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EL DIA EN QUE EL DESIERTO NOS  HABLO.

 

M

uchas veces, en largas cavilaciones con mi silencio, me había preguntado cual sería el origen de aquella atracción casi mágica que el desierto, ejercía sobre mi espíritu. No comprendía mucho que fuerza vital me impulsaba a caminar las arenas costrosas de la sequedad de aquella geografía. Aquel verano de 1994, junto con mi familia, respiramos la formidable inmensidad de su soledad. A pesar de lo limitado del tiempo, vivimos con intensidad aquel espacio, lo caminamos y nos transportamos al pasado. Vimos sus huellas, mudos recuerdos de grandes, alegres y tristes momentos. Supimos de su historia de trabajo, de dolor y sus cuentos de amor.

 

Por la información otorgada por mi madre, debíamos conocer las oficinas salitreras Chacabuco y Francisco Puelma.  Ella junto a mis abuelos, habían habitado sus  terrosas casas, por allá en los albores del siglo. Recorrimos  las resecas calles,  sus casa medio deshechas  conocieron nuestros pasos. Sus cementerios de raídas  y oxidadas cruces fueron motivo de nuestra intromisión. Invadimos, sin permiso, aquellos  espacios. Rompiendo el eterno silencio, supimos de sus nombres, de sus edades, imaginamos sus vidas. Con respeto por su descanso nos despedimos e iniciamos nuestro retorno, con la casi certeza de algo pendiente. El desierto, intrigante en su  loca y extensa soledad, tenía algo mas que contarnos que en aquel momento no lo descubrimos..

  

Según cuenta mi mamá y me contaba mi abuela, muy duros, fríos y húmedos era los días y noches de Vichuquén. Encajonado entre cerros, de polvorientas calles, casa de adobes aromáticos  de tierra gredosa y  poblado de amor, de gentes soñadoras que labrando para ahuyentar el frío y el hambre, hacían crecer el  pueblo. Lo poblaron, lo amaron y acuñaron en sus corazones. De sudor, penas y lágrimas y de amor  se empaparon ellos, mis abuelos. Ella, Laura, hija del molinero. Hermosa, grácil, pequeña de claros y azulinos ojos, de tez blanca y pelo de color no habitual por aquellas soledades, que revelaban ancestrales  orígenes en el hemisferio norte, lo que era suficientemente avalado  por sus apellidos. Poco o nada sabemos de ello. Del molinero, solo sabemos de su oficio, muy importante en aquella soledad. Hacedor de la harina. Pródiga era aquella tierra costera, en su producción de trigo, había que molerlo, el padre de mi abuela  lo hacía con esmero, consciente de su responsabilidad ciudadana. 

 

Uno de  esos días largos del verano supo del enamoramiento de su hija, mi abuela;  en su vida  apareció Miguel, de quien solo he podido rescatar su nombre y por supuesto el apellido, que es el que lleva mi madre por primero y de acuerdo  a lo acostumbrado,  yo por segundo. Se casaron, como correspondía; embriagados de amor dieron  vida, del amor oloroso de avellanas, boldos y moras nació mi madre, acunada entre cerros y aires salinos del mar de Llico. Aquel intenso amor fue breve ya que tempranamente Miguel las dejó. Viuda quedo la abuela, pequeñita quedó mi madre. Triste debió haber sido aquello. Soledad del pueblo, soledad de la vida, solos los inviernos y solas las primaveras. El andar de Laura, siempre olió a perfumes de soledad.

 

Los brotes de los bosques, y del trigo y el aroma de los espinos hicieron de pronto renacer la vida, apareció de pronto, mi otro abuelo, el que conocí; ser vital de esta historia. Apareció Luis, el Tata Lucho. Enamoró  a la abuela, se casaron y Vichuquén conoció de su amor. Juntos decidieron  navegar la vida, y vaya que  la navegaron. De la mano caminaron tiempos de amor, de alegrías y tiempos de penas. Tiempos de frío y de mucho calor. Y labrando la tierra se hicieron  a la vida, siempre prendados de las manos.

 

Y de pronto en los albores del siglo, por ahí entre las dos primeras décadas, las cosas del campo no fueron tan buenas, las necesidades eran más, hubo inviernos más duros, hubo mas frío.  Como un rayo de luz, como dando un poco de calor y secando la humedad surgió aquello, como algo milagroso, una gran solución a la depresión. Se supo por otros que lo habían hecho, que  en el norte del país había surgido el salitre, se explotaba a todo dar, la paga era buena. Y aparecieron los enganchadores, señores, a lo menos a sí lo parecían, vestidos de ternos rigurosamente planchados y grandes sombreros y corbatas brillantes. Con dientes de oro, y hablando fluidamente llegaron ofreciendo felicidad y sobretodo mucho dinero. El salitre daba mucho, había que probar, los tiempos no estaban para desaprovechar la ocasión. Y ahí no más el abuelo, junto con muchos otros partieron en busca  de la ilusión, el futuro parecía bueno, las esperanzas muy grandes. La abuela, junto a su pequeña, la Talita, solas quedaron a la espera de las buenas nuevas que vinieran del norte. De soledad siguieron  empapándose, de tristeza y soledad. Pero con la idea avizorante de días mejores.

 

Y aquel día de otoño apareció de pronto el Tata,  venía por ella. El desierto era triste para estar solo. Las posibilidades se daban, de modo que estar con la familia era posible, la Oficina lo permitía. Y a soñar se ha dicho. Los tres un día frío, una madrugada en que calaba fuerte la gélida neblina costera,  iniciaron la aventura. En carreta tirada por bueyes, conseguidos entre las amistades del pueblo, debieron surcar los cerros en busca del ferrocarril que como segundo medio de transporte, los conduciría tras el anhelado mejor pasar. Desde Hualañé  salía  entonces, el tren. Rumbeando   la estrecha trocha  bordeando siempre la  orilla del río Mataquito, el tren iba dejando tras de sí grandes bolutas de humo con intenso olor a carbón mineral. Junto con ese humo se  quedaban atrás    pesares  y  frustraciones, el viento ribereño como augurio de mejores aires soplaba cada vez mas fuerte. Largo aun era el camino. Se debía llegar  a Curicó luego de 3 a 4 horas de viaje. Ahí se transbordaba al tren, que rumbeando hacia el norte los debía conducir a la capital. Bultos, enseres, maletas y a lo mejor algún baúl formaban parte de lo que debía ser pasado de un tren  a otro, nada fácil, solo el deseo de mejores tiempos hacía algo más liviana la tarea.

 

Llegada a Santiago, luego de no menos de 5 horas de viaje, el bajar bultos y maletas era la principal preocupación. El Tata ya tenía pre  conversada la  residencial que los acogería durante la breve estadía en la capital. Cambio de estación, cambio de tren. Ahora el transbordo era hacia aquellos carros desvencijados que los conducirían al puerto, a Valparaíso. Nuevas largas horas de viaje, de eternas conversaciones sobre los buenos tiempos que se avecindaban. Solo las ilusiones acortaron el tiempo. Llegada al  puerto, otra breve estadía en espera de otro transporte, el barco. El trayecto mas largo, eterno viaje hacia Antofagasta.

 

No resulta fácil recorre el tiempo e imaginar aquella interminables horas de navegación en  esos barcos de comienzo de siglo. Especialmente eternas deben haber sido esas  habitaciones y espacios que precisamente no deben haber sido de primera clase. El dinero era poco y se debía  ahorrar. Ahí estaba mi madre, su madre y su padrastro, mi abuelo, mi tata Lucho. Seguramente acompañados de muchos otros locos soñadores, que en busca del bienestar económico no trepidaban en aventurar la vida. Muchos deben haber sido sus sueños para realizar tan largo viaje.

 

El desembarco y una breve estadía en el puerto de Antofagasta, concluyó con la  experiencia marinera. Luego el desierto, enorme y formidable desierto. Continuar la marcha era la nueva etapa, en busca de la arena  que proporcionara suficiente salitre para seguir soñando. En tren  nuevamente, la oficina salitrera era la meta. Chacabuco y Francisco Puelma  fueron las que acogieron  al tata Lucho y a su familia. El tiempo no me ha contado cual fue primero, por  lo demás nada relevante, era prácticamente lo mismo. Soledad, dolor, calor, sequedad del alma, sequedad de la vida.

 

Ahí, primero en una, luego en la otra. Trabajar largas jornadas, con el sol a cuestas era la misión del abuelo. Largos e interminables días con la piel en permanente diálogo con el sol y con las agrietadas manos besando la sal del caliche. Ahí estaba el viejo escarbando y moliendo la costra salina que permitiera encumbrar sus sueños, el bienestar de su familia. Y la abuela, viviendo largos sus días,  de espera. Largas las tardes de aquel sol que lento se oculta. Cuidando a mi madre, pequeña inquieta que  en oníricos sueños surcaba  los  rocosos arenales pampinos.

 

Largos los días, las semanas y los años. Pampa Unión debió recibir a mis abuelos, en visitas no muy seguidas. El tren los llevaba a ese mágico  caserío, de  cine mudo, de banda de músicos en la plaza y de comercio florido. La familia unida debió conocer aquel mítico paraje, histórico de inimaginable belleza. El abuelo,  solo o lo más probable acompañado de otros viejos, más de algunos fines de semana, debió saber de cantinas, música y amores ilícitos. Era la vida, era la pampa y la razón de ser.

 

Largos los días, las semanas y los años. Larga la vida. Largas y frías debieron ser las noches. Estrellado el universo se mostraba sobre la arena, a ratos romántico y quieto, a veces fugaz. Y aquellas noches supieron, también, del amor. Donde no había calor, se cultivo el calor y  vino  la vida, y  un llanto agudo irrumpió el silencio y vino la vida. Transcurría el año 1928 y nació Alberto Enrique, el día de San Enrique, el 15 de julio . Gritó, lloró, amo a sus padres y a mi madre, su adolescente  hermana. Así el desierto prolongaba la vida, en un afán  de natural fuerza y belleza. Se acortaba el tiempo, con las preocupaciones del niño. Mi abuela trajinaba más, solo la esperanza de tiempos mejores, motivaba fuerzas del alma. Ella, su viejo, sus hijos deberían vivir tiempos mejores. Alegrías y amores  clamaron al desierto por espacios perennes. Y vino la noche, aquella de la tormenta. Aquella que nubló el alma, eliminando conciencia, exponiendo el corazón a la sal de la pampa. Se rompió el corazón aquella tarde, ya casi noche, el 26 de  junio de 1929. El desierto lo había dado en  tiempos de amor y el desierto reclamó a Alberto Enrique y con una furia desgarradora lo hizo suyo, acunándolo en aquella tierra salobre y seca.

 

Planificar el veraneo de 1999, no fue cosa difícil. El tener que revivir aquellos  momentos de 1994, fue motivo mas que suficiente para que con celeridad se tomara la decisión de volver a  caminar la pampa. Y a sí fue, volvimos a Francisco Puelma aquella tarde de enero, cuando el sol comenzaba  a posarse en el lejano poniente. Aun era tibia la tarde, la suave brisa lograba calmar un poco aquella inexplicable ansiedad que invadía  nuestras pieles. Cada uno por su lado, en el polvoriento y seco cementerio, cabezas gachas  buscando y leyendo epitafios y lápidas. Y de pronto el desierto nos habló,  ahí frente a nosotros estaba erguida y con sus brazos extendidos hacia el cielo, la cruz de metal corroído por la sal y el viento. Aquella cruz, ubicada sobre la añosa tumba, que sólida y  orgullosa por su resistencia guarda celosamente los restos de  Alberto Enrique, el tío que un día  rió y  lloró en brazos de mi abuela. Aquel niño que el desierto se dejara para sí,  una noche  fría y cruel de  junio de 1929. Ahí estaba la lápida, testigo fiel  de la presencia de una de mis raíces. Quebrada y caída de su ubicación original, alguien la debió recoger  y a modo de rompecabezas la posó gentilmente sobre la cubierta de la tumba, esperando ser descubierta por nosotros. Con la garganta muy apretada y lágrimas en las mejillas empezaba a comprender aquel embrujo que me llevaba a recorrer el desierto. Ahí estaba aquella fuerza que me atrajo con formidable fuerza a caminar nuevamente las arenas de aquel  camposanto. Ahí estaba, lo que  cinco años atrás había quedado pendiente.

 

Imposible no sentarse  a reflexionar y transportarse 70 años  atrás e imaginar el profundo dolor que debieron haber sentido mis abuelos y mi madre, aquel día en que se les comunicaba que debían dejar la Oficina, porque el salitre ya poco valía, el mundo ya no lo necesitaba. La vida debía continuar y ahí quedaban el sudor, el dolor, la sangre, la vida y la muerte. Bajo esa abrazadora arena quedaba Alberto Enrique, fruto del amor del desierto.

 

La tarde entristeció, luego de la algarabía del encuentro. El horizonte encendido de un color  rojo amarillento, encandiló y entibió mi alma, sumiéndome en un profundo sueño,  y  te encontré  Alberto Enrique.

 

" y supongo que me esperabas, creo en compañía del abuelo, algunos días atrás, armaste tu lápida y me la dejaste a la vista para poder ubicarte. Déjame contarte  que  el retorno de los viejos  a su tierra natal, fue triste largo, eterno y profundamente doloroso. El corazón desgarrada por dejarte, yo creo que nunca sanó. Ese dolor debió acompañarlos  hasta el día de su muerte. Tanto es así que a nadie le contaron de ti, imagino que el solo recordarlo en voz alta les fue siempre imposible. Recién, 70 años después mi  mamá, aquella que también algún día te acunó y meció en sus brazos me habló de un niño nacido en la pampa. 

Tío,  déjame contrate que un día volvieron a su añorada tierra, creció la familia, siempre tomados de la mano caminaron la vida. Déjame contarte de su amor, de sus risas y de sus penas. Déjame contarte de Vichuquén, de las Cardillas, de  Licantén y del   limonar que un día cultivó el abuelo, sobre un suave lomaje frente a su casa de  adobes, de piso de tierra y......" 

 

 

en memoria de la abuela Laura y del Tata Lucho, un par  de viejos soñadores,  que con gran esfuerzo, dolor y amor aventuraron crear  una familia, una larga familia,

mi familia...