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«El pago de la renta, la colegiatura, las medicinas del abuelo… ¡Ya me cargó la chingada!» pensé atemorizado por la presencia de Araceli, la gerente regional de la empresa comercializadora de instrumentos musicales en la que yo trabajaba por las tardes. La Tarántula, como llamábamos en secreto a la susodicha por su afición a "pisar quedito y picar ponzoñosamente", había venido a revisar los balances, las ventas y el desempeño del personal que trabajaba en mi sucursal.

Para acabar de torcerla, Memo y Camilo no habían venido a trabajar, el primero por estar de vacaciones y el segundo por haberse roto una pierna acomodando unas cajas en la bodega.

Estaba yo solo, como un chivo expiatorio, expuesto a la mordedura de La Tarántula.

Mi preocupación no era para menos, Araceli tenía fama de despedir a los empleados a poco que inflingieran las normas de la empresa, sin importar lo productivos que estos pudieran ser.

Lo que me tenía sinceramente acojonado era que todos los días, durante las horas bajas, me ponía a navegar en Internet usando la computadora del privado. Esto no tendría nada de particular si no fuese porque, desde hacía ya un tiempo, me había aficionado a los relatos de la pagina www.TodoRelatos.com y, en fechas mas recientes, acostumbraba entrar también a la comunidad http://trcl.mforos.com

El primer sitio era una Web donde los usuarios podían publicar, leer y comentar relatos, mayormente de contenido erótico, sexual y bien cachondo. El segundo sitio era una comunidad donde los Autores, Lectores y Comentaristas de TR podían convivir, pasarlo bien, ayudarse entre ellos y aprender muchos aspectos sobre el arte de la redacción. Yo no le veía nada de malo, pero las políticas de la empresa prohibían estrictamente que los empleados usáramos el equipo de cómputo para visualizar páginas de contenido erótico o de contactos o redes sociales. En fin, que las últimas visitas que yo había hecho a ambos sitios estaban registradas en el navegador, pues olvidé eliminar el historial.

La Tarántula estuvo encerrada en el privado durante varias horas. Como era temporada de regreso a clases, tuve bastante trabajo atendiendo a padres de familia que venían a comprar las guitarras o las flautas para sus hijos, estudiantes de Secundaria que recibían clases de Música tuvieran o no talento para tocar. Habré vendido unas veinte liracas en esa mañana, aparte de algunos manuales de Ibáñez, juegos de cuerdas, estuches, fundas y un etcétera que me redituaría buenas comisiones si acaso La Tarántula no terminaba corriéndome con una patada en el trasero.

Casi serian las 7:00 P.M. cuando Araceli abrió la puerta del privado y me miró desde ahí. Yo estaba detrás del mostrador y me sentí tan nervioso que estuve a punto de tirar unos afinadores que estaba acomodando.

—Ricardo, necesito que cierres y vengas —dijo con voz inescrutable.

—Licenciada, ¿tengo que poner el letrero de "cerrado"?

—Sí —contestó con una media sonrisa—. Puede que nos tardemos un rato. Tenemos que hablar.

«¡Puta madre, ya escucho los cascos de la chingada; viene por mí, montada en su pinche caballo blanco!» aullé mentalmente mientras me dirigía a la puerta. Volteé el letrero para que nadie interrumpiera y cerré la hoja de cristal. Estaría solo con Araceli, encerrado con una Tarántula y sin poder escapar.

 

Un perverso morbillo me hizo temblar y no pude contener una erección; La Tarántula podía ser una verdadera cabrona, pero, la neta, tenía lo suyo y lo traía dignamente puesto.

 

Debía contar con unas cuarenta y pocas primaveras, era alta, rolliza y tenía un largo cabello castaño que le llegaba a las corvas. De tetas andaba bien, con un respetable par de melones que su brassiere apenas si podía domesticar, aunque pudiera ser que estuviesen algo caídos. De retaguardia presumía de unas nalgas todavía bien paradas.

 

En la cena de Navidad de la empresa conocí a su hija, quien tenía mi misma edad, es decir, veinte años, y quien se había vuelto protagonista mental de algunas de mis pajas.

 

—¡Ricardo, no tenemos toda la tarde! —gritó La Tarántula desde dentro del privado—. ¿Te apuras?

 

—Sí taran... sí, licenciada, voy en seguida.

 

Tragué saliva, respiré hondo procurando no ahogarme con mis propias babas, me aclare la garganta para que no se me fuera a escapar un gallo al hablar y pasé al privado cerrando la puerta detrás de mí.

 

Como había temido, Araceli tenia la computadora portátil de la empresa, abierta y encendida, sobre el escritorio.

 

—¿Me puedes explicar esto? —pidió mirándome a los ojos mientras giraba la computadora para que yo pudiera ver la pantalla. El afamado logotipo de "TodoRelatos, la mayor Web de relatos X" pareció invitarme, como siempre, a disfrutar de las fantasías sexuales que en ese sitio se cocinaban.

 

—Es un portal que a veces visito —reconocí. No tenia caso negarlo pues mis compañeros de trabajo no contaban con acceso a la computadora.

 

—Con contenido erótico —machacó—. Conoces lo que dicen las normas de la empresa.

 

—Pero es literatura —me defendí—. La gente que escribe ahí comparte sus fantasías sexuales, se expresa y da a los demás algo de sí misma,. Una amiga muy querida me ha dicho que es un acto de generosidad. A mí me ha sido muy útil. He aprendido algunas cosas de esos relatos y leerlos me ayuda a estar motivado en mi trabajo.

 

—Y esto otro —añadió minimizando el navegador para cambiar de portal—. TRCL, es una red social, ¿no?

 

—"Taller de redacción y construcción literaria" —contesté tratando de que no me rechinaran los dientes—. Es una comunidad de escritores, lectores y comentaristas que se reúnen a charlar sobre cosas de redacción y a divertirse en buena onda, una de sus fundadoras subió varios tutoriales sobre cómo escribir bien. Si usted se fija en mis informes de hace dos meses y los compara con los que le he enviado en estos días, notara que mi ortografía y puntuación han mejorado bastante; es gracias a ellos, a convivir con el grupo y a haber leído los manuales.

 

Araceli pareció relajarse. Se recostó en el respaldo del sillón, con lo que sus tetas parecieron apuntar hacia mi cara. Me moví inquieto, no tenía dónde sentarme.

 

—¿Sabes algo? Hemos notado tus progresos, la calidad de tus escritos y he pensado que me gustaría que llegaras hasta la matriz.

 

Parpadee sorprendido por el rumbo que parecía llevar la conversación. Se entiende que La Tarántula hablaba de la matriz de la empresa, localizada en Torreón, pero yo, siendo malpensado y arrecho, me imaginé que hablaba de la matriz de su coño. Esto fortaleció el poder de mi erección, haciéndola bien clara por debajo de mi pantalón.

 

Araceli miró fijamente a mi entrepierna y yo contemplé sus tetas cubiertas por la blusa de algodón.

 

—Has dicho que en TR la gente comparte sus fantasías —retomó mi jefa—. ¿Tú escribes esa clase de relatos?

 

—No, todavía no —respondí sin apartar la mirada de su escote—. Intento aprender a hacerlo medianamente bien antes de aventarme. La crítica puede ser muy cruel a veces.

 

La Tarántula me hizo una seña para que me acercara a ella, obedecí quedando a su lado detrás del escritorio. Giró la computadora y ambos vimos la pantalla en la que rápidamente maximizó el portal de TR.

 

—Miles de autores, miles de relatos… —murmuró en un jadeo.

 

«¡Se está poniendo cachonda!», me emocioné, «¡La pinche Tarántula se está calentando con solo ver TR! ¡Esto tiene que ser bueno, debo andar bien aguzado, a ver si saco partido de la situación o, por lo menos, me salvo del despido!»

 

—Muchas fantasías —repetí agachándome para susurrar en su oído—. Mucha gente diciéndole al mundo las cosas que los ponen calientes, mucha gente hirviendo en un caldo de hormonas. A mí me gusta.

 

—Leí algunos de esos relatos —reconoció casi sin voz—. Hay de todo, pero hubo unos que me…

 

—Que te pusieron cachonda —comenté arriesgándome a tutearla por primera vez mientras le ponía uno de mis brazos sobre los hombros. Ella no se molestó.

—¿A ti te calientan? —preguntó la jefa con sus ojos fijos en la pantalla, no atreviéndose a girar la cabeza, puede que por miedo a ver mi enorme paquete a pleno rendimiento.

 

—Como a burro en primavera —respondí echándole mi aliento cálido en su oído.

 

La Tarántula tembló completa y cerró los ojos. «¡Hija de siete chingadas, ya te tengo dentro de la cacerola, cabrona! ¡Te voy a cobrar todas las putadas que le has hecho a los compañeros de chamba!», le dije mentalmente mientras hacía que la mano con que agarraba su hombro se deslizara hacia abajo para acariciar primero su brazo izquierdo y luego el costado de la teta. Sentí debajo de mis dedos la tela de su blusa y las costuras del brassiere, ella no se movió, solamente abrió mucho los ojos.

 

Agarré su mano derecha y se la puse sobre mi tranca.

 

—¿Ya viste cómo me pongo nada más con platicar de estos temas? —pregunté mientras hacía que la mano abierta de Araceli abarcara casi toda la envergadura de mi macana.

 

—¡No chingues! —exclamó y pensé que todo se había acabado—. ¿De veras es tu verga o te guardaste algo bajo los pantalones para presumir?

 

—¡A las pruebas me remito, si la pruebas te la meto! —solté decidido a aprovechar la oportunidad.

 

La Tarántula estaba cachonda, hasta ese momento no me había hablado del temido despido. Ya la había hecho acariciar mi reata sobre la ropa y, lejos de cabrearse, se estaba comportando como una hembra ansiosa de experimentar.

 

Solté el hombro de Araceli para sacarme el cinturón y bajarme el pantalón con todo y calzones. Mi poste salió de su encierro pidiendo libertad, juegos y otro encierro más agradable.

 

Agarré con las dos manos la cabeza de La Tarántula e hice que se acercara a mi verga.

 

—Mírala bien, jefa, no te pierdas detalle del capullo mojado en preseminales, de las venas del tronco, del calibre del glande, del tamaño de los cojones —ordené, puede que tan cachondo como La Tarántula.

 

Al mover la cabeza de la mujer, hice que mi verga chocara contra su nariz y, ya sin miedo y con ganas de chingar, estuve moviendo la pelvis cachondamente para que mi reata se restregara por su cara.

 

Pronto sentí humedad en mis cojones, y es que La Tarántula sacó la lengua para lamer lo que se acercara a su boca.

 

—¡A que tu marido no tiene una verga tan grande y dura como esta! —grité.

 

Ella no respondió y, despeinándola, agarré sus cabellos para dividirlos en dos coletas que usé como si fueran las riendas de una yegua.

 

—¡Seguramente se le ablanda cuando te ve encuerada! —recriminé disfrutando con el juego—. ¡Tu esposo ha de tener una pinchurrienta salchichita cóctel, que no se le para ni a madrazos!

 

—¡Sí, tiene la verga corta! —gritó—. ¡No es ni la mitad de la tuya!

 

Cuando ella dijo la última sílaba, aproveché que tenía la boca bien abierta para meterle la cabeza y una parte del tronco de mi verga.

 

—¡Chupa, pinche piruja! —ordené—. ¡Cómo te pone que te domine tu pendejo esclavo!

 

Araceli abrió la boca todo lo que pudo mientras yo la agarraba de las riendas capilares y hacía que su cabeza se moviera adelante y atrás para follarle el hocico acompañando mis movimientos de pelvis.

 

—¡Esfuérzate más, cabrona! —le exigí—. ¡Ándale, que seguramente tu puta hija mamaría mejor que tú una polla como esta!

 

Me había metamorfoseado, pasaba de ser un empleado amenazado con el despido a convertirme en un Macho Alfa sediento de sexo y con ganas de vengar todas las humillaciones que otros habían padecido por culpa de la gerente.

 

Mi verga entraba y salía violentamente de la boca de La Tarántula mientras ella, obedeciéndome, se esforzaba por chupar cuando tenía casi la mitad de carne en barra enterrada en la boca y liberaba un poco cuando yo trataba de separarla de mi entrepierna.

 

—¡Rómpete la blusa, puta! —le ordené sabiendo que ya era mía—. No te la desabotones, rómpela!

 

La hembra, arrebatada por la lujuria, obedeció. En un movimiento parecido al que hace Superman cuando enseña su “S”, se abrió la blusa para sacar a relucir un brassiere negro de encaje que a duras penas contenía el volumen de sus ubres.

 

Ni de lejos tenía ganas de correrme. Lo que le estaba haciendo a la emputecida Tarántula era muy guarro y cachondo, pero no me resultaba estimulante en realidad. En uno de los vaivenes de la cabeza de Araceli, cuando la alejaba de mi verga, la retiré más de la cuenta y el mástil desocupó su boca provocando un ruido parecido al que hacen las botellas de sidra cuando se descorchan.

 

Mi reata vio la luz envuelta en babas de la jefa, me apresuré a embarrárselas por toda la cara mientras le escupía desde la frente hasta el mentón.

 

—Nunca… nunca me habían tratado así —consiguió decir entre jadeos, pero no se apartó ni evitó el tratamiento facial.

 

—¡Y lo que te espera, cabrona! —le dije agarrando con las dos manos las tiras de su brassiere para estirarlas y soltarlas, provocándole algo de dolor. Volví a tomar los elásticos y esta vez los jalé con fuerza para romperlos. Un brusco tirón hacia abajo me bastó para ponerle el brassiere como cinturón y descubrir sus tetas con los pezones ya bien parados que invitaban al placer.

 

«¡Serás puta, chingada Tarántula! ¡Tan mojigata que te veías y estás disfrutando de todo esto!» pensé mientras la empujaba hacia atrás para que se recostara en el respaldo del sillón.

 

Me monté sobre las piernas de Araceli y quedé sentado, sin importarme que mi peso la molestara. Le agarré las ubres sin misericordia ni pausas, quería estrujárselas, estimulárselas, ordeñárselas y hacerla sentir más dispuesta al sexo.

 

Luego me agaché para mamar uno de sus pezones y succioné con mucha fuerza, como queriendo sacarle una leche que, desde luego, no le saldría.

 

La Tarántula se retorcía y gritaba, a veces mi nombre o leperadas peores que las que yo acostumbraba decir o frases que me motivaban a seguir mamándola.

 

Pasé de una teta a la otra y repetí. En esta ocasión le daba ligeras, pero sonoras, palmadas sobre la teta libre, como no queriendo que se olvidara de sentirme.

 

—¡Eres un bestia! —soltó en un momento en que chupé su pezón como queriendo marcarle un chupetón.

 

—Si quieres me detengo y aquí no ha pasado nada —dije casi riendo.

 

Me levanté e hice como si fuera a subirme los pantalones.

 

—¡No, sigamos así! —me pidió lastimeramente—. ¡No sé porqué, pero esto me gusta aunque es horrible!

 

—Porque la puta masoquista y sumisa que llevas dentro ha estado reprimida muchos años —contesté—. Hoy también estoy dejando escapar al hijo de la chingada al que la gentuza como tú ha obligado a mantenerse escondido.

 

La agarré de las orejas y la obligué a pararse delante de mí. Tenía un aspecto lamentable, con el maquillaje corrido, la cara cubierta de babas, desgreñada, con la blusa rota por el frente, el brassiere bajado hasta la cintura y las tetas, grandes y algo caídas, mostrando los pezones bien duros. Las historias de TodoRelatos me habían dado un beneficio inesperado, pues gracias a ellas, ahora tenía a una Milf de bandera dispuesta a tener sexo rudo conmigo.

 

Hice que Araceli me diera la espalda para doblar su cuerpo hacia adelante y ponerla apoyada sobre la cubierta del escritorio. La Tarántula jadeó cachondamente.

 

Le levanté la falda para mirarle el trasero, un tanga angosto cubría sus intimidades. Tomé los laterales de la prenda y, sin miramientos, jalé de estos para romperlos y desenvolver el tesoro porno que mi jefa escondía.

 

Le lancé una nalgada seca, sonora y bien dada, que marcó mis dedos en la blancura de su piel. Ella gritó, pero no se quejó.

 

Acerqué mi boca a su trasero y, no pudiendo aguantarme las ganas, le mordí una nalga hasta dejarle mis dientes marcados, ella chilló, se retorció, y, cuando creí que iba a detenerlo todo, me dijo:

 

—¡La estoy pasando de puta madre, nunca me habían hecho esto!

 

—Es que nunca te había tocado coger con un hombre como yo, todavía no te mando a guardar mi anaconda y ya estás que te quemas.

 

—¡Hazme lo que quieras, cabrón, pero primero chúpame el coño! —negoció haciendo que mi reata se encabritara lujuriosamente—. ¡Jamás me lo han hecho y es una de mis fantasías!

 

Le separé las piernas y me senté en el suelo, deshaciéndome de los pantalones y el calzón, pues no los necesitaría en un buen rato.

 

Miré hacia arriba y conocí la almeja de La Tarántula. Estaba totalmente depilada. El olor me sobresaltó, pues descubrí, al lado de la esencia femenina de hembra arrecha, la fragancia del jabón que yo tenía en el baño del reservado. O mucho podría equivocarme, o Araceli se había lavado el chumino y puede que hasta se lo hubiera afeitado con mi rastrillo minutos antes, ahí mismo, mientras yo temblaba de miedo temiendo que me corriera por mis gustos interneteros de calibre XXX.

 

Saqué la lengua y le recorrí toda la raja, desde el agujero vaginal hasta el clítoris. Ella tembló tanto que las rodillas parecieron flaquearle.

 

—¿Te gusta así? —pregunté echándole mi aliento sobre la concha.

 

—¡Me encanta, no pares de hacérmelo!

 

—Pero tiene un precio, y no es poco —recochineé acariciándole los muslos en dirección a sus nalgas.

 

—¿Me vas a cobrar? —se extrañó—. ¿Eres un pinche gigoló?

 

—No, madurita cachonda, mi precio no es en plata, mi precio es en carne —respondí y volví a lamerle la cuca. Sabía deliciosa y sus jugos vaginales fluían como debieron hacerlo veinte años antes—. Mi precio es en especie. Quiero darte por el culo, ¿te lo han hecho por ahí?

 

Al preguntar le metí un dedo por la cueva del placer, buscando estimularla por dentro, ella arqueó la espalda haciéndome saber cuánto lo disfrutaba.

 

—¡Me va a doler! —vaticinó entre jadeos.

 

—Me vale madres —respondí moviendo el dedo en su interior—. ¡Quiero darte por el culo, porque estoy seguro de que el vergaguanga de tu marido ni siquiera sabe que lo tienes o ha de creer que solo sirve para cagar!

 

Volví al ataque oral en los bajos de la gerente. Un segundo dedo acompañó al primero en la calidez de su coño, por dentro se sentía suave, lubricada, excitante. Busqué el “Punto G” y apreté apenas un poco, nada más para hacerle saber que conocía las zonas que podían hacerla derretirse de pasión. Ella gritó y golpeó el escritorio con la palma de una mano.

 

Volví a mamar su clítoris mientras ella meneaba las caderas y apretaba mis dedos dentro de su coño, como queriendo repetir el piquete del “Punto G”.

 

—¡Házmelo de nuevo! —exigió al comprender que no conseguiría sentir lo mismo por sus propios medios.

 

—Quiero darte por el culo —retomé el tema—. Si me prometes que me lo entregarás, te mamaré el coño hasta que te corras.

 

—¡Acepto! —claudicó—. ¡Hazme lo que quieras, pero mámame ahí abajo!

 

Con una sonrisa mojada por los caldos femeninos de La Tarántula pegué mi boca a su entrepierna. Jugué con mis dedos haciéndole fuertes penetraciones que culminaban en pulsaciones sobre el “Punto G” mientras lamía sus labios vaginales y tiraba aliento cálido de mi nariz sobre su clítoris. Luego cambié de posición y alterné lamidas y mamadas sobre su botón amatorio con movimientos de mis dedos dentro de su gruta.

 

La Tarántula se retorcía, sin reprimir sus gritos placenteros mientras trataba de exprimir mis dedos en su cueva. Mi cara estaba cubierta de flujos vaginales y yo no paraba de lamer, mamar y disfrutar del regalo sexual que me había caído.

 

La cosa no podía tardar mucho, aceleré las penetraciones de mis dedos y Araceli, soltando un profundo jadeo, se corrió sobre mi rostro bañándome con un buen chorro de líquidos que me mojaron desde la barbilla hasta la camisa.

 

Recogí parte de sus caldos y me restregué los cojones con ese néctar sexual. Con el sable bien templado me levanté, Araceli se sostenía a duras penas, apoyada sobre el escritorio, con las piernas todavía temblando por el orgasmo.

 

Me sentí poderoso, un verdadero cabrón capaz de dar placer salvaje a una hembra como aquella.

 

Araceli resoplaba, recuperándose del clímax. Le lancé una sonora nalgada que la hizo respingar, entonces tomé su blusa por la parte del cuello y rasgué la tela con saña. Verla así, tan entregada y tan a mi merced, con la ropa rota, me hizo sonreír.

 

—Tienes una deuda conmigo —le recordé restregando la punta de mi macana contra sus nalgas.

 

—Me va a doler —respondió con voz temblorosa.

 

Le separé los glúteos y escupí sobre su agujero posterior, ella sollozó asustada.

 

Me acomodé bien y, agarrando mi verga con una mano, apunté, pero no hacia su culo como le había hecho creer.

 

La cabeza de mi camote fue entrando por la húmeda abertura de su coño. Ambos gemimos, ella con alivio, yo con chingonería y los dos con verdadera calentura.

 

En un lento movimiento fui penetrándola hasta que mi glande topó con el fondo de sus entrañas.

 

—¡Ahí está, chingada puta, dijiste que querías verme llegar a la matriz y te lo he concedido! —me burlé mientras ella apretaba las paredes de su cueva como queriendo ordeñarme. Tenía “perrito”, sabía usarlo y eso me encantaba.

 

Al principio nos movimos lentamente. Cada vez que yo le incrustaba la totalidad de mi tranca, La Tarántula hacía hacia atrás sus nalgas para ayudar en las penetraciones. Pronto el bombeo se volvió muy intenso. Me agarré de lo que quedaba de su brassiere y todavía estaba en su cintura como si fuera un cinturón y, con esta rienda improvisada, dediqué mi vigor masculino a montar a la hembra rudamente.

 

—¡Vas a hacer que me coja a tu hija como te estoy cogiendo a ti! —le exigí en medio del vaivén de nuestros cuerpos, a punto de llevarla al orgasmo.

 

—¡A mi hija no la metas en esto! —jadeó enfadada, pero sin dejar de ayudar en la follada—. ¡Ella tiene novio y van a casarse!

 

—Me importa una mierda! —espeté—. ¡Tú tienes esposo y te estoy follando! ¿Por qué tendría tu hija que ser menos?

 

—¡Estás loco!

 

Claro que me hubiera gustado follarme a la hija de La Tarántula, pero dudaba que aquello fuera posible. De todos modos, era un diálogo bastante caliente.

 

—¡Puede, pero soy el loco que te está rellenando el coño como tu marido no lo hace! aceleré mis movimientos y, a punto de hacer que se corriera, añadí—. ¡Si no me prometes que conseguirás que me coja a tu hija, dejamos todo y te terminas de correr tú sola!

 

—¡Lo haré, pero no pares! —dijo a gritos en medio de su calentura. El orgasmo estaba a punto de llegarle.

 

—¡Le daré por el culo a tu hija mientras tú le chupas el coño en un sesenta y nueve! —le grité sintiendo que estaba a punto de correrme—. ¡Tu marido, el vergaguanga, puede mirar!

 

—¡Sí! —dejó escapar mientras se venía en un clímax brutal—. ¡Lo que quieras, mi rey! ¡Fóllala! ¡Fóllame! ¡Reviéntanos a las dos!

 

—¡Ya rugiste! —contesté triunfante.

 

Y me corrí. Abundante e incesantemente, me corrí dentro del coño de La Tarántula mientras le clavaba la verga hasta adentro. Me corrí, soltando mis disparos de leche bien profundo, como queriendo dejarla preñada.

 

Araceli recostó medio cuerpo sobre la cubierta del escritorio mientras sus piernas quedaban todavía en vertical. Sin sacarle mi verga me acosté sobre su espalda, la aferré por los hombros y le mandé a guardar el garrote en repetidas ocasiones, como queriendo batirle la lefada que acababa de echarle.

 

—Todavía no cumples con tu parte del trato —susurré en su oído—. No creas que me conformo con esta cogida.

 

—¿Me vas a dar por el culo? —preguntó preocupada.

 

—¡Te pondría una manzana en la boca y te chuparía el culo hasta que cagaras sidra, cabrona!

 

Dicho esto, me levanté y retiré mi basto de su cueva. Tenía la poronga empapada en mi semen y sus flujos, así que decidí no tocarme para aprovechar después la mezcla. Un hilillo de mi corrida chorreó del agujero pasional de mi jefa y volví a soltarle una nalgada; me estaba aficionando al sonido de mis manos chocando contra su piel y a los gritos de pasión que ella soltaba cuando se lo hacía.

 

Con esfuerzo conseguí que La Tarántula quedara puesta totalmente encima del escritorio, encogida y apoyada sobre sus rodillas, con las nalgas hacia arriba y sus orificios a mi disposición.

 

—¡Esto es coger, lo demás son pendejadas! —exclamó con entusiasmo.

 

Separé sus nalgas y escupí sobre el hoyo de su culo. Le lamí alrededor saboreando sus pliegues, dándome cuenta por segunda vez de que se había lavado a consciencia, seguramente preparándose para coger conmigo.

 

Le metí la lengua por el culo y ella gimió sacudiéndose de placer. Seguramente nunca le habían dado un beso negro, pero pronto se enteraría de lo que se había perdido.

 

Quería lubricarla bien y, al mismo tiempo, que disfrutara con el tratamiento. Quería enviciarla para que siempre viniera a mí en busca de una nueva chupada anal.

 

Pronto conseguí meterle un dedo por el culo y lo removí de adentro hacia fuera mientras ella coreaba mi trabajo con jadeos y lamentos de placer. Al primer dedo le siguió otro y me entretuve separándolos adentro del canal para dilatar y ensanchar mientras seguía lamiendo, escupiendo y dando placer.

 

Araceli jadeaba, entre temblores y afiebrados quejidos de satisfacción. Cuando conseguí meterle el tercer dedo supe que el momento de su enculamiento se acercaba.

 

Me levanté, con babas desde la nariz hasta la barbilla y acomodé a Araceli para que su trasero quedara a la altura adecuada.

 

De un empujón le clavé la verga por el coño y la bombeé durante algunos segundos, haciéndola jadear con la jodienda hasta que decidí parar.

 

Con la verga perfectamente lubricada con nuestros líquidos, con su culo bien preparado y con todas las ganas de sodomizarla, acomodé la punta de mi estaca sobre su puerta trasera.

 

Empujé despacio. La Tarántula podía ser todo lo hija de la chingada que quisiera, pero merecía que su primera enculada fuera memorable, hecha por un macho poderoso, pero considerado.

 

No repeló, aunque chilló un poco conforme avanzaba mi mástil en esa región inexplorada. Yo podía sentir cómo se iba dilatando para recibir mi carne. Me detuve cuando la mitad del tolete estuvo guardada en su orto, la dejé descansar unos momentos mientras acariciaba su espalda sudorosa.

 

Pasados unos momentos, seguí con mi avance, esta vez sin detenerme hasta que mis huevos se encontraron con su coño. Esta llegada coincidió con un jadeo y un pujido de Araceli, quien no resistió la tentación de tocarse el culo con una mano para comprobar que toda mi verga estaba dentro de tan codiciada cavidad.

 

Enculada a fondo y emputecida al límite, Araceli suspiró y se relajó, como dándome permiso para seguir con mis planes.

 

Agarrando a La Tarántula fuertemente por la cintura, moví la pelvis de adelante hacia atrás al tiempo que jalaba el cuerpo de la mujer al encuentro de mi verga o lo retiraba para sacarle más o menos la mitad de la mandarria. Mis penetraciones eran a fondo, hasta hacer chocar mis pelotas contra su coño para retirarme y volver a invadirla.

 

Araceli lloraba de placer, toda la preparación había sido cuidadosa, su dilatación anal había sido candente y llena de mimos, la recompensa que se abría para mí, es decir, su culo dispuesto, me llegaba con gusto siendo que su dueña gozaba con lo que le estaba haciendo.

 

Solté la cintura de mi jefa y fingí que me detenía para comprobar con gusto que ella misma tomaba el mando de nuestro disfrute. Sin miramientos, lanzó las nalgas repetidas veces al encuentro del ariete desvirgador que le correteaba las lombrices.

 

Mi patrona aceleró sus movimientos y la acompañé en la follada para llevarla a las puertas de un orgasmo que, cuando la invadió, provocó en ella verdaderos aullidos de éxtasis.

 

Estando Araceli en pleno clímax, le clavé completamente mi verga y me corrí dentro de su culo para bañarle los intestinos con abundante leche.

 

La desclavé y me senté en el sillón, ella se acostó sobre el escritorio, de lado y con las piernas encogidas. Sus agujeros amatorios parían leche y no resistí la tentación de tirarle una nalgada más.

 

—¡Eres un cabrón, mira cómo me has dejado!

 

El reproche de mi jefa me sacó de balance. La locura lujuriosa que me había convertido temporalmente en un Macho Alfa dominante y gacho se estaba disipando y solamente me quedaban los temores de antes de follar con La Tarántula.

 

—Fue la mejor cogida de mi vida —admitió sonriendo y me tranquilizó en parte.

 

—¿Me despedirá, licenciada? —pregunté apocándome, queriendo volver a mi rol de empleado servicial, aunque sabía que no podría hacerlo del todo.

—Depende —suspiró Araceli llevándose una mano a las nalgas para recolectar parte de mi lefa y olerla con deleite—. Te despediré sin liquidación ni recomendaciones solamente si dejas pasar este incidente.

Dicho esto, Araceli se lamió los dedos impregnados en mi semen y me sonrió lascivamente. Cuando mi jefa pudo recuperarse nos aseamos por turnos en el pequeño baño de la oficina y, rato después, nos fuimos a cenar para terminar dándonos otro delicioso revolcón, más intenso que el primer asalto, en su habitación del hotel.


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