Sobre la Iglesia Una

Del arzobispo Peter (L’Huillier).   Traducción de Pablo Zúñiga.

El Símbolo de la Fe, también conocido como el credo niceno-constantinopolitano, denominación que tiene su origen en Johann Benedict Carpzov (1607—1651), ostenta un lugar de prestigio dentro del Cristianismo profundo.  El documento hace su primera aparición oficial en la tercera sesión del concilio de Calcedonia del 14 de octubre del año 453.[1]  Fue denominada “la santa fe que los 150 padres afirman en comunión con el santo y gran concilio [convocado] en Nicea.”  Este documento hace la siguiente afirmación sobre la Iglesia: creemos “en la iglesia: una, santa, católica y apostólica.”[2]  Cabría interponer que los cuatros calificativos constituyen un conjunto, pues sería algo inconcebible que a la Iglesia le faltará siquiera uno de estos rastros o que sólo uno de estos rastros le bastara.

Más, el atributo “uno” al aplicarse a la Iglesia constituye un doble significado que, primero, se refiere a su “unicidad” o sea su condición de ser único, pero también se refiere a la “unidad” de su esencia.  Cipriano, en su tratado De ecclesiae catholicae unitate, por ejemplo, comenta sobre la “unicidad” de la Iglesia y para ello cita del Cantar de los cantares el simbolismo de la tórtola como prefiguración de la única Iglesia, donde leemos:  Una est columba mea, perfecta mea, una est matri suae, electa genitrici suae (6,8).[3]  Respecto a la cohesión de la Iglesia, Cipriano hace hincapié sobre la unión del episcopado, proponiendo lo siguiente sobre esta tema: «Existe una sola dignidad episcopal que constituye un solo conjunto de la cual cada obispo ostenta estar en plena posesión (Episcopatus unus est, cuius a singulis in solidum pars tenetum ). »[4]

Según la tradición de la primitiva Iglesia, y posteriormente con mucha más frecuencia en Oriente, la unidad de la Iglesia en el cielo y en la tierra constituye un concepto fundamental, basado sobre los principios del Nuevo Testamento, y más concretamente sobre la carta a los efesios, que dice así:  Dios «lo sometió a sus pies y lo constituyó a El como cabeza sobre todas las cosas de la iglesia, la cual es el cuerpo de Él, la plenitud del que lo llena todo en todos» (1,22-23).  En el documento denominado el Didaje, redactado y editado alrededor de fines del siglo I, se hace referencia a esta misma idea sobre la unidad de la Iglesia celestial y terrenal, así:  «Como este pan, que fue esparcido sobre los montes y recolectado para ser amasado, sea así tu Iglesia en el cielo y sobre la faz de la tierra.»[5]   Un siglo más tarde, Clemente de Alejandría propuso que «la Iglesia terrenal es la imagen de la Iglesia celestial.»[6]  Tenemos constancia de esta corriente a través de las plegarias litúrgicas desde los tiempos más remotos, que en el Oriente Bizantino deviene una característica típica del rito de la “entrada mayor.”[7]  La perspectiva del Oriente Cristiano se resume en la fórmula de Nicolás de Anida, que Simeón de Tesalónica (†1429) utilizó, y que dice «existe una solo Iglesia tanto arriba como abajo.»[8]

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En el credo, según el pensamiento Ortodoxo, la creencia en una santa Iglesia debe incorporar también su aspecto diacrónico, o sea que siempre y en todos los tiempos de su existencia, es una.  Jesús anuncia la fundación de la Iglesia y promete que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (Mt 6,18), y tras la resurrección, anuncia a sus discípulos: «Estaré con vosotros siempre hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).  Por su parte, la Iglesia tiene su principio a partir del día del Pentecostés al derramarse sobre los apóstoles el Espíritu Santo, suceso que se considera una vocación a la unidad (véase el contaquio de la solemnidad) y marca el inicio de la era escatológica que Ireneo (c.130—c.200) intenta describir así novissima tempora o también el έσχατός καιρός.[9]   Pedro proclama el inicio de la era escatológica en su discurso a la muchedumbre el día de Pentecostés, citando la profecía de Joel referente a la edad mesiánica (Hechos 2,17-21; 3,1-5).  Dado que la Iglesia es la realidad de los novissima tempora, ¿qué sentido tienen las afirmaciones provenientes de la primitiva literatura cristiana sobre su pre-existencia?  La respuesta a esta incognita nos la ofrece Jean Danielou de la siguiente manera «el concepto es casí idéntico al planteamiento esencial del apocalípsis, es decir que la velada pre-existencia de realidades escatológicas depende de Dios»[10]

Examinando cronológicamente, veamos la primera controversia que amenaza con perjudicar la unidad de la Iglesia, que surge muy pronto en su historia y que trata un tema fundamental.  La fuente principal de datos sobre este conflicto se encuentra en la carta redactada hacia el año 54 por Pablo y dirigida a los gálatas.  Indirectamente se hace referencia a ello en el libro de los Hechos.[11]  Algunos miembros de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén, sin licencia de la autoridades eclesiásticas de la Ciudad Santa, empezaron a incordiar a los gálatas convertidos de Pablo, poniendo en duda los credenciales apostólicos de Pablo y exigiendo a los conversos a guardar todos los requisitos de la Ley mosaica, sobre todo la circuncisión.  No obstante, poco después el cristianismo judío dejó de ofrecer una verdadera resistencia al desarrollo de la nueva religión, recibiendo un golpe decisivo a manos del judaísmo profundo después de la revuelta antirromana del año 70.  La comunidad Cristiana de Jerusalén, habiéndose distanciado del tumulto, según la tradición proveniente de Eusebio, se refugió en Pella,[12] por lo que cabe deducir que dicha fuga contribuye al abismo que cada vez más separa a la comunidad Cristiana de Jerusalén de la mayoría Judía.[13]  Durante la rebelión del 132 al 135 de Bar Kochba, considerado por muchos judíos un personaje mesiánico, los discípulos de Jesús experimentaron persecución de manos de los insurgentes.[14]  Tras la destrucción de Jerusalén en tiempos de Adriano, el cristianismo judío perduró, aunque marginado, en forma de las sectas que aparecen en las relaciones de los heresiólogos.[15]

El siglo II de nuestra era, por su parte, vio el surgimiento del reto más peligrosos para la unidad de la Iglesia y la integridad de la fe: el gnosticismo en sus variegadas formas así como la herejía de Marción.  No obstante las diferencias doctrinales entres unos y otros, los sistemas gnósticos compartían algunas características en común, y en particular una tendencia hacia el sincretismo y la aversión al Dios del Antiguo Testamento.[16]  Los gnósticos ostentaban posesión de tradiciones secretas recibidas de los iniciados, como claramente vemos expresado en el siguiente fragmento tomado de la epístola de Ptolomeo a Flora «…a continuación, aprenderás cuanto respecta al primer principio y la generación de los dos otros dioses, si es que eres considerado digno de la tradición apostólica de la cual gozamos por sucesión.»[17]  Cabría agregar que es error implicar que la noción de la sucesión apostólica en el cristianismo normativo, se dio lugar precisamente como la refutación de los alegatos gnósticos de que conservaban una tradición secreta proveniente de los apóstoles.  Clemente de Roma hubo dado a conocer el principio de la sucesión hacia finales del siglo I.[18]  Sin embargo, los argumentos de los gnósticos llevaron a algunos ortodoxos a indagar en las sucesiones apostólicas de las sedes más importantes como eran Roma y Jerusalén.[19]

Con respecto a Marción, cabe preguntar ¿qué papel desempeñó en la formación del canon del Nuevo Testamento?  En la opinión de Harnack, fue Marción quien primero sugeriría la idea del canon del Nuevo Testamento, aunque esta opinión no ha sido aceptado generalmente.  En todo caso, como mucho, podría estar de acuerdo con la siguiente afirmación de W.G. Kümmel, que dice: «… el mero hecho de que Marción hubo establecido con exactitud la autoridad canónica de Pablo sin duda sirve para reforzar la tendencia, ya presente en la Iglesia, a valorar las escrituras apostólicas y a delimitar dichas nuevas “sagradas escrituras.”»[20]

El hecho de que la Iglesia hubo superado con éxito la crisis ocasionada por las desviaciones gnósticas y la herejía de Marción contribuyo de modo significativo para fortalecer la unidad estructural y doctrinal de la Iglesia.  Infundió vigor en el afán por la investigación que confirma la identidad de la fe en las iglesias fundadas por los apóstoles, como, por ejemplo, vemos en Ireneo que subraya la unidad de la fe y la vida sacramental entre las iglesias de todo el mundo, haciendo hincapié en que «las iglesias implantadas en Germania no han creído o ni dejado como herencia otra que no sea la fe que se profesaba en Hispania, en Galia, o en Libya, y cuantas fueron fundadas a lo largo de las regiones meridionales de la tierra.»[21]  A su vez, el epitafio de Abérico de Hieropolis de Frigia, que hace referencia a sus visitas a Roma, Siria, Nisibis y más allá del Eufrates, nos proporciona otro ejemplo de la unidad de la Iglesia universal, diciendo: «Por doquier me aparecían colaboradores, teniendo a Pablo por compañero, la Fe abría camino por todas partes y como manjar me ponía delante el Pescado del manantial,[22] fuerte y hermoso, que la Virgen atrapó en su red y sirvió a sus seres queridos, siempre con vino dulce, ofreciéndoselos acompañado del cáliz del mixtión con el pan.»[23]  Cabe notar que la necesidad de la primitiva Iglesia de rebatir los muchos argumentos de los gnósticos y la herejía de Marción condujo hacia una ampliación de los manifiestos credales, especialmente con respecto a los ritos bautismales.[24]

La aparición del montanismo hacia mediados del siglo II presenta otro tipo de reto, distinto al anterior, para el cristianismo profundo.  Sin duda, el origen de la crisis es la malaise, o sea la desconformidad entre algunos sectores del pueblo cristiano experimentada por el aparente retraso en la segunda venida de Cristo.  La misma preocupación se ve reflejada en el 2º de Pedro 3,8: «No ignoréis lo siguiente, carísimos, que para el Señor un día es como mil años y mil años, un día.»  A primera vista, el movimiento que se da lugar por primera vez en Frigia, se considera una renovación carismática, sin embargo en poco tiempo la naturaleza retorcida de la “Nueva Profecía,” como se autodenominaban por insistencia propia sus adeptos, se desveló y fue condenada.  Sobre esto, Eusebio dice: «se convocaban frecuentemente los fieles en muchos sitios a lo largo de Asia, para debatir y examinar las nuevas propuestas, las encontraron de origen profano y las rechazaban como herejía, acto seguido cuantos las profesaban eran, de hecho, expulsados y se les prohibía comulgar con la Iglesia (της τε ε̉κκλησίας ε̉ξεώθησαν καὶ της κοινωνίας εί̉ρχθησαν).»[25]  Tal como comprueban la obra de Tertuliano durante su periodo montanista, los discípulos de la “Nueva Profecía” no desvían, por lo menos durante las primeras generaciones, de la enseñanza básica de la Iglesia, proclamando que la segunda parusía era inminente y por ello promovían la castidad perfecta y condenaban segundas nupcias, además de promulgar el ayuna estricto y hacer llamados a los cristianos a que buscasen el martirio.[26]  La herejía de los montanistas sobrevivirá en forma de una secta hasta principios del siglo VIII.[27]

La primitiva Iglesia fue capaz de afirmar su identidad propia en cara a las tendencias judaizantes, además de superar los peligros ocasionados por el sincretismo de los gnósticos, el dualismo de los marcionitas, y los errores apocalípticos del movimiento montanistas.  En este mismo periodo, la unidad de la Iglesia corrió riesgo de ser perjudicada por la triste controversia alrededor de la fecha de la Pascua, que por una parte involucraba a Victor de Roma († 198) y a las iglesias de Asia menor.[28]  Cabría interponer que solo menos de un siglo más tarde, los denominados quartodecimanos, constituían una secta insignificante.  Hacia la segunda mitad de siglo IV, el canon séptimo del sínodo de Laodicea promulga: «Cuantos se convierten de la herejía, como son los novacianos, los fotinianos y los quartodecimanos, hayan sido catecúmenos o comunicantes entre los mismos, no serán admitidos hasta que hayan anatematizado toda herejía y, en particular, aquella que hubieron profesado, acto seguido cuantos entre ellos hayan sido comunicantes, tras haberse completamente aprendido el símbolo de la fe y haber sido ungidos con el santo crisma, serán recibidos en la comunión de los sagrados misterios.»  Es más, se debe reconocer que los cánones 1 y 47 de Basilio pone a estos disidentes en la misma categoría.

Durante todo el siglo III y principios del IV, la Iglesia sigue creciendo no obstante las persecuciones esporádicas, en particular las del emperador Decio († 251).  En el momento de las gran persecución del 303 bajo el emperador Diocleciano, los cristianos seguramente constituían alrededor de un diez por ciento de la población del Imperio romano.[29]  Además, el cristianismo se había extendido más allá del Imperio, hacia el este en particular.  Para ese entonces, la relaciones entre las comunidades cristianas locales solían ser más organizadas y desde entonces es posible reconocer los contornos del futuro sistema provincial de administración.[30]  A lo largo de este periodo se detecta la existencia de problemas teológicos, ocasionando graves controversias que ponen en peligro la unidad doctrinal y canónica de la Iglesia en el siguiente siglo.  La primera señal de alarma fue dada, en parte, a partir del ensanche del abismo entre la teología escolástica y la devoción popular.[31]  Además surge un nuevo movimiento sectario en Mesopotámia hacia mediados del siglo III, denominado maniqueismo, por su lider Mani (216-277).[32]  Sin embargo, el maniqueismo no se emparienta con el cristianismo profundo, dado que, de hecho, supone el sincretismo religioso, que coge prestadas las ideas gnósticas relacionadas con el dualismo y del zoroastriansimo; por lo que debe considerarse una religión sui generis.

Desde todo el siglo II y quizás anterior a él, existían varios puntos de vista dentro de la Iglesia en cuanto a los posibilidad de obtener con posterioridad al bautismo, el perdón de pecados graves cometidos, como son el homicidio, el adulterio y la apostasía, alcanzando, hacia mediados del silgo III y tras las persecuciones, un verdadero estado de crisis, al suceder que aquellos cristianos que renunciaron a su fe por temor o por indiferencia solicitaban el perdón y buscaban reincorporación en la Iglesia.[33]  Sin embargo, se manifiesta una importante facción dentro de la comunidad cristiana que se opone rotundamente a la reconciliación con los lapsi, aun después de los mismos hayan cumplido penitencia, distinguiéndose como su lider un tal Novaciano, erudito (λαμπρότατος) y presbítero de la Iglesia romana.[34]  Los partidarios del rigorismo se manifiestan en muchos sitios e intervienen en algunas de las más importantes sedes de la Cristiandad, como es Roma, donde Novaciano es elegido “antipapa.”  Según Eusebio, el obispo de Antioquía mismo parece haber demostrado alguna predisposición hacia la política de Novaciano.[35]  Más, cabe suponer que, en ciertas regiones, hubieron ciudades y aldeas donde solo se encontraban clérigos de esta secta, una proposición que el canon 8 de Nicea parece apoyar.  Gregorio de Nazianzo, Ambrosio de Milan y Pacián de Barcelona, en lo personal, tomaron posturas radicales en contra de las doctrinas de los disidentes[36] que, al parecer, lograron subsistir hasta por lo menos el siglo VII, como podemos comprobar a través de Eulogio el calcedonense de Alejandría (579-607) que cree conveniente repudiar en su obra.[37]

En cuanto a los principios básicos de la fe cristiana y, en particular, la doctrina Trinitaria, los novacianos no se diferencian en absoluto de los ortodoxos.  Su única disconformidad con la Iglesia se basa en dos puntos de disciplina: el primero, la reconciliación con los lapsi, como punto de partida original, y con posterioridad, su rechazo, aun cuando la Iglesia expresa un cierto recelo evidente en los cánones, de las segundas nupcias debido seguramente a la influencia del montanismo.[38]  El canon 8 de Nicea estipula que los miembros del clero novaciano, para ser recibidos en la Iglesia, deberán “obligarse por escrito a aceptar y guardar la normativa de la Iglesia católica, o sea que comulgarán con cuantos hayan contraído matrimonio por segunda vez y con cuantos, habiendo renunciado la fe en tiempos de persecución, se les haya fijado un periodo (de penitencia) y se haya acordado un fecha (de reconciliación), por lo que es imprescindible que se atengan en todo a las autoridad de la Iglesia católica y apostólica.”

A Sócrates se le atribuye el anécdota que da fe de la ortodoxia dogmática de los novacianos.  Incluso, el obispo novacianos, Acesio, fue convocado al concilio de Nicea por el emperador Constantino, que albergaba la esperanza de convencerle a volver a la Iglesia católica, y por su parte Acesio declaró que no veía ninguna disparidad entre su posición y el símbolo de fe y la decisión sobre la fecha de Pascua promulgados por el concilio, concluyendo que la diferencia entre ambos grupos giraba entorna a un punto de disciplina.[39]  No obstante, en las actas canónicas los novacianos son relacionados entre los “herejes.”  La explicación de la diferencia se debe a la concepción de lo que constituye la herejía.  Según Basilio en su canon 1º:  «Los antiguos catalogan de herejía, cuanto lleva al hombre a romper y enajenarse de la fe…  sin embargo, los cismas se dan lugar por disputas eclesiásticas cuyos motivos son incurables y por diferencias en cuanto a la penitencia…  en cambio, se catalogan como ‘parasinagogas’ aquellos agrupaciones presididas por presbíteros u obispos insubordinados, y los grupos liderados por laicos no letrados»[40]  No obstante, en la literatura del cristianismo primitivo, incluso en las actas canónicas, poco se diferencia entre hereje y cismático.[41]

Eran frecuentes las controversias sobre la posibilidad de la Iglesia de otorgar el perdón y existían un variedad de opiniones sobre este tema desde el siglo II y probablemente antes, como vemos reflejado en El pastor de Hermes, redactado a mediados del mismo siglo, en el cual la posibilidad de perdonar el pecado posbautismal no se considera sino se reserva estrictamente.[42]  En el caso de Tertuliano (c.160-c.225), debemos tomar en cuenta su evolución religiosa, por lo que su tratado De pænitentia, redactado cuando aun era ortodoxo, se muestra dispuesto a aceptar la posibilidad del arrepentimiento después del bautismo y posteriormente, en su periodo montanista, deroga cualquier posibilidad de la reconciliación pos-bautismal.[43]  El altercado entre los rigoristas y los supuestos blandengues suscito un cisma pasajero en la comunidad romana, siendo sus protagonistas Calisto (†c.222) y el lider de una pequeña facción y “antipapa,” Hipólito(†c.235).[44]

Tras las persecuciones de Decio, el cisma ocasionado por el problema de la reconciliación de los apostatas arrepentidos resultó ser más serio dado los parámetros geográficos del mismo y su duración.  Debemos procurar no caer en la trampa que supone la generalización en cuanto al desacuerdo entre la Iglesia católica y los disidentes.  No se trata de un dilema entre la Iglesia “inmaculada e intachable,” o cuanto se relaciona en Efesios 5,27, y un corpus permixtum.  Cabe recordar que a lo largo de la Antigüedad y después, los pecados graves, como es la apostasía, suponen penas severas, como vemos reflejado en los cánones primitivos: 6º de Ancira; 11º de Nicea; 8º de Pedro de Alejandría; 73º de Basilio; 2º de Gregorio de Nisa.[45]  A Cipriano, por su parte, le chocó el rigorismo extremo de Novaciano, cuya consagración como “antipapa” de la sede romana incrementó la hostilidad de Cipriano, hasta el punto de considerarlo un intruso.  En cuanto a la consagración anticanónica de Novaciano, Cornelio de Roma en su carta a Fabio de Antioquía escribe lo siguiente: «este defensor del evangelio (ὸ ε̉κδικητὴς ου̉ν του̃ ευ̉αγγελέου) no conoce pues que en no hay más que un obispo en una Iglesia católica.»[46]  Además, en otra parte del mismo escrito afirma que la consagración de Novaciano se da lugar en circunstancias que denomina «imposición de manos de carácter tenebrosa y vacía (ει̉κονικη ̃τινι καὶ ματαία χειρεπιθεσία).»[47]

Para Cipriano y la mayoría del episcopado norteafricano y de Asia menor, las acciones sacramentales de Novaciano y sus discípulos son nulas y vacías, por lo que cuantos hubieron recibido el bautismo de dicha secta deberían ser bautizados.  Más, el concilio norteafricano convocado alrededor del 220 bajo Agripino de Cartago, promulga que cualquier hereje ha de ser recibido en la Iglesia a través del bautismo.[48]  Sobre este hecho la doctrina de Cipriano se resume en la siguiente frase: Habere non potest Deum patrem qui ecclesiam non habet matrem. [49]

Cipriano mismo cita la incalificable posición de Esteban de Roma en su carta a Pompeo de Sabrata, por la cual Esteban escribe: «cuando alguien te viene procedente de cualquier herejía, no se renueve nada que no haya sido recibido por la tradición (nihil innovetum nisi quod traditum est) en particular, hágase sobre él la imposición de manos tras su penitencia; pues los mismos herejes, como es de suponer, no bautizan a cuantos vienen de entre su número, sino que se los admite a la comunión.»[50]  Hacia principios del siglo IV, fueron modificados esta declaración del papa y, más específicamente, el hincapié sobre la frase a quacumque hæresi, que implica un rechazo a la noción de categorías entre los disidentes, por la asamblea general de obispos de Arles de 314, cuyo canon 9 pone, lo siguiente: «Es más, ya que en lo que a los africanos respecta, en materia de rebautizar, se rigen por una normativa propia, promulgamos lo siguiente: en el supuesto que cualquier hereje busque a la Iglesia, deberá ser interrogado sobre el contenido del Credo, y dado el caso que haya sido bautizado en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, sean impuestas las manos sobre el mismo, sin más.  Bien, si no responde confesando la Trinidad durante el interrogatorio sobre el Credo, , sea bautizado como corresponde.»[51]

Once años después, el primer concilio Ecuménico se mostró más severo en su trato con los discípulos de Pablo de Samosata.[*]  Por lo tanto, el canon19 de Nicea hace ver que los paulianistas al volver a la Iglesia católica «deberán ser rebautizados.»  El razonamiento en este caso no contempla la “forma” que, de hecho, era identifica a la de la Iglesia católica, sino más bien a la doctrina de la Santísima Trinidad de Pablo de Samosata y sus discípulos que era distinta a la fe del cristianismo profundo.[52]  Los debates del siglo III sobre la Santísima Trinidad constituyen un simple preludio a las acaloradas controversias del siglo siguiente, que G. L. Prestige, al resumir la tarea de los vindicadores de la ortodoxia, caracteriza así: «el problema de los Padres no era resolver si [Jesucristo] era Dios sino cómo conciliar, dentro del sistema monoteísta que la Iglesia heredó, que se conserva en la Sagrada Escritura, y que insistentemente se defiende ante los paganos, la posibilidad de mantener la unidad de Dios y, a su vez, insistir sobre la divinidad de otro distinto a Dios Padre.»[53]  Parece ser que la controversia arriana empezó hacia principios del 322.[54]  La doctrina de Arrio sobre un Jesucristo criatura fue condenada solemnemente por el concilio Ecuménico de Nicea de 325, en cuyo símbolo de fe se contempla la refutación más eficaz de la enseñanza de Arrio, de la siguiente manera: [Creemos] «en un solo Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado del Padre, Unigénito, de la misma naturaleza del Padre (ε̉κ τη̃ς ου̉σίας του̃ πατρός) Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial con el Padre (ὸμοούσιον τω̃ πατρί),» frase que constituye una refutación directa de la enseñanza de Arrio.  Sin embargo, pasó poco tiempo antes de que surgieran otros graves problemas, aunque el objeto del presente estudio no es dar una crónica de los hechos durante el periodo entre los concilios de Nicea de 325 y de Constantinopla.[55]  Hubo mucho desacuerdo con respecto a los apartados “de la misma naturaleza del Padre” y el vocablo “consubstancial.”  No obstante lo oposición a estos términos por parte de cuantos abiertamente o en secreto eran partidarios de la política de Arrio, también resultó problemático para algunos sectores conservadores a quienes les inquietaba el uso de terminología cuya procedencia era no-escrituraria y la historia misma del vocablo “consubstancial,” dado que pertenecía al léxico de algunos gnósticos y del heresiarca Pablo de Samosata.[56]

Sin duda, la fórmula adoptada por el concilio de Nicea no soluciona el interrogante sobre la legitimidad de desarrollo doctrinal y se puede argüir en contra que su planteamiento representa un anacronismo, dado que dicha noción era ajena al pensamiento cristiano de su tiempo.  Aun así, debe calificarse dicho argumento, por estar claro que la idea del desarrollo doctrinal como concepto, claramente articulado y formulado por primera vez, se da en la obra de Newman (1801-1890) a partir del siglo XIX.[57]  Sin embargo, indudablemente, esta idea existe en la literatura patrística, pero se limita al marco, estrictamente restringido, de la necesidad de refutar las doctrinas heréticas.  Razón por la cual, los padres hacen hincapié sistemáticamente sobre la conexión íntima entre la revelación y sus pronunciamientos dogmáticos.  Por ello, el Credo promulgado por el primer concilio Ecuménico es denominado “La Fe de Nicea,” terminología que emplean también los concilios de Constantinopla de 381 y Éfeso de 431.[58]  Además, existen muchos ejemplos de la historia de la Iglesia que confirman la resistencia de los Padres a formular nuevas definiciones dogmáticas.  Más, sabemos que el proceso de formulación del Símbolo de Nicea fue dificil y lento.[59]  Posteriormente, tanto Atanasio de Alejandría como Hilario de Poitiers atribuyeron la necesidad de formular el credo de Nicea a la malicia de los arrianos.[60]  Como muestra de lo antedicho, la concisión del apartado sobre el Espíritu Santo del símbolo constantinopolitano es característico de su minusiocidad y refleja, póstumamente, la prudencia de Basilio a través de la posición expresada en su tratado Del Espíritu Santo de 375.[61]  Gregorio Nacianceno estaba absolutamente convencido de que había llegado el momento de proclamar abiertamente la plena deidad y consubstancialidad del Espíritu Santo.  Ortiz de Urbina dice que para Gregorio se trataba de «la progression de la revelation trinitaire», o sea la progresión de la revelación Trinitaria.[62]  En la siguiente cita, Gregorio lo explicita así:  «El Antiguo Testamento es la clara manifestación del Padre, aun cuando solo alude al Hijo.  El Nuevo Testamento desvela al Hijo y hace referencia a la divinidad del Espíritu.  Hoy en día, el Espíritu habita entre nosotros y claramente es Él Quien se está dando a conocer.  Cuando aun no se llegaba a comprender la divinidad del Padre, era pernicioso predicar abiertamente al Hijo; igualmente, mientras que la divinidad del Hijo no se había confesado, imponer, si nos atrevemos a servirnos de este término, la creencia en la divinidad del Espíritu, suponía un peligro imponer, por equivaler a otro peso más.»[63]

El tercer concilio Ecuménico de Éfeso del 431 condena la enseñanza y la persona de Nestorio, sin promulgar nuevas definiciones, aunque deja claro en sus decretos que «a ninguno se permite formular, alterar o promulgar otra fe ajena a las disposiciones de los Santos Padres reunidos en Nicea con el Espíritu Santo.»[64]  En principio, la gran mayoría de los integrantes del concilio de Calcedonia se mostró reacio a la idea de promulgar una nueva definición de fe.  Sin embargo, los delegados del emperador Marciano presionaron para que se promulgara una nueva definición dogmática para así zanjar las discrepancias en materia de cristología que perturbaban el funcionamiento del Estado.[65]  La resistencia a formular nuevas doctrinas definitivas se muestra ser la característica permanente del cristianismo Oriental.  Como ejemplo de la misma, consideremos el caso controversial Hesicasta a fines de la Edad Media.  En su intervención antes de iniciar los debates contra el monje Barlaam, Gregorio Palamás (1296-1359) lo amonesta así: «Tienes fama de ser un sabio entendido entre la multitud y no falta quien te aclame.  ¡Estudia!  ¡Escribe!  ¡Dedícate a la filosofía!  ¡Imparte los conocimientos seculares que se te dan tan bien!  Verás como ninguno de entre tu público y tus discípulos te contradice;  de lo contrario, aumentará tu fama.»[66]  Durante la Antigüedad tardía y muchos siglos después, en lo que respecta a esta resistencia a la formulación de nuevas doctrinas definitivas, no se distingue diferencia alguna entre Oriente y Occidente.  Cabe reiterar la citada posición de Hilario de Poitiers sobre lo mismo, y entre los más conocidos y citados apologetas de este planteamiento, indudablemente, Vicente de Lérins († antes del 450), que se pronuncia en su tratado Commonitorium, a través de la siguiente fórmula que destaca la triúnica marca de la auténtica catolicidad: «quod ubique, quod semper, quod at omnibus creditum est.  Hoc est etenim vere proprieque catholicum.»[67]  Bien, debemos considerar la susodicha afirmación dentro de su contexto con tal de no malinterpretarla; porque el autor no pone en duda la necesidad de promulgar nuevas doctrinas definitivas contra los errores de los disidentes, poniendo en evidencia a Novaciano, Sabelio, Donato, Arrio, Eunomio, Macedonio, Fotino, Apolinario, Priscila, Joviniano, Pelagio, Laclestio y Nestorio.  Y resume su disposición mediante la siguiente afirmación: «cum dicas nove, non dicas nova»[68]  Se puede identificar a más de un padre que se pronuncia de la misma forma en Occidente durante la Antigüedad tardía.[69]

Como ya hemos visto, en el periodo post-apostólico a partir de finales del siglo I,[70] ciertos factores concretos influyen en la formación y la confirmación de la auto-conciencia de la Iglesia, entre éstos ante todo la divergencia definitiva entre el judaísmo y el cristianismo.[71]  El segundo factor, la insatisfacción en algunos medios generada por el aparente retraso de la segunda venida del Cristo, como refleja la siguiente cita de la 2ª de Pedro 3,8-10.  Por otra parte, cabe notar el reto que supone la deformación del mensaje cristiano.  Constituye un peligro real como aseguran numerosos pasajes provenientes de las epístolas Pastorales.[72]  Queda claro, por ejemplo, que en Tito 3,10 el denominado “αὶρετικὸν ά̀θρωπον” es una referencia directa al hombre hereje con el sentido técnico, de la literatura patrística.

En la fase primitiva de la Iglesia, parece ser que no surge el principal problema como es el status de los disidentes vis-à-vis la cristiandad profunda, como vemos reflejado en Ef. 4,5: εὶς κύριος, μία πίστις, ὲνβαπτισμα.  Desde luego, es obviamente inconcebible considerar al bautismo otorgado por herejes, tal como se menciona en las Pastorales, equiparable con el rito celebrado por la Iglesia.  Al menos, no existe evidencia que autorice tal aserción.  En lo que respecta a las herejías que se dieron lugar hacia finales del siglo I, y todo a lo largo del siguiente, todas ellas, como es el caso de los ebionitas, los gnósticos, los marionitas y los montanistas, desfiguran de tal forma los fundamentos básicos del cristianismo que resulta irrelevante plantearse el problema de la validez de su bautismo.  De hecho, fue la crisis novaciana, justo después de las persecuciones de Decio entre los 249 y el 350, las que ocasionan, si se quiere, indirectamente el planteamiento de los límites de la Iglesia.  Mosqueado por no haber sido elegido sucesor de Fabiano en 251, como ya hemos dicho antes, el ilustrado presbítero romano Novaciano y autor de la apología De Trinitate, que en efecto es perfectamente ortodoxa,[73] fue ilícitamente consagrado “obispo” por algunos ingenuos obispos italianos.[74]   Acto seguido, reuniendo en torno suyo seguidores, se auto-declaró defensor del rigorismo absoluto en contra de la reconciliación de los penitentes lapsi.  Sin embargo, el problema agrava al solicitar algunos paganos conversos al novacianismo entrada en la Iglesia católica.  Desde África, Cipriano y la mayoría del episcopado declaran invalido e inexistente el bautismo confesado por los novacianos, tal como hemos visto ya, basando dicha decisión sobre las disposiciones del sínodo presidido por Agripino, obispo de Cartago, hacia el 220.[75]  Aun cuando Cipriano distingue por categorías a los herejes de los cismáticos, no se pronuncia sobre su status eclesial.  Según el obispo de Cartago [tanto herejes como cismáticos] ambos por igual se enajenan de la Iglesia.  Por otra parte, Georges Florovsky dice: «Para san Cipriano todo cisma constituye enajenarse de la Iglesia[76]   Parecer ser, según recoge Cipriano en su cita, que la postura de Esteban, aunque bastante simplista, se opone rotundamente a la suya.[77]  Ya he enumerado en el presente estudio la distinción entre las formas de recibir a herejes y cismáticos expresada a través de los cánones viii y xix de los Padres de Nicea.  Más, he presentado la opinión, cara a los donatistas, de un Padre de Occidente cuya posición es bastante similar a la de Basilio en cuanto a todos los cismáticos.  Ahora tengo presente a Optato, obispo de Milevis, que se decanta por enfocar cuanto conservan en común los católicos y los donatistas, empleando la siguiente frase: una esta ecclesiastica conservatio.[78]  De hecho, Basilio, en su primera carta canónica a Amfilioquio de Iconio, hace la siguiente observación: a diferencia de los herejes «que habiéndola completamente quebrantado, se enajenan de la de fe misma,» los cismáticos «siguen formando parte de la Iglesia» (έ̀τι ὲκ τη̃ς ὲκκλησίας ό̀ντων).  La anáfora atribuida a Basilio distingue entre estas dos categorías y entre los vocablos que marcan dicha distinción, así: « [O Señor] pon fin a los cismas entre las Iglesias (παυ̃σον τὰ σχίσματα τω̃ν ὲκκλησιω̃ν).»  Cabe resaltar que el uso del vocablo “Iglesia,” todo a lo largo del periodo correspondiente a la Antigüedad, jamás fue empleado para designar a grupos heterodoxos, por lo que referencia a las mismas en la precedente anáfora continua así: «para rápidamente dar fin al surgimiento de las herejías (τὰς τω̃ν αὶρέσεων έπαναστάσεις ταχέως κατάλυσον).»

El concepto de la auto-identidad experimentó serias pruebas con motivo de las controversias cristológicas del siglo V y VI.  La compleja problemática postulada en dicho periodo supuso un reto mucho mayor que las variadas formas del arrianismo del pasado.  Es más, explica Richard Hanson, cuya opinión coincide con la de Danielou, el siglo IV constituye el final de «la edad de oro del pensamiento Patrístico» y el colectivo de los teólogos del siglo V representa el periodo de las teologías Oriental y Griega de menos espontánea productividad y creatividad.[79]  Se vindica a través del 2º concilio Ecuménico la “Fe de Nicea” a partir del 381.  A continuación, se acelera la desaparición del arrianismo en el seno del cristianismo profundo, aunque logra sobrevivir hasta el siglo VI entre las tribus Germánicas.[80]  La doctrina Trinitaria de la Iglesia no se ve afectada por las controversias cristológicas en el periodo subsiguiente al rechazo de la herejía de Apolinario.[81]  El interrogante giraba en torno a la relación, en el Cristo, entre la humanidad y la divinidad.  La definición promulgada por el concilio de Calcedonia, según Jaroslav Pelikan y John Meyendorff, no constituye una contestación completa en materia de la unión hipostática.[82]

A diferencia de las controversias Trinitarias del siglo IV, las subsiguientes controversias, que surgirían por los problemas cristológicos, resultan en roturas definitivas para la Cristiandad Oriental.   Aunque el objetivo del presente estudio no es la cronología de los hechos cuyo desenlace hemos citado, creo oportuno citar el comentario de J.N.D. Kelly, en el que subraya la complejidad de los datos históricos así: «Quede avisado el lector que, en ninguna otra fase de evolución de la teología de la Iglesia, se ha visto semejante confusión entre los conceptos fundamentales y los enfrentamientos de la política y los personajes.»[83]   En el reinado Sasánida, se sospecharía a los cristianos de ser espías del imperio Romano tras la conversión de Constantino al cristianismo y después de que el mismo redactara una misiva pidiendo razón de ellos.[84]   Lo que explica el porqué de la declaración de independencia jurisdiccional de los cristianos persas, del sínodo de Markadta del 424 bajo la presidencia de católicos Dadiso.[85]  En cuanto a cristología, la Iglesia de Persia se alineaba con la política del partido Antioqueno y veneraba la memoria de Teodoro de Mopsuestia.  A estos, se les denomina, tanto entre los ortodoxos como entre monofisitas, nestorianos.

Antes de intentar concretar sobre el status eclesial de los nestorianos desde el punto de vista de la Iglesia ortodoxa durante la tardía Antigüedad y principios de la edad media, conviene enfocar cómo eran considerados los monofisitas, tomando en cuenta que la oposición de los monofisitas al dogma de Calcedonia constituía en Roma y Constantinopla un interrogante mucho más significativo para el cristianismo profundo que la orientación de la Iglesia dentro del reino Sasánida.  Atribuida al 2º concilio Ecuménico, la normativa sobre la incorporación a la Iglesia de diferentes categorías de disidentes, de la que tenemos las primeras constancias en las colecciones canónicas Bizantinas, de hecho, es una decisión tomada en Constantinopla en torno al 430.[86]  El tal “canon vii” solo considera dos categorías de disidentes, es decir, aquellos que son incorporados tras una plena iniciación cristiana y aquellos que únicamente deben ser crismados.

A diferencia de la Iglesia dentro del reino Sasánida, equivocadamente denominada nestoriana por su alineamiento con la cristología Antioquena, los partidos de oposición al dogma de Calcedonia se agrupaban en diferentes facciones a lo largo de la extensión oriental del Imperio Romano,[87] aun así con el pasar del tiempo predominaría la política Severana, es decir un monofisitismo nominal, caracterizada por un aferramiento incondicional a la fórmula de Cirilo de Alejandría: μία φύσις του̃ Θεου̃ λόγου σεσαρκωμένη.  Clarence Gallagher sugiere, sin embargo, como más adecuada para los partidarios de dicha doctrina la denominación “miafisitas.”[88]   No obstante, los ortodoxos Calcedonses claramente consideraban las roturas debido a las controversias de los siglos V y VI y las controversias sobre la fe Trinitaria, distintas de las divisiones en la primitiva Iglesia.

La Iglesia Bizantina estaba bien al tanto de las novedosas constituciones y asumió las consecuencias de ello modificando su práctica canónica, tal como vemos reflejado en el tratado del presbítero Timoteo de Hagia Sofía (c. 600), en el que leemos: «nos encontramos con tres categorías de solicitantes para la incorporación a la Iglesia de Dios, que es santa, católica y apostólica.  Cuantos componen la primera categoría deben ser bautizados, mientras que la segunda [categoría] consiste de aquellos a los que no se les bautiza, sino tan solo se les debe ungir con el santo mirrón.  Los demás, entran en la tercera [categoría] por no ser indicado ni bautizarles ni ungirles, sino simplemente se les impone como penitencia anatematizar su herejía particular y las demás otras»[89]  A continuación, incluye entre esta última tercera a los nestorianos, los eutiquios, los discípulos de Dióscoro y Jacobo Baradai.  Por lo tanto, no debemos rechazar que la posibilidad de integración de la tercera categoría de disidentes, cuya reincorporación a la Iglesia se concede mediante la simple imprecación, fue sugerida, en el caso de los donatistas, por la práctica canónica de la Iglesia en África del Norte a partir del canon lxviii de Cartago.  Cabe hacer memoria de que en el Syntagma de los XIV títulos, redactado hacia el 580,[90] figura el texto del codex canonum ecclesiæ africanæ.

Poco después, el abad Atanasio del monasterio Santa Catalina del monte Sinaí opina como el presbítero Timoteo.[91]  Luego, se promulga el canon xcv del concilio in Trullo de 691-692 que ratifica las tres categorías de disidentes.  Dicho canon básicamente calca, con una que otra modificación, el formato del texto del canon vii del 2º concilio Ecuménico.  Sin embargo, el apartado final del canon Trullano ofrece una novedad: la reincorporación de una tercera categoría de disidentes, provenientes de los “nestorianos” y los “monofisitas,” que deberán antes anatematizar a Nestorio, Eutiques, Dióscoro, Severo y los demás heresiarcas y todas las herejías, y que acto seguido deberán participar de la santa comunión.[92] 

Entre los varios cánones que tratan el proceso de la incorporación a la comunión católica de distintas categorías de disidentes, no encontraremos el vocablo “Iglesia” para hacer referencia a las comunidades [heterodoxas] de las cuales proceden, dado que el primitivo cristianismo solo empleó dicho término para denotar a la comunidad ortodoxa.  Los documentos canónicos todos coinciden en la verdad axiomática que afirma que solo hay una Iglesia.  ¿Acaso se debe deducir de este hecho, la carencia de la naturaleza eclesial en todas las comunidades no-ortodoxas?  Ante todo, cabe citar la bien-establecida práctica canónica de la Iglesia ortodoxa para rebatir un planteamiento simplista.   Es más, la clasificación de disidentes en categorías, como tal, y las diferentes modalidades de incorporación en la Iglesia ortodoxa, constituyen una señal del que el criterio básico sobre el cual se funciona es el siguiente: el grado de enajenamiento o la proximidad [de las comunidades] a la Iglesia, en materia de fe y orden.

Hagamos una breve pausa, puesto que el presente estudio se limita al periodo de la Antigüedad y la temprana edad media, para considerar lo que constituye dos familias cristianas, consistentes en: primero, el colectivo de los fieles dentro de los límites del reino Sasánida que veneran las memorias de Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, y Nestorio considerándolos grandes doctores de la Iglesia, y por otro lado, el colectivo mayoritario de los fieles cristianos residentes en Egipto, Siria, y Armenia que no acataron ni el dogma de Calcedonia, creyéndolo contrario a la enseñanza de Cirilo de Alejandría, ni las disposiciones del concilio de Éfeso del 431.

Las controversias cristológicas que estremecen la vida del Oriente cristiano a finales de la Antigüedad y principios de la edad media, no se dieron en un vacío, ni mucho menos.  No debemos deshilarla con el fin de separar los aspectos puramente religiosos del discurso y las posturas políticas del momento.  Merece la pena, pues, reiterar que fue el concilio de Markabta del 424 bajo Didsco, católicos de Seleucio-Otesifo, que autorizó la completa autonomía de la Iglesia en Persia, hecho que se produce siete años antes del concilio de Éfeso, debido a la necesidad de los fieles cristianos del reino Sasánida, como ya hemos visto, de distanciarse de la influencias provenientes de Bizancio.[93]

La oposición del partido “monofisita” al concilio de Calcedonia basada sobre planteamientos teológicos, en parte se debe, como no hemos de olvidar, a las rivalidades, que empiezan a surtir efecto a partir de la década de los ochenta del siglo IV, entre las sedes de Alejandría y Constantinopla.  En Siria occidental, los partidarios del dogma de Calcedonia serían tachados de melquitas, o sea militantes del emperador [Bizantino].  Mientras que en Armenia, el caso sería distinto, dado que una tremenda extensión de territorio seguiría siendo comandancia persa y la Iglesia debería asimilar el peligro de las influencias de la cristología Antioquena, de la cual eran partidarios los cristianos del reino Sasánida.  Aun así, los armenios se percataron de ello gracias a las amonestaciones de Acacio (c. 438) y Rabula de Edesa (435) y enviaron dos presbíteros a Constantinopla con el fin de pedirle cuentas al patriarca Proclo (434-446), que a su vez redactó el documento denominado Tomus ad armenios, en el que expone la cristología ortodoxa a través de la enseñanza de Cirilo de Alejandría.[94]

La razón por la cual no asistieron delegados de Armenia al concilio de Calcedonia fue porque, coincidía que el país entero se había sublevado contra la dominación persa.  Con posterioridad, cuando relaciones con Constantinopla se hubieron normalizado, en el reinado del emperador Zeno, en el año 482 se promulga el texto denominado el Henotikon, como un acuerdo entre los monofisitas moderados y los ortodoxos.[95]  El primer concilio de Dvin de 506 aprobó esta forma de monofisitismo.[96]  El subsiguiente intento por reconciliación entre los monofisitas severanos y los ortodoxos calcedonenses fue liderado por el emperador Justiniano al convocar el 5º concilio Ecuménico de 553, pero en dicha asamblea la condenación dirigida hacia la cristología desarrollada en los “Tres Capítulos” poco sirvió para convencer a los partidos de oposición a Calcedonia.[97]   Además, la Iglesia en el reino Sasánida de confirmaría su acatamiento a la cristología de Teodoro de Mopsuestia y del partido Antioqueno, en el sínodo de 585 bajo la presidencia del católicos Iso `yabb, que se mostraba reacio a las disposiciones del 5º concilio Ecuménico.[98]

Los cismas ocasionados por los debates cristológicos a partir del siglo V constituirían una brecha en la cronología del cristianismo antiguo y persistirá en estado residual hasta nuestros días.  Por lo que, el metropolita “nestoriano” de Nisibis, Abdiso Bar Berika (1318), hace la siguiente observación «en el momento en que se afirmara la unidad de la persona del Cristo, en ese momento empezarían a distinguirse las divisiones en la Iglesia.»[99]

¿Cuál era, según la perspectiva ortodoxa, el status eclesial de las comunidades orientales que renunciaron a las disposiciones de los concilios de Éfeso y Calcedonia?  Por supuesto, no se encontrará una resolución directa del problema en las actas canónicas de la Iglesia, no obstante existen elementos para formular una respuesta basada sobre la literatura canónica y la práctica de la antigua Iglesia.  En cuanto problema, eso sí, se trata de dos puntos preliminares.  El primero es, el acatamiento de la Iglesia oriental siríaca en Persia a la política cristológica del partido Antioqueno que no supondría la discontinuidad en la vida de la comunidad.  Segundo, de la renuncia de la Iglesia armenia al concilio de Calcedonia en fidelidad a la enseñanza de Cirilo y Proclo, se puede afirmar lo mismo.  Es más, bajo el emperador Bizantino, Justino (518-527), muchos cristianos en Persia seguirían peregrinando hasta los Santos Lugares y gozarían de communicationem in sacris con los ortodoxos.[100]   En lo que concierne los armenios que se acataron al Henotikon de Zeno, es difícil establecer si rompieron la comunión con los Bizantinos al finalizar el cisma de Acacio en 519.  En todo caso, continuarían las relaciones, tanto culturales como religiosas, con Bizancio a lo largo de la edad media, tema que en el presente estudio no consideraremos por ser ajeno a nuestra investigación.

Si los documentos canónicos no proporcionan pistas directas sobre la actitud oficial de la Iglesia ortodoxa en materia del status eclesial de las comunidades separadas a través de Oriente, bien existen datos que nos permitirán formular deducciones contundentes.   El primero, como ya he expuesto, es que tanto los “nestorianos” como los “monofisitas,” a diferencia de las demás categorías de disidentes, son reincorporados a la Iglesia ortodoxa mediante una profesión de fe, lo cual, teológicamente, es muy significativo, dado que la crismación es la señal de incorporación del bautizado al Pueblo mesiánico de Dios.[101]  Por otro lado, que las actas canónicas eviten emplear el término ὲκκλησία en referencia a comunidades religiosas separadas a lo largo de Oriente, no quita de que se usara en el lenguaje ordinario, incluso en medios eclesiásticos, como vemos reflejado en las actas del Diálogo ortodoxo-oriental de 532 convocado en Constantinopla entre obispos, tanto calcedonenses como siríacos no-calcedonenses.[102]

En la mentalidad de la cristiandad antigua, no cabía ninguna duda sobre la unicidad y la unidad de la Iglesia.  Este planteamiento no era exclusivamente típico de los ortodoxos, sino que coincidían en ello, por ejemplo, los donatistas y, con posterioridad, los denominados “nestorianos” y “monofisitas.”[103]  Ahora bien ¿se trata de una creencia que debe acatar la política de Cipriano, en lo que concierne los límites de la realidad eclesial?  La respuesta a este interrogante debe plantearse con la debida cautela.  La perspectiva de Cipriano ofrece cierta atracción por su simplicidad, sin embargo dicha cualidad constituye también una carencia porque no toma en cuenta la complejidad de los datos históricos.  Está claro que la interpretación del obispo de Cartago en lo que concierne la reconciliación de los disidentes a través del bautismo jamás ha sido prohibido en el Oriente cristiano.  Incluso Basilio, en su canon i, habla favorablemente de las disposiciones rigoristas promulgadas por «los sínodos autorizados por Cipriano y nuestro Firmiliano.»  En su canon xlvii, parece estar a favor de la política rigorista, sin embargo observa que no se ha establecido la unanimidad en la Iglesia sobre este planteamiento, y opina que convendría llegar a un acuerdo general sobre ello.  Las disposiciones del sínodo de Cartago en 256 sobre el rebautismo de todo disidente penetra en la redacción Trullana del Syntagma de los XIV títulos (circa 580) con las siguientes modificaciones: [Avalamos] «también el canon autorizado por Cipriano, el arzobispo y martir de los mundos de los africanos, y su sínodo, el canon cuyo acatamiento se limita a la extensión geográfica de los susodichos obispos, según la serie de prácticas que les han sido trasmitidas.»

El método tripartito de reconciliación de disidentes enfoca la proximidad de los mismos o su enajenamiento de la Iglesia en materia de fe y disciplina.  Este planteamiento no perjudica la doctrina fundamental sobre la unicidad y la unidad de la Iglesia.  Pero el hecho de que no la perjudique, no nos permite ignorar la complejidad de los datos históricos para caer en el error del simplismo.  De hecho, es difícil concretar con certeza.  Por ejemplo, tanto en la Antigüedad como hoy en día, la ausencia de la unión por comunión es el resultado de consideraciones absolutamente ajenas a motivos eclesiásticos.    De vez en cuando también es importante tomar en cuenta la evolución de los planteamientos que con frecuencia tratan modificaciones doctrinales.  Es interesante, en dicho caso, recordar el siguiente comentario de Jerónimo: «no existe cisma que no pretenda formular cualquier herejía con tal de tener causas para separarse de la Iglesia.»[104]

Por último, el metropolita Sergio, antiguo patriarca de Moscú (1944), con el fin de dar una idea de las relaciones existentes entre la Iglesia Católico y las comunidades cristianas disidentes, sugeriría la siguiente comparación: «Justo al otro lado de vallado alrededor de la Iglesia no existen solo tinieblas, pues entre la Iglesia y las comunidades heréticas existe el ocaso, una especie de penumbra que a su vez oculta a cismáticos y a comunidades ilícitas.  Ambas categorías no se deben considerar en el sentido estricto, como completamente ajenas a la Iglesia ni definitivamente separada de ella.»[105]  Parecer obvio que la sutileza de este planteamiento refleja fielmente el planteamiento de Basilio al que ya hemos hecho referencia en el presente estudio.


 

CITAS

[1]  Peter L’Huiller, The Church of the Ancient Councils (SVS Press, 1996), 190.

[2] ACO II, 1,1, pág. 8 [276]

[3] De ecclesia catholicae unitate 4 (CSEL 3, pág. 212)

[4] Ibid. 5 (pág. 214).  El vocablo episcopatus no se refiere al colegio episcopal sino a la función.  Cf. san Agustín, In Jok. 5.1 (PL 35.1832)

[5] Didache 9.3; cf. 10.5. Texto proveniente de M.W. Holmes, The Apostolic Fathers, rev. ed. (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1999), 261, 263.

[6] Clemente de Alejandría, Stromata (PG 8.1277B)

[7] Robert F. Taft, The Great Entrance, OCA 200 (Roma, 1975), 62-68.

[8] De sacro templo 131 (PG 155.340A).

[9] Véase Adversus Haereses (en adelante AH) 3,18,1; texto de Source Chrétiennes (en adelante SC) 21 (Paris, Cerf, 1974), 342-43.

[10] Jean Danielou, The Theology of Jewish Christianity (Philadelphia, 1964), 247.  «the conception is indeed very close to one of the essential concepts of Apocalypse; namely, that the hidden pre-existence of eschatological realities lies in God»

[11] Paul L. Tarazi, Galatians (Crestwood, NY: SVS Press, 1994); idem, Luke and Acts, The New Testament: An Introduction (Crestwood, NY: SVS Press, 2001), 240-43.

[12] Historia ecclesiastica (en adelante HE) 3,5,3; texto de SC 31 (Paris: Cerf, 1978), 102.  Sobre dicha fuga, véase Stephen G. Wilson, Related Strangers (Minneapolis, MN: Fortress Press, 1995), 145-48.

[13] Ibid. 189-94.

[14] HE 4,8,4 (SC 31, pág. 170). Wilson, Related Strangers, 6-7, 182-83.

[15] J. Neville Birdsall, “Problems of the Clementine Literature,” de Jews and Christians, the Parting of the Ways, editado por D.G. Dun (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1992), 347-61; B. Arland, J. Hult y Steven A. Haggmark, The Early Christian Heretics (Minneapolis, MN: Fortress Press, 1996), 116-22.

[16] Henry Chadwick, Heresy and Orthodoxy in the Early Church (Brookfield, 1998), tratado n.º 13, “The Domestication of Gnosis,” 3-16.

[17] Epístola a Flora, 33,7,9; texto proveniente de Bentley Layton, The Gnostic Scriptures (New York: Doubleday, 1987), 314.

[18] Carta a los corintios, 42,44; texto citado por Holmes, en The Apostolic Fathers, 74, 76-77.

[19] Hegesipo, según Eusebio HE 4,22,4 (SC 31, pág. 200).

[20] Werner G. Kümmel, Introduction to the New Testament (Nashville, 1986), 488.  «…the fact that Marcion had already established the canonical authority of Paul quite exactly without doubt strengthened the tendency which already existed in the Church for evaluating the apostilic writings and for delimiting the new “Holy Scripture.”»

[21] AH 1,10,2; texto proveniente de SC 224 (Paris, Cerf, 1979), 158-60.  «the churches which have been planted in Germany have not believed or handed down anything different nor do those in Spain, nor those in Gaul, nor those in Libya, nor those which have been established in the central regions of the world.»

[22] El vocablo Griego ι̉χθύς, que significa pescado, representa las primeras letras de cada palabra en la frase “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.”  Véase L. Ouspensky, Theology of the Icon (Crestwood, NY: SVS Press, 1992), vol. 1, pág. 172.

[23] J. Quasten, Patrology (Utrecht: Spectrum, 1950), vol. 1, pág. 172.  «Everywhere I had associates.  Having Paul as a companion, everywhere Faith led the way and set before me for food the Fish from the spring, mighty and pure, whom a spotless Virgin caught and gave her friends to eat, always having sweet wine and giving the mixed cup with the loaf.»

[24] J.N.D. Kelly, Early Christian Creeds, 3ª edición (New York, 1983).

[25] HE 5,16,10; texto procedente de SC 41 (Paris: Cerf, 1955), 49.  «When the faithful held frequent conversations in many places throughout Asia for this very purpose and examined the novel utterances and pronounced them profane and rejected the heresy then, indeed, they were expelled and prohibited from communion with the Church.»

[26] Marta Sordi, The Christians and the Roman Empire, traducción de A. Bedini (Norman and London: University of Oklahoma Press, 1986), 73.

[27] The Oxford Dictionary of Byzantium (New York: Oxford University Press, 1991), tomo 2º, pág. 141.

[28] Rainero Cantalamessa, Easter in the Early Church: An Anthology of Jewish and Early Christian Texts (Collegeville, MN: Liturgical Press, 1993), 33-64.

[29] Ramsay MacMullen, Christianizing the Roman Empire (New Haven: Yale University Press, 1984), 35, n.25.

[30] Othmar Heggetbacher, Geschichte des frühchristichen Kirchenrechts (Freiburg, 1974), 34 and 96-100

[31] J. Lebreton, Le désaccord de la foi populaire et de la théologie dans l’Église chrétienne du III siècle, AHE 19 (1923), 501-96; (1924), 16-23.

[32] H. Ch. Puech, Le Manichéisme (Paris, 1949).

[33] Joseph A. Favazza, The Order of Penitents (Collegeville, MN: Liturgical Press, 1988), 121-232.

[34] Eusebio HE 6,43,7 (SC 41, pág. 155), en la que cita a Cornelio de Roma en una sus cartas a Fabio de Antioquía.

[35] Ibid.

[36] Peter L’Huillier, The Church of the Ancient Councils, 94, n.º 241

[37] Ibid.

[38] De Laodicea, canon 1º; de Neocesarea, canon 7º; de Basilio, canon 4º.

[39] Socrates Ecclesiastical History, 1,10: texto proveniente de GCS N.F.1 (Berlin: Akademie Verlag, 1995), 41.

[40] Epistle 188,1; texto proveniente de Saint Basile Lettres, tomo 2 (Paris, 1961), 121.

[41] Como son los cánones: 7º de Constantinopla; 85º de Trulo; 7º de Laodicea; 57º de Cartago.  Sin embargo, Eusebio cataloga a los novacianos de “herejes.” HE 6,43,1, 3 (SC 41, pág. 153-54).

[42] Holmes, The Apostolic Fathers, 334-527.

[43] J. A. Favazza, Order of Penitents, 188-91.

[44] Ibid. 174-78.

[45] Se encuentra una discusión de la práctica penitencial en el Africa en tiempos de san Cipriano en la Epístola 55 del mismo; texto proveniente de Saint Cyprian Correspondence, tomo 2 (Paris, 1961), 131.

[46] Eusebio, HE 6,43,11 (SC 41, pág. 156).

[47] Ibid. 9 (SC 41, pág. 156).

[48] San Cipriano, Epístola 63,4,1 (ibid., pág. 259).

[49] De ecclesiæ catholicæ unitate 6 (CSEL 3, pág. 214).

[50] Epístola 74 (ibid., pág. 279).

[51] Concils gaulois du Ive siècle SC 241 (Paris: Cerf, 1977), 50.

[52] Véase G. L. Prestige, God in Patristic Thought (London: SPCK, 1959), 201-9.  El P. Jean Breck en The Way to Nicæa (Crestwood, NY: SVS Press, 2001, 207) hace la siguiente observación en este caso: «Es dificilísimo reconstruir los hechos en el asunto de Pablo, por el trasfundo político y las divergencias teológicas que ello supone.»  “The affair concerning Paul, embroiled in politics as much as theological divergences, is extremely difficult to reconstruct.”

[53] Prestige, God in Patristic Thought, 76.

[54] Ephrem Boularand, L’Heresie d’Arius et la “foi” de Nicée (Paris, 1972).  Maurice Wiles, “Attitudes to Arius in the Arian Controversy,” de Arianism after Arius, ed. Michel R. Barnes y Daniel H. Williams (Edinburgh: T&T Clark, 1993), 31-43.

[55] Kelly, Creeds, 223-79.  Véase también T. Kopeck, A History of Neo-Arianism, 2 tomos (Philadelphia: Philadelphia Patristic Foundation, 1979).

[56] Prestige, God in Patristic Thought, 101-2.

[57] Aidan Nichols, From Newman to Congar (Edinburgh: T&T Clark, 1990), 17-70.

[58] Canon 1º de Constantinopla; canon 6º de Efeso.

[59] Kelly, Creeds, 211-21.  Rufino HE 1,5 (PL 21,472).

[60] Atanasio, De decr. Nic. 32 (PG 25,473 D-476 A).  Cf. Hilario de Poitiers, De Trin. 2 (PG 10,51).

[61] SC 17 bis (Paris: Cerf, 2002).

[62] Nicée et Constantinople (Paris, 1963), 202.

[63] Or. 31,26 (PG 36,161, 164C).  «The Old Testament mainfested the Father plainly, the Son obscurely.  The New Testament reveals the Son and hinted at the divinity of the Spirit.  Today the Spirit lives among us and is making himself more clearly known.  As long as the divinity of the Father had not been recognized it was dangerous to preach openly the Son; in the same way, as long as the divinity of the Son was not admitted it was dangerous to impose, if we dare to use such words, the belief in the divinity of the Spirit as an added burden.»


 

64] Or. 31,26 (PG 36,161, 164C).

[65] ACO I,i,5, pág. 107-108.

[66] ACO I,i,2, pág. 80-83.

[67] Commonitorium, 2,3: editado por R.S. Moxon (Cambridge, 1915), 10.

[68] Ibid., 88.

[69] Véase los testimonios de J. Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition (100-600), The Christian Tradition, tomo 1º (Chicago-London: University of Chicago Press, 1971), 335-39.

[70] Véase R.E. Brown, The Churches the Apostles Left Behind (New York, 1984), 15, donde se hace la distinción entre “subapostólico” y “posapostólico.”

[71] Wilson, Related Strangers, 169-94.

[72] 1º de Timoteo 1,3-7; 6,3-5; 2º de Timoteo 2,16-18; 4,1-5; Tito 1,10-14cf; Hechos 20,28-30.

[73] PL 3,861-70.

[74] Eusebio HE 6,43,1-17 (SC 41, 153-58).  Sobre dicha consagración, Eusebio se pronuncia así: εὶκονικη ̃τινι και ματαία ̀χειρεπιθεσία (ibid. 9, pág. 156) o sea “mediante una ambigua y vacía imposición de manos”

[75] Cipriano, Epistola 71,4 (Correspondencia, 259).

[76] “The Limits of the Church,” Church Quarterly Review (1933), 117.

[77] Véase la punto de referencia N.º 48.

[78] Adversus Parmenianum (PL 11,1020 B).

[79] Richard Hanson, Studies in Christian Antiquity (Edinburgo, 1985), 187.

[80] Kopecek, History, 441-543.

[81] Véase el artículo de John Philoponos en el Oxford Dictionary of Byzantium, tomo 3, pág. 1657.

[82] J. Pelikan, Emergence of the Catholic Tradition, 264-65.  John Meyendorff, Christ in Eastern Christian Thought (Crestwood, NY: SVS Press, 1987), 28.

[83] J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines, 5ª edición (New York, 1978), 310.  «The reader should be warned, however, that at no phase in the evolution of the Church’s theology have the fundamental issues been so mixed up with the clash of politics and personalities.»

[84] Eusebio, Vita Constantini, 3,8 (PG 20).

[85] J. Labourt, Le Christianisme dans l’Empire perse, 2ª edición (Paris, 1904), 125.

[86] Peter L’Huillier, Church of the Ancient Councils, 131-35.

[87] Sobre las mismas, véase Sebastian Brock, Studies in Syriac Christianity (Aldershot, 1992), tratado N.º 12, pág. 132.

[88] Clarence Gallagher, Church Law and Church Order in Rome and Bysantium (Aldershot, 2002), 189-190.

[89] V.N. Benesevec, Syntagma XIV titulorum, t.1. (San Petersburgo, 1906), 707.  «we find three categories among those who come to the holy, catholic, apostolic Church of God:  Those of the first category must be baptized; those of the second [category] are not to be baptized, but only must be chrismated with the holy myron, those of the third [category] are neither to be baptized nor chrismated, but they only must anathematize their own heresy and all other heresies.»

[90] Para ver la fecha, véase S.N. Troianos, Οὶ Πηγές του̃ Βυζαντίνου Δικαίου , 2ª edición (Atenas-Komotini 1999), 134-135.

[91] Question 86 (PG 88,712).

[92] The Council in Trullo Revisited, editado por George Nedungatt y Michael Featherstone (Roma, 1995), 174-177 (y sus referencias).  Sobre los errores textuales a manos de escribanos medievales, véase John H. Erickson, The Challenge of Our Past (Crestwood, NY, SVS Press, 1991), 169  N.º 35.

[93] Labourt, Christianisme dans l’Empire perse, 121-25.

[94] PG 65,856-75.  Cf. Editado por V. Grumel, Les Regestes des Actes du Patriarcat de Constantinople , Tomo 1º: Les Actes des patriarches , fascículo 1º, 2ª edición (Paris, 1972), 63, N.º 78.

[95] F.X. Murphy and P. Sherwood, Constantinople II et III (Paris, 1976), 45 y 275-77.

[96] V. Inglisian, “Chalkedon und die armenische Kirche,” in A. Grillmeier and H. Bacht, Das Konzil von Chalkedon (Wurtzburg, 1953), Tomo 2, 361-417.  Véase también el tratado de Gabriele Winkler, “An Obscure Chapter in Armenian Church History,” in eadem, Studies in Early Christian Liturgy and Its Context VI (Aldershot, 1997), 85-179.  J. Dauvillier, Histoire et institution des Églises orientales au Moyen Age (Londres, 1983), tratado N.º 14, pág. 63-72, en particular la pág. 65.

[97] Murphy y Sherwood, Constantinople, 55-130.

[98] Labourt, Christianisme dans l’Empire perse, 276-80.

[99] Cita de J. Pelikan, The Spirit of Eastern Christendom (600-1700), The Christian Tradition, Tomo 2º (Chicago-Londres: University of Chicago Press, 1974), 37.  «[the] time from when the unity of the person of Christ was affirmed was the time from which the Church began to be divided.»

[100] Labourt, Christianisme dans l’Empire perse, 266.

[101] Louis Ligier, La Confirmation (Paris, 1973), en particular la pág. 259.

[102] S. Brock, Syriac Perspectives on Late Antiquity (Burlington, 1984), tratato 11, pág. 219-27.

[103] M. Jugie, Theologia dogmatica Christianorum Orientalium, tomo 5, pag. 18.  W. de Vries, “La Conception de l’Église chez les syriens sépares de Rome,” L’Orient Syrien, 2,2 (1957), 111-24.  Sobre los donatistas, véase Peter Brown, Augustine of Hippo, nueva edición (Berkeley y Los Angeles, 2000), 208-21.

[104] Comm. In epist. ad Titum lib. iii (PL 26,598ª).  Sobre la tendencia en la Antigüedad cristiana, véase Gerald Bonner, Church and Faith in the Patristic Tradition (Aldershot, 1996), tratado 16, “Schism and Church Unity,” pág. 218-28.

[105]Отношение Церкви Христовой к отделившимся от нее,” Журнал Московскоŭ Памрuархuu, 4 (1931), 7.«Complete darkness does not occur right behind a Church fence; between the Church and heretic communities there is a sort of twilight, penumbra which, in its turn, covers schismatics and illicit communities.  The two categories cannot be viewed in a strict sense as completely alien to the Church or definitely separated from her.»


NOTAS  DEL  TRADUCTOR

[*] P. Jean Breck, Theoria: L’interpretation orthodoxe de l’Ecriture Sainte, (Paris, 1986) 17.  «Ennemi intraitable de la Logos-théologie des alexandrins, Paul fut nommé évêque d’Antioche vers 260.  En 268, il fut condamné et déposé à cause de sa doctrine du monarchisme modaliste que défendait implicitement l’hérésie adoptianiste.  Niant la personne (hypostase) du Fils et de l’Esprit, Paul refusait par conséquent d’accepter la divinité de Jésus.  Il affirmait que celui-ci n’était qu’un être humain auquel Dieu s’était communiqué par une union accidentelle.  Cette christologie adoptianiste, qui divisait Jésus Christ en deux réalités sans nature comune, a ouvert la voie au dualisme christologique de Théodore et de Nestorius.»

 


Source: “Believing in One Church: An Insight into Patristic Tradition”  St. Vladimir’s Theological Quarterly 48:1 (2004).

Sobre el Autor:  El arzobispo, Mons. Peter (L´Huillier) de New York es profesor adjuntdo de Derecho Canónico de St. Vladimir's Orthodox Theological Seminary, EE.UU.

Texto de traducción Copyright © 2004 de Asoc. DOXOLOGIA Euskal Herriko Bizantziar Musika Elkartea.