Yo odio

 

            Me despierto a causa de la irritante alarma del reloj despertador. Su ritmo monótono y penetrante que me causa molestia, cansancio y hastío, es la primera sensación que recibo del mundo al comenzar el día. Giro sobre mi costado y con un golpe de mi mano, callo el maldito aparato, que estaba sobre la mesita de noche junto a mi cama. El crujir de mis huesos al moverme anuncia como fanfarrias mi exilio de una cama tibia, único y efímero placer durante estas mañanas frías. Me pongo las sandalias que están al pie de mi cama y camino hacia el baño, sintiendo con desagrado que mis dedos se pegostean a la goma de este triste intento de calzado. Entro a la dicha y al abrir la llave descubro con poca sorpresa y mucho fastidio que no hay agua caliente. Las gotas de agua helada que escupe mi regadera insultan a mi piel, ansiosa por el contacto con algo tibio. Maldigo al estúpido casero que una vez más ha descuidado el calentador y se ha olvidado de encenderlo. Una vez más seré yo quien se lo recuerde, pues los otros inquilinos, ato de vacas pasivas y mediocres, no lo harán. Ellos se bañarán con su agua helada esperando que alguien más le recuerde al casero que debe hacer su trabajo.

            Termino mi tortuosa ducha, me visto, me peino y me arreglo para las bestias urbanas que así lo exigen. Voy hacia la cocina y tomo un bote de yogurt del refrigerador. Al desprender la cobertura de aluminio, siento que ésta me corta sutilmente la piel de los dedos. Cojo una cuchara del mueble que está junto a la estufa, me siento frente a la mesa y degusto mi desayuno, mientras miro la televisión. En el canal musical que idolatran los enajenados adolescentes se muestra un asqueroso negro, poco más que un simio con ropa, tratando de hacer rimas sobre el tamaño de su pene, al tiempo que ejecuta lo que parece la danza de apareamiento de un gorila. Cambio el canal con el control remoto para poner el noticiero matutino y la serie de notas y reportajes que se me presentan me hacen pensar en lo inconmensurable de la estupidez de la mentalidad de la gente con la que me veo obligado a compartir este planeta. Acabo de comer mi yogurt y apago el televisor. Camino de regreso al baño para lavarme los dientes. Listo ahora para salir, tomo mi portafolios y dejo el departamento.

            Al bajar las escaleras escucho a los hijos de vecino conversar repitiendo frases de las caricaturas que ven en la televisión, único repertorio que su cerebro les puede proporcionar. He aquí a los cústodes de nuestro futuro.

            Los últimos peldaños están ligeramente cuarteados, y puedo sentir su filosa superficie a través de la suela de mis zapatos. En cuanto llego abajo, atravieso el vestíbulo con rapidez para no tener que encontrarme con ningún vecino. Salgo a la calle. El sol rebota en todas las superficies reflejantes posibles y me deslumbra a donde quiera que vuelvo la mirada. Aun viendo lucecillas verdes y azules en mis párpados, cruzo la calle hacia la para del autobús, y me siento sobre mis huesos en una banca. Medio minuto después llegan dos jovencitas que no dejan de reseñar los glúteos de no sé qué muchacho de su escuela. Me muevo sobre mi asiento tratando en vano de acomodarme.

            Por fin llega el autobús y lo abordo. Busco el lugar más apartado y solitaria que haya y vuelvo a acomodar mis huesos sobre él. Escucho las insulsas conversaciones de los otros pasajeros, gente simplona que cree que los insignificantes sucesos de sus patéticas vidas tienen alguna relevancia. Todo en ellos me irrita, sus voces, sus risas, sus gestos, sus olores, la forma en la que están vestidos, sus facciones, el color de su piel…

            Desciendo del autobús en la parada frente a la universidad. Me quedo de pie contemplando el edificio, esas cajas de granito en la que me quedaré encerrado por las próximas seis horas, aplastado contra una silla. Suspiro y camino lentamente hacia mi aula. Las primeras tres clases son iguales que siempre: obtusos individuos que no saben ni hablar bien la lengua castellana intentan enseñarme a mí lo que con trabajo aprendieron de otra persona un poco menos estúpida que ellos. Son tan deplorables, y sin embargo, no lo son tanto como los alumnos, mis compañeros de clase. Todos iguales, el uno detrás del otro: los mismos gustos, los mismos intereses, las mismas ambiciones, los mismos temores, los mismos deseos, los mismos pensamientos e ideas.

            Una chica se me acerca moviendo su cadera de lado a lado y se sienta junto a mí, tratando de sacar conversación. No vale más allá de su piel morena, sus grandes senos, su cintura muy definida, su trasero firme y su voluntad a entregarlo todo a la menor provocación. Me repugna, pero probablemente fornique con ella el fin de semana. Y es que las mujeres son tan iguales, las unas detrás de las otras. Sienten todas igual, piensan todas igual, se engañan de amor de la misma manera. Son tan predecibles como una ecuación. Sé lo que tengo que hacer y decir para obtener el resultado que quiera. Suena el timbre y la chica morena se va del salón.

            Es a la siguiente clase cuando ella entra y se sienta en un pupitre al otro extremo del salón. Siento que mis venas se hielan al verla, como si mi corazón bombeara un veneno frío y de color de verde. Mis pulsaciones son más rápidas. La odio. Odio su cabello castaño largo y fino, odio su piel dorada, odio sus rasgos finos, odio sus ojos castaños. Odio las miradas de deseo que los muchachos le lanzan y que ella lanza a los muchachos. Odio su voz, y su risa. Odio que tan siquiera ría. Odio sus pechos firmes y sus caderas armoniosas. Odio su inconfundible perfume. Pero sobre todo, la odio porque no la puedo predecir como a una ecuación.

            Terminan las clases, y en el mismo silencio con el que vine me voy de regreso a mi departamento. Al llegar cierro todas las ventanas y las cortinas, para que la luz y el ruido no entren más a mi mundo. Ya no soporto más esa luz ni ese ruido. Voy a la cocina y cojo un cuchillo. Entro a mi cuarto y me desnudo. Ya no soporto este cuerpo, ni esta mente, ni este corazón. Me paro frente al espejo, alzo en cuchillo sobre mi cabeza y lo arrojo contra el cristal. Las astillas saltan por toda la habitación, pero ninguna me corta, ninguna me toca. Como quisiera tener el poder de destruir todo aquello que odio, pero no puedo destruirme ni a mí mismo.

 

 

Leer más escritos pachecos

Volver a la Página de Civi