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Fundamentos pragmáticos del chiste


El chiste remite, generalmente, a un saber compartido y reconocido por los comunicantes sobre el mundo que se inserta en el interior del propio discurso. Se instaura así entre ambos (emisor y destinatario, singular o colectivo) una especie de acuerdo-cooperación sobre


a) el tipo de discurso que se establece y utiliza,


b) el mundo de que se habla, y


c) el mundo en que se habla.


De este modo, la coherencia semántico-textual y estructural del chiste pone siempre de relieve un determinado conjunto de presuposiciones y un conjunto de conclusiones que se pueden inferir de éstas: el significado "literal" es sólo una parte de lo comunicado, y el sentido realizado no siempre (en realidad, pocas veces) coincide con el significado emitido. Se produce ante el chiste una espontánea adecuación contextual entre texto, emisor y receptor(es) que permite, más allá de la simple comprensión del mensaje, una cierta "comunión" o complicidad afectiva ante él. De este modo, podemos sorprendernos a nosotros mismos riéndonos de nuestros más arraigados tabúes o principios, de los disparates más insospechados y hasta de manifiestas crueldades, presentados ante nosotros, mediante el recurso de la ficción, con el único objetivo de provocar nuestra hilaridad.


De hecho, el desconocimiento de cualquiera de las condiciones mencionadas podría impedir el éxito del acto comunicativo. Así, cuando se cuenta, por ejemplo, el siguiente chiste:


* ¿Cómo salvarías a una mujer que fuera violada por cinco negros? ...Dice... Echándoles un balón de baloncesto...,


la comunicación podría verse frustrada y reducida al absurdo (lo cual no suele ocurrir en estas circunstancias, al menos entre hablantes del mismo idioma o hijos de la misma cultura):


a) si llegara a pensarse que se está proponiendo formalmente al interlocutor un medio para salvar a una mujer (el chiste no especifica si negra o blanca) de una posible violación: desconocimiento del tipo de discurso que se ha utilizado, sobre chistes cortos y buenos


b) si se ignora la gran afición de los negros por este deporte, su destreza en él y el prestigio internacional que ésta les ha granjeado (cualquier niño español sabe que los más cotizados jugadores de la NBA(21) son negros): tal desconocimiento del mundo de que se habla restaría al chiste toda su gracia y tornaría en lógicamente incomprensible el empleo de una simple pelota de baloncesto como arma arrojadiza contra violadores;


c) o/y si el destinatario desconoce que un chiste de estas características, en España, en modo alguno implicaría que quien lo dice resta frívolamente importancia a la violación femenina o es él mismo racista (porque el chiste, sin duda, lo es) y considera a los (hombres) negros agresivos y violentos, por un lado, y pueriles y estúpidos, por otro: tal desconocimiento del mundo en que se habla provocaría en el receptor un rechazo o una adhesión al juicio implícito en la proferencia que serían, en todo caso, inadecuados.


En efecto, el chiste se presenta generalmente como un puro juego social de ingenio (realizado por medios lingüísticos o gráficos), un "juicio desinteresado" —en palabras de Fischer(22)—, que divierte a quien lo transmite y pretende divertir (o, como diría Freud, provocar el placer del humorismo) a aquel a quien va destinado. Es, pues, ante todo, un mensaje lúdico, cuya actualización (como tal juego) "se distingue por el ejercicio de una actividad: a) gratuita, sin finalidades segundas; b) libremente, sin coacción, aunque no sin ajustarse a reglas, y c) como algo fuera de los usos habituales, algo que se entienda como licencia o escape"(23). La actividad lúdica es, pues, libre, superflua, desinteresada; se agota en sí misma, posee sus propias reglas, su propio espacio y su propio tiempo; no es o no se considera amenazante, le interesan más los medios que los fines y constituye fuente de placer. El chiste es, creemos, ejemplo muy representativo de este tipo de actividad, que se desarrolla normalmente (no en el caso del juego del bebé, p.e.) con finalidad cómica.


Su grado de aceptabilidad pragmática (adecuación contextual del acto comunicativo) y su correcta interpretación están —como hemos visto— directamente vinculados con el conocimiento de esa otra información adicional, implícita, que se superpone a la información lingüística o gráficamente codificada y que actúa, a su vez, como contexto común a ella.


En general, el destinatario identifica inmediatamente y sin dificultad el universo de discurso en el que la emisión, en un momento dado, se inserta: ese sistema universal de significaciones al que pertenece todo discurso (con un papel equivalente al de los "géneros" en que se inscriben los mensajes literarios), que, por un lado, determina su validez y su sentido y, por otro, crea expectativas en el receptor y le proporciona datos que le ayudan a interpretarlo. Gracias a ello, no se parte del sobreentendido (usual en los actos normales de comunicación) que supone que el emisor está, en la medida de lo posible, conforme con lo transmitido; bien al contrario: ante el chiste (al menos por lo que respecta al chiste oral), el receptor se limita a suponer que el emisor está de acuerdo sólo con decirlo (actividad lúdica) y no necesariamente con lo dicho (con el contenido frívolo y racista, en nuestro ejemplo).


A este conocimiento implícito del "universo de discurso" en que se inserta el chiste, habría que añadir el conocimiento y la experiencia que poseen los comunicantes, así como el contexto inmediato en que se halla inmersa la información y, sobre todo, el acervo de creencias que, durante su interacción comunicativa, comparten los co-participantes; pues todo ello, que constituye el llamado universo pragmático del discurso, es también determinante de su valor, su sentido y su éxito: la hilaridad del receptor.


Todo esto no quiere decir, claro está, que esté libre de connotaciones sociales (y psicológicas) ni que todo chiste haya de ser, por necesidad, del género "inocente", al menos en la medida en que "cada comunidad, raza o tribu, presenta rasgos caracterológicos distintos, también su sentido del humor responde a esquemas mentales diferentes" (Pastor Petit, 1969, p. 11) y en que —como afirma Freud— "cada chiste exige su público especial, y el reír de los mismos chistes prueba una amplia coincidencia psíquica" (1967, pp. 892-893). De ahí que con frecuencia distingamos diferentes tipos de humor según la idiosincrasia de los pueblos; decimos, por ejemplo, que en España, el humor mediterráneo es más sensual, el de los aragoneses más vital, más irónico el de los gallegos, etc. De hecho, éste mismo de nuestro ejemplo perdería probablemente toda esa inocencia que le he atribuido en España si fuera contado en Sudáfrica: es evidente que no todos nos reímos de las mismas cosas ni intentamos hacer reír con los mismos motivos, y el dato no deja de ser significativo (de ahí la necesidad de conocer, como decíamos, el mundo en que se habla).


Freud distingue entre el chiste inocente o abstracto, que es "el que tiene en sí mismo su fin, y no se halla al servicio de intención determinada alguna" (el que está destinado —dice en otro lugar— a robustecer el pensamiento), y el que "se pone al servicio de tal intención, convirtiéndose en tendencioso" (que puede ser, fundamentalmente, de tres tipos: obsceno, agresivo u hostil, y cínico)(24). Y aunque estamos, en principio, de acuerdo con él en que "sólo aquellos chistes que poseen una tendencia corren el peligro de tropezar con personas para las que sea desagradable escucharlos" (p. 862), creemos que es preciso matizar estas afirmaciones, al menos en lo relativo al chiste oral (y en lo que nosotros entendemos por "chiste", que no coincide, como ya hemos advertido, con el concepto de Freud).


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