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Terremoto del 16 de diciembre de 1575
Ruina de las ciudades australes e inundación subsiguiente de Valdivia

(Historia General de Chile, Diego Barros Arana)


      A fines de abril de 1575 llegaba a La Serena el licenciado Gonzalo Calderón, nombrado por el Rey teniente de gobernador del reino. Era un abogado joven e impetuoso que venía envanecido con las prerrogativas de su cargo, y que llegó a pretender que sus facultades no eran inferiores a las del Gobernador. Desde que se trasladó a Concepción a tomar la residencia a la Audiencia, comenzaron a nacer dificultades de detalle, que luego se hicieron extensivas a sus relaciones con el mismo Quiroga. Pero éstos no eran, en realidad, los más serios problemas de la situación. Las necesidades y apremios de la guerra, mantenían la alarma en la colonia, imponían sacrificios de toda naturaleza y preocupaban todos los ánimos. Al poco tiempo de iniciado el gobierno de Quiroga, dos fenómenos naturales, que los supersticiosos españoles llamaban prodigios, vinieron a producir el pavor y a hacer nacer los más tristes presentimientos. 

      El 17 de marzo de 1575, a las diez de la mañana, se hizo sentir en Santiago un sacudimiento de tierra de poca intensidad, pero de bastante prolongación, que conmovió los edificios y que sin derribar ninguno, abrió algunas paredes. El pueblo tomó este temblor por aviso de Dios.

     Antes de terminar ese año, ocurrió en Valdivia otro terremoto mucho más tremendo en sus sacudimientos y en sus estragos. El 16 de diciembre, hora y media antes de oscurecerse, «comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo, yendo siempre el terremoto en crecimiento sin cesar de hacer daño, derribando tejados, techumbres y paredes, con tanto espanto de la gente, que estaban atónitas y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario. No se puede pintar ni descubrir la manera de esta furiosa tempestad que parecía ser el fin del mundo, cuya prisa fue tal que no dio lugar a muchas personas a salir de sus casas, y así perecieron enterradas en vida, cayendo sobre ellas las grandes máquinas de los edificios. Era cosa que erizaba los cabellos y ponía los rostros amarillos, el ver menearse la tierra tan aprisa y con tanta furia que no solamente caían los edificios sino también las personas, sin poderse tener en pie, aunque se asían unos de otros para afirmarse en el suelo. Demás de esto, mientras la tierra estaba temblando por espacio de un cuarto de hora, se vio en el caudaloso río, por donde los navíos suelen subir sin riesgo, una cosa notabilísima, y fue que en cierta parte de él se dividió el agua corriendo la una parte de ella hacia la mar, y la otra parte río arriba, quedando en aquel lugar el suelo descubierto de suerte que se veían las piedras. Ultra de esto salió la mar de sus límites y linderos, corriendo con tanta velocidad por la tierra adentro como el río de más ímpetu del mundo. Y fue tanto su furor y su braveza, que entró tres leguas por la tierra adentro, donde dejó gran suma de peces muertos, de cuyas especies nunca se habían visto en este reino. Y entre estas borrascas y remolinos se perdieron dos navíos que estaban en este puerto, y la ciudad quedó arrasada por tierra, sin quedar pared en ella que no se arruinase». Los habitantes de la ciudad de Valdivia se vieron reducidos a vivir a campo raso, expuestos a las lluvias, privados de alimentos y sin creerse allí mismo seguros, «porque por muchas partes, se abría la tierra frecuentemente con los temblores que sobrevenían cada media hora, sin cesar esta frecuencia por espacio de cuarenta días». Los caballos, los perros, los animales todos, corrían de un punto a otro aterrorizados, y aumentando la confusión y el pavor.

     El terremoto se había hecho sentir en todas las ciudades australes, y en todas ellas causó los más terribles estragos. «En un momento, dice el gobernador Quiroga, derribó las casas y templos de cinco ciudades, que fueron: la Imperial, Ciudad rica (Villarrica), Osorno, Castro y Valdivia, y salió la mar de su curso ordinario, de tal manera que en la costa de la Imperial se ahogaron casi cien ánimas de indios, y en el puerto de Valdivia dieron al través dos navíos que allí estaban surtos, y mató el temblor veinte y tantas personas entre hombres, mujeres y niños». Quiroga agrega que, por su parte, había hecho todo lo posible por reparar aquellos males. «Yo he mandado hacer plegarias y procesiones, dice, suplicando a nuestro Señor aleje de sobre nosotros su indignación».

       Como si la cosas no fueran suficientemente difíciles para los conquistadores de la época, los indios de la región, tranquilos y pacíficos hasta entonces, pero hastiados, sin duda, de los malos tratamientos que les daban los españoles, e incitados a la rebelión por las tribus que sostenían con tan buen éxito la resistencia, se aprovecharon de la perturbación producida por el terremoto, tomaron las armas y emprendieron la guerra en marzo de 1576 con poca fortuna en el principio, pero con la más decidida resolución.

       En medio de lucha y de la situación precaria y miserable a que los sometía la destrucción de sus casas y los demás estragos causados por el terremoto de 16 de diciembre, los vecinos de Valdivia pasaron todavía por otro cataclismo no menos peligroso y aterrorizador que el mismo terremoto. Al oriente de la ciudad, en las faldas de la cordillera, el sacudimiento de la tierra había desplomado un cerro, precipitándolo sobre la caja del río que sale del lago de Riñihue y va a formar el río de Valdivia. Esos materiales formaron una especie de dique que atajaba el curso de las aguas. Subsistió este estado de cosas durante cuatro meses, aumentando considerablemente los depósitos del lago; pero a fines de abril de 1576, las aguas detenidas, engrosadas extraordinariamente con las copiosas lluvias del otoño, rompieron ese dique y corrieron con gran estrépito, desbordándose en los campos vecinos, arrancando los árboles que encontraban a su paso y arrastrando las chozas de los indios de todas las inmediaciones.

     En Valdivia, los efectos de esta inundación fueron verdaderamente desastrosos. El capitán Mariño de Lobera, que desempeñaba este año el cargo de corregidor, en previsión de este accidente, había dispuesto que los vecinos de la destruida ciudad, establecieran sus habitaciones provisorias en una altura inmediata. «Con todo eso, cuando llegó la furiosa avenida, puso a la gente en tan grande aprieto que entendieron no quedara hombre con vida, porque el agua iba siempre creciendo de suerte que iba llegando cerca de la altura de la loma donde está el pueblo; y por estar todo cercado de agua, no era posible salir para guarecerse en los cerros, si no era algunos indios que iban a nado, de los cuales morían muchos en el camino topando en los troncos de los árboles, y enredándose en sus ramas. Lo que ponía más lástima a los españoles era ver a muchos indios que venían por el río encima de sus casas, y corrían a dar consigo a la mar, aunque algunos se echaban a nado y subían a la ciudad como mejor podían. Esto mismo hacían los caballos, y otros animales que acertaban a dar en aquel sitio procurando guarecerse con el instinto natural que les movía. En este tiempo no se entendía en otra cosa sino en disciplinas, oraciones y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua, aplacando al Señor que la movía. Cuya clemencia se mostró allí como siempre, poniendo límite al crecimiento, a la hora de medio día, porque aunque siempre el agua fue corriendo por el espacio de tres días, era esto al peso a que había llegado a esta hora, sin ir en más aumento como había ido hasta entonces. Finalmente, fue bajando el agua al cabo de tres días, habiendo muerto más de mil y doscientos indios y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chacras y huertas, que fuera cosa inaccesible».
 

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