El Crucifijo Roto

¡Oh, desgracia! ¡Oh, tragedia! Contra el frío piso de piedra del patio. Partido en tres pedazos. ¡Sacrilegio! ¡Tres pedazos! ¡El que esté roto ya es de mal augurio, aun más malo es que hayan sido tres pedazos. ¡Y cuáles pedazos! La cabeza por aquí, el brazo derecho por un lado, y todo lo demás por otro. No es de extrañarse que la pobre abuela esté escandalizada, tapándose la boca con la mano para no mostrar sus pocos dientes amarillos cuando grita. El pobre Luisito nada más está confundido por los gritos de la anciana y no entiende la desgracia que acaba de arrojar sobre su familia. ¿Y si alguien de la familia se moría? ¿Y si se nos aparecía el diablo? No más la semana pasada había venido el padre Aurelio a bendecir la casa y el chamaco ya lo había echado todo a perder. Pobre de la abuela, en su casa nueva que le puso el hijo, con tal de no andar teniendo que oír sus críticas. Y no es que a la abuela le moleste cuidar a Luisito; al contrario, ¡le encanta! Pero hasta ella puede olvidar que es su nieto favorito cuando el mocoso es el responsable de tamaña calamidad y propinarle un par de buenas bofetadas guajoloteras. Y no es para menos, las peores tragedias pueden pasar a causa de esto, pues romper un crucifijo no es cosa de juego.

Una vez más tranquilizada la abuela y amoratado y zarandeado el chiquito, hay que pensar en cómo remediar esta calamidad. Hay que pensar... ¡El padre Aurelio! Él sabrá qué hacer. Mejor es moverse sin perder tiempo. Luis, agarra eso y vámonos, es la orden y un silencio obediente es la respuesta. Salen los dos apresurados; la señora va delante muy apresurada y jalando de un brazo a la criatura. No importa que se quede la puerta abierta, ahí la vecina seguro va a cuidar que no se meta nadie. Lo importante es llegar donde el padre, que no vive tan lejos. Listo, llegamos. La puerta de la casa es de esas de metal y vidrio, y los nudillos duelen a la abuela al golpearla tan fuerte y tan frecuente. Nadie responde, a pesar de la insistencia de los artríticos nudillos de la abuela sobre el vidrio grueso. Sí, es de noche, pero no es tan tarde. ¿Será que el padre no esté?

La anciana se pone a pensar, mientras el niño sigue sin entender qué es lo que está pasando. De pronto una idea ilumina la cabeza de cenizas de la abuela: hace falta una limpia. Lo bueno es que la bruja nunca descansa, si llegamos ahorita, seguro nos atiende. Pero hay un problema: ¿cómo hacerle para ir al otro pueblo a estas horas de la noche? A fuerzas tiene que ser en coche, la vieja no se va a lanzar al camino sola con un chiquito. ¡Don Jaime, el de las cocas! Él seguro nos lleva en su camioneta y a estas horas segurito ha de estar cenando en la taquería de don Lupe.

Don Jaime acepta sin rodeos llevar a Luisito y a su abuela al otro pueblo, dada la gravedad del asunto. No más que lo dejen acabarse su horchata. Listo, ahora sí, súbanse a la camioneta. El ajetreo de la vehículo al moverse por el sinuoso camino sin asfaltar lastima los pobres huesos adoloridos de la abuela, divierte al pequeño Luisito y le es totalmente indiferente a don Jaime. Después de una media hora de escuchar la hojalatería de la camioneta azotarse contra sí misma, llegan al otro pueblo. La abuela pide a don Jaime que lo lleva a casa de la bruja, pero él le dice que hasta aquí la deja, que no quiere meterse en cosas raras. La abuela se baja junto con Luisto y le pide a su amable chofer que se espere ahí donde está, porque no va a tardar. La anciana y el niño caminan buscando la casa de la bruja, haciendo un esfuerzo para ver esta tremenda oscuridad, pues el alumbrado público poco tiene de alumbrado y sí mucho de público. Por fin, aquí estamos, frente a la casa de la bruja. ¿Será que toquemos? A la abuela no le gustan estas cosas, pero no tiene otra opción, si el padre Aurelio quién sabe dónde está. Pues no venimos hasta acá para no hacer nada, así que la abuela toca la puerta con fuerza.

Luisito está esperando que la señora que abra la puerta esté toda vestida de negro, sea fea con la cara verde y la nariz ganchuda y ande sujetando una escoba. Se sorprende mucho al ver que se trata de una viejecilla como de la edad de su abuela, chaparrita, regordeta y de color bien prieto. La abuela explica el problema a la bruja, quien no deja de santiguarse siempre que termina una oración. La hechicera no abre la boca mientras su coetánea termina de hablar, al final, los invita con un gesto a pasar a su casa. La abuela entra apresurada jalando a Luisito del brazo, cuyos ojos giran alrededor de la casa de la bruja y ven un montón de cosas raras por todas partes: frascos con animales muertos, pomos con polvos extraños y muchas, muchísimas imágenes de santos y crucifijos. La bruja toma de sus manos el crucifijo que Luisito rompió y le da a cambio uno nuevo. Pone el viejo en una caja de cartón y agita unos ajos sobre ella. La abuela está muy cansada, así que se sienta, mientras la bruja agarra a Luisito y lo examina de arriba a abajo, haciendo sentir al niño muy incómodo. Ahora toma uno de los polvos y lo esparce sobre la cabeza del chiquito mientras reza alguna oración de la cual Luisito y su abuela sólo alcanzan a entender la frase Ave María. Cuando termina el rito, la bruja despide a sus clientes. Deben irse de prisa, porque si no, la limpia no tendrá efecto. La abuela saca de su monedero, con sus dedos arrugados y temblorosos un par de monedas frías y las deja en la mano extendida de la bruja. Mejor nos vamos. La anciana y el niño salen de la casa y se van a donde habían dejado a don Jaime.

Durante el camino a la casa, la abuela puede relajarse contra el cuero barato de los asientos de la camioneta, el cual deja escapar el relleno de hule-espuma, con el que Luisito se divierte, sin entender ni un detalle la aventura de la que acaba de ser partícipe.

¡Huay! De la que nos salvamos. Bendito Dios que ya pasó todo.

 

 

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