reconciliación que siempre ha estado presente en el debate del pensamiento humano; la supresión de la dicotomía entre la materia y el espíritu, entre los contenidos mentales y el tiempo, entre el pensamiento y la vida.

 

El Sueño es una representación de la naturaleza científica y filosófica del hombre en donde se representa de manera dinámica y poética la necesidad de encontrar, en el devenir cotidiano, la presencia de la verdad. Ésta, por toda la influencia de la metafísica tradicional, había sido relegada a un ámbito inasequible para el hombre, a un espacio artificioso donde parecía inútil repensar la forma de las formas; la imagen del mundo de sombras de Platón, iluminado por las formas puras de la verdad desde la intemporalidad; o la sustancia de Aristóteles como el ser en sí mismo que también queda justificado sólo con la idea del bien como trascendental del ser, uno, inmóvil e inmutable. Buxó2 nos dice, a propósito de El Sueño, que representa un modelo del mundo, en el que el hombre es imagen de todo el universo, y éste que es animal perfecto, se corresponde con las partes del universo. Lo que en realidad se muestra aquí es un esfuerzo por reconciliar lo que estaba en disputa a partir de los descubrimientos científicos de su época: el pensamiento y el tiempo. Y para esto nos habla de la presencia de sentido en el mundo, que si bien es dinámico y cambiante, permanece la verdad gracias a ciertos principios en el tiempo y en el espacio que sostienen la posibilidad de un acercamiento a la necesidad del orden en la naturaleza; que aunque de manera cambiante, contienen elementos sustanciales. No es como lo afirma Aristóteles con la permanencia de la sustancia, afirmando que persiste algo ya inscrito en la naturaleza de manera independiente de los accidentes; ella acepta que la sustancia misma pueda modificarse de acuerdo al sentido que se dé en el mundo por la acción de la humanidad o de las circunstancias, sin cambiar la intención inicial, en este caso, divina.

 

La idea del tiempo y su relación con el pensamiento ocupa un lugar central en esta obra, la propuesta de ver en el movimiento la presencia de un orden inmanente nos remonta a la solución de los principios seminales, amparados en última instancia por Dios, idea que ya sostenía Plotino para dar respuesta a la relatividad del pensamiento.

 

De esto resulta una compleja pero hermosa construcción, que en el contexto de su época, es un himno callado al conocimiento humano que deambula entorno a la pregunta sobre la naturaleza de la verdad. La pregunta sobre la esencia del mundo queda reflejada como un gemido de un niño en los brazos de su madre, como un afán constante de saber con la seguridad existencial de la búsqueda. La empresa que emprende Sor Juana es como dice Paz, "no es el poema del conocimiento como un vano sueño, sino el poema del acto de conocer"3. Es precisamente darse cuenta, que en el ámbito de la vida, no es posible dejar de sentirse cobijado por la seguridad de un orden necesario inscrito en la naturaleza a pesar de todos los tropiezos del pensamiento.

 

Es interesante el repetido énfasis sobre la incorporación del tiempo en su concepción del universo, de aquí la secuencia elíptica de su obra. Tanto en su contenido como en su forma se da esta característica, el transcurrir de la naturaleza y del universo también se deja sentir en la galopante secuencia de sus reflexiones. La suavidad con la que el orden físico nos asombra, también se deja sentir en la estructura de El Sueño.

 

La décima musa, discute con los grandes planteamientos derivados de la concepción metafísica de Parménides, en donde se afirma que el no ser y el ser son equiparables, de esta manera logra aplicar el principio de contradicción al mundo, cosa aberrante pues es el mundo el que contiene al pensamiento mismo y donde éste se hace posible. Dicho de otra manera, que al pretender aplicar una norma lógica a la realidad, se está pretendiendo excluir al tiempo de la vida del hombre, pues si el ser es y el no ser no es, entonces o todo es o nada es; con esta aporía queda detenido el movimiento pues en el devenir una cosa constantemente deja de ser para trasformarse en otra. El principio de no–contradicción está dentro del ámbito lógico–conceptual y tiene una función específica: dar claridad a los pensamientos. Cuando se quiere aplicar a la realidad se cae en la falacia de petición de principio pues se esta afirmando que tal principio esta inmerso en las cosas, fenómeno precisamente, que se intenta probar.

 

En efecto, es la metafísica tradicional la que logra detener el devenir para sacrificarlo por una realidad sólida y estable: el Ser; sin embargo, hay que darnos cuenta que la creación máxima de esta disciplina no es el ser sino el no ser, pues si sólo hubiera hablado del ser, nunca habría dejado de lado el tiempo.

 

De igual manera Platón y su discípulo encuentran en el ser un criterio de verdad estable para desde ahí apreciar el mundo. Platón con el mundo de las ideas y Aristóteles con la sustancia creen encontrar una permanencia fija en el devenir del mundo. Sor Juana, califica las categorías aristotélicas de "entes concibiendo generales/ en sólo unas mentales fantasías/ donde de la materia se desdeña/ el discurso abstraído" (vv. 583-590), siendo que es el máximo logro aristotélico para la compresión sinóptica del universo. Esta idea es interesante pues la metafísica tradicional en el siglo XVII ya empezaba a verse rebasada e inútil para dar cuenta de los avances científicos; las categorías de Aristóteles son totalmente inútiles porque son demasiado formales mientras que la realidad es cambiante.

 

La sustancia y el accidente, el acto y la potencia y los universales (que son los predicables del ser) quedan detenidos en el tiempo por falta de contenido. No podemos detener el curso del universo, antes bien tenemos que dar cuenta del devenir sabiendo que nuestra conciencia es dinámica y la verdad también lo es, pues los principios del cosmos tienen su propia lógica emanada de la mente de Dios. Existe una inteligencia que conduce al mundo y de la cual el hombre participa.

 

De igual manera Plotino4 afirma que "la inteligencia es (...) la imagen de lo Uno (...) porque tiene mucho de la naturaleza de su Padre y porque se le asemeja como la luz se asemeja al sol (...) En efecto, la inteligencia tiene conciencia de lo que puede su potencia y esta potencia constituye su esencia. Por consiguiente la inteligencia determina su esencia por sí misma, por medio de la potencia que obtiene de lo Uno y, al mismo tiempo, ve que su esencia es una parte de las cosas que pertenecen al uno y que proceden de él; ve que debe toda su fuerza al Uno, que es por él por quien tiene el privilegio de ser una esencia; ve que, siendo ella divisible, obtiene de lo Uno, que es indivisible, todas las cosas que posee, la vida, el pensamiento, porque lo Uno no es ninguna de estas cosas". El hombre tiene la posibilidad, por su naturaleza, de comprender hasta donde le sea posible, sin embargo la situación de criaturas nos arroja a la condición de caminantes. También al afirmar esto, está abriendo la posibilidad al error, pues la inteligencia no posee la forma definitiva del orden en el universo; no es posible visualizar una meta final en el conocimiento, éste, es un caminar constante. Lo que justifica la búsqueda de la verdad no es la verdad misma, sino la inminente verdad de la búsqueda; en otras palabras, la situación de sujeto cognoscente no apunta hacia la verdad absoluta, sino a la situación del que conoce, del que se esfuerza por esta tarea.

 

La lógica del pensamiento se pierde y se contradice con la realidad, pues mientras el pensamiento espera encontrar algo permanente, lo único que tiene permanencia es el movimiento hacia la verdad. La única lógica posible de hallar, es la que rige al hombre mismo: el movimiento. Esto es claro si consideramos que el hombre es una criatura que vive bajo un ordenamiento inmanente en el devenir. Es interesante encontrar en esta obra algo que posteriormente será desarrollado ampliamente por Hegel, y anteriormente ya lo había planteado el olvidado y nunca comprendido Heráclito, la fórmula dialéctica: "y de este corporal conocimiento/ haciendo, bien que escaso, fundamento, / al supremo pasar maravilloso/ compuesto triplicado,/ de tres acordes líneas ordenado/ y de las formas todas inferiores/ compendio misterioso:/ bisagra engazadora/ de la que más se eleva entronizada/ Naturaleza pura/ y de la que, criatura/ menos noble, se ve más abatida:/no de las cinco solas adornada/ sensibles facultades,/ mas de las interiores/ que tres rectrices son, ennoblecida/ - que para ser señora/ de las demás, no en vano/ la adornó Sabia Poderosa Mano-:/ fin de Sus obras, círculo que cierra/ la Esfera con la tierra..." (vv. 655-675).

 

Con esto muestra los tres momentos que constituyen el movimiento del universo y que están presentes tanto en la naturaleza como en la conciencia humana. El movimiento de una célula se reduce a un estar, un estar con lo otro y una síntesis. Esto es así de tal manera que cuando una célula se encuentra con un cuerpo extraño, no pude dejar de hacer una síntesis de este encuentro (con alguna defensa, reacción o asimilación); si es algo que puede incorporar a su estructura, hay una síntesis, y si no, también hay una síntesis pues la célula no queda totalmente ajena.

 

Del mismo modo sucede con la conciencia humana, asimilamos experiencias de cualquier manera: lo que no somos se amalgama con lo que somos queramos o no, si no porque no y si sí porque sí. De esta manera el tiempo queda comprendido y no evadido como en la fórmula ontológica de Platón, Aristóteles y gran parte del pensamiento escolástico.

 

Podemos encontrar también rasgos del pensamiento agustiniano, a sabiendas que fue muy influido por el pensamiento de Plotino, en donde también se concibe la verdad última del universo en la voluntad divina, que es aprendida de manera dinámica y actuante en la condición humana, a diferencia de la inmóvil concepción del mundo de las ideas de Platón.

 

Cuando la décima musa habla en el verso 560 diciendo que: "ciñiendo con violencia lo difuso/ de objeto tanto, a tan pequeño vaso", está de alguna manera coincidiendo con San Agustín cuando manifiesta la imposibilidad de entender el misterio de la Trinidad por la reducida capacidad del hombre para entender la esencia divina. Incluso la imagen del vaso pequeño es usado de igual forma en el filósofo católico cuando narra su experiencia onírica de una tarde en la playa: estando él tratando de entender la naturaleza divina, vio a un niño que hizo un pequeño hoyo en la arena y tomando agua del mar trataba en vano de llenarlo, acercándosele el santo le preguntó lo que hacía, a lo que respondió el niño que deseaba llenar su pequeño recipiente con toda el agua del mar y que su objetivo era trasladar toda esa agua al hoyo.

 

La monja entiende al igual que San Agustín, que sólo podemos entender lo que nos es permitido por la sustancia activa del espíritu divino: "¿cómo en tan espantosa/ máquina inmensa discurrir pudiera,/ cuyo terrible incomportable peso/ -si ya en su centro mismo no estribara-/ de Atlante a las espaldas agobiara/ de Alcides a las fuerzas excediera;/ y el que fue de la Esfera/ bastante contrapeso,/ pesada menos, menos ponderosa/ su máquina juzgara, que la empresa/ de investigar a la naturaleza?" (vv. 773-784).

 

A juzgar de su opinión desolada y fantasiosa a propósito de la metafísica aristotélica, y del esfuerzo discursivo por armar la estructura de las categorías, nos muestra que la décima musa está más interesada en la investigación de los portentos de la naturaleza que de llevar a una contemplación sinóptica y fría del universo. Cuando partimos de la observación de lo general, nos quedamos con un aparato frío y vacío que no logra dar cuenta del acontecer cotidiano. Lo mejor es partir de lo particular para dar cuenta de ello desde lo que se nos es permitido saber en cada momento.

 

En general la metafísica sin dios como la concibe Aristóteles es un intento por dar cuenta de la totalidad sin tomar en cuenta el devenir del hombre, del pensamiento y de la realidad misma; el tiempo, queda probado una vez más, no está presente en la perspectiva aristotélica, y esto es a propósito, pues el devenir nos arroja al error según la idea de Parménides cuando afirma que el no ser esta presente en el cambio, y que el ser, propiamente dicho, es inmóvil.

 

En efecto, las categorías como tales, no añaden nada nuevo al conocimiento humano; quedan ahí, como un monumento que intenta definir la imagen de los dioses con la ayuda de la imaginación y el martillo. De aquí la gran similitud con la obra de Plotino que también pretende explicar el devenir del pensamiento. A este pensador el helenismo le introdujo la gran inquietud de la posibilidad del conocimiento, esta preocupación lo lleva hacia el relativismo y a la visualización de la esencia del mundo en movimiento teniendo como explicación última la acción divina.

La historicidad de la ciencia, y por consiguiente del pensamiento, lleva a un replanteamiento de la pregunta sobre la esencia del mundo. Si es cierto que el pensamiento ilumina y descubre la verdad inconmovible del universo, entonces a qué se debe la historicidad misma del conocimiento y sobre todo la presencia constante del error. ¿No hay tal esencia última? o ¿los hombres construyen su propia verdad? La respuesta es una conciliación entre el relativismo y el dogmatismo: el pensamiento es histórico pero existe una sustancia divina activa que la justifica, de esta manera queda salvado el problema de la verdad y del tiempo.

 

Aquí se hace presente la idea de la confianza vivencial en la necesidad y el orden del mundo, si bien es claro que no podemos entenderlo todo, sí existe la presencia de lo que sostiene el devenir del mundo y del hombre mismo. En el caso de Sor Juana, la presencia de la "mano de dios" es lo que garantiza esta confianza.

 

Lo que realmente nos interesa resaltar es la necesidad de la confianza en lo otro para que se desenvuelva la acción humana, la suposición de que lo otro no es ajeno totalmente a nuestra vida, la intención y el sentido que se van dando en la con–formidad con lo que se presenta. En última instancia están dios, la tradición, la cultura, la sociedad, el sujeto trascendental, la estructura lógica o antropológica, sistemas y/o campos autodinámicos, etc. Sin embargo, esta confianza en algo que sostiene nuestra propia vida o nuestro quehacer, siempre está ahí.

 

De alguna manera, el científico, por lo general parte de la seguridad existencial de que el mundo será como hasta ahora ha sido y que su vida transcurre en el marco de esta creencia; de igual manera, cualquier persona que no cuenta con esta vocación específica, también vive con cierto grado de conformidad con lo demás y esto es lo que hace posible toda la acción humana.

 

 

*Universidad Autónoma de Baja California Sur.

1 Paz, Octavio. El Arco y La Lira. Ed. Fondo de Cultura Económica. México, 1998, pág. 98

2 Buxó, José Pascual, Sor Juana de la Cruz: Amor y Conocimiento. México, 1996, pág. 121–204

3 Paz, Octavio. Las Trampas de la Fe, Sor Juana Inés de la Cruz. Ed. Fondo de Cultura Económica. México, 1989, pág. 499

4 Plotino. Eneada Quinta, libro primero, parte séptima.

 

 

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