
El ascenso esta vez no fue como yo lo recordaba, aunque se trata solo de un suave lomaje, las piernas no respondieron como aquellos años
cuando con la frescura y las fuerzas de la infancia, el espacio por muy empinado que fuera transcurría con la
velocidad que suele correr toda nuestra vida,
en aquella añorada edad. Se hizo largo y pesado el andar, solo las ansias del retorno y del reencuentro con
aquellas tierras me permitieron la
subida. Caminé y hurgué con creciente angustia por todos los rincones de aquellos espacios queridos. Entre árboles,
follaje tupido y renovales muy desconocidos, busqué la senda, el surco o la
huella que me encaminara hacia aquella milagrosa vertiente que grácil
se surtía de las profundidades
de la tierra. El piso tupidamente cubierto de hojas de mil colores, húmedas y
barrosas, ciegas de luz, me hicieron
caer más de una vez. Son muchas las capas de aquel tapiz, son muchas las
primaveras y los inviernos que han
logrado ocultar mis infantiles pasos.
Me detuve y observé la alfombra
vegetal, sobre la cual tímidos rayos de luz intentaban dar calidez a ese suelo que se negaba a entregarme lo andado, los años vividos en su regazo.
No lograba encontrar mi tiempo, ya no
existía mi tiempo, ni mis momentos de aromas de roble y avellanos, aromas que aun persisten, pero no
son aquellos. No encontraba la vertiente, caminé desolado, no existe aquel
surco mágico que en complicidad con el
abuelo le robaba el agua a la tierra de la quebrada, para llevarla cantarina,
fresca y fértil hacia los limoneros,
durazneros y hacia el peral de la loma
dorada. No, definitivamente se ha ido, se ha esfumado. Largas horas sentado sobre las hojas
húmedas, me entristecí y desanimé, mis lágrimas se sumaron al rocío eterno, que copiosamente esa mañana,
caía sobre las viejas y jóvenes hojas
de la montaña.
Ya de pie, caminé sobre sueños
pretendiendo desandar el tiempo. Intenté seguir el rastro del surco cómplice.
Si bien es cierto que el tiempo celoso, se negaba a mostrarme su origen, debía llegar a su fin, debía llegar a
uno de sus extremos, el otro parece no existir. El agua, debía llegar a
otro lugar señero, al estanque. Aquel estanque de ladrillos tapizados de frondoso musgo, debería haber
dejado huellas. En sus alrededores no existían árboles ni arbustos que dejaran
caer hojas, de aquellas que tapizan el
tiempo. Caminé angustiado, por no poder
encontrar la vertiente, ni
la pequeña acequia ladrona, ni
mi estanque. Caminé errante, subí
y bajé el lomaje; ya ni me
cansaba, parecía que el cerro egoísta y
frustraste en algo me quería
recompensar, no me ocasionaba
fatiga ni desgano, quizás un presagio. Caminé turbado y confuso, subí
y de pronto detrás de un pequeño montículo vislumbré luces y estrellas. Si, adiviné algo muy bueno, presagié mi tiempo,
el pasado se hizo presente, el
sueño se hacía realidad, volví a mi niñez. Subí y de un
salto caí en el estanque. Si, ahí estaba, con algunos ladrillos menos, pero ahí estaba. Ya no estaba el musgo aquel, no estaba el agua que supo de baños interminables en tardes
veraniegas, de años idos. Pero están
los ladrillos envejecidos, medio quebrados por el implacable tiempo. A pesar de
todo quieren permanecer unidos, aferrándose a la vida. Firme y sólida la unión
que les dio mi abuelo; ahí está el
cemento fraguando eternamente sus vidas. Igual firmeza han adquirido mis sueños, aquí, pegados a estos ladrillos. Podrá el tiempo
pasar, pero desde ahora mi infancia, mi espacio vital de aquella pueril
juventud, ahí estará unida y amalgamada a los viejos ladrillos de mi estanque, del
estanque de mi abuelo, del estanque de los limoneros y de los durazneros, el estanque del peral, el
estanque de mis baños de estío.
Una gran calma me invadió, la paz me inundó. Una vivencia nunca transcurrida
en estos largos años me sobrecogió me
acunó el espíritu y lloré y grité en silencio.
Mi silencio, mi única compañía. Solo él supo de mi acogedora alegría,
solo él, en la oquedad de mi espíritu
protegió mis sueños con calidez
mágica.
En el febril intento de actualizar mi tiempo, pasaron largos minutos
de aquel ensueño casi loco, en el cual
me encontraba, me había vuelto a reunir con algo que olía a vida, a raíces, a
mis abuelos. Quise seguir ahí por mucho
tiempo, pero la vida seguía.
Tranquilizada el alma decidí continuar
mi búsqueda, aunque el presentimiento de frustración estaba latente. Pero no me
importaba, había encontrado mi estanque. Quise seguir. Que mejor forma que
intentando soñar el viaje de las aguas de aquella vertiente ida, que una vez surcó la acequia y vino a impregnar
e inundar los ladrillos del estanque.
Aquella agua que en camino
perfectamente ondulante avanzaba loma abajo daba la vida a los árboles, que conformaban la formidable huerta de mi abuelo. No encontré la salida del estanque, no importó,
probé caminar la huella imaginaria del
pequeño caudal y no estaba, no están los limoneros, ni los durazneros ni el
peral. Aquel peral que entre mezclaba su follaje con aquella vieja parra, que
en el intento de alcanzar las nubes formaba un espléndido lecho en el que mi
hermano dormía las tardes
veraniegas. Una nube mágica me envolvió, y vi los árboles, ahí unos tras otros, unos
al lado de otros. El agua vital y
cristalina inundando sus pies, encharcando sus raíces, a veces visibles,
aferradas a la agreste tierra de la montaña. Están ahí, verde y olorosos. Mi
alma gritó y cantó y en un éxtasis de frenética fuerza, con mis pies
descalzos empinados hacia el cielo intenté alcanzar una de aquellas
dulces lima; pero de pronto, quizás por la fuerza del intento me desperté,
yéndome suavemente de aquel suave
espacio que solo en sueños era posible.
Ya no hay árboles, no hay frutos ni acequias ni charcos ni agua. No es culpa de
la zarzamora que lo invade todo, no es culpa de las hojas que lo cubren todo, no es culpa del tiempo. Es la
vida, se fueron mis abuelos, se fueron
los labradores, los artesanos de aquel paraje. Los limones, los duraznos y
las peras se fueron con ellos. Se
llevaron la tierra, los árboles y la vida. Se llevaron su obra, dejándome los recuerdos; los que no se irán. Firmemente esculpidos en mi
alma, ahí en un pequeño rincón
acuñados, apañaditos, cálidamente cuidados, ahí quedarán.
Seguí el descenso, triste y contento,
alegre por lo vivido, reconfortado por el esfuerzo. Pleno de aromas y luces del
pasado, por primera vez, esa mañana miré el horizonte. Miré hacia al sur,
y vi el cauce plateado y quieto
del río Mataquito, ahí yaciendo en el
verde valle. Extenso, igual como lo
viera en aquellos años de los abuelos. Sigue igual, quizás un poco más estrecho, caminando lento hasta besar las saladas aguas del mar. Ahí va,
calmo. Acerqué mi vista, estrechando y
acortando espacios y horizontes y no encontré la casa, ni el parronal, ni el pajar.
Frenético con mi cansada vista me
fui nuevamente al cauce de aquel
río; desde este soleado otoño me pasé a aquel lluvioso invierno, en que esas
quietas aguas en un andar de furia, de truenos y tormenta, inundaron locamente
el valle. Lo arrastraron todo. Sueños e
ilusiones se interrumpieron. En segundos de dolor y angustia aquella invernal locura acabó con todo. Mis abuelos ya no estaban. Años antes se
habían marchado junto a su huerto.
Habían dejado la casa, las parras y el viejo pajar. Vi en febril sueño, a mi abuelo cabalgando esas frenéticas aguas, clamando por sus
espacios; ahí él y mi abuela volvieron
por lo propio. Aprovechando la lluvia y el incontrolable cauce, se llevaron al
mas allá, su casa, el parronal y el pajar. Pienso que les debía haber hecho falta. Me los imagino al otro
lado de la vida, necesariamente
instalados, en un pequeño valle, pegado al cerro. Vi los viejos adobes formando aquella humilde
morada de piso de tierra, de tejas rojas y corredores cálidos del amor y cariño de la abuela. Ahí necesariamente deben
estar, mirando al norte, encontrando la
vista con un espléndido limonar extendido en un suave lomaje, de repente
unos durazneros y unos perales. Todo
ello surcado y regado por las aguas fragantes de tierra y hojas montañesas que
manan de mi estanque de ladrillos
enmohecidos. Si, ahí deben estar.
Casi sin saber, respirando entrecortado,
suspiré una vez más. Mirando al frente volví a este tiempo. El tranquilo río sin saber de mis dolores, lento sigue su
cauce. No supo de mi reencuentro con el tiempo, ni supo de mi reencuentro con
mis mejores tiempos, el tiempo con mis abuelos.
Continué mis pasos, con la
garganta apretada. Intenté encontrar otros mudos testigos de mi tiempo, además
del estanque. Entre las zarzamoras que lo invaden todo, un brote casi ingenuo,
verdeamarillo, un pequeño limonero se resiste a una muerte inexorable. Un pequeño gemido de vida en esa agreste
tierra, ya sin agua. Casi sin conciencia
le robé una de sus tres o cuatro hojas y me la llevé adherida al pecho
en un afán infantil de prolongar el recuerdo y el espíritu de la obra ya
muerta, de mi abuelo. Sueño que el viejo regó más aquel limonero, para que algún día lejano, como
este, yo pudiera disfrutar un increíble
y formidable momento.
Un poco mas abajo, quise
encontrar el sauce, el que iniciaba el ascenso, como señalizando el camino que
todos los días me llevaba hacia el estanque y los duraznos. Cuando
inicié la subida no me percaté, el
sauce ya no existe. Colgado de sus largar
y verdes ramas mis sueños de volar se hicieron realidad. Debió morir con
los limoneros, o se lo debió llevar mi abuelo en su venida, en aquel crudo invierno, porque no, si fue
su sauce. Bajo el cual liaba sus cigarrillos con papel de envolver, cuidadosamente cortados, y con aquel grueso y seco tabaco que él mismo
cultivaba.
En el lugar donde estaba la casa,
existe otra. La de los actuales moradores. Existe una antigua parra, única, con la misma uva de
mis abuelos. La miré con especial atención, una sonrisa me nació
espontáneamente, - al viejo se le quedó- pensé. Un poco mas allá descubrí con alegría la vieja noria, aquel
pozo bendito que surtió de agua la vida de los viejos y el jardín de atrás de
la cocina. Seguro que por insinuación
de la abuela, el viejo, debió haberla dejado como un símbolo vital. Debió
haberla dejado como el germen de la vida. Como no suponer que esa agua podría
permitir que otras gentes igual de soñadoras, labren la tierra, surquen la vida
y tengan su huerta.
Me despedí de los nuevos habitantes de
aquellas tierras, agradecí la
autorización para haberla vuelto a
caminar. Les volví a dar las gracias,
creo que no entendieron por qué. Me parece natural, se trata de un sueño, mis
sueños. Sueños que tan solo mi silencio y yo los conocemos. Sueños que serán
completados cuando camino a la otra vida me encuentre con mis abuelos, en su casa de terrosos adobes,
de tejas rojas y de piso de tierra. Mi abuela, me debe estar esperando para que todas las mañanas junto a su
brasero tomemos mate, con tortilla de
rescoldo y huevos fritos con color. Rodeados de gallinas y patos en busca de maíz, que a diario me esmeraba en desgranar, de choclos
secados en el techo de la cocina. Mi abuelo, seguro que me debe estar echando
de menos, en la ladera del cerro, en el limonar. Echando de menos para nada, en
realidad, solo para acompañarlo. Él eternamente fumando. Con su pala haciendo
caminos, regando sus árboles queridos.
Así, sigo mi camino, luego de
encontrarme con mi estanque, con mi
mejor pasado, con mis abuelos, con mis raíces. Queda muy poco, casi nada de aquello, solo algunas huellas simbólicas,
como casi mágicas, planeadas y pensadas por los viejos. En el segundo retorno,
en otro invierno de copiosa lluvia, cuando vuelvan por aquella parra, por la
noria y por el estanque, seguramente me llevarán con ellos.