La comunidad cristiana: el encanto de una práctica
(algunas reflexiones eclesiológicas ante el umbral del nuevo siglo)
Por Guillermo Hansen
¿Será la iglesia el gran tema teológico de las próximas décadas? En lo que sigue quisiera ofrecer algunas reflexiones eclesiológicas teniendo en cuenta los contornos de nuestro "cambio de época". Por ello comenzaré dando algunas perspectivas sobre distintas interpretaciones que, más allá de sus discrepancias y de sus aciertos teóricos, parecen converger en una apreciación común, el desencanto. Ante este panorama, ¿qué ofrece el mensaje cristiano? Cualquier respuesta que se de a ello deberá, por lo menos, avizorar las intersecciones donde la existencia cristiana pueda en verdad encarnar un sentido y ser un a protagonista en los grandes cambios que se avecinan. Por ello es tan importante el mensaje que conlleva una identidad (cristiana) como el cuerpo que vive dicha identidad --la iglesia. Como todo "ser vivo" ella no puede más que expresarse en una práctica que implica un profundo intercambio con su entorno. Pero he aquí la pregunta, ¿cuál es la práctica que le dará a la iglesia su rostro particular en la "ecología social" de nuestros países? ¿Presente la iglesia algún tipo de "encanto"?
Estos y otros conceptos fueron desarrollados en una ponencia que presenté en
el IX Congreso Luterano Latinoamericano celebrado en el mes de octubre de 1998
en Rodeio 12, Santa Catarina, Brasil. Dicha ponencia es la base de lo que sigue
a continuación.
1. Algunos datos sobre el
desencanto actual.
A la luz de las transformaciones globales recientes Xavier Gorostiaga, sociólogo y teólogo Centroamericano, escogía una frase acertadísima en el intento de dar un sentido a la rapidez y profundidad de los cambios vividos en América Latina. En un aparente juego de palabras afirmaba que nuestro tiempo actual no debe verse simplemente como una época de grandes y rápidos cambios sino, más precisamente, como un cambio de época. Podría haber usado también otras palabras, como ser, cambio de paradigma, de modelos, de horizontes.(1) Es difícil comprender y situarnos en nuestro mundo como lo hacíamos tal vez una década atrás; el bamboleo de nuestras impresiones, creencias, valores, corresponde al vértigo de un mundo disparado vaya saber hacia dónde.
Por ello el escenario que despunta, el mundo que se avecina, sólo parece ser
descrito de una manera fragmentaria, casi fugaz: como el paisaje que vemos
desde la ventanilla de un tren. Nuestra velocidad sólo deja traslucir algunas
siluetas o sombras de lo que sucede más allá de las ventanillas. La ventanilla
de la cultura abre a la perplejidad, incertidumbre, fragilidad y
búsqueda de nuevas identidades; la ventanilla de la política trasluce la
expansión de formas de gobierno democráticas a la par de una crisis en el rol
del Estado; la ventanilla de la economía deja asomar leyes draconianas
exigidas por una economía globalizada junto a la concentración de la renta y
las ganancias en manos de los sectores más transnacionalizados; por último, la
ventanilla de la tecnología transparenta nuevas formas de habitar y
modificar el espacio y la vida, a la par de comprimir las barreras del tiempo y
las distancias. Tantos cambios, tantas fuerzas, tantas perplejidades. ¿Qué
paradigma podría ahora mediar el mundo que habitamos dando un mínimo de sentido
y de coherencia a esta multiplicidad de paisajes?
Se suele decir que a todo período de transición --sea esta cultural, social o política-- acompañan visiones apocalípticas y jeremiadas sobre el fin del mundo y la decadencia de la historia o la humanidad.(2) Estas no son necesariamente expresiones histéricas cubiertas del manto de lo religioso sino que, en muchos casos, adoptan el tono secular de la erudición y la sobriedad. Un “progreso” siempre puede leerse como una decadencia, y la decadencia como los “resabios” que deja el progreso. El famoso historiador Robin Collingwood, por ejemplo, periodizaba en forma irónica a la historia (de Occidente) como una sucesión de decadencias, fin de mundos que alguna vez fueron firmes candidatos a la intemporalidad. Así hablaba --remitiéndose sólo a los últimos siglos-- de la decadencia del manuscrito en el siglo 16 a la decadencia del absolutismo en el siglo 18, para finalizar en la decadencia de la navegación a vela en el siglo 19.(3) Todas estos mundos vivieron sus propios espejismos de inmortalidad, su propia convicción de constituir el final de los tiempos.
¿Qué hay con respecto a nuestro siglo y nuestro espacio cultural-geográfico? Les propongo repasar algunas de los autores y tesis que intentan explican los ejes de la decadencia presente, este “cambio de época” del cual hablaba Gorostiaga. Tomemos algunos autores que, a pesar de no ser todos latinoamericanos, son parte de la conversación tanto en círculos académicos como entre el público en general de nuestra región. Algunos de ellos se convirtieron rápidamente en best-sellers, lo que indica una época sumamente inquieta por encontrar un mapa para un viaje que ya no sabe adónde lleva.
Comencemos por Eric Hobsbawm, tal vez el historiador más prominente de la segunda mitad de este siglo, quien describe el panorama hacia el fin del milenio como la decadencia de los estados-naciones en la representación y canalización de los intereses colectivos en el management de los grandes temas que confronta una comunidad: salud, crecimiento, educación, demografía, seguridad.(4) Un tanto sarcástico, Hobsbawm observa que a esta decadencia acompaña la democratización o privatización de los medios de destrucción --apuntando al ejemplo de la descomposición de los grandes estados, la proliferación de grupos terroristas de cuños dispares, mafias, limpiezas étnicas, violencia urbana, etc.
Desde una óptica culturalista Samuel Huntington no estaría del todo en desacuerdo con el diagnóstico del posmarxista Hobsbawm. Pero a diferencia del recato que impone la función de historiador, Huntington --como politólogo-- alecciona sobre la decadencia moral, cultural y política de Occidente. Para frenar su caída Occidente debería rechazar las propuestas multiculturalistas y afianzarse en su propio núcleo cultural.(5) El choque de las civilizaciones sería el eje del milenio que se avecina, y parte de la tarea pendiente de los grandes centros de la cultura Occidental sería la “occidentalización” de su periferia, a saber, Europa oriental, América Latina y el Africa del sub-Sahara. Una nueva cruzada, pero esta vez secular.
No lejos de este encuadre pero desde una óptica más ideológica Fukuyama irrumpió a principios de esta década como una especie de gurú de lo que en realidad es un refrito neo-hegeliano. Su tesis es simple: lejos de una decadencia la modernidad habría experimentado durante este siglo un momentáneo traspié producido por el surgimiento del comunismo y de los diversos totalitarismos. Gran parte del siglo 20 podría verse como un pequeño arroyo de ideas liberales y democráticas que lenta pero invariablemente se abre paso en las más dispares geografías. El proyecto liberal moderno domestica y redirecciona el thymos (deseo de reconocimiento) a través de los arreglos institucionales democráticos y la actividad económica en los mercados liberados.(6) La decadencia sería cosa del pasado; naciones y culturas marcharían como carretas hacia la frontera prometida. No es culpa de la historia del progreso de la libertad si muchas de estas “carretas” quedan varadas en el camino o simplemente se incendian tras el ataque de los “Indios”.(7)
Este pantallazo estaría incompleto sin mencionar la tesis de una modesta autora, Viviane Forrester. Pesimistas si las hay, la obra de Forrester tiene el mérito de capturar en su título tal vez uno de los sentimientos más profundos de nuestra década: el “horror económico”. Al contrario de las obras anteriores Forrester no intenta tejer un gran metarrelato de la decadencia, y menos aún del camino al progreso. Combinando erudición analítica y sensibilidad humana la autora describe sin ambages el horror experimentado por la persona común y corriente ante la perspectiva del desempleo. Tras la progresiva automatización y la robotización de las economías la “empleabilidad” se convierte en el criterio de pertenencia social por excelencia --es lo que da el derecho a “vivir”, la carta de ciudadanía que nos identifica como consumidores plenos. Por ello para esta autora la verdadera historia presente la constituye las pequeñas historias individuales, historias de sufrimiento que la farmacopea economicista llama ajustes, disponibilidad, flexibilización, movilidad.(8) El horror económico refiere así al horror humano que cautiva las conciencias del fin de este milenio: el horror de no servir para nada. Es como si en este nuevo mundo ya no somos necesarios, el trabajo es una ocupación en vías de extinción. ¿Acaso no hay nada más horroroso que ser prescindente, no deseado, no necesitado, superfluo?
La lectura del libro de Forrester deja un sabor amargo. Pero la amargura da rápidamente lugar al pavor cuando nos damos cuenta que mientras ella describe esto como una profecía para los estados de bienestar de Europa, sus páginas parecen en realidad estar describiendo escenas cotidianas que se viven hoy en muchas ciudades de América Latina. Lo que será (allá) es (acá); América, el futuro de Europa. Desde nuestra periferia, desde nuestro carácter “híbrido”, desde nuestro esponjoso cosmopolitanismo absorbente, sentimos el resquebrajamiento que los europeos todavía piensan. “Vivimos una nueva era”, escribe Forrester, “pero no logramos visualizarla” concluye. “Vivimos una nueva era”, podríamos decir desde aquí, “pero no logramos digerirla”--esa es la diferencia.
Por último quisiera completar este panorama con una tesis basada en las premisas del filósofo norteamericano Michael Walzer y varios autores latinoamericanos, entre ellos Hinkelammert y Mo Sung. Me referiré a lo que podríamos llamar una nueva “metafísica del mercado” y el colapso de los límites que garantizan a la humanidad y a los ecosistemas su sustentabilidad mutua y supervivencia. Esta metafísica estaría compuesta por una serie de creencias, como ser la legitimación de la ganancia depredadora, la defensa de los intereses particulares como la mejor y más natural vía para el progreso, y la concepción del mercado como un entidad supra-humana capaz de transformar los intereses individuales en un bienestar para la comunidad toda (nacional y mundial).(9) Verdaderamente estamos ante una especie de trinidad formada por la perijoresis entre la producción ilimitada, el crecimiento ilimitado y la ilimitada transformación de los deseos como demandas.(10) Es como si los atributos clásicos de Dios fueran traspasados a las fuerzas del mercado. Si este es el caso no debe sorprendernos que ante la reducción de los límites señalados por lo sagrado (secularización) y su reemplazo por los valores economicistas, emerge la noción de un mundo y sus criaturas como una especie de parque de diversiones desplegado para la satisfacción de los emprendimientos individuales. El problema, sin embargo, es que las pretensiones ilimitadas dentro de un mundo empíricamente finito y limitado lógicamente demandará, cual Moloch, la disposición sacrificial de la mayoría de sus criaturas y recursos.(11)
El tema de las fronteras y los límites --o la ausencia de ellas-- es tal vez uno de los temas centrales a confrontar en la búsqueda de un nuevo ethos cultural que sirva de barrera y contención frente a la lógica global aparentemente incontrolable por las instituciones existentes. Walzer nos ayuda a comprender que lo que hoy vemos en América Latina es el resultado de la expansión de una esfera sobre todas las otras, es decir, la tiranía de las fuerzas del mercado sobre las otras variadas tramas que componen la vida social.(12) Como Pascal lo expresara en sus Pensamientos, “la tiranía consiste en el deseo de dominación universal y fuera de orden...en querer conseguir por un medio aquello que no se puede conseguir más que por otro”.(13)
De esta manera, bajo la égida de este credo, el espacio nacional y público
es moldeado de tal manera que las formas tradicionales de los bienes y sus
esferas adquieren el perfil de lo grotesco y hasta de lo irreconocible. Por
ejemplo, la justicia social: cuando el estado ya no funciona como mecanismo
redistribuidor de beneficios sobre la base de una consideración plural y
diferenciada de los bienes, el concepto de justicia social comienza a ser
definida a partir de la obtención en el mercado de lo que cada uno “merece”
--en función de las normas derivadas de la esfera económica. La competitividad,
la eficiencia, y el desempeño (perfomance)(14)
determinarán el derecho y el grado de la inclusión y la equidad social. El
economicismo, así, triunfa como el credo de una nueva visión de la vida social.
Decadencia, crisis, fragmentación, desterritorialización, fraccionamiento, heterogeneidad, hibridación, desencanto, tiranía, malestar, son algunos de los vocablos que hoy más circulan en los diarios, la radio, la TV, entre los políticos, pensadores, novelistas y tal vez en nuestros propios hogares. Nadie puede definir exactamente lo que significan, pero al menos sirven como linternas para alumbrar aunque más no sea pequeños parches de la existencia posmoderna. Como lo señala el sociólogo Néstor Canclini, no es una sino muchas las variables que marcan nuestro cambio de época. Los cambios tecnológicos, económicos y culturales se van superponiendo en un entramado donde es difícil distinguir la trama de la urdimbre. Pero no estamos acá preocupados con dar con el correcto paradigma que nos ayude a vislumbrar los contornos del próximo milenio sino, más modestamente, avizorar las intersecciones donde la existencia cristiana pueda encarnar un sentido y ser un protagonista en la conformación de esta nueva época.
Este asunto, desde ya, no es tan fácil; ante el vacilar de las cosas y cuando todo lo sólido parece desvanecerse en el aire, ¿adónde nos tornamos? Como cristianos, ¿hacia dónde miramos? ¿Podemos aprender algo de algún momento en la historia del cristianismo que análogamente se asemeje al nuestro? Valga un ejemplo. Hace 1500 años comenzaba el desenlace de una transición monumental, la caída del Imperio Romano. En medio de esa crisis y el desencanto Agustín de Hipona refutaba a los paganos y consolaba a los cristianos con una majestuosa interpretación teológica de la historia, la Ciudad de Dios. En ella describía, sobre todo en su primera parte, que los mismos vicios y deseos responsables por el surgimiento de un imperio son las mismas que finalmente la consumirían.(15) No fueron los dioses del panteón romano quienes dieron a Roma su grandeza, ni fue el abandono de esos dioses por el Dios cristiano lo que atrajo su caída. Fue su codicia, injusticia y el deseo de poder que Roma encarnaba a partir de su emulación escandalosa de los valores tutelados por sus dioses (libro II, 20). Roma representaba la ciudad (civilización) cuya figura totémica, el águila, servía para configurar nuevas conductas de agresividad y violencia.(16) Acaso ¿qué es un reino --preguntaba Agustín-- sino una banda de ladrones jerárquicamente organizados bajo la figura de un príncipe y regulados por un pacto cuyo objetivo es el despojo y la repartija del botín? (IV, 4). El problema con toda “ciudad terrenal”, escribe, es su deseo, su amor tornado hacia si misma, su propia gloria, el poder sobre las cosas y las criaturas. El carácter finito de las cosas que se desean (tierra, fama, esclavos, mercancías) hace que invariablemente el conflicto y la violencia hacia los otros, y el miedo de perder lo que se tiene, sean las fuerzas principales que mantengan el espejismo de comunidad, ese compromiso tan endeble que es la ciudad terrena (libro XIX). Sin embargo la misericordia de Dios no abandona su creación; convoca a creyentes de todas las lenguas y pueblos a una peregrinatio, a un destino mayor, la ciudad celestial. Sus prospectivos ciudadanos caminan en esta tierra como extranjeros, como extraños a los valores y a los mecanismos que generan la injusticia y la violencia ya que sus corazones están vueltos hacia una sola cosa, Dios.
Desde luego todo intento de imitar la propuesta de Agustín se encuentra
lejos de nuestra mira; no podemos suscribir al carácter ascético con el cual
reviste el deseo cristiano, la visión unilateral que tiene de la peregrinación,
y menos aún compartir la visión patriarcal que marca muchas de sus
concepciones. Pero hay un aspecto que nos interesa en la lectura de Agustín, un
aspecto que análogamente nos permite establecer una suerte de puente entre
nuestra época y su época, a saber, la pregunta por la identidad de la civitas
dei, de la iglesia, definida no desde la abstracción de una definición
dogmática --o aún bíblica-- sino desde una práctica diferente en medio de la
decadencia de una época y el surgimiento de otra.
2. ¿Respuestas al desencanto?
Algunas respuestas desde el campo religioso.
Cada época, decía Agustín, piensa que la suya es la peor de todas. Que la moral, las costumbres, las tradiciones nunca han sido tan amenazadas como en la actualidad.(17) En definitiva, que cada época tiene su propia formula para conjugar el desencanto y el fatalismo. Hoy en día, para muchos cristianos, el desencantamiento parece constituírse en el humus ideal donde clavar el arado de la iglesia y sembrar la semilla de la fe. ¿Quién no ha escuchado que la caída de los grandes “metarrelatos” de la modernidad, o el hartazgo con los políticos y las ideologías, coinciden con el despertar de un nuevo interés por la religión? ¿No indica este despertar una cierta “revancha de Dios” ante un mundo descreído? ¿No es cierto que el mundo tiene un corazón más blando? Mucho de esto puede que sea así; en verdad, los estudios explicando este resurgimiento son legión. Pero, ¿quién puede asegurar que el resurgimiento religioso necesariamente significará una revitalización o aún un nuevo compromiso con el Cristianismo? O, tal vez sea más apropiado preguntar, ¿qué certeza existe de que el nuevo deseo religioso encuentre su forma y expresión en la práctica comunitaria que es el Cristianismo?
El sociólogo de la religión Thomas Luckmann ya teorizaba, en la década de los ´60, sobre el carácter del campo religioso que se instalaba con la creciente urbanización y secularización. Lejos de una desaparición de lo religioso Luckmann veía en el futuro inmediato una suerte de privatización del mismo.(18) Una base social cambiante, la urbanización, la explosión comunicacional, la compartimentalización de la vida en esferas autónomas, y la hedonización de la identidad, hace que viejas jerarquías que articulaban un “cosmos sagrado” sean puestos en jaque por un nuevo surtido de significados últimos de los cuales los individuos escogen y construyen su propio sistema privado de significación. Un mundo signado por el utilitarismo y el pragmatismo genera una demanda centrada en la satisfacción de las necesidades psicológicas, emocionales y físicas de los individuos. Las formas institucionalmente mediadas de la religión (iglesias) no necesariamente desaparecerán en el futuro inmediato, sino que serán “reubicadas” en el horizonte de un nuevo mercado religioso como especie de estanterías de supermercados. ¿Acaso no vivimos hoy en sociedades con fronteras móviles, fluidas, flexibles? ¿Acaso no elegimos dónde ser incluidos, con qué símbolos representarnos?
En medio de la fluidez y el desencantamiento actual un fenómeno paralelo también es detectable, a saber, una añoranza por comunidad, por identidades grupales, por el calor de las tradiciones, por referentes arquetípicos. Pero la pregunta es, ¿qué tipo de comunidad?, ¿qué tipo de identidad? Fortunato Mallimaci, decano de la facultad de sociología de la Universidad de Buenos Aires, analizó recientemente el rostro cambiante del Catolicismo en el Cono Sur tomando como referente las distintas respuestas dadas a la crisis de la modernidad y sus demandas diferenciadas. Siguiendo el marco teórico esbozado por Luckmann, Mallimaci sostiene que en la geografía posmoderna y mayormente urbana de las principales sociedades latinoamericanas la religión no desaparece como auguraban algunos, sino que “se reestructura y ocupa nuevos espacios de sentido en la vida cotidiana”.(19) Las identidades se van transformando a caballo de una nueva ola de mística, espiritualidad y magia que atraviesan todos los sectores sociales, pero que no obstante se posicionan de manera diferente frente a la percepción de la crisis significada por la modernidad. Así Mallimaci identifica tres rostros dominantes en el Catolicismo de fin de milenio, ilustrando las nuevas realidades del campo religioso como tal (por ende nos ayuda a comprender otros fenómenos como el crecimiento carismático, el "evangelio de la propsperidad" y el resurgimiento de espiritualidades de los pueblos originarios). En esta línea habla de un Catolicismo integral, un Catolicismo centrado en comunidades emocionales, y otro Catolicismo formado desde la pluralidad.
La primera variante afirma su propuesta en torno al protagonismo de la institución y de la jerarquía eclesial. Un fuerte espíritu de cuerpo funda su lucha contra los peligros de la modernidad junto a una descalificación indiscriminada del mundo. Su carácter integral se basa en dos razones: la identidad católica es integral a la identidad nacional, y la perspectiva católica puede y debe aplicarse a todas las esferas de la sociedad contemporánea.(20) La meta es la construcción de un mundo cristiano apelando a “la idea de una substrato católico ancestral y popular” amenazado ahora ya no por el comunismo o el marxismo sino por la cultura liberal, la secularización, el relativismo, hedonismo, el consumismo, los medios, las sectas, los nuevos movimientos religiosos, etc.(21) Si bien se pueden distinguir distintas variantes, todas las propuestas coinciden en esta idea de una amplia comunidad basada en valores católicos perennes y en el referente magisterial de la jerarquía eclesiástica. Pero nos preguntamos, ¿es viable una propuesta así frente a la creciente pluralización de nuestras sociedades?
En el segundo caso --las comunidades emocionales-- se requiere poco de la mediación eclesial institucionalizada ya que su factor aglutinante es la experiencia, la afirmación e intensidad de las vivencias religiosas. Las comunidades --verdaderas ecclesiola in ecclesia-- son formadas en torno a focos de lo más dispares (grupos matrimoniales, renovación carismática, grupos de oración, grupos de autoayuda) pero con un eje transversal en común: el reencantamiento de una existencia insatisfecha. Por ello desde el punto de vista sociológico constituyen, por una parte, una suerte de protesta contra la impotencia de las sociedades modernas de cumplir sus promesas de progreso y realización personal, y por el otro, una expresión posmoderna de una religión móvil, no muy dogmática, enraizada en la experiencia de las personas que buscan las mejores vías de satisfacción individual.(22) Pero, ¿no se tejen estas comunidades en torno a una lógica egocéntrica, un tanto desentendidas de la iglesia en su sentido más amplio como así también de las grandes inquietudes sociales?
Por último Mallimaci habla del tercer tipo, el Catolicismo desde la
pluralidad, donde se busca vivir la fe desde “el amplio mundo de la exclusión,
sea esta social, de género, étnica, religiosa, de clase, cultural.”(23) Acá no
se detecta una conformación sociológica en particular (por ejemplo, no se trata
de un movimiento, ni de comunidades dentro de la iglesia) sino la sumatoria de
infinidad de grupos dispersos que buscan conformar redes y espacios desde la
práctica pluralista, estableciendo lazos con otras agrupaciones de la sociedad
civil. Su principal objetivo es “fortalecer la sociedad civil” a partir de la
creación de nuevos y más actores sociales.(24)
De la misma manera no hay propuestas para crear iglesias o comunidades
alternativas, sino democratizar la vida y las prácticas de las ya existentes.
Pero si bien la proyección social y cultural de esta variante es destacable,
¿dónde queda propiamente la experiencia eclesial?
Otros tipos de comunidades.
El campo religioso, sin embargo, es hoy en día solamente una de las dimensiones donde se plantea esta búsqueda de sentido y comunidad. Los sociólogos hablan hoy de las identidades individuales como espacios donde confluyen distintos niveles de identificación y pertenencia. Una noción cardinal en la literatura reciente ha sido este “deseo de comunidad” que se genera a partir del descreimiento frente a ideas como la “nación” y los desajustes de la cohesión social fruto de los vaivenes del mercado. Uno de los planteos más interesantes ha sido el de Néstor Canclini quien observa que este deseo de comunidad ha dejado de encontrar en las entidades macrosociales (como la nación o clase) su referente principal, y se dirige en cambio a “grupos religiosos, conglomerados deportivos, solidaridades generacionales y aficiones massmediáticas.” El rasgo en común entre todas estas comunidades atomizadas es que “se nuclean en torno a consumos simbólicos más que en relación a procesos productivos”. Esto significa que las sociedades latinoamericanas aparecen cada vez menos aglutinadas en torno a ideas de territorialidad, lengua o unidad política, fragmentándose en lo que el autor denomina “comunidades interpretativas de consumidores”.
¿Qué caracteriza a estas “comunidades”? Según nuestro autor éstas son “conjuntos de personas que comparten gustos y pactos de lectura respecto de ciertos bienes (gastronómicos, deportivos, musicales) que les dan identidades compartidas”.(25) El consumo, por lo tanto, no está sujeto sólo a los principios irracionales que normalmente atamos al complejo fenómeno psicológico del deseo sino que también manifiesta una “racionalidad sociopolítica interactiva”. Consumir no es solamente participar en un espacio de disputas por aquello que la sociedad produce para la satisfacción de necesidades materiales; también es el medio para enviar y recibir mensajes simbólicos que nos diferencian y a la vez relacionan con los demás.(26)
Para Canclini estas comunidades interpretativas de consumidores que florecen hacia el fin de este milenio tienen ciertamente sus peligros, por ejemplo, el de promover el “desenchufe” de los ciudadanos, la apatía hacia las desigualdades, el descreimiento en la práctica de la solidaridad. Pero contra las críticas un tanto apocalípticas del consumismo contrapone el hecho de que la “expansión de las comunicaciones y el consumo también generan asociaciones de consumidores y luchas sociales, aun en los grupos marginales”.(27) Las comunidades, en definitiva, sirven tanto para la evasión como para la recomposición de vínculos sociales .
rotos.
Pero aquí es donde debemos comenzar a plantear nuestras preguntas: ¿qué
concepto de comunidad se trasluce en las nuevas configuraciones descritas por
Canclini? Más aún, ¿qué tipo de “comunidad” se puede construir sobre la base de
deseos tan dispares? ¿Cómo se cuestionan las asimetrías que invariablemente
surgen ante la codicia de bienes naturalmente finitos? ¿Qué o quién regula el
acceso a dichos bienes? A estas preguntas el autor añade otras tal vez más
incómodas: ¿cómo entender que en nuestros países los partidos, sindicatos y
muchos movimientos sociales prefieren cada vez más la negociación al
enfrentamiento, las “soluciones” sectoriales y aún individuales a la
democratización política y a la redistribución de los bienes materiales y
simbólicos? El consenso y el cansancio parecen definir los polos un tanto
esquizoides de la decadente modernidad neoliberal. ¿Existen motivos para estar
en favor de los excluidos y explotados? --pregunta finalmente con cierto tono
de exasperación. Como única respuesta ofrece una cita de Walter Benjamín: “sólo
por amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza”.(28) La pregunta del millón, naturalmente, es qué
alimentará ese amor...
3. Reencantando nuestros
espacios: la iglesia como cuestionamiento al desencanto
En búsqueda de nuestro rostro(s): una práctica de comunión
Nuestro pequeño paseo a través de las tendencias y fuerzas que a mi entender están marcando la situación de muchas de nuestras sociedades nos devuelve ahora al lugar donde habíamos dejado a Agustín. Hablábamos de una suerte de puente entre Agustín y nuestra época, a saber, la pregunta por la identidad de la civitas dei definida no desde la abstracción sino desde una práctica diferente en medio de la decadencia de una época y el surgimiento de otra. Allá de la Roma esclavista e imperial a la Cristiandad feudal, acá de la modernidad y el neoliberalismo a . . . ¡aún no sabemos qué! David Tracy decía con razón que ésta es una época incapaz de darse nombre a sí misma.(29) No le voy a quitar el trabajo a tantos filósofos, sociólogos y otros analistas de la sociedad y la cultura. Seguramente, con el tiempo, tendremos una idea más definida de la época que hemos comenzado.
No obstante es aún en medio de este complejo entramado de comunidades de consumidores, identidades, mercado, globalización, donde la comunidad cristiana define su propio rostro --o tal vez rostros. Y esto lo hace no sólo para beneficio propio, sino también para el mundo: si la globalización no es una mera homogeneización sino un proceso de fraccionamiento y recomposición de sus pedazos(30), ¿cómo debe entenderse el rol de la iglesia en este reordenamiento? ¿Qué es lo genuinamente suyo a lo cual puede apelar sin caer en las tentaciones de un mero acomodamiento poscristiano? ¿De qué puede echar mano cuando su cometido no es el control, ni aún la manipulación de los hilos que mueven los procesos productivos? ¿Cómo puede ubicarse en el nuevo horizonte que despunta frente a otros procesos de “reencantamiento” de los espacios simbólicos y sociales? Es mi esperanza que enfatizando en el aspecto simbólico- sacramental de su existencia como práctica comunitaria, la iglesia ofrezca no sólo el más válido testimonio de su esencia, sino también un horizonte que al menos pueda insinuar algunos lugares desde donde “reubicar” los pedazos. Para ello es insuficiente “reencantar” las experiencias, los espacios, las esperanzas (como alguna vez ha hecho la teología “liberal”); se trata, más bien, de reencantar una práctica, la práctica misma de Dios. Es desde este lugar que podemos desmitologizar falsos encantamientos a la vez que practicamos una forma de solidaridad disonante con la prácticas dominantes. Será aquí donde aprendamos un idioma que nos permita también imaginar nuevas configuraciones de lo social, convencidos de que sin este espacio "encantado" no es difícil imaginarnos abandonados al desencanto general.
De horizontes y pedazos también sabía Agustín. Tratando de imaginar al mundo y a la iglesia de su época la propuesta de Agustín consistió en diferenciar el carácter y el perfil de la civitas dei como una sociedad cuya práctica emanaba de la felicidad eterna de los santos en la futura Jerusalén. Vio una comunidad de peregrinos cuyo objeto de amor era la paz prometida por el Cordero de Dios. Como dije, sin embargo, no seguiré la propuesta Agustiniana, pero sí les propongo aprender de este testigo a repensar a la iglesia a horcajadas de un mundo que se acaba y otro que comienza. Por ello nuestra inquietud debería transformarse --a partir del objeto de nuestro amor-- en una pregunta sobre la práctica, el modus vivendi que corresponde a aquello que nos ama. ¿De qué estoy hablando? Hablo de la iglesia como práctica de comunión.
Testimonio y comunión en Pablo y Lutero
Puede resultar un tanto extraño que cuando nos preguntamos sobre el testimonio de la iglesia en el mundo de hoy propongamos hablar de la iglesia como tal. En nuestro lenguaje cotidiano generalmente entendemos por testimonio el mensaje y la proclamación de la iglesia (viva vox evangelii - la iglesia como heraldo) y/o las obras de amor y servicio que desempeña en la sociedad (diakonía -- la iglesia como servidora).(31) Por supuesto que no estoy negando el aspecto extrínseco que funda y constituye a la iglesia y su testimonio. Sin embargo una visión un tanto “intrumentalista” o “vehículista” de la iglesia encierra un importante déficit que, en definitiva, redunda en una pobre espiritualidad y por consiguiente en una praxis pobre.
Por ello propongo que para hablar adecuadamente del testimonio cristiano hoy
debemos concentrarnos en la pregunta sobre el significado de la presencia de la
iglesia en y para el mundo. Ante de avanzar rápidamente sobre el
terreno del compromiso social, esto primero implica preguntarnos por la
práctica de la comunión, es decir, por aquello que le sucede a nuestro mundo
cuando éste es encontrado por el evangelio. No es la pregunta sólo por el
testimonio que transmite la iglesia en la sociedad, sino el testimonio que ella
misma es, que ella encarna como comunidad. Esto sugiere una aproximación
sacramental a esa comunidad que llamamos iglesia. La perspectiva que propongo
es entender a la iglesia no primariamente como un instrumento que Dios utiliza
para “operar” en la sociedad, sino el nuevo espacio comunitario que surge
cuando el Espiritu Santo “opera” en el mundo. Permítanme en este punto adelantarme
y disipar algunos de sus fantasmas y sospechas: Si, hablaremos de obras, pero
de la obra de Dios entre nosotros; también hablaremos de experiencias,
pero de experiencias que Dios tiene en nosotros; hablaremos de
prácticas, pero de la práctica que Dios tiene con nosotros. Insinuaré
que ésta era la visión de Lutero, sobre todo en sus escritos sacramentales.
Desde el punto de vista bíblico la idea de testimonio (marturía) involucra dos dimensiones, lo extrínseco y lo intrínseco. Por un lado marturía significa --siguiendo la concepción forense-- dar cuenta de algo, remitirse a otra cosa, apuntar a un fundamento o evento del cual hemos oído o visto (nadie puede ser testigo de sí mismo).(32)
Pero por el otro lado significa hacer presente en el que testimonia aquello que es testimoniado (testigos de Cristo significa testimonio de su resurrección y de su obra).(33) No es casualidad que en las primeras tradiciones cristianas la práctica sacramental-eucarística ocupase el rol de catalizador de estos aspectos extrínsecos e intrínsecos. Pablo, en su primera carta a los Corintios (11:27) pone esto en evidencia al criticar las divisiones producidas por una “mala praxis” de la Cena del Señor: después de la “anamnesis” referida a la práctica y palabras de Jesús (“Porque yo recibí del Señor...”, lo extrínseco) Pablo fustiga el falso testimonio provocado por el menosprecio a la dimensión comunitaria significada por el sacramento (la dimensión intrínseca). Al no discernirse el horizonte que da sentido a esta práctica --lo que Pablo llama el “Cuerpo” (¡cuerpo de Cristo que es la comunidad! Cfr. I Cor. 10:16s)-- naturalmente siguen las prácticas aberrantes en la comunidad: “porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga,” dice el apóstol. Si en la eucaristía era donde la esencia de la iglesia misma se hacía presente, viva, efectiva, la cólera de Pablo no es de extrañar. ¡El que come y bebe indignamente come y bebe su propio castigo! (v.29)
El camino seguido por Pablo apunta al centro del testimonio cristiano, a saber, el sentirse convocados y amados por la experiencia íntima de Dios con el mundo. La eucaristía es el momento de esa densidad espiritual que contiene, in nuce, la realidad de la iglesia como criatura del Espíritu. En esta dirección también avanza Lutero cuando sienta las bases de una profunda visión de la iglesia como comunidad en un escrito sobre la Cena del Señor.(34) Comenzando por la clásica distinción entre signo y significado, Lutero quiere recapturar la idea del sacramento como un evento, un acontecimiento signado por el dar y el recibir entre las partes convocadas. Lutero deja de lado las especulaciones corrientes sobre la transubstanciación de los elementos del pan y el vino en el verdadero cuerpo y sangre del Señor (una especie de metafísica del signo); su meta es enfatizar el significado del sacramento, es decir, “la obra de este sacramento...(que es) la comunión de todos los santos”. (35) La comunidad de los santos, por lo tanto, es la obra de Cristo, o como lo indica en el Catecismo Mayor, obra del Espíritu Santo “quien nos lleva primero a su comunidad santa y nos pone en el seno de la iglesia”.(36) Con Cristo formamos un mismo cuerpo espiritual.
La mayor novedad teológica de este concepto, sin embargo, no radica sólo en la definición de la iglesia como comunidad de santos o creyentes (ver, por ejemplo, communio sanctorum en CA VII) sino en la práctica o el ejercicio de amor entre los miembros que fluye de aquel que se les comunica, Cristo. El carácter simbólico de los elementos, como la transformación de los muchos granos en un pan, sirve de representación de la transformación de aquellos que en Cristo ejercitan la comunión. Lutero se lamenta de la mala praxis que surge de los muchos que con gusto sólo quieren disfrutar, pero no contribuir; aquellos que complacidos se acercan para cosechar los beneficios, pero que a su vez “no están dispuestos a ayudar al pobre, a tolerar a los pecadores, a proveer a los desafortunados, a sufrir con los dolientes, a rogar por los demás”.(37) Este el caso de aquellos que sienten un profundo apetito por comunidad, por lazos de fraternidad y sororidad, pero reacios a su aspecto sacrificial. La única forma de comunidad que surge del mero deseo de comunidad es una forma expandida o grupal de egoísmo.
Para Lutero la existencia cristiana, basada en la fe y en la justificación, contenía en si misma una profunda dinámica comunitaria que no es un simple añadido a la experiencia de fe sino que es intrínseca a ella. Así al entrar en una relación con Cristo en realidad salimos de nosotros mismos; encontrar nuestra verdadera identidad es recibirla desde afuera. Pero Cristo no vive como una mónada aislada sino que su misma existencia forma una sola carne y un solo cuerpo con la comunidad. Por ello Lutero habla de la existencia cristiana como una permanente “transmutación” o “transformación” de los unos en los otros. A causa del mismo amor de Cristo, dice,
también nosotros hemos de transformarnos y hacer nuestros los defectos
de todos los cristianos y tomar sobre nosotros su forma y sus necesidades y
darles participación en cuanto de bueno seamos capaces, a fin de que ellos
disfruten de ello. Esta es la verdadera comunión y el verdadero significado de
este sacramento. De este modo nos transmutamos los unos en los otros (inn
einander vorwandelt) y nos tornamos comunes por el amor (gemein durch
die liebe) , sin el cual no puede haber transformación.(38)
Es por causa del amor divino (que sólo puede entenderse como un amor entre las personas trinitarias que nos incorporan en su mismo amor) que los santos son transformados. Por ello lo que “cambia” no es una cualidad en nosotros --así el argumento escolástico-- sino las nuevas relaciones a las cuales el amor de Cristo nos conduce. Estas relaciones son, en primer lugar, una unio cum Christo, a partir del cual se teje una naturaleza indisoluble entre todo aquello que Cristo abarca.(39) Por ello lo que está unido a Cristo, se conforma a las formas (gestalt) en que Cristo busca la comunión con los desafortunados, los pobres, los pecadores. Las relaciones que nos involucran con Cristo, por lo tanto, no sólo inscriben el primer momento de la recepción pasiva de los beneficios (el momento del feliz o generoso “intercambio”) sino también ese “recibir” a Cristo es el evento fundante que opera en nuestro compromiso ético con el prójimo.(40) La reciprocidad de esas relaciones es lo que conforma el espacio de la comunidad llamada iglesia: disfrutar, ¡pero también ser disfrutado! Recibir, ¡pero también servir!.(41) Por ello la comunidad cristiana es siempre una comunidad de penitentes, es decir, de aquellos que reciben constantemente su existencia a través de un Cristo que nos sale al encuentro con muchos rostros. No sólo evangelizamos, sino que somos constantemente evangelizados.
Lutero fue muy duro a la hora de criticar el egoísmo colectivo reflejado en
las alternativas “encantadoras” de su contexto. En el escrito que nos ocupó el
Reformador polemiza no sólo con la concepción moralista e individualista
corriente de la práctica sacramental, sino que se confrontó también con las
populares “comunidades interpretativas de consumidores” de su época, las cofradías
y las hermandades femeninas. Aquí critica el egoísmo colectivo que se trasluce
detrás del disfraz de la asociación o de la retórica de la comunidad. También
en su contexto había un profundo “deseo de comunidad”, pero ¿de qué tipo?
Lutero, en su profundo realismo, no se engaña sobre la naturaleza estratégica
de las asociaciones, comunidades y agrupaciones en la sociedad. Pero por ello
mismo Lutero argumenta que no pueden arrogarse el mote de cristianas cuando el
objeto de su “consumo” es “buscar solamente lo suyo”.(42)
La comunidad verdaderamente cristiana, en cambio, “consume” para “ser consumida”,
participa para ser participada, disfruta para ser disfrutada. Paradójicamente
cuando otros consumen (reciben) nuestro amor, también ahí recibimos y
encontramos a Cristo. Mateo 25 nos recuerda este dato: nuestra identidad nos es
entregada por Cristo en el hambriento, encarcelado, el forastero,
el enfermo.
4. A modo de conclusión: un
espacio que reconfigura lo cotidiano.
Lutero nos ha llevado de la cuestión estrictamente sacramental --la práctica y significado de la eucaristía-- a la cuestión eclesial, al tipo de comunidad que se reúne en torno a esta práctica. Lo que aparece es una comunidad diferenciada, en discontinuidad con las lógicas colectivas que parecen guiar otras agrupaciones y asociaciones en el mundo. Pero, ¿no encierra esto también otro peligro, a saber, que por “encantar” una esfera “desencantamos” al resto? ¿No lleva esto a un ensimismamiento en nosotros mismos? ¿O peor aún, que todo el mundo debe ser “reencantado” a la manera cristiana? ¿Qué hacemos con los pedazos o parches, con esa red de espacios diferenciados que constituyen culturas, sociedades, mundos, en definitiva, lo cotidiano? Más aún, ¿que hacemos con los reclamos y las demandas que son intrínsecas a los otros referentes que constituyen nuestras identidades, como por ejemplo, familia, trabajo, etnia, nación? Seamos claros: estamos hablando aquí de la dimensión política y social de la práctica cristiana; estamos hablando del poder, es decir, de las maneras en que las voluntades y las relaciones circulan, se ejercen, se imponen, se consensúan o se aceptan. Estamos hablando sobre qué tiene que ver el “disfrutar y ser disfrutado” cristiano con la relación entre mujeres y hombres (y todas sus variantes), entre jefes y empleados, entre gobernantes y gobernados, entre laicos y pastores, entre el FMI y los desempleados, entre nativos y recién arribados. ¿Hay una “receta” cristiana para todas estas cosas?
La clave de respuesta la otorga la misma idea sacramental que aparece en Lutero, es decir, del “encantamiento” de Dios que hace surgir a una comunidad que come y bebe, recibe y da, comparte y es compartida. La insistencia de Lutero en la mediación material de la presencia de Cristo en la comunión (el tema en la disputa con Zwinglio y los suizos) apunta no sólo a los elementos del pan y el vino, sino a lo que acontece alrededor del pan y el vino: pecadores que reciben su existencia “de nuevo” al compartir el pan. La existencia que reciben es la existencia que se nos otorga en Cristo, una existencia que posiciona a la creación toda dentro de la historia íntima de Dios. Acá nuestras vidas son reencantadas por Dios; y esto es lo que nos permite vislumbrar lo distinto, lo más justo, lo deseable.
Recordemos: vidas que recibimos “de nuevo” a partir de una manera distinta de estar juntos. Sin este “experimento” de Dios con el mundo realmente no habría muchas esperanzas; sin esta visión de una creación cuyo futuro está en Cristo no habría razón para ninguna lucha más que la lucha por nuestros propios intereses. Como muchas de las “comunidades” que surgen hoy, nos agruparíamos en bandadas para explotar nuestras diferencias y maximizar nuestras ventajas comparativas frente a los otros. Por ello es que la forma de nuestra existencia como comunidad es tan importante; ella misma es testimonio; no sólo acarrea un mensaje sobre ciertos valores que consideramos cruciales sino que también comunica la manera en que Dios llega a nuestro mundo.
El simbolismo y la práctica eucarística, por lo tanto, no es ritual mecánico, una especie de “ticket” para la salvación. Refiere a lo que Dios hace con nosotros; proclama que el destino de la humanidad y de la creación toda tiene un destino comunitario, el disfrutar y ser disfrutado. La comunidad cristiana anticipa esta realidad en su seno, en la práctica de la comunión como el poder que viene de Dios.(43) Y es en esta práctica que nos vamos descubriendo como personas; es el poder de hacernos vulnerables porque Cristo nos hace “accesibles”. El “feliz intercambio” que es la comunión en Cristo nos participa de su poder, el poder de que lo excluido sea incluido, el poder de convocar a los desplazados, de hacer visibles a los invisibles, de ensayar nuevas formas de estructurar nuestros espacios y relaciones. ¿Acaso deberíamos hablar aquí de nuestras congregaciones como “laboratorios del espíritu”(44), donde se practica y se imagina una manera distinta de ser y estar en el mundo? Jubilados sin recursos, niños abandonados, jóvenes sin capacitación, desempleados, mujeres solas con hijos, inmigrantes, cuentapropistas, personas que viven de maneras diferentes su identidad sexual: en ellos, con ellos y a través de ellos nuestra existencia en Cristo es recreada. Dar la espalda significaría la mala praxis del cual Lutero hablaba: querer disfrutar de la salvación que Cristo ofrece sin acompañar al Cristo que padece.
El mismo carácter sacramental o simbólico de la comunidad cristiana significa que no estamos proponiendo a la iglesia como el espacio donde todos los problemas del mundo sean solucionados. Tampoco podemos imponer nuestra práctica a la sociedad, ni que la iglesia tenga que reemplazar las responsabilidades que competen a los distintos sectores de la sociedad civil y política. Más bien desde la práctica de la iglesia como comunión ofrecemos al mundo un espacio desde donde vislumbrar otras formas de experimentar lo cotidiano. Que nuestras iglesias sean espacios donde practicar una humanidad distinta es el acto de resistencia y desafío más serio que pueda lanzarse en la fluidez de nuestro mundo. Es una invitación para volver a “encantarnos” con una creación que parece desprendida de todo propósito . Las críticas “proféticas” siempre tendrán su lugar, pero lo que más nos interesa es ofrecer un lugar, un espacio, un lar. Es desde estas prácticas que el hechizo actual puede ser quebrado. Verdadero exorcismo de valores nefastos.
Por ello lo que nuestro testimonio ofrece está exento de aristas conflictivas, de una cierta disonancia, de un profundo cuestionamiento al intentar vivir con este “sistema operativo” de la comunión en medio de otras formas de asociación y agrupación. ¿Qué otros “programas” pueden “correr”? ¿No es el mundo una disputa de sistemas operativos? Jamás tendremos descanso frente al ejercicio constante de sopesar las distintas identidades y formas de comunidad que también forman o deforman nuestras vidas. Lo paradójico es que sabemos que la vida, en las condiciones de este espacio y tiempo, sólo puede florecer si también es contenida y expresada en espacios familiares, económicos, étnicos y estatales (lo que la tradición de la Reforma llamó órdenes o mandatos). El mutuo reconocimiento, la solidaridad, la protección están también aquí presentes --aunque con metas y mecanismos diferentes. Pero siempre existirá una tensión entre las distintas configuraciones de estas comunidades y la práctica cristiana. No es su reemplazo lo que se busca, sino reimaginarlas y repracticarlas a partir de una nueva experiencia de estar “encantados” por lo que Dios promete a este mundo.
Nuestra práctica cristiana implica así una nueva existencia “encantada”
frente a nuestro tiempo, una nueva valoración de las cosas, una renovada pasión
por la vida. Es un espacio que va formando un perfil, un carácter, inculcando
ciertas virtudes; la práctica de la mutua consolación, de cargar con nuestras
cargas, de recibirnos nuevamente en los otros, son las cosas cotidianas que
transmiten una especie de “cultura”, una forma de estar en el mundo. Nuestra
convicción es que esta forma de “estar” es la forma en que Dios se ha elegido
comunicar. Pero no tenemos otras armas más que el poder de seducción de la
cultura y la práctica que encarnamos. Aquí esta nuestro mensaje: no porque de
repente nos hemos tornado sobre sobre nosotros mismos, sino ¡porque Dios se
torna en nosotros hacia el mundo! Una cultura de la comunión; esa es la
esperanza que nos inspira ante el nuevo siglo.
Notas
1. Xabier Gorostiaga, “Entre la crisis de la revolución neoliberal y la emergencia de la globalización desde abajo”, Nuevo Mundo 1995/50, p. 107.
2. Juan José Sebrelli, El asedio a la modernidad (Buenos Aires: Sudamericana, 1991), p. 87.
3. Robin Collingwood, Ensayos sobre la filosofía de la historia (Barcelona: Barral, 1970), p. 127.
4. Eric Hobsbawm, The Age of Extremes: A
History of the World, 1914-1991 (New York: Vintage Books, 1996), p. 558ss.
5. Samuel Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Buenos Aires: Paidós, 1997), p. 364-367.
6. Francis Fukuyama, The End of History
and the Last Man (New York: The Free Press, 1992), p. 333ss.
8. Vivian Forrester, El horror económico (Buenos Aires: FCE, 1996), p. 11-15.
9. Ver Jung Mo Sung, Economía: Tema ausente en la Teología de la Liberación (San José, Costa Rica: DEI, 1994), p. 153ss.
10. Ver
David Harvey, The Condition of Postmodernity: An Enquiry into the Origins of
Cultural Change (Cambridge, Mass.: Blackwell, 1989), p. 201ss.
11. La demanda sacrificial de las economías neoliberales ha sido ampliamente desarrollado por Franz Hinkelammert y Jung Mo Sung. Desde el punto de vista de la emergencia ecológica que esto provoca, ver Leonardo Boff, Ecología: Grito de la tierra, grito de los pobres (Buenos Aires: Lumen, 1996).
12. Seguimos aquí las sugerencias de Michael Walzer, Spheres of Justice: A Defense of Pluralism and Equality (New York: Basic Books, 1983), p. 17. Esferas no se entienden aquí como compartimentos estancos o autocontenidos, sino como espacios de densidades diferenciadas constituidas por lógicas o racionalidades distintas, componiendo juntas el entramado de la vida en todas sus dimensiones.
13. Blaise Pascal, Pensamientos, trad. e introducción por J. Llansó (Madrid: Alianza Editorial, 1981), fragmento N 58, p. 36.
14. Ver Daniel García Delgado, “Argentina: La cuestión de la equidad”, Nueva Sociedad 139 (1995), p. 11.
15. Ver en especial los primeros cinco libros donde Agustín desmenuza el horizonte axiológico de Roma. Los adoradores de los dioses paganos tienden naturalmente a calcar sus conductas desde el patrón de los vicios y las injusticias representadas por los dioses; La ciudad de Dios, tr. Díaz de Beyral (Madrid: Apostolado de la prensa, 1929)
16. Cfr. John Milbank, Theology and
Social Theory: Beyond Secular Reason (Oxford: Blackwell, 1990), p. 283.
17. Agustín, Sermo 25. Citado en
Henry Chadwick, Augustine (New York: Oxford University Press, 1986), p.
101.
18. Thomas Luckmann, La religión invisible: El problema de la religión en la sociedad moderna (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1973).
19. Fortunato Mallimaci, “El Catolicismo Latinoamericano a fines del milenio: Incertidumbres desde el Cono Sur”, Nueva Sociedad 136 (1995), p. 164.
25. Néstor García Canclini, Consumidores y ciudadanos: Conflictos multiculturales de la globalización (México: Grijalbo, 1995), p. 196.
28. Ibid., 198. Una interesante formulación secular que refleja algo del ethos de la doctrina luterana de la justificación: no son las cualidades del otro lo que lo hace objeto de nuestro amor, sino que su misma condición y necesidad evoca el amor con que Cristo nos ama.
29. David Tracy, “Dar nombre al presente”, Concilium XXVI/227 (Enero 1990), p. 81.
31. El sociólogo Peter Berger habla del reemplazo protestante de la presencia sacramental de Dios por la idea de una Palabra cuasi-docética, cuyo papel refiere a la comunicación de sentido.
32. Cfr. Juan 3:11 “En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto...”(BJ). Jesús remite al Padre, no a sí mismo.
33. Cfr. Lucas 24:48; Hch. 1:22; 2:32; 3:15, etc.
34. Martín Lutero, Obras, t. V, “Sermón acerca del dignísimo sacramento del santo y verdadero cuerpo de Cristo y las cofradías” (Buenos Aires: Paidós, 1971), De modo análogo en un escrito posterior (“Confesión sobre la Santa Cena de Cristo,” 1529) la visión cristológica y trinitaria de Lutero se destila claramente a través del tema eucarístico. Sobre el tema eclesiológico en Lutero, sobre todo en torno a la idea de koinonía-communio, ver Heinrich Holze, ed., The Church as Communion: Lutheran Contributions to Ecclesiology, LWF Documentation 42/1997(Ginebra: LWF, 1997), especialmente los artículos de Alejandro Zorzin, Simo Peura y Rolf Schäfer.
36. Catecismo Mayor, Artículo Tercero, p. 443, en Libro de Concordia, ed. A. Meléndez (Saint Louis: Concordia, 1989).
39. Ver Simo Peura, “The Church as a
Spiritual Communion in Luther”·, en Holze, p. 99.
40. Por ello la única manera de entender correctamente la relación fe/obras, justificación/justicia, celebración/vida, justificación/salvación, es a través de la noción enhypostática de la praxis del cristiano que refieren a las buenas obras que son realizadas dentro del horizonte de la vida de fe, que siempre es una realidad pneumática.
41. “De este modo la comunión tiene dos aspectos: primero, disfrutamos de Cristo y de todos los santos; segundo, permitimos que también todos los cristianos disfruten de nosotros, en cuanto ellos y nosotros podamos”, Lutero, Obras V, p. 215.
42. Ibid., 217. “Con esto aprenden a buscar solamente lo suyo, a amarse a sí mismos, a preocuparse se y solamente de su persona, a no atender a los demás, a creerse mejores que los demás y a atribuirse más privilegios ante Dios en comparación a sus semejantes”.
43. Sobre este punto ver Wolfhart
Pannenberg, Christian Spirituality (Philadelphia: Westminster, 1983), p.
47.