Site hosted by Angelfire.com: Build your free website today!

 Universo en expansión, ¿contracción de la teología? Apreciaciones sobre la cosmología científica y su impacto en la reflexión teológica

 

Por Dr. Guillermo Hansen

 

 

“La cosmología tiene la habilidad de asirnos en forma  profunda, visceral, ya que entender cómo comenzaron las cosas es... tal vez  lo más cercano  que lleguemos para entender por qué comenzaron”

John Greene, físico

 

 “…mi sospecha es que el universo no sólo es más raro de lo que suponemos, sino más raro de lo que podemos llegar a suponer...”

John Haldane, bioquímico

 

“¿Puede el universo tornarse más extraño? Oh, si”.

Scientific American, enero 2001

 

 

 

La admiración y reverencia ante la naturaleza y la creación ya no son emociones exclusivas de los espíritus religiosos, poéticos o aún filosóficos. Es cierto, transmitir un sensus numinis, la fascinación y el asombro ante un panorama ignoto y deslumbrante, ha sido de la incumbencia de religiones y sus cosmologías. Las religiones, que duda cabe, nutren y se nutren del estado mental y emocional que germina allí donde las palabras y lógicas corrientes ceden ante lo heterogéneo, lo extraño, lo chocante, lo asombroso. Cuando el sentido común y la inteligencia son desbordadas por la majestuosidad del universo y sus poderes ocultos --sus dioses-- surge ese sentido de lo fascinante y sobrecogedor que tan bien ha descrito la fenomenología de la religión. Sin embargo las disposiciones subjetivas y sus correspondientes emociones cambiaron drásticamente con el advenimiento de la modernidad. El positivismo y el cientificismo clásicos, afincados en el siglo 19, crecieron en forma proporcional al vaciamiento de todo “encanto” trascendente en la naturaleza y el universo. Una dicotomía básica se instaló entre las provincias de la fe y la subjetividad por un lado (luego abordada por la aproximación “científica” del psicoanálisis), y la objetividad de la naturaleza accesible a los métodos de exploración científica por el otro. Pero hoy en día ese terreno de lo asombroso –ese desborde que entrelaza la subjetividad y el universo—recibe una nueva dosis de plausibilidad ante el cambio espectacular de las perspectivas e hipótesis científicas que, paradójicamente, nacen de las mismas disciplinas que exitosamente cercenaron amplios espacios a la imaginación religiosa. 

 

El siglo 20 fue testigo de una espectacular proliferación de conceptos y perspectivas científicas acerca de la naturaleza y el universo. Nociones como quasars y quarks, pasando por supercuerdas y gluones, caos y autopoiesis, hasta el postulado de múltiples universos, modifican de manera substancial la forma de entender el espacio, la materia, el tiempo, la energía y, en definitiva, el origen y destino del cosmos y de la vida. El valorado “sentido común”, guía fundamental de la experiencia diaria, hasta cierto punto ha demostrado ser totalmente inadecuado a la hora de explicar aquellas cosas o eventos que hacen que algo sea. Pero a la par de las osadas teorías que señalan un capítulo más en la aventura humana del conocimiento, resulta igualmente considerable el grado de fascinación y éxtasis cuasi-religioso que embarga a un gran número de científicos a medida que el universo les devela sus misterios. Referencias místicas y religiosas no son extrañas a los postulados de un Albert Einstein, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Erwin Schroedinger y Wolfgang Pauli, entre muchos otros físicos y matemáticos[1]. Si bien su asombro tal vez no sea expresado con refinación poética, formulaciones de todo tipo sirven para expresar una fascinación creciente ante las realidades y posibilidades que encierra el universo. Por esta vez pareciera que los límites del lenguaje no denotan necesariamente los límites de nuestro universo...

 

¿Nos encontramos ante un despertar del gran letargo de la racionalidad positivista del siglo 19, que auguraba a la religión un declive inversamente proporcional al avance de las explicaciones científicas? Aunque a la hora de explicar “la realidad” todavía perduran bolsones tanto del autoritarismo religioso como científico, se impone paulatinamente la convicción de cuán inadecuada resulta para la mente y el espíritu humanos ese “bilingüismo” donde el leguaje científico y religioso se consagran a esferas completamente separadas, hasta excluyentes. Basta un repaso por las más recientes reflexiones cosmológicas de nuestra época para darnos cuenta de que algo novedoso está aflorando, inclusive, una nueva sensibilidad religiosa ante el universo[2]. Si esto es conducente o no a lo considerado “religioso” desde el punto de vista cristiano es, por supuesto, una cuestión para ser definida en otra oportunidad. Lo que interesa constatar es que ante los límites, ante lo inaudito, ante el aparente carácter inconmensurable de las revelaciones que cede el universo, brota desde muchas mentes abocadas a la investigación científica un sensus numinis. Paul Tillich, décadas atrás, anticipaba la función “religiosa” de las ciencias cuando éstas nos acercan a las “situaciones límites”, lugar donde racionalidad y existencia se sienten sobrecogidas[3]. Hoy día el conocimiento del universo es una de estas grandes manifestaciones de la situación límite, un ámbito que –como manifestaré más adelante-- invita a una decisiva y confiada interpretación teológica.    

 

La teología comenzó a percatarse de este escenario recién en las últimas dos décadas, encarando un intenso diálogo a partir de los años ‘90[4]. Sin embargo, el grueso de los teólogos y teólogas siguen un tanto distanciados del mismo.  La teología, aún en nuestra región latinoamericana, ha permanecido a la defensiva demasiado tiempo como para percatarse de las enriquecedoras perspectivas de estos nuevos descubrimientos. Muchas veces esta apatía no se debe a un desconocimiento de los hechos, ni tampoco a una lejanía contextual, sino a un hábito metodológico que como estrategia de defensa proclama la idiosincrasia de sus propias fuentes cognitivas, estableciéndose claras fronteras de idoneidades con respecto a otros ámbitos del conocimiento humano.  Por ejemplo, es frecuente que nuestro Protestantismo neo-kantiano o, en muchos casos, nuestra herencia neo-ortodoxa, se crispe ante la sola mención de la relación entre ciencia y teología. No se trata de cargar todas las culpas en un solo autor, pero valga como ejemplo lo que el gran Karl Barth metodológicamente marcó hace tiempo: la tarea teológica debe ser entendida como un proceso hermenéutico sólidamente enmarcado por las categorías bíblicas –claramente distinguible de otros “juegos de lenguaje” no teológicos. De esta forma lo que la ciencia pueda decir sobre la naturaleza es indiferente a lo que la teología enuncia sobre la creación a partir de sus propias fuentes reveladas. Para el creyente contemporáneo las “sagas” de los primeros capítulos del libro del Génesis se mueven en una órbita que no necesitan de ninguna “mediación” actualizada. En palabras del propio Barth, no hay “ninguna problemática, objeción o asistencia científicas con relación a lo que las Sagradas Escrituras y la Iglesia Cristiana entienden como la obra divina de la creación”[5].

 

De acuerdo a esta perspectiva neo-ortodoxa (que tanto ha contribuido en otras áreas) no es que la ciencia y la teología tengan distintas perspectivas sobre el mismo objeto, una suerte de complementariedad, sino que lisa y llanamente hablan de objetos distintos. Pero si esto es así, ¿cuál sería el marco o paradigma que fundamente el discurso cristiano sobre la creación y la redención de esa misma creación? ¿Qué verosimilitud puede tener la afirmación de la resurrección en una teología que no considera lo que las ciencias dicen sobre la estructura y composición de la energía y la materia? En definitiva, ¿por qué apostar a los relatos bíblicos y no, por ejemplo, a las intricadísimas especulaciones metafísicas hindúes en los Upanishads a la hora de conformar nuestro universo mítico-simbólico? Por el momento basta concordar con lo afirmado por Wolfhart Pannenberg cuando dice que el discurso teológico sobre Dios como creador permanece vacío si no es relacionado con la descripción contemporánea sobre la naturaleza del universo[6].  A mi juicio este hecho se debe principalmente a tres motivos interrelacionados: en primer lugar a los paralelismos existentes entre las afirmaciones teológicas y científicas sobre la naturaleza; en segundo lugar a la tendencia y necesidad intrínseca de toda cultura a elaborar una cosmovisión integrada de todos los ámbitos de la inteligencia humana; y por último a la misma exigencia interna de la teología cristiana sellada por la necesidad de realizar una lectura teológica positiva de la naturaleza desde sus núcleos de fe centrales.

 

Pero no sólo como protestantes sino también como latinoamericanos acarreamos otro lastre metodológico. La teología de la liberación, uno de los últimos grandes exponentes de una teología moderna centrada en la Historia, arrojó un manto de sospecha sobre todo discurso que no estuviese preñado de la jerga sociológica y decididamente orientado a la praxis de liberación socio-política. Tal vez por ello siempre existió el recelo de que los intereses cosmológicos de una teología podrían distraer de las responsabilidades históricas, o responder a los intereses de las “clases dominantes” –clase supuestamente ansiosa de reconciliar la fe y la ciencia. Aunque por un lado fue rica en la interpretación de la historia y la redención, por el otro lado la teología de la liberación demostró una pobreza proporcional en la interpretación de la naturaleza y de la creación. Tanta urgencia práctica llevó a muchas imprecisiones conceptuales que, a pesar de la dialéctica postulada entre teoría y práctica, redundaron precisamente en pésimas lecturas sobre “la realidad” y el consiguiente desfasaje en la propia práctica.  En síntesis, ¿puede una teología que busca seriamente anclarse en el principio de la historia salvífica ignorar el marco cosmológico dentro del cual supuestamente se insertaría la historia de la salvación?[7] Más aún, ¿cómo se reconcilian las categorías mitico-mágicas de la religiosidad popular con el discurso del ser humano como sujeto de la historia, concepto claramente deudora de otra cosmovisión? ¿Es ético rescatar de la religiosidad popular sólo los principios funcionales a una “praxis” que, de hecho, fue implícitamente imaginado desde categorías filosóficas y antropológicas subsidiarias de la cosmología contemporánea occidental? En la misma dirección, pocos se plantearon la coherencia subyacente ante la idea de una liberación en la historia humana cuando la historia del cosmos parece encaminarse irremediablemente hacia un estado de equilibrio, indiferente u hostil a la existencia humana misma. Pocos han lidiado con el  aparente absurdo de apelar a una trascendencia  (liberadora) en un universo que parecería no requerir de ningún tipo de Dios personal para dar cuenta de sus estructuras fundamentales. ¿Hasta cuando se podrá movilizar simbólicamente al pueblo creyente en la dirección de un Dios o una trascendencia cada vez más huidiza?

 

En suma, cada vez se hace más necesario enfatizar las consecuencias metodológicas y conceptuales que se desprenden frente al hecho que la religión –sea cual fuese— no posee en la era de las ciencias el rol determinante en la construcción de cosmologías. Por ello, como bien lo indica Ian Barbour[8], examinar los aspectos cognoscitivos (falsedad y verdad) de la teología debería constituir una tarea crucial: si los relatos religiosos son experimentados como incongruentes con la cosmovisión que determina a un contexto, y de no mediar propuestas hermenéuticas coherentes, irremediablemente perderán el poder de enmarcar acciones morales e incitar las adhesiones necesarias tanto para su propagación y supervivencia, como para la transformación del medio de acuerdo a sus ideales. El corazón de la persuasión religiosa radica, precisamente, en su fundamento y su origen trascendental; una alteración de su referente invariablemente acarrea una merma en sus demandas y solicitudes morales[9]. En definitiva, la ética siempre está vinculada a ciertas creencias acerca de la realidad; la recomendación de un modo de vida o una transformación social implica tácitamente que el universo es concebido de una forma y no de otra. Por todo ello, ¿es posible seguir ignorando las formulaciones de aquellos que hoy investigan y describen aspectos centrales a nuestro universo, y por ende, de nuestra especie humana? Queda en claro que no se trata de casarse con cuanta teoría esté en boga, menos aún de desatender el compromiso con el prójimo; pero tampoco se trata de ser avestruces desechando las implicancias reales del desafío cognitivo. Pero precisamente para que ello no ocurra es imperioso el acercamiento crítico pero decidido a las teorías que enmarcan la cosmología contemporánea. Esto permite delinear las mínimas pautas y condiciones de plausibilidad para que las afirmaciones y compromisos religiosos se conviertan en mapas de territorios realmente existentes. 

 

Afortunadamente algunos autores latinoamericanos se percataron de la importancia de relacionar una teología comprometida con la problemática social y el conocimiento científico actual. El teólogo uruguayo Juan Luis Segundo fue quien –desde el comienzo al fin de su carrera—insistió en que una consideración teológica seria de la historia requiere un encuentro fructífero con la cosmología científica contemporánea en función de la inteligibilidad de las afirmaciones cristianas sobre el origen y destino de la realidad toda. La obra de Segundo puede considerarse –utilizando sus propias palabras— como una “contribución para que los dogmas centrales del mensaje cristiano puedan re-formularse de modo que adquieran más claridad, actualidad, profundidad y riqueza vital”[10]. En síntesis, se trata de un encuentro con formatos epistemológicos que en principio pueden parecerles  extrañas a la teología, pero que no obstante afectan y determinan tanto el conocimiento como la experiencia de la época.  

 

En lo que sigue procuraré seguir esta senda tomando en cuenta el cambio fundamental en la situación de la teoría científica actual sobre la naturaleza y el universo. Esto permitirá lanzar algunos puentes por sobre las muchas lagunas que nuestras tradiciones nos han legado. Asumo que el dinamismo de un compromiso se establece en proporción directa a la inteligibilidad y coherencia que un marco teórico –como el religioso—pueda “construir” con la multiplicidad de datos que marcan el escenario contemporáneo. Pienso, por ello, que una teología responsable tanto hacia las afirmaciones histórico-religiosas que dieron lugar a sus relatos fundantes como hacia la problemática social, tendrá que ser igualmente responsable hacia el estado del conocimiento contemporáneo sobre la realidad física, es decir, sobre el estado actual de lo que se considera la naturaleza y/o “universo”. Sólo dentro de este marco mayor alcanzará inteligilibilidad el sentido trascendente tanto del compromiso ético con otro tipo de sociedad como el verdadero escándalo ante la pobreza y sus repercusiones eco-globales.

 

Procederé de la siguiente manera: en la primera parte se describirá los contornos de lo que constituye la nueva cosmología propuesta desde los diversos campos de las ciencias de la naturaleza. Me interesa puntualizar el nivel cosmológico ya que éste es un intento de interpretación y construcción filosófica que pretende dar un marco general de sentido a partir de la explicación sobre el origen, las estructuras fundamentales y el desarrollo del universo. Esta es la instancia que tengo principalmente en mente cuando hablo del diálogo o relación entre ciencia y teología. En una segunda parte describiré algunas de las propuestas que intentan establecer puentes entre el relato científico sobre el universo y la religión/teología. Finalmente, tomaré algunos elementos de esta cosmología y desentrañaré algunas implicancias para la tarea teológica. Me concentraré más que nada en el valor heurístico de dichas hipótesis para el pensar teológico, más que en la interpretación general que pueda hacer la teología de la cosmología científica como tal. Esto lo haré en forma de breves afirmaciones e hipótesis.

 

 

 

I. Contornos del nuevo relato cosmológico

 

El increíble cúmulo de conocimientos producidos durante el siglo 20 por la física, la astronomía, la biología, la neurobiología y la cibernética entre otros campos, han sido lenta pero irreversiblemente entretejidos para dar lugar a un gran relato científico sobre los orígenes, evolución y estado del cosmos y de la vida. Muchos llaman esto una “nueva épica de la creación” (Thomas Gilbert) o “épica de la evolución” (Loyal Rue); otros lo denominan “un nuevo paradigma holístico” o “ecológico” (Fritjof Capra).

 

Frente a la meticulosidad y el árido lenguaje lógico-matemático propio de las ciencias físicas importa destacar que el alcance de sus formulaciones no se reduce a la enumeración de datos fehacientes sobre el origen, composición y posible destino del universo y de la vida. También proveen las bases para una verdadera narración cosmovisional que apunta a la reacomodación de la experiencia humana en vistas de las perennes preguntas metafísicas cuyas respuestas fueran otrora propiedad de la esfera religiosa. Ante este trasfondo se puede apreciar aún más no sólo la trascendencia que tiene la alteración de un marco conceptual para la religión y la teología, sino también la crisis que se desencadena en  toda visión religiosa nacida y ligada a cosmologías y categorías propias de la así llamada “era axial” [11]. En este punto el Cristianismo no es una excepción –como bien lo notó Rudolf Bultmann a pesar de su renuncia a toda referencia cosmológica seria en su programa de desmitologización[12].

 

Este paradigma-relato-cosmología tiene como trasfondo la gran revolución de Nicolás Copérnico en la astronomía del siglo 16, afianzada luego por Johann Kepler, Tycho Brahe y Galileo Galilei, culminando con el gran paradigma mecanicista de Isaac Newton, Laplace y sus seguidores. De la misma manera las contribuciones de Charles Darwin sobre el origen y evolución de las especies (1859) no sólo revolucionó el campo de las ciencias de la vida, sino que proveyó un marco “evolutivo” para la comprensión del universo como un todo. En todos los casos el impacto sobre la visión religiosa y teológica no se hizo esperar: al principio tenue con las mismas insinuaciones teológicas de Newton (el universo como sensorium divino), virulenta hacia el final ante la clausura de toda teleología “religiosa” en el relato evolutivo de Darwin (que entre otras cosas ocasionó el surgimiento del Fundamentalismo evangélico), el papel de la religión y las formulaciones teológicas sobre Dios y la naturaleza se vieron substancialmente modificadas. La diversidad de las propuestas teológicas del siglo 19 y 20 se debe en parte al impacto producido por este paradigma mecanicista[13].

 

Pero este relato científico mecanicista comienza a ser reemplazado por la nueva física y la nueva biología del siglo 20, dando un nuevo cariz al paradigma científico y cosmológico dominante. Para muchos esta nueva visión cosmológica construida desde las ciencias es a la vez fascinante y aterradora, reveladora y confusa, comprensiva y minuciosa, sistémica y caótica, abriendo nuevas problemáticas y oportunidades para el pensamiento no sólo sobre el universo, sino también sobre la trascendencia y Dios. Recientemente nada menos que Stephen Hawking, un conocido físico inglés, lanzó la inquietante pregunta de si todavía queda algún rol para un Dios creador en el marco de un universo finito aunque sin fronteras[14]. En otros casos, el mismo cúmulo de conocimientos insospechados que el propio universo cede a la  curiosa mente humana también legitima la actitud de reverencia hacia el universo mismo y la vida que ella contiene. Tal es el caso del físico y cosmólogo Edward Hamilton, para quien el “Universo” es análogo al concepto religioso de “Dios”, aunque nuestra aproximación a él/ella sólo sea mediada por nuestras parciales construcciones o “universos”(en referencia a las distintas cosmologías –aún religiosas—que han acompañado a la evolución cultural humana)[15].

 

¿Cuáles son las características más notables de esta cosmología contemporánea? Junto al físico John Maddox[16] y al teólogo William Stoeger[17] podemos hablar de tres “constelaciones básicas” o “hitos” que demarcan  los principios fundamentales de esta cosmovisión científica. A su vez estos hitos conforman un nuevo marco en el cual los postulados teológicos flotan en busca de una nueva inteligibilidad. Como se podrá observar, cada una de estas teorías e hipótesis encierran hondas implicancias para nociones teológicas fundamentales como ser naturaleza, pecado, gracia, providencia, creación, espíritu, alma, cuerpo, salvación y Dios.

 

La constelación de la relatividad, la astronomía y la cosmología. Nos encontramos aquí con las distintas perspectivas sobre la complejidad y vastedad del universo así llamado “visible”. La física, la astronomía y la astrofísica son algunas de las disciplinas que se abocan al estudio de los distintos factores que constituyen el universo. Desde Copérnico, la ciencia en este campo ha pasado por una serie de revoluciones que ha implicado la redifinición de lo que constituye el “centro” del universo. Así del conocimiento de que la Tierra no es el centro del sistema solar (Copérnico) se pasó a la noción de que el sol no es el centro de nuestra galaxia (Newton), hasta llegar a afirmar que nuestra galaxia es solamente una entre miles de millones de galaxias sin ningún centro aparente (ya esbozado por Kant y confirmado a partir de las observaciones del astrónomo Edwin Hubble). En lo que hace al estado actual de esta constelación las siguientes teorías son las centrales: 

 

(a)   La teoría de Einstein sobre la relatividad y su concepción geométrica de la gravedad y el espacio-tiempo. Para Einstein la presencia de energía y materia (donde la materia es energía condensada) determina no sólo la curvatura del espacio, sino también del tiempo. De esta manera se inaugura una comprensión más compleja del espacio-tiempo cuya medición y percepción es relativa a la posición y velocidad del observador. Entre otras cosas esta teoría permitió tener una nueva noción de las distancias en el universo (medidas sobre la base de la velocidad constante de la luz), comprender que es imposible hablar de un momento “presente” universal ( se habla mas bien de cuadros inerciales), y cómo materia-energía y espacio-tiempo interactúan modificándose recíprocamente.  Por ello también apuntaló un modelo más dinámico de la naturaleza al entender que el espacio-tiempo no sólo afecta los sucesos que en ella se desarrollan, sino que es afectado por todo lo que sucede en el universo[18].

 

(b)   A partir de las observaciones astronómicas de Edwin Hubble (1924) se postulan dos teorías que resultarán revolucionarias para la cosmología: en primer lugar el hecho de que nuestra galaxia es un fenómeno ordinario y corriente en un océano compuesto de miles de millones de galaxias que, a su vez, contienen miles de millones de estrellas. Nuestra galaxia tiene un diámetro aproximado de cien mil años luz (es decir, la distancia que le lleva a la luz recorrer un extremo al otro), y el sol se encuentra en uno de los brazos exteriores de esta galaxia en forma de espiral (por otra parte, forma común a otras galaxias). En segundo lugar Hubble también  determinó que el universo no es estático sino que se encuentra en pleno proceso de expansión, tal como lo indica el “corrimiento hacia el rojo” (red-shift) de la luz emitida por casi todas las galaxias observables. Según Stephen Hawking, esta ha sido una de las revoluciones intelectuales más fenomenales del siglo 20, ya que terminó con la visión estática que caracterizó a casi todas las cosmologías previas[19].

 

(c)   Sobre la base de las teorías precedentes se desató una serie de teorías cosmológicas sobre el origen del universo, su extensión y sobre su posible destino. La primera y más aceptable hoy en día es la cosmología del “Big Bang”, forjada a partir del descubrimiento de Hubble y su postulado de la expansión. Se fija así una singularidad como “origen” de nuestro universo hace aproximadamente quince mil millones de años, y su “destino” sería o un colapso gravitatorio denominado “Big Crunch”, o la expansión y el enfriamento ad-infinitum en la línea de la degradación de la energía postulada por la segunda ley de la termodinámica (entropía). Otros, en cambio, tal vez un tanto sospechosos de que la idea de un Big Bang parece favorecer la misteriosa acción de un “creador”, avanzan la teoría del estado estacionario (steady state). Según esta teoría no habría necesidad de postular un comienzo u origen del tiempo y del espacio, sino una generación continua de energía y materia que explicaría la observación del aparente carácter expansivo de las galaxias relativas unas a otras. Como un híbrido de estas dos teorías, aparece una tercera propuesta con la idea de un universo oscilante, concibiendo al origen y el fin de nuestro universo actual como meros momentos en un oscilar o palpitar constantes que se proyectan hacia el infinito (es notable la analogía estructural con las antiguas cosmologías hindúes y chinas). Por último, perspectivas importantes derivadas de la física cuántica harían aún más compleja a la cosmología al proponer la idea de multiversos en vez de universos, es decir, la existencia de un infinito número de universos paralelos.

 

(d)   Otros conocimientos recientes en estos campos involucran la clasificación de nuevos objetos observables o detectables, como ser agujeros negros (regiones del espacio de donde nada, ni siquiera la luz, puede escapar a su intenso campo gravitatorio), enanas blancas (estrellas “frías” estables), estrellas de neutrones, pulsares, supernovas, quásars, etc. Tal vez los más destacables --por sus profundas repercusiones para la autocomprensión humana corriente—son dos.  Por un lado existen sólidas evidencias de la existencia de planetas orbitando en torno a otras estrellas, algunos de las cuales podrían tener características similares a la Tierra. Un cálculo estadístico considerando el número de estrellas sólo en nuestra galaxia (doscientos mil millones de estrellas) establece que aproximadamente doscientas mil de esas estrellas podrían ser orbitadas por planetas capaces de sostener vida e inteligencia[20]. Esto habla de la existencia hipotética de cuantiosas civilizaciones, lo que se multiplicaría significativamente al considerar los miles de millones de galaxias existentes. Por el otro lado los astrónomos y astrofísicos han estado a la búsqueda de una materia “exótica” que de cuenta tanto de la densidad o masa actual del universo como de una hipotética fuerza repulsiva, dando cuenta así de la contradicción entre la edad del universo y la aparente mayor edad de algunas galaxias. En esta teoría nuestro universo está compuesto en un 70% de una “energía oscura” (llamado también “quintaesencia” o “quinto elemento”), 26% de “materia oscura”, 0,5% de materia visible y 0,005% de radiación[21]. No hacen falta muchas palabras para considerar dónde queda relegada conceptos tan arraigados en el sentido común como materia. Además, como mencionaré a continuación, muchas de estas hipótesis que explicarían nuestro universo visible requieren, a su vez, del postulado de dimensiones extras o invisibles que hacen del así llamado universo una realidad de contornos y densidades hasta hace poco insospechadas.

 

 

La constelación de la física cuántica.  Mientras que los trabajos de Einstein y Hubble daban un fuerte envión al estudio de las macroestructuras del universo, paralelamente (en la misma década del ’20) la física experimentaba una revolución en el campo del estudio del universo subatómico con  figuras tales como Niels Bohr, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Paul Dirac y Wolfgang Pauli entre otros.  La investigación se concentraba en los elementos o eventos básicos (invisibles) que sostienen la realidad toda, continuando la pesquisa iniciada por los filósofos griegos presocráticos. Su resultado fue la denominada física cuántica, cuyas teorías sobre la energía y la materia no armonizaban con los supuestos elaborados por Einstein. Esto llevó a unas de las búsquedas más fascinantes en la historia intelectual humana tras una “teoría de la gran unificación” (GUT, en inglés), incorporando la física cuántica en las distintas hipótesis cosmológicas. El físico Stephen Hawking es un ejemplo de ello, al igual que Steven Weinberg, Edward Witten, Martin Rees y otros.  Las siguientes teorías resumen las hipótesis centrales de la constelación cuántica[22]:

 

(a)   Las partículas intercambian fuerzas o energía en paquetes llamados “cuantos” –expresión acuñada por Max Planck. En el caso de la luz, por ejemplo, esos paquetes se denominan fotones y se comportan como partículas microscópicas. En principio se describe así la idea de fuerza independientemente de la teoría “geométrica” de Einstein donde la curvatura del espacio determinaría dicha interacción.

 

(b)   Las diferentes fuerzas que medimos son causadas por diferentes cuantos. Así, por ejemplo, la llamada “fuerza de gravedad” (responsable por las órbitas planetarias) estaría expresada por una partícula denominada gravitón. A su vez la fuerza electromagnética (responsable por la luz, el magnetismo) por el fotón, la fuerza nuclear fuerte (que mantiene unidas las partículas subatómicas) por el gluón, y finalmente la fuerza nuclear débil (responsable por la radioactividad) por los bosones W.  Como conjunto esta teoría de las fuerzas es denominada “estándar”, y marca el descubrimiento de las fuerzas que gobiernan todas las interacciones atómicas y partículas subatómicas, y por ende, el universo. Estas fuerzas, se sospecha, son cristalizaciones en nuestro universo tetratridimensional de una sola fuerza que se unificaría a temperaturas –y dimensiones—superiores[23].

 

(c)   Pero la teoría cuántica también ha puesto en evidencia las paradojas que subyacen en las estructuras subatómicas, lo que deriva en profundas implicancias epistemológicas y metafísicas. Heisenberg es conocido por haber acuñado el principio de la incertidumbre (o incerteza) que sostiene que no podemos saber simultáneamente la velocidad y la posición de una partícula. Con este principio se derrumba el viejo sueño determinista que gobernó a la ciencia desde Newton, signado por la esperanza de que una vez conocidas todas las leyes del universo se podría matemáticamente predecir el movimiento de todas las partículas en el mismo. Según Heisenberg lo único que podemos calcular es la probabilidad de que una partícula se manifieste en tal o cual lugar. También este investigador descubrió que las partículas tienen la extraña propiedad de aparecer también como ondas, lo que implicaría que la naturaleza, en su estrato más “profundo”, estaría signado por una dualidad inherente (principio de la complementariedad)[24]. 

De esta manera se desprenden dos principios fundamentales: por un lado la naturaleza parece estar dominada por un principio incierto casi caótico, que no se amolda a conductas matemáticamente previsibles. Pero por el otro lado esta teoría resalta el papel del observador no sólo en cuanto a la “perspectiva” que éste brinda (lo que desarrolla la sociología del conocimiento, por ejemplo), sino al rol de la mente o la inteligencia en la determinación misma de cómo aparece la naturaleza ante nosotros. Lo que observamos, diría Heisenberg, no es la naturaleza en sí misma (an sich), sino la naturaleza expuesta a nuestro método de razonamiento y cuestionamiento[25]. Más aún, se plasma la idea de que la naturaleza posee una “apertura”, se “deja participar”; el conocimiento sería una modalidad que el mismo universo toma.   Esto abre la posibilidad de una nueva aproximación al estudio de la mente, donde la neurobiología, la cibernética, la psicología y la física aportan datos complementarios hacia una concepción holística de la misma. La mente, en definitiva, sería un nivel inherente al mismo universo, no una sustancia o fenómeno aparte de ella.

 

(d)   Richard Feynman, uno de los grandes físicos teóricos después de Einstein, escribió  que “la mecánica cuántica describe a la naturaleza como algo absurdo desde el punto de vista del sentido común. Y concuerda plenamente con los experimentos. Por ello espero que puedas aceptar la naturaleza como ella misma es, absurda”[26].  El sentido común se halla cuestionado cuando nos aventuramos en el terreno de la física cuántica, más aún cuando pensamos en la posibilidad teórica de que las partículas hagan “túneles” o realicen un “salto cuántico” a través de barreras aparentemente infranqueables. De allí que un número finito de probabilidad de que eventos “imposibles” puedan de hecho ocurrir. Mas que abrir la puerta para una corroboración “científica” de los milagros, este hecho probabilístico sólo indica que cuando nos acercamos al mundo microscópico subatómico todas las analogías que intuitivamente derivamos de nuestros sentidos (sentido común) comienzan a trastabillar; implora de este modo una explicación que se ubique en un ámbito al cual en principio no hay acceso directo. De este modo el universo al que creemos pertenecer puede en verdad estar constituido en su tejido primordial por otras dimensiones donde las leyes y los fenómenos conocidos dejan de operar según los conocimientos corrientes. Estos conocimientos, nos recuerdan, están condicionados por los límites que la evolución biológica ha impuesto a los sentidos humanos.   

 

(e)   La teoría cuántica abrió paso a una nueva y más compleja comprensión de la energía-materia, que al combinarse con la teoría geométrica de la gravedad de Einstein da como resultado la novedosa teoría de las supercuerdas vibrantes[27]. Según esta perspectiva –que por muchos es considerada la clave para la física del siglo 21—las partículas que conforman tanto la energía como la materia serían en realidad minúsculas cuerdas o filamentos vibrantes que emergen de un hiperespacio de seis dimensiones, enrolladas en sí mismas, y por ello en principio inaccesibles a nuestros sentidos. Estas dimensiones serían las que determinarían las estructuras de las vibraciones que constituyen tanto la energía como la materia. En otras palabras, partículas –u ondas- representan en realidad distintas frecuencias o resonancias, siendo la materia un conjunto armónico de las mismas organizadas a distintas frecuencias y modulaciones. Las discrepancias en las modulaciones da lugar a las diferentes masas y energías que componen la “sinfonía” del universo. Y lo más sorprendente de esta teoría es la posibilidad de finalmente postular un principio único a la pluralidad del universo: las cuerdas o filamentos serían, en realidad, idénticas. Lo que cambia es su frecuencia vibratoria. En definitiva, son la manifestación de una única supercuerda “distorsionada” por la geometría aún misteriosa de las seis dimensiones inaccesibles a la exploración científica directa. Esto es una noción análoga a la sorprendente teoría de John Wheeler quien afirmó que todos los electrones en el universo son en realidad una misma y única partícula “rebotando” hacia delante y atrás en el tiempo. La Tierra, las personas, las galaxias,  etc., estarían así compuestas por un solo electrón experimentado una infinidad de veces. En suma, con estas teorías nos encontramos ante una situación liminal, ante la cuestión  en torno a la unidad de todo lo existente.         

 

 

La constelación de los sistemas complejos y la estructura del ADN. En este campo la física, la química, la biología molecular, la cibernética y la psicología se transpolinizan para converger en un intento de explicación del surgimiento de un cierto orden desde el “caos”. Las estrellas, galaxias, planetas, moléculas, vida, sociedades, etc., son todas estructuras que, en lo que respecta al equilibrio de los estados energéticos, desafían la segunda ley de la termodinámica. Se parte de la premisa de que la explicación de la organización que nos rodea no puede derivarse simplemente de las leyes de la física hasta ahora conocidas. Las células vivas, turbulencias de líquidos o masas gaseosas, la formación de cristales de hielo, la convección producida en líquidos expuestos a cambios de temperatura, etc., son algunos de los ejemplos citados a la hora de sugerir distintas teorías que explicarían la auto-organización observable en la naturaleza –incluida la mente[28]. Ya se hable de sistemas dinámicos, caos, estructuras disipativas, fenómenos no-lineares, capacidad de transmitir información o reproducirse, retroalimentación, etc, se apunta al mismo fenómeno básico: la visión “holística” o sistémica para describir el funcionamiento de las partes, sean estas vivientes o no. Esto ha brindado importantes perspectivas sobre el origen de la vida y aún de la conciencia, permitiendo una enfoque más integrado del fenómeno humano con respecto a la naturaleza. Algunas de las teorías centrales son:

 

(a)   Desde la biología y su explicación evolutiva de la vida, como de la cibernética y el estudio de los sistemas, se enfatiza la noción de distintos niveles de complenjidad evolutiva con distintas leyes operando en cada uno de ellos. Ya no se habla de especies superiores o inferiores, sino de distintos niveles de relación e integración de las partes con el todo. Esta perspectiva también se halla corroborada por la física cuántica en su descripción de las partículas subatómicas. De ahí que la realidad no pueda reducirse a unos “bloques fundamentales”,  sino a relaciones, eventos, interacciones o redes.

 

(b)   La aparición del fenómeno de la vida no necesita remitirse a un principio vital extrínseco, ya sea según la visión greco-cristiana de las almas o el vitalismo bergsoniano.  Se habla de la vida como “autopoiesis” o auto-organización de la materia-energía, es decir, como estructuras o modos de organización de esta realidad abiertas a una continua corriente y circulación de distintos elementos del medio ambiente. La materia misma parece contener distintos patrones de auto-organización, que una vez superadas ciertas barreras termodinámicas, afloran hacia formas biológicas de orden y complejidad crecientes. Los seres vivientes constituyen, en palabras de Illya Prigogine, “estructuras disipativas”, es decir, islas de orden en medio del desorden, manteniendo y aún incrementando su orden a expensas de un mayor desorden en su medio. Esto acarrea profundas consecuencias para la ecología, ya que el medio ambiente en vez de comportarse como una “máquina”, se parece más a un ser vivo: es impredecible, sensible a lo que lo rodea, influenciada por cambios aparentemente insignificantes, etc.

 

(c)   El estudio y desciframiento de la estructura del ADN ha permitido explicar no sólo el mecanismo responsable por la herencia de generación en generación (un tema inconcluso en la teoría darwiniana), sino que también ha explicado cómo sobreviven segundo a segundo todas las células de los organismos vivientes. Pero lo que es aún más fundamental es la contribución que ofrece este campo de estudio a la cosmovisión evolutiva. La bióloga Lynn Margulis ha cuestionado la clásica visión de Darwin y su teoría de que los organismos serían una simple adaptación al entorno, jugando este último un rol fundamental en la diferenciación o bifurcaciones de los mismos[29]. En realidad el cambio evolutivo, según Margulis, es más el resultado del impulso inherente de la vida para crear novedad y diferenciación que de la presión selectiva del medio ambiente. Es más, los estudios a escala bacteriológica demuestran que la vida más que competir busca cooperar. La creatividad, por ende, resulta tanto de la cooperación como de la simbiosis y del intercambio genético entre redes de distintas complejidad. Estas perspectivas cuestionarían muchos supuestos éticos que han predominado en la autoconcepción humana.

 

(d)   Por último los fenómenos de la mente y la conciencia han sido nuevamente considerados desde campos diversos como la psicología, la cibernética, la neurobiología y la física. El paradigma que comienza a imperar es el de la concepción de la mente como proceso de la vida misma. Por medio de este proceso la percepción y el conocimiento van forjando mundos de acuerdo a lo que permita la estructura y maleabilidad del organismo. En esta perspectiva, por lo tanto, conocimiento no refiere tanto a las formulaciones racionales o lógicas, sino también a las emociones e intuiciones que también son fundamentales en el proceso cognitivo. Constituyen diversas pero complementarias formas de inteligencia. La física, por su lado, ha emplazado el tema del rol de la mente en la constitución misma de la realidad accesible a nuestra especie, y la psicología profunda ha postulado a la mente como contracara de los procesos cuánticos a escalas subatómicas. Todas estas perspectivas coadyuvan a una visión más sistémica y holística de la mente como un nivel de estructuración del cosmos (ver infra).  

 

 

 

Ahora bien, los datos dispersos que aportan estas visiones científicas jamás podrían constituir una “cosmología” de no mediar una interpretación unificada que integre en una red de ideas y creencias los datos vertidos por las distintas hipótesis y teorías científicas recientes. Esta ha sido una tarea ardua, todavía en debate, sin embargo ya se esbozan los ejes centrales de la misma. Del conjunto de estas constelaciones surge así un nuevo paradigma cosmológico o una “nueva épica de la creación”, cuyo macro-paradigma o principio unificador es sin lugar a dudas la teoría evolutiva. Esto conjuga no sólo el fenómeno de la vida (Charles Darwin), sino el origen y desarrollo del universo dentro del cual la vida constituye uno de sus componentes o niveles[30].

 

Es obvio que ante esta cosmología se desprende para la religión y la teología cristianas asuntos fundamentales. Por dos razones: en primer lugar porque todo relato religioso supone y propone una cosmología o, en forma más modesta, una cosmovisión (que incluye factores morales, rituales y estéticos enmarcados por el conocimiento que se dice tener de la realidad). Un cambio en las propuestas cosmológicas necesariamente acarrea una reconsideración y reconstrucción de las propuestas religiosas, ya que éstas no poseen en la era de las ciencias el rol determinante en la construcción de cosmologías. En segundo lugar una de las características principales de la cosmología contemporánea es su total prescindencia de la hipótesis religiosas clásicas a la hora de describir su objeto. Surgen así preguntas como las siguientes: ¿en qué medida las ideas y creencias del Cristianismo pueden “adaptarse” a un marco cosmológico que en parte ha nacido para superarla? ¿Existen niveles genuinos de integración entre estas creencias y la cosmología científica? ¿La cosmovisión científica desplaza las afirmaciones religiosas tradicionales? ¿Estamos ante los umbrales de una nueva religión? Y más específicamente aún, ¿en qué medida nuestra concepción cristiana de Dios es pasible de ser integrada a estos postulados? ¿Existen vectores en esta cosmología que sugieran una idea análoga a la que queremos expresar con el término “Dios”? ¿Es necesario recurrir a tal idea? Cuestiones que son paralelas a la pregunta sobre el aporte de la concepción cristiana de Dios a la cosmología contemporánea—que también posee su legítimo espacio.

 

Ante estos interrogantes no puede ignorarse la postura del filósofo de la religión Loyal Rue[31], quien sostiene que la religión cristiana, al igual que todas las religiones universales mayoritarias que se derivan del así llamado período “axial” (alrededor del siglo V a.c.), se halla pobremente equipada para asistir a una humanidad de cara a los nuevos retos y problemáticas de un mundo radicalmente distinto. Sus símbolos, conceptos y mitos están inextricablemente unidos a cosmologías ya superadas. Mantiene que la ciencia, si bien no es una “religión” en el sentido corriente, inexorablemente trascenderá y superará los  grandes relatos religiosos actuales de la humanidad. El punto neurálgico, nota, es la obsolescencia de sus cosmologías, que ya no cuentan con el marco de plausibilidad necesario que las hagan intelectual y emocionalmente convincentes. Es más, los distintos intentos de desmitologización no hacen más que aceleran esta obsolescencia al desnudar el carácter prescindente que la teología contemporánea otorga a la dimensión cosmológica –otrora central a toda visión religiosa.

 

En la misma dirección, científicos como Paul Davies expresan tal vez un sentimiento común a muchos de su campo cuando afirma que la ciencia no compite con la religión, simplemente la trasciende[32]. Aunque en sus orígenes la religión cumplió la doble finalidad de dar una explicación tanto del universo como de la existencia humana, hoy ese mismo rol es satisfecho por la ciencia en su modalidad narrativa. En suma, lo que ayer era explicado con recurso al lenguaje mitológico fundado en la intervención de poderes sobrenaturales, se explica hoy recurriendo al paradigma científico-evolutivo. Dios, en el sentido de un ser trascendente análogo a la personalidad humana, es trascendido por el Universo “revelado” por las leyes de la termodinámica y de la física cuántica.[33] La necesidad humana de contar con una historia o relato sobre el universo ya no requiere de mitologías nacidas en el seno de concepciones cosmológicas caducas; es satisfecha por los nuevos relatos surgidos de la experimentación, la observación e interpretación científicas[34].

 

Sea cual fuere nuestra respuesta a estos y otros planteos (a los cuales retornaremos más abajo), en lo que sigue me manejaré con la siguiente hipótesis: comparado con la situación prevaleciente durante y después de la Ilustración (siglos 18 y 19) --signada ya sea por una guerra o una indiferencia regidas por el cientificismo positivista en un extremo, y el autoritarismo eclesiástico o creacionismo científico por el otro-- constituye un hecho destacable que hoy en día la religión y la teología cristianas sean menos vulnerables a los embates de la ciencia. La nueva situación en parte se debe a que el material mismo que produce la investigación científica es más proclive a una interpretación religiosa teniendo en cuenta que describe una realidad menos rígida y más vaga comparado con las categorías más austeras del paradigma mecanicista: un mundo formado por cuantos, caos, dimensiones extras, supercuerdas, tiempo-espacio maleable, orientación antrópica, etc., contrasta abiertamente con la causalidad unilineal, el positivismo, el materialismo determinista y un universo significativamente acotado, propio del paradigma anterior. Se puede afirmar que muchos de estos nuevos datos científicos tácitamente “solicitan” una interpretación metafísica y teológica que las ubique y relacione con algún concepto de totalidad. Todo esto remite a situaciones que siempre orillaron la cuestión religiosa[35]. 

 

En conjunción con esto tampoco se puede soslayar que en la actualidad se advierte un nuevo clima cultural que redescubre dimensiones antropológicas que fueran fuertemente cuestionadas por el positivismo y materialismo, como son las intuiciones, los sentimientos, la espiritualidad, e inclusive la relación entre el inconsciente y la conciencia. En definitiva, se abre un panorama novedoso para comprender que la ciencia y la religión no son esferas autónomas y separadas, sino dos formas de inteligencia complementarias que intentan interpretar al universo. Se percibe así un nuevo marco de plausibilidad donde la mutua apertura a los datos provistos por cada área, es decir, su receptividad y clarificación mutuas, señalan un nuevo curso de interdisciplinariedad y por ende, de maduración humana.

 

 

 

II. El relato científico y distintas interpretaciones religiosas y teológicas

 

 

¿Un imperialismo científico?

 

Las propuestas que evalúan en forma positiva la relación entre ciencia y religión se agrupan, a grandes rasgos, en torno a aquellas originadas a partir del pensamiento científico (cuyo marco normativo es la cosmología descripta más arriba), y aquellas elaboradas desde el campo teológico (con diferentes metodologías y normas). Más allá del resultado concreto alcanzado este hecho posibilita, de por sí, un fascinante campo de renovada interdisciplinariedad. Lo común en uno y otro campo es la hipótesis de que nuestro universo no puede ser adecuadamente interpretado[36] sin “elevarnos” a otra dimensión epistémica-cognitiva, sea ésta la mística-religiosa, o la vaga intimación de una trascendencia. En definitiva se busca resaltar patrones de significación “religiosa” en el conjunto de la realidad descrito por la ciencia. Los primeros lo hacen para profundizar los susurros religiosos intimados por la cosmología contemporánea, los otros para demostrar el grado de convergencia entre esta cosmología y las verdades teológicas cuyo origen se ubica, para decirlo de algún modo, en niveles pre-racionales (llámese a esto revelación, intuición, experiencia, etc.).

 

Con respecto al primer grupo Philip Clayton[37] enumera varios ejemplos-modelos en la interacción entre la cosmología científica contemporánea y la interpretación religiosa-teológica. A pesar de que muchos de los casos que enumera expresan una marcada afinidad con las propuestas religiosas a-teológicas (o acosmicas) de cuño oriental, se marcan de todos modos importantes senderos para la reflexión teológica cristiana. En suma, estas propuestas tratan de fundamentar la plausibilidad ya sea de una trascendencia en sentido general, ya sea de una noción de un Dios creador, a partir de los mismos datos que la narrativa científica sugiere. Encontramos propuestas que a la hora de hablar del fundamento del cosmos prefieren reemplazar la referencia teísta a un Dios “personal” inclinándose a la noción de un “metacosmos” o matriz de donde surgiría el universo (el caso de los físicos Robert Wesson y John Wheeler). Otros prefieren resaltar el papel que juega la ciencia contemporánea al iluminar la naturaleza espiritual y trascendental del cosmos (la filósofa Angela Tilby). Aquí la cosmología científica se convertiría en el fundamento para las creencias religiosas contemporáneas, dando lugar a una nueva faz en el crecimiento espiritual de la humanidad.

 

Profundizando esta tendencia, algunos físicos y filósofos de la ciencia directamente postulan –como Rue y Davies-- que la ciencia reemplaza, trasciende o usurpa el rol que ayer poseía la teología. La esperanza escatológica de la humanidad no debe ya cimentarse en los mitos del “hombre-Dios” salvador (mito-arquetipo mistérico bastante universal), sino en las realidades de las leyes de la física. Si algún “espacio” puede llegar a ocupar Dios sería el de una suerte de “punto omega” hacia el cual evoluciona la autoconciencia del universo. La supuesta resurrección tan cara para la teología cristiana consistiría, por ejemplo, en la nueva forma de existencia que adquiriría una “supermente” en evolución, tal como argumenta Tipler.[38]  Tipler es el ejemplo de una propuesta osada, radical; pocos se han aventurado a proclamar la teología como una rama de la física contemporánea. Y pocos científicos han reclamado con tanta vehemencia la racionalidad de las ideas escatológicas, tan embarazosas para las teologías liberales modernas[39].

 

Similar a esta postura, hay otros que encuentran un nuevo lugar en la cosmología contemporánea para las pruebas sobre la existencia de Dios. Sin caer en una versión ingenuamente personal de esa deidad, se puede empero fundamentar la existencia de una instancia holística –llámese Dios o Mente—a partir del argumento antrópico (que establece que las condiciones que dieron lugar a nuestro universo en sus primeras fracciones de segundo tiene que haber sido muy precisas no sólo para permitir la evolución y expansión del espacio-tiempo, sino también para la formación de estrellas y galaxias hasta desembocar en el surgimiento y desarrollo de la vida)[40]. Se insiste en que las teorías de la organización de la energía, la materia y de la vida, apuntan hacia la existencia de un propósito general intrínseco al universo que respondería a una cierta intencionalidad. Esta concepción puede compararse al “holismo sin trascendencia[41] de grandes físicos como Arthur Eddington, Werner Heisenberg, Carl von Weizsäcker, David Bohm y otros, quienes profundizaron las implicaciones filosóficas de la nueva física del siglo 20. Para ellos la realidad se caracteriza por una profundidad infinita, distinguiéndose distintos niveles o jerarquías. La conciencia y la mente constituirían un nivel integrador, holístico, siendo el “universo” una totalidad integrada por esa conciencia. Tales visiones denotan ya sea una marcada tendencia Spinozista-panteísta revertida, es decir, un naturalismo teñido de una densidad religiosa, o paralelismos con muchos postulados metafísicos orientales.[42]

 

Algunos consideran que estas posiciones expresan una suerte de “imperialismo científico”[43], una posición que si bien no pretende eliminar a las religiones positivas --no se trata del cientificismo militante que presupuso bases filosóficas positivistas y empiricistas— se inclinan no obstante hacia una “conquista” del territorio que tradicionalmente se le adjudicaba a la religión. En estas posiciones hay un cierto reconocimiento de lo “divino” o de lo “trascendente”, pero este conocimiento es derivado de la investigación científica y son sus métodos lo que determinan la naturaleza de sus afirmaciones. Sin embargo el término “imperialismo” tal vez sea un poco injusto ya que también la mayoría de estos autores reconoce los límites de la ciencia; el pensamiento científico sólo explica procesos particulares, fenómenos circunscriptos, siendo el rol de la cosmología y la filosofía de la ciencia proponer una visión coherente sobre la base de la interpretación y sistematización de sus resultados. Esto último presupone una labor de creatividad e imaginación interpretativa, sugerido pero no dictado por los datos científicos. Como lo expresa Niels Bohr, la física nos da cuenta de lo que podemos conocer del universo en una época determinada; pero ella no nos puede guiar como ciencia ante la pregunta de cómo o porqué el universo es de este modo y no de otro. En suma, no puede dar cuenta cabal de las razones posibles para la existencia del universo, de que haya algo y no nada.[44]

 

Es justamente a este nivel donde la articulación cosmológica bordea las inquietudes que siempre han caracterizado al sentimiento y al lenguaje religiosos, abriendo el flanco de la insuficiencia de la razón científica a la hora de resolver las inquietudes más profundas bosquejadas por la misma razón. Como nos recordó Paul Tillich, los límites trazados por la ciencia contemporánea han puesto en crisis las certezas tanto materialistas como idealistas que han caracterizado el advenimiento de la ciencia moderna. Hoy día, en una época donde la razón y los conocimientos han crecido en forma exponencial, los seres humanos parecemos ser más conscientes del abismo, la densidad, y en definitiva el misterio que parece habitar no sólo las incalculables extensiones del cosmos, sino la materia y la vida mismas.

 

En suma, el hecho de que la cosmología derivada de la ciencia sea percibida como superación de los relatos religiosos no significa que ésta este desprovista de fuertes contenidos y sensibilidades religiosas. Lo “religioso”, por supuesto, no apunta a la idea de una divinidad personal ni a una sustancia divina en el cosmos; mucho menos a un ámbito espaciotemporal paralelo a nuestro universo. Lo religioso, en todo caso, refiere a un estado mental y emocional de armonía o convergencia entre la subjetividad humana y los confines del cosmos; implica saberse parte de un proceso totalizador en el cual estamos llamados a jugar un rol capital. En la percepción de muchos asistimos por ello a una época que pronostica una nueva ebullición religiosa, posiblemente al nacimiento de un nuevo paradigma que combina la experiencia de lo sagrado en las profundidades de la conciencia con el fundamento del universo descrito desde la perspectiva científica. Sus propuestas podrán ser eclécticas con respecto a las religiones universales, tomando de aquí y allá categorías importantes de sus relatos mitológicos para integrarlos al nuevo paradigma científico. Otros apuestan por expresiones más “holísticas” que integren orgánicamente teorías científicas y una sensibilidad mística hacia el propio yo y la naturaleza --al estilo del movimiento de la “Nueva Era”. Pero también hay quienes todavía apuestan a las religiones “axiales” en tanto y en cuanto sepan sabiamente reinterpretar sus símbolos de acuerdo a la cosmología evolutiva y la nueva moralidad ecológica[45].

 

 

Respuestas metodológicas de la teología cristiana

 

Entre los teólogos cristianos cabe destacar una serie de respuestas constructivas, sobre todo en el mundo de habla inglesa. Lo que prima aquí no es sólo la búsqueda de una “convergencia” entre las afirmaciones científicas y las teológicas, sino también resaltar la peculiaridad de la óptica religiosa y su contribución tanto a la integración de una cosmología contemporánea como a la formulación de las teorías mismas (teniendo en mente no sólo el “órgano” de la intuición, sino los postulados doctrinales mismos). En este derrotero también aparecen desde la perspectiva cristiana dos elementos que implícitamente se tornan en críticas importantes a la orientación religiosa expresada por el grupo anterior. Se trata de la crítica del concepto de Dios presente entre muchos de los científicos, que se asemeja notablemente a la trascendencia alimentada por el argumento del designio o intencionalidad teleológica que desde el siglo 17 se lo denominó deísmo. En este pensamiento la peculiaridad de la concepción cristiana en torno a la cruz y a la idea de Dios como amor se encuentran totalmente ausentes, se arguye[46]. Por el otro lado también destacan la perspectiva escatológica cristiana que, sirviéndose de las nuevas concepciones del espacio y del tiempo, puede significativamente aportar a la discusión cosmológica contemporánea.

 

La teóloga Nancey Murphy habla de una nueva situación apologética para la teología, no muy distinta a la que la teología cristiana confrontó en sus albores[47]. En este contexto apologético posmoderno la autora visualiza una serie de escenarios posibles, todos complementarios en la conformación de una red de creencias e ideas donde las ideas religiosas estén estrechamente entrelazadas con otros niveles de ideas, conformando una red o sistema. Precisamente la coherencia entre los distintos niveles de ideas y creencias constituiría el criterio de la “verdad” del sistema. De esta forma se pueden dar casos de relación de implicancia directa entre la ciencia y la teología, donde una particular visión cosmológica (la de la cosmología cuántica, por ejemplo) llevaría a una importante modificación de la conceptualización de la doctrina de la creación y de la providencia divina (esto es lo que por caso trabaja Juan Luis Segundo). Una segunda relación posible es la implicancia mutua de teorías o conceptos filosóficamente argumentables postuladas independientemente por la ciencia y la teología. Se puede pensar aquí, por ejemplo, de la riquísima y novedosa concepción del tiempo y de la relación de Dios con la temporalidad que aparece en la dogmática de Karl Barth, comparado con la concepción del tiempo desarrollado a partir de Albert Einstein. Una tercera variable es la relación hipotética-deductiva que la teología podría entablar con los datos aportados por las ciencias, presentándose como una seria posibilidad interpretativa de los datos observados y descritos. Así la noción de “Dios” se alzaría como la mejor explicación o hipótesis posible que confiera una unidad de sentido a los datos sobre nuestro universo, como al hecho de que los seres humanos confrontan un universo intrínsecamente abierto para su inteligibilidad. 

 

Ted Peters, otro teólogo que ha intentado sistematizar las distintas relaciones posibles entre la teología y la ciencia, postula la metodología de la consonancia hipotética. Este concepto indica la búsqueda de áreas donde pueden establecerse una correspondencia entre lo que pueda afirmarse científicamente sobre la naturaleza y lo que la teología cristiana concibe como creación de Dios. Para la teología esto implica dos cosas: por un lado ella cuenta con sus propias fuentes cognitivas, pudiendo estar plasmadas en escritos fundacionales o remitirse a experiencias intuitivas, pre-racionales, de una trascendencia mediadas por distintas configuraciones de la finitud. Por el otro lado la teología tiene la libertad y la necesidad ante la ciencia de someter sus afirmaciones a la investigación y perspectivas científicas[48], sin por ello renunciar a su perspectiva particular. Se enfatiza que la teología no puede ignorar que también engloba como objeto de su discurso el mismo objeto de la ciencia, el mundo de la naturaleza. Obviar lo que en este campo se asevera significaría rehuir a las valiosas perspectivas que la ciencia aún puede brindar sobre la trascendencia y su relación con la inmanencia. En esta perspectiva la racionalidad de las creencias religiosas no está dada tanto por sus fuentes, sino por su apertura a ser probada y examinada por el conjunto de los nuevos conocimientos[49] . Con sus respectivos matices teólogos como John Polkinghorne, Arthur Peacocke, Philip Clayton, Wolfhart Pannenberg o Philip Hefner caminan por estas sendas. Indican una metodología que permite a la teología cristiana una mayor libertad hermenéutica, enfatizando la necesidad de realizar una constante lectura teológica de los conocimientos científicos --lo que muchas veces implica orillar conceptos no muy familiares a la tradición bíblica.           

 

 

 

III. Algunas propuestas y criterios para la tarea teológica

 

Considerando esta última línea de pensamiento propongo a continuación ciertas conclusiones parciales que esbozan lineamientos para la tarea teológica cristiana frente al nuevo paradigma científico-cosmológico. Sólo se trata de un esbozo esquemático, que deja fuera muchas otros temas como son la propia crítica profética que corresponde a la teología, el concepto de “religión” derivado de los aportes antes mencionados, las limitaciones de un naturalismo trascendente o de un holismo sin trascendencia, la integridad de las fuentes cognitivas cristianas, etc. Me aboco a recoger algunos datos que estimulen al pensamiento teológico, intentando establecer consonancias hipotéticas e implicancias directas entre las categorías de las ciencias y de la religión.

 

En primer lugar parto de la base de que la viabilidad de la tarea teológica a largo plazo se funda en su capacidad de afirmar e integrar distintas esferas de la vasta experiencia y conocimientos humanos. En principio esto corresponde a lo que denominamos religión;  como ámbito de la experiencia humana ella hilvana las distintas esferas de la vida, planteando en y desde ellas el propósito y el sentido de la existencia y del cosmos con relación a su fundamento trascendente[50]. La teología, precisamente, se nutre de los símbolos, ritos y disposiciones subjetivas que la religión sostiene, pero la asiste como una instancia particularmente reflexiva. Por ello la reflexión teológica constituye una tarea fundamental en la superación de la percepción de que las convicciones religiosas declinan proporcionalmente al avance de las explicaciones científicas. La teología ayuda a expandir el campo de las significaciones religiosas, englobando conceptos y perspectivas que en principio pudiesen haber sido desechadas como antagónicas a la mentalidad religiosa. Por ejemplo, afirmar que los procesos naturales –con toda la complejidad que nos revela la ciencia contemporánea—pueden constituir la forma en que Dios suscita las experiencias que desea para su creación y criaturas no es, de por sí, una realidad evidente sino una  interpretación que supone un nuevo marco cosmológico. La experiencia religiosa puede, de hecho, intuir y percibir esta realidad refiriéndolo a un fundamento último. Es más, puede por medio de estas experiencias inmanentes afirmar juicios de valor referidos al amor, la misericordia, la gracia o la justicia de Dios manifestadas en su creación, que normalmente estarían más allá de lo constatable empíricamente. Sin embargo estas intuiciones subsistirían exiguamente sin la interrelación sistemática de esta experiencia o inteligencia junto a las otras esferas de la inteligencia humana. Se trata, en definitiva, de una interpretación que reformula postulados clásicos de la convicción cristiana dentro del nuevo paradigma cosmológico

 

Por ello le compete a la teología una tarea cultural imponderable. El modo de integrar al menos dos discursos, inteligencias  o racionalidades diferentes, superando el estado de “esquizofrenia” actual de nuestras culturas[51], constituye un desafío importante. La integración consiste en apreciar no sólo las afirmaciones divergentes que uno y otro ámbito producen, sino las distintas maneras en que funciona la mente humana al interactuar con su entorno y con ella misma. Más que lo irracional (religión) y lo racional (ciencia), se debe hablar de racionalidades o inteligencias distintas, es decir, de distintos accesos o niveles de sentido. El asunto no es establecer una pax romana entre estos distintos niveles, sino integrarlos sistémicamente. Pero para que ello suceda es imprescindible que los “saltos” de sentido que corresponden a las afirmaciones teológicas broten no sólo de las proclividades propias de una tradición religiosa, sino también de las intuiciones latentes o razones inherentes en los datos mismos de la ciencia[52]. Es decir, deben ser “insinuados”, casi “sugeridos” por estos datos. Se intenta de esta manera “probar” que la religión y la teología ofrecen la mejor explicación posible a la totalidad de los datos y de las experiencias; integra niveles que la ciencia, metodológicamente hablando, está imposibilitada de realizar. Sin embargo, también es cierto que sin este encuentro e integración de la teología con otras racionalidades no es posible evaluar la coherencia y profundidad de las afirmaciones cognitivas de la propia teología, sobre todo en una era donde su relato no es el constituyente primario de la visión o teoría cosmológica.

 

En segundo lugar la teología no sólo relaciona ámbitos del entendimiento natural y científico permaneciendo en un plano meramente epistemológico y cognitivo. Ella también abarca el ámbito de las convicciones morales y de la significación subjetiva (aún estética) que el universo y el mundo detentan para las personas. No sólo integra las interpretaciones científicas y religiosas, sino que orienta hacia las realizaciones de ciertos valores, ya sea que estén contenidos en esas interpretaciones, ya sea que se ofrezcan como explicación convincente frente a la pregunta sobre el propósito de la moralidad humana ante la aparente “irracionalidad” del universo. Esa irracionalidad, arbitrariedad o realidad azarosa   constituyen interpretaciones de los datos que cuestionan profundamente el sentido mismo de la moralidad. Por ello conjugar la tradición moral propia con los datos derivados de las ciencias constituye una razón más por la cual la teología cristiana no puede permanecer inatenta a las distintas perspectivas científicas. Ella debe presentar su interpretación desde el fundamento de sus convicciones religiosas, atenta a las nuevas aporías que presenta el conocimiento científico actual. Ausentarse de estos territorios significaría abandonar la imperiosa necesidad de la deliberación moral propia, como así también del diálogo junto a aquellos que defienden perspectivas distintas con argumentos convincentes.  Además, el avance de la ciencia y la tecnología –piénsese, por ejemplo, en la biología molecular— inaugura campos novedosos que exigen decisiones morales urgentes de cara a un vacío de tradición al respecto. Todo esto vaticina demandas cada vez más audaces hacia la teología y éticas cristianas.

 

Por último, mencioné anteriormente que la teología debe confrontar crítica y creativamente aquellos conceptos de la cosmología científica que no sólo invitan a una interpretación religiosa y teológica en función de una visión de conjunto (Dios como principio holístico), sino que se constituyen en verdaderos principios heurísticos para la teología misma en el redescubrimiento de la riqueza de sus propias intuiciones y formulaciones. Esto comprende  una tarea que promete una renovación del “arte” de la teología. Tengo en mente las siguientes áreas que aquí sólo pueden aparecer esbozadas:

 

(a)   Los conceptos de “hiperespacialidad” e “hipertemporalidad”, derivados de la conjunción de la visión geométrica del espacio-tiempo de Einstein y la física cuántica (ver supra), abren por lo menos tres campos muy sugerentes para la reflexión teológica y su consecuente “devolución” a la visión cosmológica contemporánea:

 

En primer lugar se trata de la introducción de nuevas categorías que permiten a la imaginación religiosa superar el lastre de la “espacialización” de la trascendencia propia de las antiguas cosmologías[53]. Si antes la teología presuponía una geografía trascendental con una deidad macroestructuralmente localizada (en los “cielos”, por ejemplo), hoy esa “localización” puede imaginarse microestructuralmente sin por ello reducirla a un nivel espacio-temporal propio de nuestra experiencia. Las sugerencias de las nuevas teorías multidimensionales y de las “supercuerdas” provee, por ejemplo, un nuevo marco conceptual para formular las creencias cristianas sobre la creación y la autolimitación divinas (kenosis). Según las hipótesis de la física éstas comprenden dimensiones inaccesibles en forma directa, aunque determinan las características del universo visible y por ello la existencia de las criaturas vivientes.  Ideas como la presencia providencial de Dios, la creación continua, y la unidad de todo el cosmos por la voluntad divina, hallan aquí un nuevo soporte conceptual. Pero desde este marco hipotético se puede conjugar también una visión mucho más rica y compleja de nuestro espacio-temporalidad, acomodándola a las intuiciones escatológicas fundamentales del Cristianismo en referencia a un (hiper)tiempo y un (hiper)espacio no sujetas a las leyes que gobiernan nuestra experiencia. En la teología cristiana el fin de los tiempos (Reino, Nueva Jerusalén, resurrección de los muertos) no significa la cancelación del tiempo y de los espacios, sino el acceso irrestricto a todos los espacios y a todos los tiempos para su renovación final. De alguna forma significaría la “descomprensión” de la instantaniedad al cual cosas y seres están sujetos. La física, por supuesto, no “prueba” esta intuición religiosa, pero traza un marco de plausibilidad para que éstas y otras afirmaciones se sitúen en correspondencia con los datos que aportan el conocimiento humano. 

 

La noción de las dimensiones extras, que constituyen un “ámbito” hipertemporal e hiperespacial, invita a una renovación de la imaginación escatológica derivando también en importantes consideraciones morales. Si la geometría de estas dimensiones determina las secuencias vibratorias que constituyen las distintas fuerzas y partículas del universo, esto significa también que las configuraciones que conformamos con nuestros patrones dinámicos constantemente reconstituidos (campos de densidades vibratorias específicas que conforman líneas temporales o de vida, es decir, nuestras existencias junto a todo el universo) repercutirán, al menos morfológicamente, en la geometría del hiperespacio-tiempo. En otras palabras, dichos “patrones”, aunque temporales y desvanecientes desde nuestro punto de vista, podrían permanecer indelebles de existir una mente-voluntad trascendente que “habita” en forma plena esa hiperespaciotemporalidad. De la misma manera que el espacio-tiempo no solo afecta sino que es afectado por todo lo que sucede en el universo, lo mismo podría decirse de las relaciones entre nuestras dimensiones y el ámbito de la extradimensionalidad. En lo que hace a nuestro ámbito humano más inmediato, nuestras decisiones morales y nuestras construcciones sociales conformarían así patrones y vínculos relacionales que anticipan una determinada morfología en correspondencia a la hiperespacialidad e hipertemporalidad divinas. Afirmaciones claves como el de la resurrección de los muertos podrían interpretarse como la recreación de esos patrones o paradigmas vibratorios en un nuevo medio determinado ahora por la hiperespaciotemporalidad[54]. Nuevamente, esto no cancela nuestra experiencia de la espaciotemporalidad, sino que la recoge y “descomprime” de todas sus limitaciones y falencias. Por lo tanto hay una continuidad en medio de la discontinuidad, lo que adjudica verdades tanto a la visión católica de la relación entre naturaleza y gracia, como a la protestante con relación a la diferencia cualitativa entre criatura y Creador.      

 

En segundo lugar la física pone de relieve una nueva situación epistémica, teniendo en cuenta que lo que se considera el nivel fundamental en la organización y despliegue de las fuerzas y materia del universo no es accesible en forma directa a la observación humana. A este hecho se suman las recientes hipótesis sobre la presencia en el universo de un quinto elemento o quintaesencia, probablemente relacionada con la física de las dimensiones extras, que constituiría el 70% del universo...aunque permanece inaccesible a la observación humana directa. Esto plantea en el seno de la física el hecho de que el conocimiento de la conformación básica del universo se asienta sobre el carácter indirecto del conocimiento, encontrándose así importantes analogías con nociones teológicas tales como el carácter apofático de Dios, la noción de  posteriora dei desarrollado por Lutero, y el carácter indirecto de la revelación en Cristo tal como lo sostiene Barth. Lo que es “esencial” elude los sentidos inmediatos que el derrotero evolutivo ha conferido a la humanidad. ¿Será esto una suerte de “distancia epistemológica” con respecto a los fundamentos de nuestro universo, una separación o hasta alienación casi indispensable para  permitirnos “retornar” y habitarlo con más plenitud?[55]

 

 

(b)   La nueva situación epistémica, emanada de las investigaciones y teorías de la mecánica cuántica (Bohr, Schrödinger, Heisenberg, Dirac), pueden iluminar las afirmaciones “paradojales” de la cristología cristiana. La mayor consecuencia filosófica de dichas investigaciones se cierne sobre dos puntos: el principio de la incertidumbre o incerteza por un lado, y la dualidad inherente que la naturaleza presenta al observador al nivel de sus microestructuras (principio de la complementariedad onda-partícula). Curiosamente han sido los mismos científicos, más específicamente el danés Niels Bohr, quienes desafían a los teólogos a tomar más en serio este principio de la complementariedad[56].

 

En lo que hace a la tradición cristiana esta propuesta abre una veta interesante para superar la forzada nivelación por parte de la teología liberal del estatus “divino” de Jesús --a costa de la saludable “tensión” presente en la clásica fórmula de Calcedonia (AD 451). Por supuesto, no se trata de que la física explique el misterio del “vere deus et vere homo”, dado que esto escapa a toda verificación empírica. Sin embargo la física colabora indirectamente con la labor teológica al superar ella misma conceptos restringidos de la misma naturaleza. Si ésta, en sus niveles más recónditos, revela una dualidad –no dualismo—inherente, análogamente la figura de Jesús adquiere un nuevo marco de comprensión para entender lo que la tradición ha denominado “naturalezas” (physis). En esta dirección, además, se comienza a refinar lo concebido como naturaleza, superando las visiones esencialistas que han dominado al discurso teológico, para comenzar a hablar de relaciones o eventos. En Jesús encontramos dos formas de relacionamiento, dos posibilidades del universo, dos eventos entrelazados aunque no confundidos: Dios y criatura a la vez.

 

Otro ámbito para la exploración teológica sobre la base del principio de la complementariedad sería la relación entre amor y justicia, o la formulación más clásica del Protestantismo entre los dos regímenes o modos de gobierno de Dios (dos reinos). Estos son datos que no sólo surgen de la hermenéutica bíblica misma, sino que aparecen como hechos insoslayables en el campo de las decisiones morales responsables donde ciertos valores deben “ceder” ante los compromisos necesarios para que las conductas derivadas del ágape cristiano no sean obliteradas por la maldad y las injusticias humanas. ¿Pueden la praxis resultante del amor gratuito “coordinarse” con la praxis que se basa en el reclamo por los derechos propios y ajenos? Pero en forma más incisiva aún: ¿puede hablarse de un Dios celoso por la justicia cuya esencia es el amor (agápico)? El principio de la complementariedad permitiría superar la tendencia dualista que a menudo acompañan a estas lecturas, favoreciendo una perspectiva que “armonice en tensión” los principios derivados de la ley y del evangelio por un lado,  o del doble gobierno de Dios por el otro. 

 

 

(a)   Mencioné que muchos científicos expresan su estado de asombro ante el hecho aparentemente banal de que el universo “deja participarse” y conocerse por medio de la razón; en otras palabras, que el conocimiento es una modalidad que adopta el universo mismo. Pero se podría expandir un poco más esta noción e incluir los niveles de conocimiento más apropiados a la experiencia religiosa, hablando así de otros niveles cognitivos o de inteligencias, tales como la intuición, la fe, la confianza, la adoración, etc. Estos constituyen otros niveles del conocimiento y del poder de la mente, otras tantas formas en que el universo –y lo trascendente—se deja participar. Desarrollado una antropología teológica que ubica a la naturaleza en el ámbito de la gracia, el teólogo Philip Hefner se pregunta sobre la contribución humana a dicha naturaleza. Superando los dualismos crónicos de la teología cristiana concluye que los seres humanos existimos para la naturaleza, siendo nuestro rol fundamental el de catalizadores y conceptualizadores del sentido y de la ultimidad de la naturaleza[57]. En otras palabras, los seres humanos estamos a cargo de contar la historia de esta naturaleza, lo que eventualmente también afectará el curso de la misma.

 

Más allá del carácter prometeico o no de estas afirmaciones interesa rescatar el concepto subyacente a las mismas, a saber, el de la unidad de la naturaleza y el de la relación mente-materia. No cabe aquí explorar este vastísimo campo, sino señalar la importancia que tiene para la teología las discusiones recientes sobre el tema. Lo más fundamental a mi juicio son, por un lado,  la ponderación de que los eventos mentales no son del todo descriptos sin incluir coordenadas adicionales que escapan a lo inmediatamente perceptible en nuestro universo “euclidiano”. En otras palabras, lo que denominamos mente puede ser de hecho el exponente espacio-temporal de un estado vibratorio hiperespacio-temporal. No se trata de un nuevo dualismo refinado, ya que la “materia” es concebida como la expresión integral de la mente. Este es un concepto análogo al que la religión denomina “alma” (patrón vibratorio), con la diferencia de que no se posee un cuerpo al que se añade un alma, sino que nos sostiene un “alma” que se expresa y enuncia en cuerpo.

 

Por el otro lado, la idea de que si la raíz del alma-inteligencia no es “de este mundo” pero se expresa en este mundo, provee un nexo fundamental entre una realidad trascendental y nuestro ámbito inmanente. Aquí las perspectivas de la psicología profunda, sobre toda la línea elaborada por Carl Gustav Jung y sus discípulos, ofrecen pistas muy alentadoras para entender la relación entre mente, naturaleza y religión. Ya se han sugerido los paralelismos existentes entre la física cuántica y la psicología del inconsciente colectivo –un tema de debate frecuente entre Jung y el físico Wolgang Pauli. Para éstos el “continuo espacio-temporal” descrito por la física y el “inconsciente colectivo” deben visualizarse en forma complementaria, es decir, como los aspectos internos y externos de una misma realidad[58].  Esto sugiere, nuevamente, la idea de una unidad final en campos que la experiencia determina como distintos o aún separados. Aquí se sostiene que el inconsciente como nivel de profundidad máxima de la mente, de alguna manera hasta ahora “racionalmente” desconocida, se encuentra intrínsicamente ligada a la estructura más básica de la materia[59].  Esta unidad haría que arquetipos e intuiciones constituyesen una suerte de agentes de una creatio continua, fuentes de nuevos conocimientos que develan potencialidades insospechadas. El conocimiento y la inteligencia –incluidos el conocimiento e la inteligencia religiosas—son dinamismos propios del universo que están ligados en forma esencial al propósito o designio que hasta ahora por intuición –y un poco de investigación—hemos llegado a dilucidar.

 

 

(b)   Ecología profunda y teología. En el campo protestante tal vez recaiga en Albert Schweitzer el mérito de haber roto las ataduras que por siglos han sujetado al pensamiento occidental, a saber, el concebir a la ética y a la responsabilidad moral sólo con relación a los miembros de la misma especie biológica. La “modernidad” no hizo más que exacerbar esta tendencia, incrementando la brecha entre civilización y naturaleza. En su autobiografía Schweitzer hablaba de la ética de la reverencia por la vida, una ética del amor inspirada en la vida y mensaje de Jesús desplegado en su verdadera universalidad. Esta ética implica para este autor no sólo la responsabilidad hacia el bienestar de los semejantes, sino una simpatía “mística” con la naturaleza y todos los seres vivientes. La clave en la propuesta de Schweitzer la constituye esta relación entre conocimiento, religión y ética: toda visión profunda de la naturaleza y del mundo es, en el fondo, mística, ya que nos ubica en una relación espiritual con lo Infinito. A su vez la realización de esta visión es mediada por la acción ética, verdadera instancia mediadora de la misma[60].

 

Muchas de estas visiones intuitivas de la teología cristiana reciben en la actualidad una importante ratificación desde las ciencias de la vida orientadas hacia una versión “profunda” de la cuestión ecológica. Esta perspectiva es consciente que nuestra relación con la naturaleza no puede reducirse simplemente a una adecuación social y económica más “ambientalista” de nuestros sistemas productivos, sino que conlleva un nuevo paradigma mental o cultural cuyo eje es la idea de la red o sistema. De esta manera, autores como Fritjof Capra aluden a una ecología de la mente y el espíritu como instancias fundamentales en el equilibrio ambiental[61]. La ecología profunda es también una realidad espiritual ya que implica un conocimiento “objetivo” de la relación del todo con sus partes, es decir, de los principios de organización de los ecosistemas, a la vez que una conciencia y sentido de pertenencia subjetiva a ese todo.  El paradigma sistémico u holístico permite entendernos como una parte o nivel de ese todo mayor, donde nuestro pensamiento y acción conforman, sostienen o destruyen las redes vitales que hacen posible el desarrollo de la vida. Desde esta interdependencia ya no podemos pensar, y menos aún actuar, sin una consideración seria de los derechos de las otras especies y, más aún, del bienestar de la totalidad del planeta. Esto abre el escenario para una verdadera ética global, no sólo en el sentido cuantitativo, sino cualitativo, que cuestiona y derrumba muchas de las presuposiciones básicas de las economías humanas. La práctica del libre mercado, por ende, se convierte en una seria amenaza a la viabilidad misma de la vida.    

      

 

 

Conclusión

 

El paradigma científico contemporáneo, o lo que hemos denominado la cosmología científica, no puede resolver los temas religiosos y teológicos que han preocupado a la humanidad. Su metodología –que establece los alcances y los límites del conocimiento verificable—le impiden erguirse en una suerte de árbitro final sobre estos temas. De la misma manera, dilemas existenciales y morales que han preocupado a las culturas tampoco encuentran una respuesta acabada en la cosmología científica, tan orientada a la vastedad de un universo que parece aplastar la relevancia de toda pregunta humana. Por ello, posiciones como las de Loyal Rue y Paul Davies anticipando una “conquista” del terreno religioso por parte de la nueva cosmología científica me parecen exageradas. Estos autores parecen ignorar las complejas realidades subyacentes al fenómeno religioso, que incluyen no sólo teorías cosmológicas (aspecto filosófico-cognitivo), sino instancias rituales, emocionales, míticas, estéticas, institucionales y morales[62]. Todos estos factores abarcan aspectos sociológicos y psicológicos que aunque integrados al aspecto cognitivo representado por una cosmovisión, conforman no obstante una totalidad que expresa la apropiación integral que el ser humano realiza del universo y de lo trascendente.

 

Sin embargo, casi como figuras espectrales, los rastros de lo sagrado aparecen aquí y allá en los argumentos que las teorías científicas esgrimen en torno al posible origen, estructura e, inevitablemente, el propósito del universo. El conocimiento no sólo no aplaca, sino que despierta una nueva sed por el misterio, despabila nuevas preguntas sugeridas desde las teorías.  Pero más importante aún, el conocimiento científico se acerca a bordes y orillas que requieren desde el punto de vista de la inteligencia y las emociones humanas de una interpretación, esto es, de una palabra comprometida acerca del origen, propósito y finalidad de ese algo que despierta tantos ecos en la profundidad de nuestras almas.  Interpretar esa totalidad, y dar razones para su confiabilidad, constituye ese ámbito que llamamos religión. Por ello la nueva importancia que tiene la teología ante el despunte de una sensibilidad religiosa mediado por la cosmología científica.

 

Si bien el gran relato científico mantiene, en términos generales, una suerte de actitud neutra hacia temas teológicos fundamentales, plantea sin embargo un universo pasible de transparentar nuevas significaciones religiosas que el Cristianismo no puede ignorar. En este sentido es encomendable la prudencia con que muchos científicos se expiden sobre las grandes preguntas religiosas, guardando a la vez un profundo respeto hacia esta manifestación del espíritu humano, como una conciencia de los límites y precariedad de todo conocimiento científico. La metodología basada en el principio de la verificabilidad de los conocimientos es la mayor garantía de esa actitud, actitud que se expande al reconocer otras dimensiones posibles a la inteligencia humana que metodológicamente son irreducibles al planteo científico.   

  

Ante este panorama la teología se encuentra frente a dos caminos constructivos: por un lado puede convertirse en un factor importante en la conformación de un nuevo marco cultural, más sensible y atenta a la “inteligencia” propia del fenómeno religioso y su posible contribución a la situación contemporánea en sus muchas instancias. Por el otro puede enriquecer la propia tradición religiosa al rescatar las nuevas claves y modelos heurísticos para la interpretación de sus símbolos de lo sagrado. En ambos casos hay un reconocimiento cabal de que la cosmología religiosa tradicional ya no constituye un factor estructurante del horizonte teórico actual. Volviendo a lo anterior, estimo que ambas tareas se imponen dada la magnitud y la profundidad de los cambios que muchos asocian con la irrupción de una nueva “era axial”; es de esperar insondables desplazamientos en la experiencia religiosa mediada precisamente por las muchas áreas que expresan el pensamiento y las actividades humanas, siempre abiertas a la interpretación. Como aquella instancia que examina los alegatos en favor de Dios y su relación con la creación, se avecina para la teología una época de hondos cuestionamientos y por ello de penetrante creatividad.

 

Es siempre importante volver a recordar de los peligros que acechan a una teología que rápidamente absorbe las teorías en boga. La búsqueda de relevancia con respecto a las demandas de una época puede no sólo opacar la transparencia de su mensaje, sino convertirla rápidamente en una obsolencia para el bagaje cultural de la humanidad. Pero igualmente hay que insistir con energía sobre la irrelevancia de una teología que no asume la dialéctica evolutiva propia de la historia: no se trata de conservar esencias arcanas, sino confrontarnos creativamente con lo que cada época determina como un estadio, un linde, una zona límite en el perenne proceso de la vida y su desarrollo. Siempre estaremos a la vera de un nuevo pasaje, de un nuevo abismo: identificarlos y darles nombre es parte de la esencia humana, tal como el relato del Génesis alude al narrar la responsabilidad de los seres humanos de “nombrar” su entorno (Gn 2:19).  Los horizontes siempre se expanden, el tema es cómo y de qué manera se integran a nuestro mundo, incluido el mundo “interior”. Pero esto no implica un cambio de los mitos o símbolos religiosos como tales –verdaderamente intraducibles a otro lenguaje—sino su vinculación orgánica con los nuevos “símbolos” de la cosmología científica contemporánea. En otras palabras, su codificación en el nuevo tejido conceptual de la cosmología actual.  

 

Fritjof Capra acertadamente expresó que la ciencia puede no necesitar a la religión, lo mismo que la religión puede ignorar a la ciencia; el ser humano, sin embargo, necesita de ambos[63]. Quisiera ir un paso más allá y decir que la teología --ni hipótesis científica y menos aún una mera declamación existencial-- constituye una suerte de tertium quid que aúna de manera existencial  e intelectualmente relevantes los distintos ámbitos de la experiencia humana. El famoso dicho de que “el todo es más que las partes” –dicho que se destila del paradigma científico contemporáneo--tiene una aplicabilidad especial en el caso de la teología. Implica que la fe cristiana y su discurso son una instancia integradora que no puede reducirse a sus partes –sean estas las “partes” que es dable interpretar por la sociología, la fenomenología, la historia o las distintas ciencias naturales. Si estas perspectivas parciales, aún integradas, no agotan la totalidad que constituye el fenómeno religioso en general, y la fe cristiana en particular, podemos deducir que el sentido de totalidad representado por la visión religiosa proviene de otra parte, precisamente, de una instancia que confiere unidad y visión de conjunto. Esa idea de totalidad le es conferida a la teología por la nueva relación que la fe entabla con un tipo de “ambiente” que integra las partes dada su cualidad estructurante y en definitiva, última. A ese medio la religión cristiana llama “Dios”,  y  para los cristianos muestra su clave en el misterio de la cruz. Allí el misterio de la trascendencia se hilvana con la inmanencia hasta sus últimas consecuencias, abriendo una perspectiva verdaderamente universal que engloba los distintos niveles de la naturaleza y existencia humanas.

 

Las nuevas hipótesis del paradigma científico contemporáneo establecen una relación profundísima entre medio ambiente, mente, ecología y las configuraciones sociales. Hay que comprender que las sociedades humanas (con sus medios y tecnologías de producción) constituyen verdaderas redes u organismos de interacción vital con su entorno. Si las redes sociales integran pobremente a sus miembros, más indigentemente se relacionará con aquellas redes o nichos habitados por miembros “no-directos” de la especie humana. El egocentrismo salta barreras individuales para encarnarse en la lógica antropocéntrica de toda una especie. Más aún, temas tan propios a nuestra experiencia latinoamericana como la injusticia social y la exclusión no deben ser vistas como meros dramas sociales y humanos, sino instancias de una mala adaptación tanto al entorno inmediato de nuestra biosfera como al fundamento último de todo entorno, Dios. Nos hallamos, en definitiva, frente a un desafío y una demanda cultural que ninguna formula social o política es capaz por ella misma de satisfacer[64].  

 

En esta línea cabe recordar que la religión de Israel representó un punto de inflexión en la experiencia universal de la “lucha por la supervivencia”, ya que su experiencia de Dios abrió la idea de una “supervivencia” basada en el principio de la igualdad de todas las criaturas humanas. De allí en más la idea de justicia y la predilección hacia el sufriente, el desplazado, el oprimido, adquirieron vetas de universalidad.  Por supuesto que esto no canceló la dinámica férrea que hace a la supervivencia de cualquier organismo, pero al menos buscó integrarla con esta nueva visión. Como bien lo explicita Juan Luis Segundo[65], los purismos idealistas pueden en verdad llevar a desastres mayores si no se tiene en cuenta los “recursos energéticos” que dispone una sociedad: siempre habrá que saber dónde ceder para que también se pueda ganar. La diferencia, empero, es que Israel comprendió que nadie “gana” si el pobre, la viuda y el huérfano permanecen excluidos de ese circuito social ( y ecológico) llamado “pacto”. Como vimos, la biología también ofrece perspectivas alentadoras al respecto.  

 

Si Dios constituye el ambiente último al cual estamos llamados a “adaptarnos“ (correspondencia), y si a ese ambiente le corresponde tanto (a) nuestra integración cada vez más rica con nuestro entorno inmediato (responsabilidad ecológica, conocimiento científico, exploraciones espaciales, modos de producción sustentables, etc.) y (b) la integración ecosocial signada por la justicia y la equidad, es imperioso establecer los vasos comunicantes que deberían articular la cosmovisión científica y nuestras construcciones socio-culturales. Esto requiere una interpretación constructiva, interpretación que se nutra tanto de las “sugerencias” inherentes a los datos científicos como de la misma experiencia humana acumulada a través de los siglos. Sin embargo, esta interpretación adquiere su fundamento último en la apuesta a la “razonabilidad” del universo en que nos movemos, una razonabilidad que descansa en ese Dios que elude todo acceso directo a sus misterios, pero que sin embargo se deja intuir y participar en el despliegue de su creatividad.

 

La vocación particularmente humana, nos recuerda Segundo, jamás debería separarse entre lo ecológico y lo político; hay que concebir nuestra praxis en términos de redes más que en términos lineales. Pero también es importante destacar que lo ecológico y lo político corren el peligro de la desvirtuación si sus dimensiones no son integradas a una visión religiosa que “sacralice” y “convoque” paradigmas de relacionalidad. En el caso del Cristianismo, esto remite a su misma concepción de lo último como “trinidad”. Lo que no remite a ello podrá ser “exitoso” a corto plazo, pero destinada irremediablemente al fracaso. El universo, sinfonía de las casi ilimitadas vibraciones de Dios, ama la libertad, la justicia y la integración. Por ello, todo acto que se funde y de testimonio de ello, tiene futuro.

 

 

 

 

El autor agradece comentarios a hansen@fibertel.com.ar

 



[1]  Sobre el tema de las perspectivas místicas y religiosas de los científicos del siglo XX ver Ken Wilber, ed., Quantum Questions: Mystical Writings of the World´s Great Physicists (Boston & London: Shambhala, 1985); Henry Morgenau y Roy Abraham Varghese, eds., Cosmos, Bios, Theos: Scientists Reflect on Science, God, and the Origins of the Universe, Life, and Homo sapiens (Chicago & La Salle, Il.: Open Court, 1992).

[2]  Hablo de sensibilidad religiosa más que propuesta religiosa ya que la religión engloba no sólo teorías cosmológicas (aspecto fislosófico-cognitivo), sino instancias rituales, emocionales, míticas, institucionales y morales. Ver Ninian Smart, The World´s Religions: Old Traditions and Modern Transformations (London: Cambridge University Press, 1989), pp. 10-21

[3]  Ver Paul Tillich, La era protestante, trad. M .Horne, (Buenos Aires: Paidos, 1965), p. 295s.

[4]  Podemos citar los nombres de Wolfhart Pannenberg, John Polkinghorne, Arthur Peacocke, Ian Barbour, Philip Clayton, Wesley Wildman, Holmes Rolston, Nancey Murphy, Robert Russell, David Cole, Philip Hefner, etc.

[5]   Karl Barth, Church Dogmatics, vol. III/1: The Doctrine of Creation, trad.  por J. W. Edwards (Edinburgh: T. & T. Clark, 1958), p. ix.

[6]  Wolfhart Pannenberg, “The Doctrine of Creation and Modern Science”, Zygon 23/1 (Marzo 1988), p. 6.

[7]  Ver D. Tracy y N. Lash, “El problema de la cosmología: reflexiones teológicas”, en Concilium 186 (1983), p. 439.

[8]  Ian Barbour, Problemas sobre religión y ciencia, trad. Bernardo Bravo (Santander: Sal Terrae, 1971), p. 294.

[9]  Ver Peter Donovan, Interpreting Religious Experience  (London: Sheldon Press, 1979), p. 100.

[10]  Juan Luis Segundo,  ¿Qué mundo?, ¿qué hombre?, ¿qué Dios? (Santander: Sal Térrea, 1993), p.328.

[11]  El concepto de “era axial” pertenece originariamente al filósofo Karl Jaspers. Se refiere a los eventos culturales y sociales sucedidos alrededor del siglo V a.c. (desde el 800 al 200 a.c.) que cimentaron los fundamentos espirituales, intelectuales e institucionales de la humanidad en forma simultánea e independiente en China, India, Persia, Palestina y Grecia. Esto dio lugar a las síntesis de las grandes religiones mundiales todavía existentes. Hoy vivimos una nueva era axial cuyo eje son los cambios en el campo de las ciencias y la tecnología. Ver Karl Jaspers, Way to Wisdom: An Introduction to Philosophy (New Haven: Yale University Press, 1954), pp. 98-102.  

[12]  Sobre este tema ver la crítica de Jaspers a Bultmann, en Rudolf Bultmann y Carl Jaspers, La desmitologización del Nuevo Testamento (Buenos Aires: Sur, 1968), p.  155ss.

[13]  Paradigma que no se debe confundir con “modernidad”, ya que esta última no se identifica con un paradigma en particular, sino que se compromete con una metodología singular, la científica.

[14]  Stephen Hawking, Historia del tiempo: Del Big Bang a los agujeros negros; trad. M. Ortuño (Buenos Aires, Madrid: Alianza Editorial, 1990), p. 226-231.

[15]  Edward Harrison, Masks of the Universe (New York: Macmillan Publishing Company, 1995), p. 268.

[16]  Ver John Maddox, “The Unexpected Science to Come”, Scientific American 281/6 (Diciembre 1999), pp. 64-65.

[17]  Ver William Stoeger, “Key Developments in Physics Challenging Philosophy and Theology”, en W. Mark Richardson y Wesley J. Wildman, eds., Religion and Science: History, Method, Dialogue (New York & London: Routledge, 1996), pp. 183-200.

[18]  Ver Hawking, p. 57.

[19]  Ver Hawking, p. 65.

[20]  Cálculos basados en las hipótesis del científico Frank Drake. Cfr Michio Kaku, Hyperspace: A Scientific Odyssey through Parallel Universes, Time Warps, and the Tenth Dimension (New York: Oxford University Press, 1994), p. 283s.

[21]  Ver Jeremiah Ostriker y Paul Steinhardt, “The Quintessential Universe”, Scientific American 284/1 (Enero 2001), p. 39.

[22]  Sigo la descripción de Michio Kaku, pp. 113-117.

[23]  Cfr. Brian Greene, The Elegant Universe: Superstrings, Hidden Dimensions, and the Quest for the Ultimate Theory  (New York: W. W. Norton & Co., 1999), p. 352.

[24]  Dualidad no implica aquí dualismo, sino que describe una realidad complementaria desde dos puntos de vista. Ver Hawking, p. 57.

[25]  Ver Fritjof Capra, The Tao of Physics: An Exploration of the Parallels between Modern Physics and Eastern Mysticism (Boston: Shambhala, 1991), p. 140  (hay version en castellano).

[26]  Citado en Greene, p. 111.

[27]  Sobre este tema cfr. Greene, pp. 135ss;  Kaku, pp. 151ss.

[28]  Ver William Stoeger, “Key Developments in Physics Challenging Philosophy and Theology”, p. 187s.

[29]  Ver Lynn Margulis, Symbiotic Planet: A New Look at Evolution (New York: Basic Books, 1998).

[30]   A grandes rasgos esta épica comienza su relato hace aproximadamente quince mil millones de años con una singularidad denominada Big Bang. Esta singularidad, una región minúscula, densa y muy caliente, se desplegó (explotó) quebrando una simetría inicial y se manifestó como espacio-tiempo constituido por campos de energía y vibrantes interacciones cuánticas. Después de 300.000 años el plasma caliente se disuelve en hidrógeno, helio y fotones, dando lugar a una creciente diferenciación donde radiación y materia se separan como resultado de un enfriamiento y desaceleración. En el seno de claustros de gases densos tienen lugar una intensa fusión de hidrógeno y helio, apareciendo las estrellas. Después de una larga vida las estrellas de primera generación explotan esparciendo elementos más pesados por el universo, verdaderas semillas de las presentes galaxias. El tiempo pasó, y cinco mil millones de años atrás una estrella en uno de las miles de millones de galaxias atrajo hacia su campo gravitacional partículas más densas, a su vez producto de millones de explosiones estelares anteriores. La aglutinación de material denso hizo surgir a los planetas, entre ellos nuestra Tierra –un planeta pequeño orbitando en torno a una estrella mediana, perdido en un brazo exterior de una galaxia compuesta por cientos de miles de millones de estrellas.

 

La Tierra es un ensamble de átomos que permitió una temperatura adecuada para la aparición de composiciones más complejas de la materia: el agua, las rocas, las montañas. Después de un par de miles de millones de años, en alguna profunda región de los océanos cercanas al calor de la lava submarina, ciertas interacciones químicas entre elementos ya existentes dieron lugar a moléculas, que crecieron en extensión y complejidad hasta tener la habilidad de producir copias de sí mismas. Fueron las primeras chispas de la vida.

 

La vida se multiplicó en los océanos, diversificando sus formas y adquiriendo estructuras internas cada vez más complejas, entre ellas la habilidad de dividirse sexualmente como estrategia reproductiva y organizándose en torno a un aparato nervioso central. Hasta que quinientos millones de años atrás aparecen criaturas con estructuras esqueletales sólidas, los vertebrados. Sobre la superficie de la Tierra otro despliegue de la vida crea un medioambiente hasta entonces inexistente; las plantas procesan químicamente sus nutrientes exhalando un nuevo gas, el oxígeno. Ciertas criaturas marinas aventureras asomaron sus rostros a este nuevo ambiente, y trescientos millones de años atrás aprendieron a arrastrarse sobre la superficie sólida y a vivir al borde de dos ambientes. En el espectro de otros cientos de millones de años la vida en los océanos como en la superficie se diversifican aún más, pareciéndose al despliegue de un árbol con su variedad de ramas. Muchas ramas crecieron y se diversificaron; otras crecieron y se extinguieron. La biosfera se autoreguló seleccionando especies con ciertas características que optimizaban sus órganos a las múltiples variables del ambiente. De los reptiles evolucionaron dinosaurios, las primeras especies en poblar la Tierra en casi toda su extensión, para ser luego reemplazados por los mamíferos, algunos de los cuales se encaminaron hacia un desarrollo anatómico y cerebral que les permitió morar en árboles y desplazarse con más versatlilidad. Finalmente, después de una larga cadena de experimentos fallidos y relativos éxitos, surge una especie que se constituiría en el ancestro inmediato de los seres humanos. Su masa encefálica le permite lentamente representar su universo mediante ideas y comunicarlas a sus semejantes. Surgen así las primeras herramientas, formas de asociación, instituciones, historias, mitos, religiones, filosofías, culturas, asentamientos, ciudades y civilizaciones. Todo esto fenómenos muy recientes en la gran épica de la creación.

[31]  Loyal Rue, Everybody´s Story: Wising Up to the Epic of Evolution (Albany: State University of New York Press, 2000), pp. 28ss.

[32]  Paul Davies, God and the New Physics (New York: Touchstone, 1984), p. 3.

[33]  Ver Kaku, p. 195.

[34]  Volveré sobre esta presuposición del fenómeno religioso como mero fenómeno hermenéutico del universo, que deja de lado el factor de una subjetividad interpelada y el compromiso moral.

[35]  Philip Clayton, God and Contemporary Science (Grand Rapids: Eerdmans, 1997), p. 160.

[36]  Más que “explicado”, tarea propia del conocimiento científico.

[37]  Clayton, p. 128-155.

[38]  Frank Tipler,  La física de la inmortalidad: Cosmología contemporánea, Dios y la resurrección de los muertos (Madrid: Alianza Editorial, 1996). Afirma que “…los investigadores de la física podrán deducir la existencia de Dios y la plausibilidad de la resurrección de los muertos a la vida eterna mediante los cálculos apropiados, de la misma forma que calculan las propiedades del electrón”, p. 17.

[39]  Ibid., p. 22.

[40]  Es el caso del mismo Paul Davies, pero también insinuado por Freeman Dyson, Brandon Carter y muchos otros científicos.

[41]  Concepto de Philip Clayton, en God and Contemporary Science,  pp. 145-147.

[42]  Sobre todo hindúes y taoístas, como lo demuestra el físico Fritjof Capra.

[43]  Ver Ted Peters, ed., Science and Theology: The New Consonance (Boulder, Colorado: Westview Press, 1998), p. 13s.

[44]  Ver Davies, p. 219.

[45]  Así parece indicarlo el mismo Loyal Rue, Everybody´s Story, p. 137.

[46]  Ver John Haught, “Evolution, Tragedy, and Hope”,  en Ted Peters, ed., Science & Theology, p. 231s.

[47]  Nancey Murphey, “Postmodern Apologetics, or Why Theologians Must Pay Attention to Science”, en Mark Richardson y Wesley Wildman, eds., Religion and Science, pp. 110ss.

[48]  Peters, p. 18.

[49]  Ver Philip Clayton y Steven Knapp, “Rationality and Christian Self-Conceptions, en Richardson-Wildman, eds, Religion and Science, p. 135

[50]  Ver  O´Donovan, p. 115.

[51]  Tema acertadamente desarrollado por Wesley Wildman, “The Quest for Harmony: An Interpretation of Contemporary Theology and Science”, en Richardson-Wildman, pp. 41-60.

[52]  Ver Clayton, God and Contemporary Science, p. 8.

[53]  Este tema lo desarrollé con relación al concepto trinitario de Dios. Ver Guillermo Hansen, “La Trinidad en ‘funcionamiento’: algunos temas actuales”, Cuadernos de Teología XIX (2000), pp. 149ss.

[54]  Cfr John Polkinghorne, Quarks, Chaos and Christianity: Questions to Science and Religion (London:Triangle, 1994), p. 92; Arthur Peacocke, Biology and a Theology of Evolution”, en Zygon 34/4 (Diciembre 1999) p. 702s.

[55]  Cfr. John Hick, Death and Eternal Life (Louisville: Westmister, 1994) p. 49.

[56]  Ver Christopher Kaiser, “Quantum complementarity and christological dialectic”, en Richardson & Wildman, Religion and Science,  p. 291.

[57]  Philip Hefner, “Telling God´s Stiries about the Cosmos: The Gift and the Challenge”, ponencia en la Universidad de Siracusa, Nueva York, 11 de agosto de 1997, p. 3.

[58]  Cfr. Aniela Jaffé, “Symbolism in the visual arts”, en Carl G. Jung, ed., Man and his Symbols (New York: Dell Publishing Co., 1964), p. 303.

[59]  Ver M. L.Von Franz, “Science and the Unconscious”, en Jung,  p. 384.

[60]  Albert Schweitzer, Out of my Life and Thought: An Autobiography (New York: Mentor Books, 1953), pp. 180-182.

[61]  Ver Fritjof Capra, The Web of Life: A New Scientific Understanding of Living Systems (New York: Anchor Books , 1996), p. 6. 

[62]  Cfr. Ninian Smart, The World´s Religions, pp. 10-21.

[63]  Capra, The Tao of Physics, p. 306.

[64]  En un trabajo anterior manifestaba que “el pensamiento trinitario es un importante recurso para entender a Dios como nuestro verdadero medio ambiente (o entorno), y nuestro ambiente (ecológico y social) como el medio de Dios por el cual anticipa su futura morada. Un antecedente en esta dirección lo encontramos en la misma “evolución” religiosa de Israel.  Pienso que el paso decisivo que hace Israel desde el politeísmo al monoteísmo (pasando por largos períodos de henoteísmo o monolatría) implicó un paso trascendental desde la comprensión de la realidad compartimentalizada en “nichos” (con un “dios” o “diosa” administrando los bienes pertinentes) a una donde el universo aparece unificado por ese poder o campo que Israel llamó Yahvé. Más aún, que el mismo Dios es el “ambiente” detrás de todos los medios ambientes inmediatos, al cual nos “adaptamos” por medio del amor y la justicia (cfr. Idea de pacto, decálogo). Para Israel –sobre todo a partir del exilio-- ya no es la rivalidad, la particularidad, la lucha por los recursos escasos lo que guía la vida, sino los valores que surgen de la correspondencia hacia esa realidad que se presenta como totalmente gratuita y por ello asombrosa: ante esta realidad, los profetas proclamaron mecanismos de adaptabilidad basadas en el arrepentimiento, la conversión y el compromiso”; en Hansen, “La trinidad en ‘funcionamiento’”, en Cuadernos de Teología  19 (2000), p. 162

 

[65] Segundo,  El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret II/2 (Madrid: Cristiandad, 1982), pp. 806ss.