SOBRE LA FORMA DE NUESTRO MORIR: LA SALUD, LA SOCIEDAD, Y LA MUERTE
Dr. Guillermo Hansen
Una nueva situación
En menor o mayor grado todos hemos vivido ese momento angustiante cuando la muerte asoma a través de un rostro querido. Una abuela agonizando en un geriátrico, un esposo rendido ante un cáncer de próstata fulminante, el repentino ataque cardíaco de una amiga, el rostro magro de nuestro hijo con SIDA. La muerte es, en verdad, parte del escenario de la vida, desde sus comienzos. Pero algo distinto adorna estas escenas, algo que da un color particular a la muerte y al morir en este fin de siglo. Nuestros últimos recuerdos de la abuela, esposo, amiga o hijo, reflejan imágenes de cuerpos que están, en la mayoría de los casos, rodeados de una maraña de tubos, zondas, y todo el atavío que reviste a la medicina moderna. La muerte nos encuentra rodeado de objetos extraños, en lugares extraños, con gente extraña.
Es indudable que, la medicina, es una de las ciencias que más ha progresado en este siglo. Sus practicantes conocen el prestigio que otorga el conocimiento de las enfermedades y el increíble desarrollo tecnológico en este campo. El poder que ejerce la medicina actual es, justamente, esa combinación de conocimiento, pericia y técnica eficaz que pone coto a la enfermedad, levantando en parte ese albur intromisorio que cuelga sobre toda persona, la muerte. Los adelantos en la medicina curativa (fármacos, terapias, vacunas) y sustitutiva (diálisis, transplantes, etc.) se convierten así en beneficios a los cuales todos -con razón- nos sentimos con derechos. Al expandir las posibilidades y expectativas de vida -diríamos los cristianos- es el plan de Dios que se manifiesta. La medicina es, por lo tanto, un instrumento de la providencia divina, un anticipo de salud que se nutre de la plena salud (salvación) prometida por Dios para todas sus criaturas.
Pero un avance notorio nunca está exento de ciertos retrocesos; el cambio siempre reconfigura lo que hasta ese momento era corriente. Por ello surgen tantas preguntas nuevas a los cuales nuestra fe busca dar una respuesta, o al menos un sentido. Algunas de estas preguntas, frente a los adelantos en la medicina moderna que han multiplicado las posibilidades de una vida sana, se plantea cómo debería distribuirse esas posibilidades de por sí limitadas. ¿Son los ingresos, el género, la edad, lo que debería determinar algo tan crucial como el acceso a la salud? Este es el problema político que surge de los avances en la medicina en una sociedad desigual, es decir, de qué manera el poder sobre la enfermedad y la muerte es distribuído o compartido en una comunidad económicamente dividida. En nuestro país es cada vez más notorio que el bien de la salud es asequible en su plenitud a los que disponen de otro bien, el dinero. La tercera edad, con jubilaciones magras, y las criaturas de la pobreza, son los grupos más vulnerables. De esta manera la forma y calidad de vida, la salud y --como veremos más abajo-- el modo de morir, reflejan en forma creciente las distintas situaciones sociales que conforman nuestra región.
La política de la salud es un nivel que debe estar en la agenda de las
preocupaciones de los cristianos. Pero también existen otros niveles planteados
por el poder y las posibilidades de la medicina moderna que, aún cuando las
posibilidades de acceso fuesen equitativamente distribuídas, dejan al desnudo
profundos interrogantes sobre el misterio de la vida y el lugar de la muerte en
ella. El poder de la tecnología aplicado a la medicina preventiva, curativa y
sustitutiva ha cambiado las nociones que tenemos de salud, nuestras formas de
vida y, sobre todo, la manera y forma que tenemos de morir. Valgan algunos
ejemplos: por lo general la muerte sigue hoy a una vida mucho más larga de lo
que era antaño, cada vez somos más "ancianos" ante la muerte, y por
lo tanto más desvalidos y dependientes; con mucha más frecuencia la muerte es
hoy un proceso lento tecnológicamente controlado; en la mayoría de los casos la
muerte nos encuentra en un lugar extraño (hospital, sanatorio, etc.), rodeado
de profesionales, fuera de nuestros hogares y lejos de nuestros seres queridos
y amistades Preguntarse por las difíciles circunstancias y decisiones que
rodean hoy a una persona a punto de morir no pretende incitar nuestra
morbosidad, sino preparar a la comunidad de creyentes frente a una pregunta que
a todos se nos planteará: ¿cómo morir de manera digna?
La dignidad ante la muerte
En el número anterior de nuestra revista hablamos sobre un proyecto de ley en proceso de aprobación en la Cámara de Diputados. Este proyecto, intentando responder en parte a las nuevas situaciones que esbozamos más arriba, otorgaría a las personas que sufren enfermedades irreversibles o terminales el derecho a oponerse al empleo de todos los tratamientos médicos o quirúrgicos que prolonguen la existencia, que produzcan dolor, sufrimiento y/o angustia. En muchos casos el empleo y recurso indiscriminado de la ciencia médica actual--reconoce la ley--puede cruzar la delgada línea que separa la noción de una muerte digna de otra indigna. Desde nuestra columna apoyamos este proyecto basados en la creencia de que la libertad que Dios nos da en su amor también incluye la libertad en las decisiones que hacen a la forma y manera de vivir los últimos momentos en nuestro morir. Decidir sobre algunos aspectos de nuestro morir se enmarca, entonces, en la libertad que nos da nuestra fe en Dios.
Pero también notamos que el proyecto de ley presentaba algunas limitaciones; la más importante era con respecto a aquellas situaciones donde la persona sufre un estado de coma irreversible y no puede "decidir" sobre la discontinuación de tratamientos que sólo prolongan varias agonías--la agonía de su cuerpo y la agonía de familiares y amigos. ¿No estaríamos aquí frente al caso de una vida (biológica) que, artificialmente mantenida, es sometida a un proceso de muerte indigno? En definitiva, ¿qué constituye lo "digno" de una muerte? Por lo tanto, ¿hasta dónde puede y debe llegar la legislación?
Quisiéramos en esta ocasión arrojar un poco de luz sobre estas últimas preguntas y sobre algunos conceptos o temas que han aparecido en los medios y que han confundido un poco el terreno de los problemas en torno a la moralidad de la muerte. En primer lugar debe quedar en claro que, desde una perspectiva cristiana, no hay nada digno en el hecho de la muerte en sí. Como lo expresa San Pablo, la muerte no es un mero fin natural de la existencia sino el juicio de Dios sobre la criatura caída, es decir, revela el absurdo de una vida sin futuro, separado de Dios (ver Rom, caps. 5 y 6). En su amor por nosotros, sin embargo, Dios toma, lucha con la muerte misma en la persona de su Hijo, Jesús. No es la muerte, entonces, sino el morir --último momento del vivir-- lo que es "dignificado" por la salvación que supera la muerte, por la vida que a través de ella Dios promete a los cuerpos de sus criaturas. Así, de la vida dignificada en Cristo--lo que Pablo y los evangélicos llamamos justificación--emana el sentido que Dios le da a la vida en su totalidad, y a la persona en su particularidad: la dignidad de existir por Dios, en Dios, para Dios en la experiencia de la vida compartida con otros.
Vivir, por lo tanto, no es un mero encaminarse hacia la oscuridad de la muerte, sino experimentar la plenitud que viene mas allá de la muerte. Por ello vivir dignamente significa también morir dignamente, es decir, no sólo asistido por los "poderes" de la ciencia y de la medicina que Dios ha redimido para la vida, no sólo rodeado del cuidado de seres queridos y profesionales que nos hacen dignos para los otros, sino todo esto en la libertad y en la confianza que nos da la promesa de que hasta la última partícula de nuestro ser, hasta el último segundo de nuestra existencia, es conservado para ser renovado por Dios. Morir, entonces, es aún vivir...ante y para Dios.
Hablar de la muerte digna tiene por lo tanto un profundo significado cristiano. No todo morir es igual, como no todo modo de vida es agradable ante Dios. Hay algo que ciertamente ninguno de nosotros tiene el poder de determinar: de qué vamos a morir. Pero el cómo es en cierta medida determinable a partir del sentido que ha tenido y tiene la vida para nosotros, como así mismo de las posibilidades que abren --o cierran-- nuestra sociedad y nuestro lugar en ella. No hay fórmulas cristianas definitivas para este cómo, y bajo ningún punto de vista se puede decir, por ejemplo, que el morir rodeado por la última tecnología médica es en sí una realidad denostable. De hecho la posibilidad de gozar de los últimos adelantos médicos debería ser un bien para todos, sabiendo no obstante que en última instancia la dignidad de una muerte no está determinado por el grado de tecnificación de los cuidados médicos. En efecto, siempre debemos preguntarnos en que medida la tecnología médica y el contexto hospitalario facilitan o permiten a la persona humana seguir siendo persona, es decir, un ser cuyo significado está dado por sus relaciones con otras personas, criaturas, y con Dios.
La dignidad de nuestro morir, entonces, conjuga dos aspectos. Por un lado, la posibilidad (psíquica y material) de poder plantearnos el interrogante sobre qué están haciendo con mi cuerpo, mi enfermedad, mi persona, y para qué, ante un cuadro diagnosticado como terminal. Confiamos en que el personal médico hará todo lo posible a su alcance para aliviar el dolor y la agonía. Pero también nos preguntamos si es realmente justificable continuar un tratamiento o realizar una intervención quirúrgica que sólo prolongaría una situación irreversible. Esta es la pregunta que subyace al actual proyecto de ley. Para nosotros, sin embargo, el tema planteado en la legislación debería dar un paso más: ¿qué pasaría si nuestra enfermedad nos llevara a un estado comatoso sin posibilidades de recuperación, manteniéndose no obstante nuestras funciones biológicas? ¿Quién me "representa" para preguntar en mi lugar sobre lo que le están haciendo a mi cuerpo y para qué? Meditar y reflexionar sobre posibles "directivas previas" a nuestros familiares o allegados, y forjar un consenso para su legislación, son algunos campos que deben ser conversados por nuestras comunidades de fe.
Por el otro lado la dignidad del morir tiene que ver con el lugar, es decir, entre quienes, qué y dónde se cierra el capítulo de mi vida. Si la vida es indigna cuando sufrida en la desolación, pobreza e injusticia, también el morir lo es cuando en soledad, pobreza, falta de cuidado apropiado, o en un lugar que nos es totalmente extraño. Aquí se encierran una serie de aspectos que hablan de la dimensión social y comunitaria del morir, y el sentido de la vida que nos hemos apropiado. De hecho, el modo de morir refleja distintas situaciones sociales, ya sea forzadas, ya sea heredadas. Si alguien ha vivido en la pobreza su morir casi seguro reflejará una indignidad representada no por la persona, sino por las condiciones de vida que tuvo que sufrir. Aquí la muerte indigna conjuga una situación socio-económica de injusticia, con la indignidad propia de no haber tenido ni la más remota posibilidad de poder haber ejercido su libertad ante la forma de su morir. No obstante, existe la posibilidad de que el acompañamiento de su familia y amigos haya expresado tal fidelidad que esto, en verdad, haya dignificado una manera de morir indigna de la persona humana. En otras situaciones, en cambio, la agonía final que se da en un centro de salud rodeado con los últimos adelantos médicos es acompañado por la restricción del acceso a familiares y amigos para quienes la persona ha sido querida y significativa. La pulcritud del medio, la atención, el cuidado profesional del enfermo puede ciertamente dar una dignidad a su morir, mientras que la indignidad se plasma en la forma solitaria de su morir o en el ensañamiento terapeutico frente a un caso ya terminal.
Muchos casos y/o matices podrían describirse acerca de las distintas
situaciones de muerte digna en un país como el nuestro, donde la salud es
aceleradamente "privatizada" y sometida a la racionalidad del
mercado. ¿No será que la medicina, una de cuyas ramas es el
"management" de los procesos del morir, se está olvidando del objeto
de su existencia, de su propósito en los planes de Dios? Pero si debieramos
establecer ciertos criterios que definan un proceso de muerte digna lo resumiríamos
en estos dos: la posibilidad de ejercer nuestra libertad ante las opciones que
nos ofrece un acceso real y garantizado a los mejores servicios médicos y de
salud que pueda ofrecer una sociedad dada, y el ejercicio de esa libertad
rodeado de las personas cuyo amor y afecto han tejido el entramado que es
nuestra vida. La dignidad en nuestro morir es así manifestación (parcial) de la
dignidad que Dios ha dado a todas las creaturas en la muerte y resurrección de
Cristo Jesús.