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parecía encogerse dentro de su pobre atuendo. Calzaba gruesos zuecos de madera, y llevaba ceñido a las caderas un delantal azul muy grande. Su rostro enjuto, enmarcado por una cofia sin ribetes, presentaba más arrugas que una manzana reineta pasada, y de las mangas de su blusa roja emergían dos largas manos de nudosas articulaciones. El polvo de las eras, la lejía de las coladas y el churre de las lanas se las habían puesto tan encallecidas, tan ajadas y tan ásperas, que parecían descuidadas aunque se las hubiera lavado con agua clara; y, de tanto trabajar con ellas, las llevaba siempre entreabiertas, como dando fe, por sí mismas, del humilde testimonio de las inmensas penalidades sufridas. Una especie de rigidez monacal realzaba la expresión de su semblante. Ni el menor destello de tristeza o de inocencia suavizaba aquella pálida mirada. Del roce diario con los animales, había conseguido su mutismo y su placidez. Aquella era la primera vez que se veía en la mitad de una muchedumbre tan numerosa; y asustada en lo verdaderamente íntimo de su ser por las banderas y los tambores, por
tantos señores de levita negra y por la cruz de honor del asesor, permanecía totalmente inmóvil, sin saber si seguir o echar a correr, ni por qué la empujaba el gentío y los señores del jurado le sonreían. así se presentaba, delante de aquellos burgueses orondos, este medio siglo de servidumbre[92]. —¡Acérquese, venerable Catherine Nicaise Elisabeth Leroux! —dijo el consejero, que había tomado de manos del presidente la lista de los galardonados. Y examinando alternativamente el papel de papel y a la anciana señora, repetía en tono paternal: —¡Acérquese, acérquese! —¿Es usted sorda? —preguntó Tuvache, agitándose en su taburete. Y se puso a gritarle al oído: —¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! Es para usted. Entonces la viejecita cogió la medalla, la miró, y una sonrisa beatífica le iluminó el semblante; y cuando se alejaba la oyeron murmurar: —Se la daré al cura de nuestra parroquia para que diga unas misas por mí. —¡Qué fanatismo! —exclamó el farmacéutico, inclinándose hacia el notario. Había concluido la sesión y la multitud comenzó a dispersarse. ahora, una vez
leídos los discursos, cada cual volvía a ocupar su rango y la vida reanudaba su curso normal: los amos maltrataban a los criados, y éstos golpeaban a los animales, ganadores indolentes que volvían al establo con una corona verde entre los cuernos. Entre tanto, los guardias nacionales habían subido al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados en las bayonetas, y el tambor del batallón con
una cesta llena de botellas. Madame Bovary se cogió del brazo de Rodolphe y éste la acompañó a su casa. Se separaron frente la puerta, y después él salió a pasear solo por la pradera mientras llegaba la hora del banquete. El festín fue largo, ruidoso y estuvo mal servido; los comensales se hallaban tan apretujados, que solamente podían mover los codos, y las estrechas tablas que hacían las ocasiones de bancos a punto estuvieron de romperse bajo el peso de los allí presentes. Todos comían con verdaderas ansias. Quien más quien menos intentaba resarcirse de la cantidad desembolsada. El sudor corría por todas las frentes, y un vaho blanquecino, como neblina de río en mañana otoñal, flotaba por encima de la mesa, entre los quinqués colgados del techo. Rodolphe, con la espalda apoyada en el calicó de la tienda, se hallaba tan absorto pensando en Emma, que no oía nada. Detrás de él, bastantes criados iban apilando platos sucios sobre el césped; sus vecinos de mesa le hablaban, pero él no respondía; le volvían a llenar el vaso, y nada era con la capacidad de interrumpir el silencio que reinaba en su mente, a pesar del progresivo aumento de los comentarios a su alrededor. Pensaba en lo que ella había dicho y en la forma de sus labios; su rostro se reflejaba sobre la área de los chacós como en un espejo mágico; los pliegues de su vestido gravitaban por las paredes, y las jornadas de amor
se sucedían hasta el infinito en las perspectivas del porvenir. Volvió a verla durante la noche, durante los fuegos artificiales, pero iba acompañada de su marido, de madame Homais y del Madame Bovary epub farmacéutico, el cual se mostraba particularmente preocupado por el peligro que podrían suponer los cohetes perdidos; y a cada momento se separaba de sus acompañantes para proceder a hacerle todo tipo de sugerencias a Binet.
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